Carolina Olivares Chávez se ha consolidado como una de las especialistas en Jenofonte más reconocidas del siglo XXI. Adicionalmente a su traducción del Hiparco, presentada como tesis de maestría, ha publicado diversos ar tículos sobre este autor en revistas especializadas y en actas de eventos nacionales e internacionales. Jenofonte: su propuesta de paideia a partir de tres personajes atenienses es el resultado de varios lustros de estudios rigurosos sobre la vida y la obra de uno de los discípulos directos de Sócrates. El propósito general de la autora consiste en “demostrar que, lejos de plantear ideas aisladas, el historiador promueve de manera congruente y sistemática una serie de virtudes a través de las cuales es factible inferir su propuesta de παιδεία, cuyo eje central es la καλοκἀγαθία” (pp. 9-10).
El libro está conformado por cuatro capítulos: “Jenofonte: su época, la paideia ateniense y su propuesta pedagógica” (pp. 21-81), “Jeno fonte y sus obras” (pp. 83-138), “Tres modelos atenienses de paideia” (pp. 141-263), y “Jenofonte y la consolidación de su propuesta de paideia” (pp. 265-314).
La vida y los escritos del historiador son capítulos imprescindibles de la Grecia clásica que no siempre han recibido la atención que merecen y al respecto de los cuales persisten aún algunos puntos polémicos. Aunque vivió en la época clásica, este autor no alcanzó a disfrutar del esplendor de la Pentecontecia, periodo de casi medio siglo que ha sido considerado la época dorada de Atenas y que concluye justamente cuando inicia la Guerra del Peloponeso. Habiendo nacido hacia el 430 a. C., falleció, probablemente en Corinto, en el 354 a. C., aunque no hay absoluto consenso al respecto (pp. 7 y 108). El ciclo vital de Jenofonte se desarrolló en la época en la que el emergente Occidente se percibió a sí mismo experimentando una profunda “crisis” (p. 32); fue en aquel entonces cuando esta categoría adquirió la acepción que aún reconocemos. Jenofonte es un pensador de la crisis y su propuesta pedagógica busca ofrecer una vía para afrontarla.
Desde su misma juventud el historiador parece haber estado predestinado a experimentar un periodo de vicisitudes y reacomodos sociopolíticos exacerbados por la Guerra del Peloponeso y sus secuelas. Al concluir ésta, Atenas tuvo que encarar la amarga realidad de que sus ambiciones imperiales sucumbieron ante la coalición liderada por Esparta, polis que no logró capitalizar su victoria militar y fue humillada por los beocios años después. La “hegemonía tebana”, entre la batalla de Leuctra (371 a. C.) y la de Mantinea (362 a. C.), se afincó sobre el genio militar de Epaminondas, estratega que fue uno de los filósofos pitagóricos. Al Oriente, los persas tampoco lograron consolidarse, contenidos tanto por los poderes militares circundantes como, según Jenofonte, por su propensión al hedonismo. Mientras que en el plano internacional los candidatos a erigirse en imperios exhibían uno tras otro su incompetencia, la otrora orgullosa polis de Atenea sufrió las consecuencias deletéreas de una prolongada guerra civil (στάσις), epítome del mal social en aquella época, pues “desde el régimen de los Diez Mil en 410 a. C., hasta la oligarquía de los Cuatrocientos y el represivo gobierno de los Treinta, Atenas enfrentó una feroz guerra civil” (p. 31).
La Guerra del Peloponeso pudo haber sido el epicentro de la crisis que acotó la Pentecontecia; pero dicho terremoto también estremeció el edificio económico. La boyante economía de la que disfrutó Atenas durante su época imperial simplemente fue incapaz de permanecer en el estado en que se encontraba:
vino el empobrecimiento y paro laboral de la masa ciudadana. Dicha pobreza tuvo como origen la ruina agrícola, el incremento de emigración a las colonias y el gran número de mercenarios griegos que se enrolaron en ejércitos extranjeros; la suma de estos factores ocasionó que la desproporción entre ricos y pobres se hiciera tajante (p. 29).
Las diversas manifestaciones de la crisis exhibieron ante la mirada del joven Jenofonte los errores civilizatorios cometidos por algunas de las culturas más grandiosas que han existido, no sólo en Grecia, sino en toda la historia. Discípulo de Sócrates durante un brevísimo periodo, sus propias acciones lo condujeron fuera de las fronteras de su amada Atenas y le depararon una vida llena de peligrosas aventuras en diferentes continentes. No atestiguó la muerte de su maestro en el 399 debido a que se había enrolado con los mercenarios de Ciro el joven en el 401 a. C. ¿Por qué? Una hipótesis gravita en torno de su posible participación en el bando de los Treinta tiranos durante la terrible guerra civil que cimbró a Atenas después de su derrota en la Guerra del Peloponeso. Sea como fuere,
gracias a sus peripecias personales trascendió las fronteras de su patria: su servicio como mercenario en el intento fallido de Ciro Joven por destronar a su hermano Artajerjes, rey de Persia; el comandar a los Diez Mil de Cunaxa a Jonia; su servicio con Agesilao, rey de Esparta; su exilio de Atenas, y su residencia de casi dos décadas en Escilunte, en el Peloponeso, dejaron su impronta en su manera de pensar y, por ende, en su producción literaria (p. 137).
Siendo Jenofonte un hombre de acción, “es probable que la mayor parte de sus escritos hayan sido compuestos durante su prolongada residencia en Escilunte” (p. 108).
Aunque es incuestionable la existencia de cierta tendencia al etnocentrismo en la Grecia clásica, el infatigable peregrinar del historiador le permitió conocer, valorar otras culturas y enriquecer su perspectiva mucho más allá de los límites del grupo de los caballeros (hippeis) en el que nació y creció. Olivares Chávez hace hincapié en que resulta excesivo encasillar a Jenofonte entre los autores de tendencia oligárquica, que su cosmopolitismo multiculturalista preludia rasgos desarrollados durante el periodo helenístico, que “su percepción dista de ser atenocéntrica” (p. 11), y que “el jefe de los Diez Mil paulatinamente muestra una mentalidad más abierta y menos clasista” (p. 17).
Su apertura al mundo quizá haya sido uno de los factores decisivos que coadyuvaron a la formulación de la antropología filosófica subyacente en su propuesta de paideia. Los seres humanos en general son proficientes y lábiles, independientemente de que sean griegos o bárbaros, ricos o pobres, hombres o mujeres; es por esto que necesitan ser educados para que se aproximen en la medida de sus propias posibilidades a los límites de la excelencia:
el ideal pedagógico que Jenofonte desea transmitir a sus lectores es la καλο κἀγαθία, la “suma de todas las virtudes”, la perfección humana […] En este sentido, el historiador concibe al hombre como un ser perfectible, que, sin importar las cualidades que la naturaleza le haya otorgado, día a día tiene la valiosa oportunidad de mejorar su condición humana, al aspirar a la vida virtuosa, a la perfección, porque la virtud es algo que se construye a diario mediante la educación, la práctica y el esfuerzo personal (p. 11).
Educación es la palabra clave. Aunque el tema ya se encuentra en Homero, durante la época clásica se registra una verdadera revolución pedagógica que puede constatarse, entre otros fenómenos, en la acuñación de neologismos, en la enseñanza remunerada de la retórica ejercida por los sofistas de manera itinerante, en el establecimiento de diversas comunidades de conocimiento, antecedentes inconfundibles de lo que serían posteriormente las universidades, y en la teorización sobre el tema. Es en esta época cuando el término παιδεία adquiere la acepción que se ha diseminado en la cultura occidental contemporánea:
Como la etimología denota, la παιδεία al principio era algo para niños; Esquilo fue el primero que utilizó tal vocablo para referirse en particular a la “crianza del niño”. Luego dicho término adquirió el sentido de “educación”, de “cultivo del espíritu y del cuerpo”. Para el siglo iv a. C., esta palabra tenía una acepción más amplia y trascendente, que designaba a la más alta areté humana, pues abarcaba el conjunto de todas las exigencias ideales, corporales y espirituales que integraban la Kalokagathía, entendida como una formación espiritual y plena mente consciente. Es así como se concibe en la época de Isócrates, Platón y Je no fonte (p. 34).
En cuanto a su pluma, el historiador es ampliamente valorado como paradigma de la lengua de la Atenas clásica y sus obras suelen ser empleadas en las escuelas y universidades para enseñar griego: “Desde antaño la lengua y el estilo de Jenofonte despertaron gran admiración, principalmente a causa de su dulzura; pero junto con ésta, los gramáticos y críticos literarios antiguos también apreciaron su sencillez y sus recursos estilísticos” (p. 130).
La literatura socrática de este autor incluye Apología de Sócrates, Banquete, Recuerdos de Sócrates y Económico. A partir de estas obras Olivares Chávez pergeña sendos retratos del maestro ágrafo y de Iscómaco como atenienses ejemplares. El Hiparco le sirve para realizar lo propio con el tercero de sus paradigmas.
En su Anábasis Jenofonte incursiona en los terrenos de la autobiografía y la historia; “da testimonio de que todo jefe competente, con auténtico don de mando y provisto de un buen ejército puede realizar una proeza como la que él llevó a cabo al dirigir el retorno de los diez mil, cuando tenía cerca de treinta años” (p. 118). Aparentemente el historiador estaba destinado a saltar de una peripecia a otra no inferior: “En la Anábasis, el hijo de Grilo comenta que, al regresar de su desafortunada expedición con Ciro el Joven, de inmediato se enroló con los espartanos que luchaban al lado de Agesilao en pro de la libertad de los griegos de Asia Menor, y volvió a Grecia con él” (p. 121).
El autor dedicó varias de sus obras a Esparta, polis que se granjeó su admiración y de la cual retomó algunas instituciones pedagógicas. Su Constitución de los lacedemonios
es la principal fuente sobre instituciones sociales, políticas y militares de tan singular pueblo […], ve que Esparta personifica el Estado ideal del soldado. Desde ese momento reconoce en la educación espartana un valor universal, porque más que una simple ciudad la considera una escuela de frugalidad, de resistencia, de templanza, en una palabra, de virtud. Con respecto a esto, Jenofonte toma como referencia a dicha polis al plantear su ideal educativo (p. 116).
El Agesilao por su parte
es el ejemplo más temprano de biografía moralizante que se conserva. Por su forma, semeja un discurso fúnebre, que inicia con la alabanza de los ancestros del héroe, su patria, su reino, y las pruebas de aptitud para gobernar; prosigue con un esbozo de su carrera y termina con la enumeración de sus cualidades. A mi juicio, a través de sus líneas se pueden detectar varias virtudes recurrentes en la propuesta pedagógica de Jenofonte (p. 121).
En la Ciropedia se aprecia la familiaridad que adquirió el historiador con las culturas no helenas, aunque necesariamente sincretizada con su bagaje ateniense, y su reconocimiento de que incluso entre los considerados bárbaros se pueden encontrar prácticas pedagógicas provechosas para todo mundo. La autora afirma que “se trata de una novela filosófica y política donde los preceptos socráticos se ponen en práctica, aplicándose a la formación del príncipe perfecto” (p. 125).
Jenofonte frecuentemente es incluido en el censo de los historiadores. Y existen buenas razones para ello, entre las que destacan sus Helénicas: “A lo largo de siete libros el autor continúa la obra de Tucídides; los acontecimientos que relata van del 411 a. C. hasta la batalla de Mantinea en 362 a. C. En este escrito el autor transmite una visión filoespartana; su interpretación es moralizante, porque los dioses castigan la conducta impía. En resumen, las Helénicas son la fuente antigua más importante para el siglo IV a. C.” (p. 128).
El historiador también descolló en el ámbito de la teoría política. A diferencia de Platón, no fue un utopista, pero, como él, percibió en su Hierón que el tirano representa “la antítesis del hombre καλὸς κἀγαθóς” (p. 128). En lo atinente a la Constitución de los atenienses, obra fundamental en el pensamiento político y en la historia de la democracia, Olivares Chávez se adhiere a la interpretación dominante de acuerdo con la cual ésta no puede ser adjudicada a Jenofonte.
Al fin y al cabo uno de los hippeis, el Hiparco es completado por Sobre la equitación: “Esta obra desarrolla el tema de la elección y el cuidado de los caballos, así como el arte de montarlos” (p. 129).
Sobre la caza es un tratado atribuido a Jenofonte cuya paternidad no está completamente establecida; pero independientemente de los resultados de los estudios que se realicen, ahí se alude a la educación en términos que evocan otras obras del discípulo de Sócrates:
En un pasaje de Sobre la caza, se plantea en específico que una buena educación (παίδευσις καλή) es aquella que le enseña al individuo a obedecer las leyes, así como a hablar y oír lo justo [Cyn., 12, 14: παίδευσις γὰρ καλὴ διδάσκει χρῆσθαι νόµοις καὶ λέγειν περὶ τῶν δικαίων καὶ ἀκούειν]. Tras dicha puntualización, el autor del tratado reconoce con franqueza que no todos los seres humanos manifiestan una buena disposición hacia el proceso educativo; porque varios rehúyen las penalidades que esto requiere, de modo que en lugar de preferir la instrucción, voluntariamente eligen los “placeres inoportunos”. Así, a causa de su negligencia y pereza, no alcanzan a descubrir cómo debe ser el hombre de bien (p. 37).
Por si fuera poco, el historiador también es pionero en el pensamiento económico de línea clásica, esto es, en la economía moral. En este ámbito vale la pena mencionar su Económico, que será analizado con algún detenimiento un poco más adelante, y Sobre los ingresos: “Resulta interesante la forma en que Jenofonte incorpora el ideario socrático al pensamiento económico de su época. En líneas generales, el autor recomienda buscar la autarquía económica, así como la austeridad y la moderación en los gastos, dado que con esto se mejoran las finanzas” (p. 130).
Caballero, hombre de acción, mercenario, condenado al destierro, líder, cercano en algunos momentos a ciertos poderes, historiador, novelista, economista, filósofo, escritor de tratados técnicos, esto y más demuestra Jenofonte en sus obras. Y los tres atenienses ejemplares le permiten dar a luz una propuesta de paideia vigorosa que no ha perdido del todo su vigencia.
Los ejes de coordenadas en los que se ubica el carácter paradigmático de los personajes del historiador son el νóµος, la δίκη y la παιδεία. Sobre tal trípode es que se consolida la propuesta pedagógica de Jenofonte. Sócrates, Iscómaco y el hiparco ideal son piadosos, justos y se esfuerzan por educarse y educar a quienes se encuentran a su alrededor.
El primero de los atenienses paradigmáticos es, por supuesto, Sócrates. Huelga decirlo, el filósofo ágrafo es la principal influencia intelectual en Jenofonte. Iscómaco, a juicio de Olivares Chávez, es un καλὸς κἀγαθóς operativo en tiempos de paz que se esfuerza denodadamente por prosperar con base en su buena administración aunada a la práctica de las virtudes y que no deja ni un instante de prepararse para la guerra. El hiparco o jefe de la caballería, por su parte, exhibe el rostro del καλὸς κἀγαθóς cuando la guerra se cierne sobre los atenienses, como cuando se vieron amenazados por la caballería beocia.
Aristófanes, Platón y Jenofonte son los contemporáneos de Sócrates cuyos testimonios resultan imprescindibles en cualquier intento que se realice por tratar de resolver su enigma. Los dos últimos fueron sus discípulos y aportan las principales fuentes que permiten reconstruir la vida y el pensamiento del Sócrates histórico. Aunque se ha discutido cuál obra es más fiel al filósofo ágrafo, Olivares Chávez se adhiere a aquellos que hacen hincapié en el valor de la aportación del historiador al problema socrático.
Resulta notable que buena parte del pensamiento político atribuido a Sócrates junto con sus paradojas aparezcan tanto en los diálogos de Platón como en los escritos de Jenofonte. Ambos hacen suya la premisa de acuerdo con la cual la legitimidad del poder sólo puede derivar de un conocimiento experto:
el mando es por naturaleza propio del “superior” y es difícil dejarse mandar por alguien “inferior”. Desde esta perspectiva hay que aclarar que “superior” e “inferior” no se refieren a la clase social, sino a grados de areté. En este sentido quienes alcanzan los grados más altos de virtud son los calificados para ocupar los cargos oficiales; mientras es mejor que el hombre de naturaleza inferior, ἀνóητος “sin inteligencia”, obedezca y no mande. Por ende, la naturaleza superior ya no corresponde forzosamente a la del aristócrata; sino que puede ser la de cualquier ciudadano y puede perfeccionarse gracias a la educación (p. 240).
Carolina Olivares realiza un estudio comparativo de las tres figuras que ha elegido. Como es natural, Sócrates e Iscómaco se encuentran muy cercanos en algunos tópicos, tal es el caso de la reflexión económica. De hecho, economía y παιδεία se conjugaban en algún sentido en época clásica; pero Sócrates e Iscómaco se encargan de introducir innovaciones relevantes incluso en nuestros días.
Una primera, pero definitoria, parte de la educación, que en Atenas clásica era recibida por el infante directamente en el hogar (οἶκος):
El οἶκος, entendido como concepto que engloba los de casa, propiedades y familia (nuclear), es un ente constituido para la producción/reproducción de descendientes, así como de los soportes materiales e inmateriales que garantizan el sustento de esta generación. […] Conforme a lo anterior, la oikonomía era el saber que trataba sobre la administración de esta célula social básica. En la sociedad griega la unidad básica de producción es el οἶκος, y coincide con la célula de reproducción; de ahí el interés de los “economistas” griegos por las relaciones sociales correctas dentro de la casa y su llamado al moralismo (pp. 180-181).
La primera fase de la socialización de los infantes se verificaba al interior de los hogares: “en su casa el niño aprendía a hablar; su mamá y la nodriza lo introducían en su cultura al relatarle historias y leyendas o cuentos tradicionales. […] Ésta era la primera enseñanza que recibía el infante” (p. 45).
Con el lenguaje, los niños recibían en su hogar el conjunto de símbolos identitarios contenidos en los mitos. Junto a las narraciones comunes, preservadas en los poemas de Homero y Hesíodo, cada πóλις poseía sus versiones de los mitos: “Por medio del mito se transmite una serie de valores comunes, gracias a estos relatos mitológicos le dan al individuo […] un sentido de pertenencia” (p. 46). Este acervo simbólico es preservado y transmitido a los niños por primera vez por las mujeres de su hogar:
La madre, al familiarizar al niño con la mitología, lleva a cabo una labor didáctica muy importante, pues introduce al pequeño en su cultura común. A mi juicio, la tarea rememorativa llevada a cabo por las mujeres adquiere mayor trascendencia al aclarar que ellas colaboran para no olvidar los valores que los antepasados han considerado dignos de tomarse en cuenta y de heredarse; en la medida de sus posibilidades, las mujeres contribuyen a mantener dicha sabiduría ancestral vigente, para sustentar el ideal formativo, por tal razón, considero que el papel femenino en la retención, promoción y conservación del bagaje cultural es a todas luces crucial en la formación del nuevo ciudadano. Sin embargo, tan pronto como los hijos varones tenían edad para completar su instrucción, las mujeres eran relegadas de su función rememorativa (p. 46).
De acuerdo con la “geografía de género” imperante en el patriarcado ateniense, a los varones les corresponden las actividades de la πóλις realizadas al aire libre, particularmente la política y la guerra; pero a las mujeres se les asignan las desarrolladas al interior del οἶκος: “La asignación de la mujer a lo de dentro hace del oikos su lugar natural; mientras que al hombre le toca lo de fuera, la polis. Por lo tanto, a la mujer le corresponde administrar la casa; al hombre, dirigir la ciudad. Si este esquema ideal funciona bien, no sólo se reproduce el οἶκος, sino también la πóλις” (p. 184).
Las sociedades patriarcales han asignado las labores domésticas a las mujeres. Sin embargo, Sócrates e Iscómaco no consideran que dicha situación represente alguna clase de inferioridad de las mujeres, por el contrario, valoran tales funciones al grado de que sin ellas la sociedad no podría funcionar. Aunque están de acuerdo con la división sexual del trabajo, consideran que las faenas asignadas a los hombres y a las mujeres resultan igualmente esenciales:
las distintas tareas de hombres y mujeres son complementarias, y no son posibles las unas sin las otras; ya que cada sexo suple lo que al otro le falta. De esta forma, el hombre obtiene las provisiones o riquezas de fuera, especialmente mediante el trabajo agrícola; mientras que la mujer guarda y administra dentro lo que el esposo aporta desde fuera, y cuida todo lo que está dentro, tanto cosas almacenadas como niños pequeños. Fallará el οἶκος, si una de las partes falla, y su éxito dependerá del respectivo éxito en el ejercicio de las tareas propias de cada sexo y la complementariedad perfecta entre ambos. […] Hay, por ende, una división sexual del trabajo, que se traduce en diferentes espacios productivos y reproductivos (p. 183).
Sucintamente, Sócrates e Iscómaco exigen que hombres y mujeres se eduquen en sus respectivos campos de acción, transmitan sus saberes a las siguientes generaciones y actúen armónicamente en pro del bienestar de la sociedad.
En lo atinente al valor de la φιλία, Olivares Chávez señala que “Sócrates consideraba a la amistad como el don más preciado. […] Se pronunciaba a favor del trato amable. El filósofo les recalcaba a sus alumnos que sólo mediante regalos se puede ganar uno a los hombres ruines, mientras que a los varones καλοὶ κἀγαθοί basta con tratarlos de manera amigable” (pp. 164-165). Algo semejante ocurre con el agricultor: “Aunque Iscómaco dedica muchas horas a cuidar su hacienda, no por eso se olvida de sus amigos” (p. 202). El hiparco, por su lado, “debe lograr que sus subordinados tengan una disposición amistosa hacia él” (p. 236). Igualmente, “tiene que ser benévolo con sus hombres. […] Desde el inicio del tratado, el autor deja entrever que no siempre conviene aplicar mano dura; puesto que le recomienda al oficial que con la venia divina procure mandar de la manera más benevolente para todos” (p. 241).
El estudio comparativo de los paradigmas atenienses, como es natural, también encuentra que hay puntos que interesan a uno de los modelos pero no a los otros. El hiparco ateniense, en su carácter de líder militar, despliega virtudes marciales que no resultan tan relevantes para Sócrates o Iscómaco. No hay que olvidar que Jenofonte sufrió en carne propia, a través de la muerte de su hijo en el campo de batalla, los efectos de la sagacidad de Epaminondas, a quien se le suele reconocer parte del mérito de la creación de la guerra psicológica. La moralidad del ardid se inserta de manera adecuada en un hiparco; pero sería discordante en una biografía de Sócrates.
Algo que se dice de Sócrates, pero de nadie más de los personajes analizados, es que “prefiere la muerte antes que la vejez” (p. 266). Esta idea se encuentra en las obras de Jenofonte; mas en las de Platón el escenario es bastante diferente. No deja de llamar la atención que Nietzsche prefiera en este punto a aquél antes que a éste y que el ascendiente del hermeneuta de la sospecha decimonónico a lo largo del siglo XX determinó que la versión de la muerte de Sócrates que se ha popularizado es la de Jenofonte/Nietzsche, al grado de que los defensores actuales de la eutanasia han preconizado la moralidad de sus reivindicaciones tomado como acicate la cicuta ingerida por el maestro de Jenofonte, como lo demuestra la creación de la “hemlock society”. Estas reflexiones escatológicas tienen sentido en un anciano sobre quien se pronunció una sentencia de muerte y que declinó la oportunidad que le ofrecieron sus amigos de evadir su condena; pero no parecen apropiadas en un varón joven que apenas se encuentra formando su familia o en el caso de un militar, más cercano a temas como el de la “bella muerte” en el campo de ba talla que al de la eutanasia.
Olivares Chávez postula que orientado por la admiración que Jenofonte profesa a sus diferentes modelos, espartanos, persas pero sobre todo atenienses, es que consolida su propuesta educativa: “Al centrar la mirada en sus figuras clave, en este caso en Sócrates, Iscómaco y el hiparco, se puede apreciar que la καλοκἀγαθία es el hilo conductor de su propuesta de παιδεία” (p. 270).
El historiador no acepta acríticamente todas las prácticas usuales entre sus contemporáneos a las que se les relacionaba con algún aspecto de la formación. En lo concerniente al denominado “amor griego”, Olivares Chávez afirma:
sostengo que -lejos de promover la pederastia- el jefe de los Diez Mil le otorga mayor valor educativo a la philía, entendida como amistad y camaradería, al trato amable entre los hombres. […] Por el momento, baste decir que el Sócrates de este autor aconseja enfáticamente cultivar la amistad, incluso afirma que para tener buenos amigos uno mismo debe procurar ser bueno (pp. 63-64).
No todo lo ateniense se puede rescatar de manera íntegra, sin embargo, mucho de lo planteado por autores como los socráticos merecería no ser soslayado a la ligera.
Entre las disposiciones dignas de alabanza preconizadas por Jenofonte destacan la justicia (δίκη); el dominio de sí (ἐγκράτεια); la obligación del cuidado corporal, tanto por cuestiones de salud como para ser de utilidad a la πóλις cuando ésta requiera del servicio de sus ciudadanos; la capacidad de afrontar esfuerzos (φιλοπονία); y el afán honesto de honores (φιλοτιµία). Recuperar lo que hace que los clásicos sean lo que son bien podría resultar beneficioso para resolver algunos de los problemas más acuciantes de las sociedades contemporáneas:
La crisis de valores que padecía la Atenas de aquella época me hace pensar en nuestra actualidad, porque los jóvenes carecen de un paradigma educativo claramente definido. Sobrevivir hoy en un ambiente altamente competitivo es lo más urgente: vivimos en un mundo donde se privilegia la capacitación técnica en detrimento del desarrollo intelectual y espiritual […]; donde lo que menos importa es que el individuo aprenda también a cuidar su salud física y mental (p. 313).
En una crisis en algo semejante a la experimentada por Jenofonte, con la desventaja de que ahora no se podría señalar de modo irrefutable cuál fue nuestra Pentecontecia, la propuesta pedagógica del discípulo de Sócrates adquiere rabiosa actualidad, como concluye Carolina Olivares:
Desde mi punto de vista, Jenofonte merece que lo escuchemos con atención, que analicemos lo que plantea; porque, en cierto sentido, él sufrió algunos de los problemas más graves que hoy nos aquejan. Su propuesta basada en la búsqueda de la perfección humana, en la práctica de las virtudes, promueve que nos ocupemos de nuestra formación integral, de nuestra realización plena, al sugerir que equilibremos nuestro desarrollo físico, mental y espiritual, y al advertirnos que cuidemos de esto hasta el final de nuestros días. El otrora mercenario nos enseña a conocernos y a valorarnos a nosotros mismos, a valorar también lo positivo de cada persona y cada cultura con una mentalidad abierta, lejos de la cerrazón y la xenofobia. Su propuesta es digna de tomarse en cuenta, porque demuestra que el ser humano se caracteriza por su naturaleza perfectible, lo que le permite introducir en cualquier instante cambios positivos tanto en su manera de ser como de pensar (pp. 313-314).
Para terminar, parafraseando libremente a Alexis de Tocqueville, a partir de la original y erudita exposición de Olivares Chávez, podría afirmarse que resulta imposible aspirar a la καλοκἀγαθία a menos de que se recupere, cuando menos parcialmente, la propuesta de παιδεία originada en Grecia clásica, en particular la de Jenofonte.