Por un momento, mi querido maestro Ramírez Trejo, por favor déjeme tutearlo aquí para no confundir los sujetos con los objetos. Gracias.
Por doquier andes, solamente quiero decirte que por acá entre nosotros olvidaste algunas hojas. Si lo hiciste adrede, muchas gracias; si no, te las guardamos para cuando regreses. No te preocupes por el tiempo: supongo que son de un material verdaderamente extraño; al tacto, parecen de papel cultural de noventa gramos; lo raro y maravilloso es que ningún agente nocivo las daña: ya derramé en ellas café y pulque y lágrimas de Huitzilac, y ni siquiera se manchan: son inmarcesibles, y creo que mágicas, o que fueron provistas de poderes especiales. Pienso que están preñadas de magia y dejos de eternidad, porque las habitan palabras que brincan a los ojos de cuantos las miran, y tras penetrar en éstos no desaparecen ni de allá ni de acá. Imagínate: unas se me encaramaron repitiendo hasta mi cansancio cosas que no entiendo: que un clásico jamás es anacrónico, que siempre habrá en él un aspecto nuevo, que lo nuevo del clásico resulta de su conjunción con lo actual y que cuanto más variado más longevo habrá de ser aquél,1 y esto mismo puede leerse tal cual en las mentes de propios y extraños, como lo que nos platicabas en clase, y que luego pondrías por escrito.
Con el pretexto de un tal Heródoto, por ejemplo, nos dejabas claro y nos convencías de que la plena realización de los seres humanos descansa en la libertad, porque el espíritu sin libertad habría de confundirse en la masa de las cosas, aunque también el opresor sería esclavo de la fatalidad. La opresión, de hecho -lo digo con tus palabras-, nos afecta si nosotros somos las víctimas, pero también si las víctimas son nuestros semejantes, dado que la esclavitud de uno es riesgo para todos. Por ejemplo, se lucha y hasta se mata por un palmo de tierra, pero también por defender los principios de una doctrina, o la integridad de un amor (recuerdo que Tiberio Graco luchaba porque los romanos que peleaban por los romanos no tenían derecho ni siquiera de un trozo de tierra donde enterrar a sus padres); de modo especial, que la inteligencia es el distintivo del hombre, varón o mujer -así nos anticipaste la definición de hombre-, como individuo y como especie, pero que aquélla no resplandece en el individuo si alguien o algo la ofusca, ni en la especie dominada por el tirano. Bajo esta inteligencia -y decías todo esto hace 40 años-, hemos de ser solidarios con el oprimido, con el preso político, con el huelguista, con el obrero explotado, con el indígena sin escuela, y luchar contra el opresor, contra el tirano, contra el falso líder y -subrayo esto- contra el egoísta del saber.2 ¿Más directo? Imposible.
Y ahora resulta que Heródoto -tú sabes quién es- queda en deuda contigo porque lo defendiste contra aquellos para quienes la historia no consistía meramente en consignar acontecimientos, sino en descubrir su significado histórico, y que por eso también había quienes lo criticaban, por ejemplo, de no haber descrito movimientos económicos y sociales y de no haber seguido en detalle las transformaciones políticas de los pueblos. Pero tus papeles mágicos atestiguan que constituiste a ese personaje en guía de tales investigaciones.3
Refiriéndome a otro giro de la magia de que están impregnados tus papeles, recuerdo que en la primera clase que tomé de ti, llegaste con una sonrisa de oreja a oreja, y, en vez de saludarnos formalmente, nos explicaste que no entendías por qué la maestra no entendía a Pepito (para los que no lo saben: Pepito y la maestra son, él, el personaje principal; ella, algo así como su antagonista, de muchos chistes mexicanos muy graciosos, pero que no pueden ser contados en lugares como éste). Complacidos, mis tres compañeros y yo celebramos con una leve sonrisa tu gracia; pero de inmediato agregaste:
-Sí. De veras no entiendo por qué la maestra de griego de ustedes no entiende a Pepito.
-Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja -fue nuestra respuesta inevitable.
Pero, antes de olvidarlo, vuelvo a aquel minúsculo cuarto del sótano de la Facultad de Filosofía y Letras convertido en salón. Para aquella segunda clase de literatura griega, sin más preámbulos escribiste en el pizarrón:
νῦν
ἐγκατακλιθεὶς σωθείς τε, τὸν λοιπὸν χρόνον
ἀναβεβίωκα· περιπατῶ, λαλῶ, φρονῶ.
Y nos dijiste “Traduzcan”; pero, sin esperar la intervención de nadie, seguiste escribiendo debajo de cada palabra, como si te hubiera urgido revelar a la Tierra el secreto sobre la vida contenido en aquel enunciado griego:
ahora,
reclinado y sanado, por el resto del tiempo
he revivido: camino, hablo, razono.
4
¿Revivido, te diviertes ahora como siempre lo hacías por acá, o en realidad te ríes de nosotros? Hoy releo en mi mente, cuantas veces lo intento, descifrar lo que en aquellos tiempos querías enseñarnos: acaso, que había otros mundos más allá de los confines que hoy conoces; acaso, algo de conciencia social. De hecho, como haciendo premoniciones, o como sabedor tanto de la fugacidad de la vida, como de la eternidad futura, en la tercera clase retomaste el hilo de la anterior, y con aplomo creciente escribiste en el pizarrón:
τὸν τηλικοῦτον καὶ τοσοῦτον ἥλιον
νῦν τοῦτον εὗρον, ἄνδρες· ἐν τῆι τήμερον
ὑμᾶς ὁρῶ νῦν αἰθρίαι, τὸν ἀέρα,
τὴν ἀκρόπολιν, τὸ θέατρον.
El tan magnífico y tan grandioso sol,
éste encontré ahora, señores. Hoy día,
en la actual diafanidad veo a vosotros, al aire,
a la acrópolis, al teatro.
5
¿Hablabas de ti o de alguien o de algo más, Arturo Edmundo Guadalupe? No importa lo que respondas. De todos modos, cada vez que toco tus mágicas hojas, más que a ellas, en serio, oigo que tú caminas y hablas y razonas de tal modo que, metido en la consciencia colectiva, apartarías a muchos del aprecio de aquellas civilizaciones que dizque nos dan patria y libertad, repitiendo a tu vez a otros:
De todas las ciudades griegas, con ser tantas, ni una sola puede citarse ni encontrarse que no haya sido envuelta en las calamidades que suelen ocurrir a las ciudades ...: guerra civil, crímenes, destierros ilegales, rapiñas, violación de mujeres y de niñas, cambios de constitución, abolición de deudas y reparto de tierras.6
Donde, sin duda, hablas de tu tierra o de otras muy vecinas, pues por alguna razón nos recuerdas las rapiñas y la violación de mujeres y de niñas, y el reparto de tierras, que desde luego no entre los pobres. Pero de pronto volvías en ti, o nos volvías en nosotros, con la certeza de que uno de aquellos calamitosos (Menandro) sí:
estudiaba y valoraba al hombre, varón y mujer, en su espíritu, yendo más allá de fronteras, al margen de caprichos legales, escudriñando detrás del color de la tez, y dejando aparte el recuento de bienes,7
con lo que nos devolvías la confianza en sus letras, pero solamente porque pensabas que ya sabíamos griego. ¿En realidad creías que ricos y pobres corrían el riesgo de ser malos o buenos, puesto que los bienes no eran fuente de benevolencia; ni su carencia, madre de maldad, y porque estabas plenamente convencido de que cada quien erigía su destino, como aquella joven mujer que, fundada en la razón, aun contra la ley, había enfrentado a su padre para convertirse en dueña y rectora de su propia vida?8 ¿Te acuerdas de ella? Hoy sospecho que generalizabas a la mujer, y más acá de la griega. En el caso particular, era aquella cuyas palabras, en la cuarta clase, copiaste de carrera en el pizarrón sin equivocarte en un ápice, con la advertencia de que en ellas podía resumirse la mejor doctrina de Menandro:
ἤδη ᾽στιν, πάτερ,
ἐμὸν σκοπεῖν τοῦτ᾽, εἰκότως· μὴ γὰρ κακῶς
κρίνας᾽ ἐμαυτῆς τὸν ἴδιον βλάψω βίον.
es ya, padre,
justamente cosa mía mirar esto: que, diciendo mal,
donde podemos percibir a la mujer, si no liberada del machismo, al menos en lucha firme por la conquista de la dignidad humana. Y entonces me doy cuenta de que tenías razón al decir que los clásicos jamás son anacrónicos, que siempre habrá en ellos un aspecto nuevo y que lo nuevo de aquéllos resulta de su conjunción con lo actual.
Otro día llegaste, más acompasado, diciendo cosas de veras sin sentido: algo así como que la retórica no era dialéctica pura, porque de ser así, sería imposible demostrar la verdad al hombre, porque éste la tiene como funcional y teológica...10 Y añadías algo que parecía aún más oracular; pero dándote cuenta de nuestro aturdimiento, en un profundo silencio te pegaste al pizarrón, y, como siempre sin copiarlo de ninguna parte, escribiste en griego lo que -supusimos- acababas de decir más o menos para ti o más o menos para nosotros:
ἡ ῥητορική ἐστιν ἀντίστροφος τῇ διαλεκτικῇ,
Como ya sabíamos que nuestra tarea consistía en trasladar al español lo que tú escribías en griego, inmediatamente entregamos nuestro cuerpo al diccionario, y lo primero que descubrimos fue que se trataba de la definición de retórica, consistente en que ésta era contraria a la dialéctica, pero al parecer no te satisfizo. De hecho, años después explicarías lo que entonces nos habías enseñado de viva voz en aquellos años: que ἀντίστροφος podía parecer un tanto indefinido, como las expresiones “en cierto modo” (τρόπον τινά), hasta cierto punto (μέχρι τινός), de donde, nosotros sugerimos: “la retórica es en cierta forma la dialéctica”. Peor nos fue. Pero tú, con tu absoluto dominio del griego y de nuestra lengua común, insististe en que la retórica no era dialéctica pura, sino antístrofa a ella.11 Así, implícitamente nos obligaste a leer el libro entero, de modo que solamente más tarde hablaríamos de silogismos y entimemas con más tranquilidad.
Para suavizar las cosas, en la quinta clase de literatura griega, tras el acostumbrado humor, fundado en aquella ocasión en un cura y un penitente de carácter violento, nos contaste este cuento (lamento mi narrativa pobre):
Una vez llegó al confesionario un penitente que le dijo al confesor:
-Me confieso, padre, y me arrepiento de que soy muy áspero y ríspido con toda la gente.
-¿Que eres qué, hijo mío? -preguntó con serenidad el sacerdote.
-¡¡¡¡¿¿¿¿Que soy hijo de qué, o qué de qué con qué???!!!!
Así divertidos nosotros y dándonos tú la espalda y un poco de nariz intermitente, otra vez apuntaste algo en el pizarrón, advirtiéndonos que nos ibas a enseñar tantita gramática griega mediante un ejemplo de versión yuxtalineal:
Así es el original -dijiste-:
Ἀπόδος, ὦ κατάρατε, τὰ πορθμεῖα.
Y así el orden para traducir:
Ὦ κατάρατε, ἀπόδος τὰ πορθμεῖα.12
Traduzcan teniendo en cuenta que ἀπόδος es el verbo y que está en segunda persona del singular, imperativo aoristo activo, de ἀποδίδωμι, y que πορθμεῖα, siendo neutro plural, se puede traducir por un genérico singular neutro, por un sustantivo o por el adjetivo mismo calificando al sustantivo cosas.13
Con esta lección en cuenta, hubo quien precipitadamente tradujo así:
Hey, maldito. Tu pasaje.
Sin más, alabaste como excelente aquella traducción; pero nos recordaste que probablemente nosotros en algún momento enseñaríamos griego o latín, y que, traduciendo así al sentido más amplio, y de modo especial omitiendo el verbo, nos sería más difícil enseñar aquellas gramáticas a nuestros sucesores. Por eso nos ofreciste esta otra versión:
¡Oh condenado! Paga el pasaje.14
Pagar el pasaje a Caronte para cruzar al otro lado... Pienso que nos querías decir, por todos los medios y a partir de cualquier clásico, lo que tú habías aprendido de ellos: que siendo padres debíamos entender que nuestras hijas habían de regir su propia vida, alcanzar su propia dignidad, vivir libres de ataduras, como las paternas y las del machismo, y convertirse en dueñas y rectoras de su propia vida. También, que fuéramos solidarios con el oprimido, con el preso político, con el huelguista, con el obrero explotado, con el indígena sin escuela (las virtudes cardinales), y que lucháramos contra el opresor, contra el tirano, contra los falsos líderes (la justicia social), y, sobre todo, dirigiéndote a futuros profesores, que no fuéramos egoístas con nuestros saberes.