¿Es posible narrar el pasado de una manera que sea cien por ciento objetiva y aséptica o toda narración del pasado incluye necesariamente cierta óptica impresa por el historiador? Esta polémica ha estado presente en la filosofía de la historia de los últimos siglos. En la Europa decimonónica la discusión osciló entre la ilusión positivista de una ciencia de la historia pura y el perspectivismo para el cual no hay hechos, solamente interpretaciones. Entre las propuestas del siglo XX Hayden White escribió páginas imprescindibles sobre “el texto histórico como artefacto literario”, protagonizando épicos debates al respecto, como el librado contra Paul Ricoeur. Más cerca geográfica y temporalmente, desde la Argentina del presente siglo, Álvaro Moreno, Agustín Moreno y Diego Paiaro coordinan un volumen abocado a la “historiografía occidental sobre el mundo clásico”. El título La antigüedad tiranizada nos recuerda que, a pesar de la existencia objetiva de las fuentes directas procedentes de las civilizaciones griegas y romanas, los historiadores de los últimos siglos han elaborado historias que enfatizan algunas cuestiones sobre otras, influenciados por factores diversos, no necesariamente objetivos, y frecuentemente por proclividades políticas.
El volumen ahora reseñado está integrado por once acápites: Álvaro M. Moreno Leoni, Agustín Moreno y Diego Paiaro escriben, al alimón, “Libertad, imperio y civilización en la historiografía occidental sobre la Antigüedad clásica” (pp. 9-93); Diego Paiaro presenta “Los ‘excesos’ de la libertad del dêmos. De la historiografía conservadora a Sir Moses Finley” (pp. 95-121); César Sierra Martín es autor de “Filipo rey: ¿Libertad o sumisión? Interpretaciones sobre las consecuencias de Queronea en la escuela de Gaetano De Sanctis” (pp. 123-141); Agustín Moreno firma “Notas sobre el concepto de libertas expuesto por Fritz Schulz en Principios del derecho romano” (pp. 143-173); Breno Battistin Sebastiani ofrece su “Democracia y golpismo en Tucídides: lecturas de Gaetano De Sanctis y John Finley Jr.” (pp. 175-191); Juan Manuel Cortés Copete aporta su manuscrito “El espejo de Roma: la levée en masse y el ejército imperial. Revolución y poder oligárquico” (pp. 193-224); Diego Alexander Olivera diserta al respecto de “El Imperio Benevolente: la Liga Delio-ática en Víctor Duruy y Donald Kagan” (pp. 225-249); Filippo Battistoni habla sobre “Ettore Ciccotti, Verres y la actualidad del pasado” (pp. 251-262); Juan R. Ballesteros expone “Desde la Europa diversa. Imperios, naciones y democracia entre Rostovtzeff y Presedo” (pp. 263-286); Álvaro M. Moreno Leoni escribe “El Oriente helenístico después de Alejandro. Imperio, ‘helenización’ y civilización en la historiografía europea (1900-1950)” (pp. 287-317), y, por último, la obra colectiva se cierra con el capítulo de Héctor A. Vega Rodríguez “Resistencia a la helenización. Dinámicas de contacto cultural en la historiografía judía del siglo XX” (pp. 319-336).
El primero de los capítulos del libro reseñado, el más extenso de todos, ofrece un primer análisis de los conceptos que articulan el conjunto de la obra y de su recepción en la historiografía de los últimos siglos. Esto es, las nociones de “libertad” (eleuthería/libertas), “imperio” (imperium) y “civilización” (acuñada, la palabra, no el concepto, en la modernidad). De acuerdo con Álvaro Moreno, Agustín Moreno y Diego Paiaro:
En síntesis, la ‘libertad’ de los antiguos fue pensada entre los siglos XIX y XX como un antecedente de la civilización occidental, en particular, en el contexto de lucha contra los poderes absolutistas. Sin embargo, rápidamente, se constituyó en una amenaza, ya que su imitación podía llevar al Terror y a lo que comenzó a designarse como la ‘tiranía de la mayoría’. Sin duda, esta problemática abre el camino para las perspectivas como la de Constant y que, más allá de las líneas divergentes, hegemonizaron las reflexiones históricas en los siglos XIX y XX, e, incluso, XXI (p. 41).
En cuanto a la noción de “imperio” (imperium):
las analogías entre los imperios coloniales y el mundo helenístico se volvieron bastante frecuentes entre fines del siglo XIX y la primera mitad del XX [...] Si el interés por los imperios antiguos recrudeció desde mediados del siglo XIX fue porque los imperios constituían una realidad presente global, pero además porque el vínculo de Occidente con el mundo había cambiado, así como la autopercepción de sus élites políticas e intelectuales, que redefinieron y estrecharon imaginariamente su vínculo con griegos y romanos, a quienes tiranizaron como modelo y justificación para sus acciones (pp. 51-52).
Los conceptos eleuthería/libertas e imperium, carezcan, o no, de “historia lineal”, proceden de las lenguas griega y latina; pero “civilización”, como aquí se señala, es de acuñación tardía. Apoyados en la autoridad del célebre lingüista Émile Benveniste, los autores ubican su aparición en 1757, en la obra del marqués de Mirabeau El amigo de los hombres o tratado sobre la población (p. 52). Se destaca la índole dinámica del concepto y su contraposición a una noción cuya palabra sí se encuentra en la lengua griega: “bárbaro”. En la Europa decimonónica se difundió la noción de un tránsito progresivo de la barbarie a la civilización catalizado por las potencias imperiales emergentes en aquel entonces, a imitación de lo hecho antes por griegos y romanos:
A diferencia del término ‘civilidad’, que ya existía con un sentido estático, civilización contendría inherentemente la idea de proceso; i.e. el progreso educativo que llevó al hombre de la barbarie a su vida en sociedad a través de diferentes etapas. En la segunda mitad del siglo XIX y a principios del XX, en el marco de la constitución de Estados nacionales y la expansión imperialista y colonialista, dos ideas sobre el contacto cultural en la Antigüedad grecorromana, concebida como precedente del proceso civilizatorio europeo contemporáneo, llegaron a cristalizarse en los ‘conceptos hermanos’ de helenización y romanización (p. 53).
Varios son los trabajos dedicados a algún aspecto de la libertad en el libro reseñado. El segundo de ellos se enfoca en la obra de uno de los historiadores de la antigüedad de mayor influencia en el siglo pasado: Moses Finley. Influenciado por la Escuela de Frankfurt, este autor se distancia de los historiadores conservadores que miraban con recelo la libertad del pueblo en la democracia ateniense. Tampoco fue ajeno el distinguido historiador a ciertas aportaciones del marxismo teórico, no hay que olvidar que víctima del macartismo se vio obligado a emigrar de Estados Unidos a Inglaterra, en particular, centró su atención en uno de los temas privilegiados del materialismo histórico, esto es, el trabajo en un modo de producción esclavista. En palabras de Diego Paiaro:
se puede delinear una perspectiva finleyniana del problema de la libertad del dêmos en la democracia ateniense [...] por un lado, en diálogo con la historiografía marxista, relaciona el desarrollo de la libertad antigua (y ateniense) con el de la esclavitud mercancía como forma dominante de la explotación del trabajo que caracterizaría al mundo antiguo; por otro lado, busca criticar activamente las ideas conservadoras y antidemocráticas tanto antiguas como modernas que consideraban que la libertad del dêmos era ‘excesiva’, puesto que atentaba contra la estabilidad del sistema político o era una simple ilusión en tanto siempre son las elites sociales las que comandan los procesos políticos (pp. 108-109).
Otro historiador cuya obra rescata el mencionado tema de la libertad ampliamente trabajado aquí es Gaetano De Sanctis, maestro, entre otros discípulos célebres, de Momigliano. A él dedican sendos capítulos César Sierra Martín y Breno Battistin Sebastiani.
Lo que queda bien claro sobre la noción de “libertad” (eleuthería/libertas) es que se trata de un concepto dinámico cuyo significado no es idéntico entre griegos y romanos, como señala Agustín Moreno acerca del tratamiento que da Fritz Schulz al tema (p. 158).
La dialéctica entre imperio y civilización destaca por su dinamismo en las obras de los historiadores de los últimos siglos. Por una parte, desde la ideología imperialista se idealizó el proyecto imperial ateniense e, inspirados en tal paradigma, se llegó a pensar en la existencia de bondades civilizatorias en la adhesión, por forzada que fuera, a un imperio. Incluso historiadores de “perfil marcadamente socialista y antifascista” (p. 132), como califica Sierra Martín a Treves, suscriben la ecuación imperio-civilización en Grecia. Por otra parte, el imperio ha recibido desaprobación tanto desde el marxismo como a partir del advenimiento del pensamiento decolonial. Al espinoso tema del imperio y los avatares de la evolución del concepto se enfrenta particularmente Diego Alexander Olivera:
para los historiadores decimonónicos y liberales la Atenas del siglo V a.C. ofrecía un modelo alternativo de imperio, que, por ser una república aristocrática, carecía de los vicios autoritarios del despotismo monárquico. Por el contrario, el Imperio de Atenas potenciaba las virtudes del libre comercio, la industria y la colonización como elementos civilizadores. Por lo tanto, se trataba de un imperio benevolente cuyos objetivos y modus operandi, como los de EE. UU. en el imaginario de John Ikenberry [...] eran mucho más benignos que aquellos de los antiguos emperadores de Oriente (p. 232).
A lo largo de toda la obra, transversalmente, se discute la “tiranía” ejercida por los historiadores en contra de la antigüedad, esto es, la interacción del presente con el pasado. Las posturas de los estudiosos oscilan dentro de un amplio abanico, desde aquellos que consideran sinceramente que es suficiente el conocimiento profundo del latín, el griego, lenguas modernas y bibliografía pertinente-actualizada para dedicarse de manera fructífera al cultivo de la historia antigua, Ballesteros menciona a Presedo en la España de mediados del siglo pasado (p. 275), hasta los que están más conscientes de lo que Hans-Georg Gadamer denominó “fusión de horizontes”. Entre estos últimos Battistoni menciona que “A [Ettore] Ciccotti le parecía inevitable que el estudio del mundo antiguo estuviera filtrado y profundamente influido por el contexto histórico de quien analizaba los temas, que determinaba los problemas y las soluciones” (pp. 253-254). Algo semejante a lo planteado por la historiografía italiana fue postulado por plumas rusas para resolver el desafío que, a manera de Esfinge moderna, planteó Eduard Gibbon acerca del declive y final caída del Imperio romano. En la “Europa diversa” de Ballesteros, antes de que Peter Brown popularizara la noción de “tardo-antiguo”, Mijail Rostovtzeff recurrió al trauma experimentado por la Rusia de los últimos zares para tratar de entender la transición de la Antigüedad a la Edad Media:
La experiencia de la revolución rusa permitió a Rostovtzeff diseñar un paradigma propio para resolver el viejo problema de la crisis y la caída del imperio romano. Gibbon, quien formuló en términos modernos este problema, había hecho que las fuerzas combinadas de la barbarie y la religión fueran las responsables del hundimiento del mundo antiguo [...] Según Rostovtzeff, en cambio, la explicación había que encontrarla en una revolución política y social como la bolchevique. Masas campesinas dirigidas por líderes políticos y militares populares se rebelaron contra las burguesías urbanas en el s. III. Asaltaron furiosamente las ciudades y mediante un igualitarismo salvaje y fórmulas económicas coercitivas condenaron la civilización antigua grecorromana a una involución hacia el despotismo oriental: una ‘democracia de esclavos’, comunista y autocrática (pp. 268-269).
Juan Manuel Cortés Copete califica esta explicación del “sabio ruso” en términos de “barbarización de la milicia y, con ella, del poder romano” (p. 220).
Héctor Vega cierra el libro con una reflexión de las resistencias judías a la helenización barruntando cierto “discurso poscolonial avant la lettre” (p. 334).
¿Qué decir de una obra que abarca de forma tan amplia la antigüedad a través de tres conceptos clave, libertad, imperio y civilización? Lo menos que se puede afirmar es que derrocha erudición. Un mérito no desdeñable es el manejo de escuelas dominantes de los últimos siglos y de corrientes ideológicas diversas, incluso alternativas entre sí como el marxismo y la hermenéutica gadameriana. La tesis de la “antigüedad tiranizada”, polisémica como lo es, nos recuerda lo arduo que es el trabajo de hacer una historia científica de la antigüedad que se base directamente en las fuentes, aunque, por supuesto, es imposible desdeñar la fusión de horizontes y la época de cada historiador.
Sucintamente, el libro reseñado es de gran utilidad para todos los interesados tanto en la antigüedad como en algunos de los principales conceptos políticos del mundo actual.