Sobre la noción de “concepto” en la Theologia Platonica De Immortalitate Animorum, de Ficino

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Daniel Santillana García

Resumen

El presente artículo versa sobre algunas propuestas científicas de Marsilio Ficino (1433-1499) y persigue 2 objetivos: 1. indagar en la epistemología
de Marsilio Ficino; y 2. a partir del resultado de dicho examen, realizar un breve acercamiento a la idea de magia que asume Ficino. Su relevancia concierne
a la rehabilitación de una epistemología alejada de las corrientes del pensar predominantes en la modernidad.

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Cómo citar
Santillana García, D. . «Sobre La noción De “concepto” En La Theologia Platonica De Immortalitate Animorum, De Ficino». 2025. Nova Tellus, vol. 43, n.º 1, marzo de 2025, pp. 129-54, doi:10.19130/iifl.nt.2025.43.1/071S00X24W66.
Sección
Artículos
Biografía del autor/a

Daniel Santillana García, Universidad del Claustro de sor Juana

Maestro en Estudios de Asia y África (Japón) por el Colegio de México. Se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad del Claustro de Sor Juana, licenciatura en Letras Creativas y Literatura; es profesor de japonés en la Universidad La Salle; y profesor de educación primaria. En diversas conferencias, congresos y artículos publicados ha desarrollado sus consideraciones sobre la presencia del mundo latino y el Neoplatonismo en la Nueva España, simultáneamente ha otorgado un énfasis especial al tema de la influencia del pensamiento de Marsilio Ficino en la obra de sor Juana Inés de la Cruz. Daniel Santillana es traductor literario japonés-español. Entre sus textos traducidos se pueden mencionar: El edredón, novela naturalista japonesa, México, El Colegio de México, 1994; Una luminosa oscuridad, Ciudad de México, La Cifra, 2008; Vida de una mujer amorosa, Ciudad de México, Sexto Piso, 2013. 

Citas

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Introducción

El presente artículo versa sobre algunas propuestas científicas de Marsilio Ficino (1433-1499), uno de los pensadores neoplatónicos1 renacentistas más influyentes de su época. Dos son los propósitos de estas páginas: 1. indagar en la epistemología (particularmente la noción de “concepto”) de Marsilio Ficino; y 2. a partir del resultado de dicho examen, realizar un acercamiento preliminar a la idea de magia que elabora Ficino.

Este artículo es, en su mayor parte, una reflexión sobre Theologia Platonica De Immortalitate Animorum (1482), aunque también toca el libro 3 De Vita (1489) y el De amore (1475) sobre todo en los pasajes que conciernen a la recuperación ficiniana de la Prisca Theologia y a la idea de magia presente en ella.

1. Unidad doctrinal de la filosofía y la teología

La noción de “unidad” dota de estructura al pensamiento de Ficino. Para él, la diversidad de lo real conforma una pluralidad unitaria, cuya jerarquización no socava, sino que vivifica la unidad universal, cuyo aprendizaje se inicia al familiarizarse con el estudio de la teología, la filosofía (y su síntesis platónica y neoplatónica), la magia, las matemáticas y la música. En particular, la música abarca tanto el interior como el exterior del alma humana, dando realidad a una partitura que conduce no sólo al camino de las estrellas, sino también a los seres que las habitan.

La unidad ficiniana establece que las partes son el todo y el todo contiene cada parte: “Una sola cosa que está insertada en las partes no está dividida individualmente en cada una, porque entonces necesitaría otra cosa que lo uniera. Por lo tanto, es lo mismo y todo en cada una de las partes” (Ficino ed. 2001, I, III, 21),2 el todo continuo y uniforme es, por tanto, de acuerdo con esta cita, mayor a la suma de las partes.

La unidad que busca Ficino incluye la unificación de las religiones. La unidad religiosa inspira el trabajo de Ficino desde el título de su Theologia Platonica De Immortalitate Animorum, con el que establece su programa: anunciar la unidad de la fe y la razón; vale decir, fundir el pensamiento cristiano y la especulación platónica, que Ficino consideraba cumbre precristiana de la razón, pues reconocía a Platón, de acuerdo con Miguel Granada, como “culminación de la prisca theologia, [como] un profeta del cristianismo, cuya revelación anunció con siglos de antelación. Doctrinalmente Platón es un ‘Moisés en lengua ática’, cuyo discurso filosófico purga el alma y la convierte a la divinidad para adorarla con sacro silencio” (Granada 1993, p. 44). El subtítulo De Immortalitate Animorum anuncia el propósito de repensar la noción de “alma” desde el punto de vista del platonismo.

En el orbe armónico del pensamiento de Ficino que es, a la vez, indivisible punto de partida, derrotero y lugar de arribo, el pensamiento judío encuentra su lugar como anuncio de la encarnación de Cristo. Así, ni el judaísmo, ni la filosofía griega constituyen una fe distinta al cristianismo -si bien, constituyen un orden jerárquico en el que la cumbre se encuentra en el mensaje evangélico-; no son expresiones de diferentes verdades, sino de una única verdad atemporal, que ha sido revelada sincrónicamente, y que, con posterioridad a su anuncio en el mundo, evoluciona por etapas. Es decir, lo que originalmente era uno, la prisca theologia, se recupera como tal al final del ciclo: en el cristianismo que pacta la unión de la filosofía y la piedad. El saber judío, el pagano (preso, también de su propia evolución, que parte de Zoroastro y culmina en el sistema de Platón) y el cristiano (sujeto a su propio proceso que concluirá en la pía filosofía del propio Ficino) no difieren en el contenido, sino en la lengua que lo expresa y en los tiempos históricos en que sucede su enunciación.

La verdad, que se descubre por etapas, tuvo, como todo lo real, un punto de partida único. Su realización temporal en la historia veló su conformidad intrínseca, y propició la fragmentación en discursos sapienciales particulares que se concretaron en filosofías y teologías aparentemente irreconciliables. En este sentido, el cristianismo no había sido capaz de resolver el dilema que planteó Aristóteles: a saber, la división entre razón y religiosidad (Granada 1993, p. 44). La solución al dilema aristotélico sería, según Ficino, el gran aporte de su pensamiento merced al toque de Gracia que Dios le ha otorgado (Granada 1993, p. 45). Para Ficino, la obra de Aristóteles es problemática porque disolvió la unión armónica entre razón y religión. Dicha separación de la razón y la devoción marcó “también [a] la sociedad ya cristiana, surgiendo así la impiedad (en la filosofía y alta cultura) y la ignorancia y superstición (en la religión) de los últimos siglos” (Granada 1993, p. 44), por lo que, parte de la tendencia unificadora del pensamiento de Ficino puede interpretarse como una reforma religioso-filosófica. La búsqueda de una ruta hacia la reconciliación de lo que, sólo en primera instancia, desde el materialismo (aristotélico, estoico y epicúreo), o desde la impiedad, se muestra como alterno, es, por tanto, fundamental para Ficino.

Ferrater Mora asegura, con respecto a este asunto, que una de las preocupaciones de Ficino fue la construcción de un mundo de paz3 (Ferrater 1980, vol. 2, p. 653), lo que para él pasaba por la formulación de una filosofía desde la cual el anhelo reunificador pudiera sustentarse. La meta de Ficino consistía en alcanzar la pax fidei ejerciendo una metodología racional, que suponía la fusión del judaísmo, la tradición intelectual pagana griega y el cristianismo, sólo que, añade Ferrater Mora, el cristianismo de Ficino:

no era de carácter dogmático. Justamente uno de los rasgos más constantes en el pensamiento filosófico-religioso de Ficino es el de destacar la unidad de la religión a través de la variedad de ritos. Por eso la verdad se encuentra no solamente en la revelación en sentido estricto, tal como está en las Sagradas Escrituras, sino también en la “revelación” de carácter racional recibida por los antiguos filósofos y muy especialmente por Platón y Plotino. Esta revelación originaria, única y divina es la que alienta tanto en el pensamiento de los filósofos como en la acción de los hombres religiosos, y por ello es un error presentarlas como distintas, y no digamos como opuestas (Ferrater 1980, vol. 2, p. 653).

De acuerdo con la cita anterior, la pax fidei de Ficino exigía discriminar, en la revelación general originaria, el contenido espiritual profundo, para no extraviarlo en su manifestación fenoménica. La diferenciación-unidad entre lo universal y lo particular, entre el fenómeno inmanente y lo universal trascendente se replica en cada nivel de la especulación de Ficino. Su programa consiste en no soslayar los contenidos particulares de las religiones, de las filosofías, sino en encontrar la razón que permita y justifique el subsumirlos en un marco general: la docta religio. Dicho marco general, de síntesis, se asienta, como anteriormente se mencionó, sobre una revelación única oculta, tras la diversidad de las formas que ha asumido en tiempos y culturas diversas.

Ficino propone, para todos los ámbitos de la existencia (religioso, político, social, epistemológico, filosófico o artístico), el acuerdo, la paz, la armonía. En el caso aquí examinado, el equilibrio entre el concepto y lo conceptuado. El pensamiento de Ficino se caracteriza por la anuencia y la concordia, que son condición de posibilidad de su concepción de magia natural que será el resultado de la simpatía entre lo general y lo particular. La magia expresa el ritmo armónico de la música universal, que se hace audible en lo particular, y vincula lo universal-celeste a lo particular-terrestre, como lo expresa Ficino en el siguiente fragmento:

Por esto mismo [la mutua presencia de lo celeste en lo terrestre, y de lo terrestre en lo celeste], hay quienes confirman aquella creencia mágica, a saber, que, por medio de las cosas inferiores, conformes, ya se entiende, con las superiores, las cosas celestes pueden ser traídas de un modo y en un tiempo adecuados hasta los hombres y que por medio de las cosas celestes pueden tal vez penetrar en nosotros incluso las supracelestes (Ficino s. f., p. 89).

Además, Ficino incorpora a su propuesta conciliadora, una peculiar visión evolucionista de la historia (Santillana 2007, p. 444 y passim), cuya conclusión e inicio sitúa en el reino de Dios, en el cual todo, finalmente, discierne los pormenores de su unificación, de su perenne unidad en el Uno.

2. De lo universal y lo particular

De acuerdo con Ficino, la unidad de lo particular no es evidente: la materia propia de cada particular nubla la realidad general que es su verdadero sustento, por ello su comprensión implica la separación de su materialidad, lo cual argumenta el florentino en el tenor siguiente: “Pero por medio de un instrumento corpóreo, también particular, sólo [se] comprenden cosas corpóreas y particulares” (Ficino ed. 2023, Argumentum, p. 29). El conocimiento parcelado de lo real es el resultado de sujetar la ciencia al “instrumento corpóreo”; por ello, afirma Ficino, la ciencia requiere dejar de lado la materialidad del cuerpo; al respecto comenta:

Pero el alejamiento de la materia es el único camino por el cual cada cosa alcanza […] a ser entendible e inteligible, es decir, de manera que pueda ser comprendida propiamente, porque las cosas se entienden propiamente cuando se consideran separadas de la materia y de las condiciones de la materia […] En efecto, si se­pararse de la materia es la causa para que cualquier forma se convierta en una única cosa con el entendimiento, es mucho más necesario estar más alejado de la materia para que algo sea objeto del entendimiento y entendedor (Ficino ed. 2001, II, IX, 1).

Para Ficino el problema insoslayable de la ciencia es descubrir lo universal (concepto) en lo particular (conceptuado) y leer la particularidad a la luz de lo general.

3. El problema, su enunciación

Si el concepto, lo universal, no se refiere a una mera dimensión lógica, ni a un acto psicológico, ni a las relaciones que se establecen entre los miembros de su enunciación formal, ni tampoco a cierto marco auto referencial, entonces sus contenidos deben apuntar hacia el ente; sin embargo, aunque el ente no es concepto ni puede confundirse con su imagen conceptual, referirse a él, hablar de él, es posible sólo si, a priori, se le aborda conceptualmente, con lo cual regresamos al punto de partida.

Suponer un vínculo a priori entre el concepto y el ente no resuelve la dificultad: la multiplica al infinito, pues exige justificar también la naturaleza del vínculo, tal como expresa Ficino en el siguiente fragmento:

Del mismo modo, dado que todo cuerpo es una cosa única compuesta de partes, ¿cuál es la causa de esa unión? ¿Es que el todo mismo une las partes o las par­tes unen el todo? ¿O hay algo superior, que no sea una parte de nada ni un todo compuesto de partes, que una las partes entre sí y al todo? El todo debería seguir a las partes más bien que unirlas. Y si se admite que une las partes, será incorpóreo. Pues si también está dividido, necesita otro que lo una del mismo modo. Si las partes unen al todo, es absurdo que la unión se haga desde una multitud opuesta a la unidad, la cual debería venir de la unidad. Queda, pues, que además de las partes individuales y del todo, debe haber algo único que sea la causa de esa conspiración (conspirationis illius), y ese algo debe ser incorpóreo, para que no se vea obligado también a necesitar una conexión, y así continuemos hasta el infinito (Ficino ed. 2001, I, III, 22).

¿Lo universal está compuesto por particulares? Se pregunta Ficino en la cita anterior. Para enseguida responderse que sería absurdo concebir al concepto formado de partes que, a su vez, requerirían ser conceptuadas. El concepto debe ser, por lo tanto, lo Uno a priori, exento de la necesidad de un proceso de unificación, y que, sin embargo, dirija su accionar consciente y programático a dar sustento a la unidad universal.

Otra vertiente del problema se hace presente, si, como los empiristas, consideramos independientes lo universal y lo particular, puesto que el concepto se refiere a algo que se encuentra más allá de él, y el objeto físico particular no puede universalizarse (porque el empirismo niega esta posibilidad); entonces, al considerar cada objeto por sí mismo, individualizado a partir de sus características materiales, cada ente poseería un contenido al margen de su conceptuación; en tal caso, la ciencia sería imposible o superflua. Para Ficino, por el contrario, la ciencia es necesaria porque le permite a la mente humana descubrir lo universal pese a su vinculación con la materialidad accidental y aislante:

La mente humana, cada día, se eleva de las formas particulares a las universales y absolutas […] más allá de la unidad individual pero accidental [la mente], se eleva a la unidad sustancial, es decir, a la forma, transfiriendo la esencia individual, la base y el origen de los accidentes, a una especie de punto fijo y estable en sí mismo, el eje de los accidentes, que son por sí mismos cambiantes y siempre adheridos a otro (Ficino ed. 2001, I, III, 11).

Por otra parte, en cuanto al orden de su origen, declarar al concepto como antecedente de lo conceptuado (presuponiendo su relación) es inadmisible, en principio, en la medida en que refuerza la condición de mutua independencia, absoluta o relativa, de ambos términos. Puede, sin embargo, como lo demuestra la historia del pensamiento, parecer que la sucesión implica un momento de inicio. Fijar dicho momento multiplica los inconvenientes de la ciencia. Además, dice Ficino, esto sería aceptable a condición de cancelar la noción de “perspectiva” o lugar desde donde se enuncia el discurso sobre lo real. La prelación del concepto y lo conceptuado, considerado desde el ángulo superior de la escala jerárquica de los seres, parte de lo espiritual y se degrada hasta alcanzar lo material donde tiene su meta. Mas si el punto de partida es lo humano, lo primero a estudiar es nuestro universo físico y lo postrero la universalidad:

Si […] hemos de ascender de los imperfectos a los perfectos en cualquier género, que son anteriores por naturaleza, es consecuente que la razón nos conduzca […] con los sentidos a las separadas, las cuales completan de manera suficiente sus propias especies, y que, al comprender, se dirijan hacia aquello que es inteligible por sí mismo (Ficino ed. 2001, I, V, 8).

Los sentidos conducen el conocimiento a los objetos particulares y separados unos de otros; al comprender, con posterioridad, se alcanza lo que es en sí mismo, que por naturaleza es perfecto y precede a lo material. Para los sentidos humanos, la perspectiva de la escala es ascendente. Para el espíritu la perspectiva es descendente; pero la propuesta de Ficino, considerada en su totalidad, es la relación dialéctica universal-particular.

Asentar, por otra parte, la primacía del concepto sobre lo conceptuado supone, además, que sólo la coincidencia plena con la universalidad del mo­delo da pie a la realidad singular, lo cual implica que lo singular debe autone­garse en la medida en que siendo particular no es universal (la belleza de un poema, por ejemplo, estaría precedida por la Belleza en sí, la cual haría inútil el objeto concreto, que, en todo caso, sería sólo una imposible copia, por incompleta, de lo Bello). Y ¿qué preexiste al concepto de “concepto”?

Conjeturar que el concepto se origina de la suma de los particulares, de su enumeración infinita, es aventurar que el conocimiento es posible aun ignorando de dónde parte y hacia dónde se dirige el saber: así, procediendo a ciegas, desde el objeto particular (al que nada nos asegura haber conocido) podríamos llamar universal, cualquier cosa que encontráramos en el camino. Al mismo tiempo, equivale a creer (en el peor sentido) que el conjunto de los particulares pasados, presentes y futuros ya están reunidos, sin cambios y sin historia, en cada concepto (no podríamos llamar bello a un poema en tanto no reuniéramos todas las posibilidades de belleza que existen), o que éste no necesita completarse para ser considerado concepto. ¿Es posible vislumbrar el momento en que un concepto, finalmente, se concluya? Y ¿qué sucede con el concepto de “concepto”? ¿En este caso, es posible concebir cada particular que lo integra, en algún sentido, universal, al tiempo que, de alguna forma, se convierte/se retrograda desde-hacia lo universal?

También, desde luego, podríamos partir de la inexistencia de ambos polos, pero eso significaría afirmar, como Nicolás de Cusa (1401-1464), que nada se conoce debido a la inaccesibilidad al mundo; que se engaña quien cree entender el sentido de cualquier enunciado, pues éstos se articulan en redes conceptuales que en realidad carecen de significado, de referentes, porque la vía hacia el mundo está cancelada y, por ello, cada palabra de cada enunciado debe ser interpretada, debe sujetarse a una traducción eterna, la cual, en virtud de su índole infinita, reduce al silencio a los hablantes.

4. La propuesta de Ficino

Ante este callejón sin salida, Ficino aventura un sendero, al que he caracterizado como ontológico. Su naturaleza es dialéctica: reconoce que los polos epistemológicos concepto-conceptuado necesitan ser explicados, o de lo contrario habrá que renunciar a la ciencia.

De acuerdo con su proposición ontológica, Ficino parte de establecer la realidad conceptual-conceptuado: ella no es sólo un conjunto de enunciados (aunque se exprese a través de ellos), ni se limita a una relación formal (aun­que abarque las posibles formalizaciones), ni es únicamente una serie de actos psicológicos, sino entes.

La cualidad de entes que Ficino le otorga al par concepto-conceptuado, genera otro grupo de problemas semejantes a los que acabamos de enunciar, a cuya solución pretende acercarse Ficino mediante la inserción de los mismos dentro de su proposición ontológica.

5. Temporalidad

Si el concepto es absoluto y lo absoluto es cosmos, idea desarrollada por Ficino en De Vita, entonces el concepto contiene en sí cada particular, así como los nexos entre los mismos; de donde resulta la paradoja de que, al integrarlos a lo universal, los despoja de sus rasgos diferenciadores; y si, además, los particulares desaparecen inmediatamente en el flujo temporal, se vuelve imposible su enunciación cronológica. La solución dialéctica dada por Ficino pasa por la postulación de una tercera naturaleza que media entre el cuerpo material y la naturaleza divina, que constituyen los extremos epistemológicos. La tercera naturaleza, que las comunica, afirma Ficino es a la vez divisible (particular) como lo material, e indivisible (eterno) como lo espiritual, pasible e impasible, siempre presente, pero no siempre manifiesta, y explica:

Esta esencia es al mismo tiempo dividida e indivisible: dividida, porque a través de la división de su cuerpo vital extiende su sombra, mientras se comunica con las diversas partes del cuerpo; indivisible, porque está presente de manera íntegra y simple en su totalidad. Dividida, digo, porque su sombra está en todo el cuerpo dividido; indivisible, porque ella misma está toda en cada parte del cuerpo como un individuo. Indivisible, por otra parte, porque tiene una sustancia estable y unida; dividida, porque se divide en muchas partes a través de la operación, mientras actúa y pasa el tiempo. Indivisible, por tercera vez, porque mira hacia lo superior, que está perfectamente unido; dividida, porque se inclina hacia lo inferior, que está muy dividido (Ficino ed. 2001, III, II, 5).

El canal de comunicación entre lo material y la divinidad es una tercera naturaleza siempre presente, alejada del tiempo; aunque, simultáneamente, en contacto con el universo fragmentado, inferior y decadente, cohesionando en sí misma al conjunto de lo existente particular. Ella es quien, actuando en la historia, detiene la decadencia y la fuga hacia la nada del universo, inaugurando, con esta acción, el camino de ascenso que reúne, como culminación escatológica, a la parte con el todo. El cambio de rumbo es ascendente: hacia el origen.

La relación dialéctica general-particular implica su articulación en una tercera naturaleza con el fin de reencausar el mundo material hacia la universalidad donde las particularidades encuentran su explicación. A este respecto afirma Ficino:

Esta es la esencia misma que Timeo Locrus y Platón, en su libro Sobre el mundo, dijeron que está constituida por una naturaleza indivisible y divisible. Es la que se implanta en los mortales y no se vuelve mortal. Porque, así como se introduce íntegra, no desgarrada, así también se retira íntegra, no dispersa. Y al mismo tiempo que gobierna los cuerpos, se adhiere a lo divino, siendo la señora de los cuerpos, no su compañera. Este es el mayor milagro en la naturaleza [...]. Y como es el medio de todos, posee las fuerzas de todos. Si es así, pasa a todas las cosas. Y como es la verdadera conexión del universo, al migrar a una parte, no abandona a otra, sino que migra a cada una y siempre conserva todo, de manera que puede ser justamente llamada el centro de la naturaleza, el centro del universo, la serie del mundo, el rostro de todos y el nudo y la conexión del mundo (Ficino ed. 2001, III, II, 6).

Aquella naturaleza que, en la cita anterior, Ficino denomina la conexión del mundo, es la mediación entre el concepto y lo conceptuado. Dicha mediación mantiene su eternidad y universalidad pese a realizarse en la concreción múltiple de cuerpos finitos: “pasa a todas las cosas”, porque se une a cada uno de ellos sin abandonar su mismidad: “al migrar a una parte, no abandona a otra, sino que migra a cada una y siempre conserva todo”. Aunque, mediante su tránsito, está presente en cada particular del universo, permanece única, total y simplísima en su universalidad atemporal; pues, aunque comparte con la divinidad su ser inamovible, dice Ficino, y la divinidad “no puede trasladarse hacia algo mejor, puesto que ella misma es lo bueno; sin embargo, nada se mueve de su propia voluntad hacia algo peor” (Ficino ed. 2001, III, I, 2); al mismo tiempo ella se mueve; o, en terminología neoplatónica, se desdobla, emana, hacia la divinidad. Dicha emanación se concreta, cuando realiza su trayectoria descendente, en el Ángel, el Alma, la Cualidad (que, en el De Amore, Ficino denomina “Naturaleza”; cf. Hiro 2002, p. 260) y el Cuerpo (Ficino ed. 2001, III, I, 1).

Concepto y conceptuado forman, en el pensamiento de Ficino, una red en la cual cada nudo debe suponerse en sí mismo, mientras que, simultáneamente, el universo articulado por dichos nudos, la red entera, mantiene su cohesión gracias a ellos. El dilema establecido entre la eternidad del concepto y la actualidad del fenómeno se revela falso dilema cuando se estima que la trama de lo real debe abordarse exclusivamente desde uno de sus puntos.

Aunque Ficino reconoce una jerarquía que distingue lo espiritual de lo material, por la que esta última se subordina a la primera, establece, paralelamente, su necesidad mutua. De esta forma se explica que la revelación es una, pese a encontrarse en tránsito a través de cada una de sus expresiones. En este sentido, considerada desde el punto de vista de la corporeidad humana, limitada por la barrera espacio-temporal propia de su circunstancia, la antigüedad se realiza tanto en su travesía a través del tiempo actual como en el futuro, en la regeneración final, porque en armonía con la historia de la evolución espiritual, en el pasado inmemorial fue proporcionada a los humanos una revelación que, aunque velada a los sentidos por la diversidad, está, no obstante, presente, sosteniendo y articulando todo lo relacionado con ella (tal como sucede, por cierto, en el cosmos entero) en un sentido escatológico de redención (re-unificación) final.

6. Dinámica

La dinamización del universo, el tránsito de lo universal que da cuenta del sentido de lo particular, se le impone a Ficino como necesidad, por el desarrollo de su propio sistema.

La propuesta de Ficino no consiste, entonces, solamente en considerar de forma simultánea lo particular y lo universal, sino en hacerlo en su concatenación con la temporalidad, pues lo particular, en cuanto res extensa, surge determinada topológicamente en un instante de la eternidad. Lo contrario: considerar sólo la red total (los conceptos como entidades lógicas sin contacto con sus contenidos concretos) elimina el constituyente cronológico y condena a la inmovilidad al universo mismo: “Dios es la unidad misma. La unidad es el fundamento de su propio estado [...] así, [su] estado se apoya en la unidad. [Dios] es, por lo tanto, inmutable” (Ficino ed. 2001, III, I, 3). La inmutabilidad/inmovilidad de Dios está asentada sobre su carácter absoluto: nada requiere, porque todo lo abarca. El origen de la inmovilidad de Dios se ubica fuera del tiempo, en su ser Uno; y Ficino añade: “Y esto es lo que Platón quiso decir en el Filebo, cuando afirma que Dios es el límite de todas las cosas, libre de lo infinito; mientras que todas las demás cosas, excepto Él, están compuestas del límite y lo infinito” (Ficino ed. 2001, III, I, 7). En el universo entero, sólo Dios, de acuerdo con este planteamiento ontológico, no se limita a lo infinito ni con lo que nace ni con lo que se desarrolla y muere: “Dios -dice Ficino- está por encima de la eternidad” (Ficino ed. 1994, p. 175). Lo Absoluto ubicado más allá del tiempo ha de considerar fija la totalidad: desde su punto de vista, no existen senderos que se bifurquen, pues las posibles alternativas son caducas a priori; de lo contrario, al Uno le faltaría algo para ser Absoluto: no solamente Dios es inmóvil, sino también, desde la perspectiva divina, el universo es inmóvil porque todas sus opciones han sido consumidas desde antes de la temporalidad, pues en el absoluto conocimiento de Dios, que lo abarca todo, la realidad física está previamente finiquitada. A partir del discurso humano-material, sin embargo, la movilidad y la multiplicidad marchan juntas. De donde, si el Concepto no se mezcla con lo concreto no conceptual, no puede vivir: “de hecho, -dice Ficino- el entendimiento es totalmente inmóvil y privado de afecto” (Ficino s. f., p. 89). Vemos así, cómo la doctrina del ente de Ficino involucra cierto vitalismo, en el que implica ambos polos del conocimiento. Para dicha concepción vitalista, el concepto en sí mismo es incapaz de engendrar ni puede ser transformado, para ello requiere salir de sí y unirse con su contrario, tal como sucede, dice Ficino, con la tierra y con el agua que sólo son fecundas si se fusionan. Mas sin el concepto, el particular puede estar allí, pero ni siquiera es pensable.

Considerar sólo los nudos de la red universal, por otra parte, pulveriza lo real en momentos, en temporalidades dispares, incoherentes e incapaces de conectarse entre sí, como las mónadas leibnizianas. Lo concreto sería así despojado de su racionalidad (de su explicación), lo que nos obligaría a negar la posibilidad del conocimiento dado que, sin concepto, el objeto no es pensable; quedaría así, únicamente como un testimonio de fragilidad asentada sobre su condición material efímera. Sin mezcla, el cuerpo no es, dice Ficino, “atraído hacia el entendimiento, porque está muy alejado de él y es, además, inepto e incapaz de moverse por sí mismo” (Ficino s. f.), p. 89). Simultáneamente sin la universalidad del concepto, lo real se agotaría en la vacua belleza de lo particular:

De todas estas cosas se sigue que toda la gracia del rostro divino, que se llama belleza universal, es incorporal, no solamente en el ángel o en el alma, sino incluso en la mirada de los ojos. Y conmovidos por su admiración no amamos esta faz toda en conjunto, sino en sus partes, de donde nace el amor particular a la belleza particular (Ficino ed. 1994, p. 98).

De acuerdo con la cita anterior, la recta mirada, la superación de obs­táculo tan contundente como lo particular, requiere la visión de la faz plena de Dios.

7. Alma y mundo

Lo concreto requiere ser explicado; por ello el mundo está fusionado a un concepto que da cuenta de su sentido. A su vez, según Ficino, la inteligencia necesita un poder seminal que le otorgue vida y le permita la generación de los particulares, y añade: “El alma del mundo [está] presente por doquier, en [ella] vive y tiene fuerza la razón de todo astro y de todo demonio, razón por una parte seminal, vertida hacia la generación, y por otra parte ejemplar, vertida hacia el conocimiento” (Ficino s. f., p. 91). En el alma del mundo se reúnen, entonces, el impulso de vida que alienta la reproducción en el cosmos y la necesidad de estudiarlo y conocerlo. En De Vita, la necesidad de reproducción cósmica es vital para la justificación de la magia a partir de la actualización de las lógoi spermatikoí de Plotino (204-270 d. C.), que Ficino llama “razones seminales” y equivalentes (Hiro 2002, p. 258).

En el alma se realiza la mutua inclusión de inteligencia y vida. A la fusión de lo conceptual y lo concreto, se refiere Ficino en el siguiente fragmento:

el mundo ha sido hecho por el bien en sí (como enseñan Platón y el pitagórico Timeo) del mejor modo posible. No es, por consiguiente, sólo corpóreo, sino que participa también de la vida y de la inteligencia. De donde se sigue que además de este cuerpo mundano que los sentidos perciben de forma natural, hay oculto en él un cierto cuerpo espiritual que excede la capacidad de los sentidos caducos. En el espíritu vive el alma, en el alma resplandece la inteligencia. Y como bajo la Luna el aire no se mezcla con la tierra si no es por medio del agua, ni el fuego con el agua sino por medio del aire, así en el universo, justamente lo que nosotros llamamos espíritu es, en cierto modo, como el incentivo o el estímulo para unir el alma al cuerpo. También el alma es, en cierto sentido, incentivo en el espíritu y en el cuerpo del mundo para conquistar del cielo la inteligencia […] (Ficino s. f., p. 164).

De acuerdo con la cita anterior, el cuerpo mundano y el cuerpo espiritual son diferentes e inconfundibles, pero no están radicalmente separados, pues la suposición de que no hay un puente entre lo espiritual y lo material constituye un apartado fundamental de la doctrina de los docetistas, condenada por la iglesia, en diversos concilios, entre ellos el de Calcedonia (s. V). Contra los docetistas y otras herejías, la iglesia reforzó, por cierto, la noción cristológica como razón que bastaba en sí misma para mostrar, en Cristo, la unión hipostática de la naturaleza humana y divina.4

Dos son, pues, las partes que componen la realidad: la espiritual y la material. La primera contiene todas las perfecciones, tal condición de lo existente hace posible la ciencia, cuando se entiende como concepto unido a un contenido material al que subordina, pero no anula:

El alma del mundo [está] presente por doquier, en [ella] vive y tiene fuerza la razón de todo astro y de todo demonio, razón por una parte seminal, vertida hacia la generación, y por otra parte ejemplar, vertida hacia el conocimiento. Fue, en efecto, esta alma, según los platónicos más antiguos, la que construyó con sus razones en el cielo, además de todas las estrellas, figuras y partes de éstas, de tal modo que también ellas fueran, en cierto modo, figuras, y la que imprimió en todas estas figuras unas determinadas propiedades. Y así, en las estrellas -es decir, en sus figuras, sus partes y sus propiedades- están contenidas todas las especies de las cosas inferiores, junto con sus propiedades (Ficino s. f., p. 91).

De acuerdo con esta cita, el alma del mundo se desarrolla en dos vertientes: el conocimiento y la generación. En cuanto al conocimiento, en la epistemología de Ficino la explicación radica en la unidad entre la generalización -figuras, partes y propiedades- que, aún contenida en las estrellas, superando la distancia y los diversos obstáculos, se hace presente en las especies de las cosas inferiores. Considerado desde su plano material, particular, concreto e inferior, no se puede llegar a poseer más que cierta endeble inclinación o aspiración a los saberes. El cambio decisivo sobreviene cuando se encuentra motivado por su unión con lo universal, por ello Ficino afirma que “[el] espíritu es […] el estímulo para unir el alma al cuerpo. También el alma es, en cierto sentido, incentivo en el espíritu y en el cuerpo del mundo para conquistar del cielo la inteligencia […]” (Ficino s. f., p. 164). El conocimiento es, entonces, producto condicionado al logro de la unificación del espíritu, el alma, el cuerpo y el cuerpo del mundo. El concepto considerado en sí mismo, no garantiza el conocimiento en la medida en que su aislamiento de la materialidad elimina el “qué” del saber. Simultáneamente, el conocimiento es inalcanzable si se mantiene dentro del orbe material, pues éste sólo es posible en la generalización.

El concepto es, entonces, diferente de sus contenidos y los contenidos diferentes al concepto. La vía ontológica neoplatónica propuesta por Ficino para su unión es, como se dijo anteriormente, la vía dialéctica, esto es, la unidad de los contrarios.5 Por supuesto, ante la pregunta ¿es posible el conocimiento? La respuesta es un rotundo sí, siempre y cuando se conciba desde y en la unidad de los contrarios: lo particular y lo universal, unidad sólo posible en la vía ontológica. Lo universal no es, por cierto, algo que se revele de manera inmediata. Exige una ascesis que otorga la facultad al espíritu, el alma y el cuerpo para su descubrimiento, tal es la vía que conduce a él. Para la razón humana el conocimiento es un tipo de ascenso. El conocimiento no se encuentra, pues, al inicio, sino al fin de un proceso que es, simultáneamente, de ascenso y descenso.

La relación dialéctica entre lo universal y lo particular tiene una intención: alcanzar un conocimiento más allá de lo que el dato evidente arroja, para que, de esta suerte, lo concreto pueda volverse hacia la unidad universal, que está presente en acto siempre.

La conversión a la que se refiere Ficino es una elaboración de la doctrina de los tres momentos de Plotino, pues, afirma el doctor Almirall: “De acuerdo con Plotino es preciso el razonamiento (lógon) que convierta (epistrephês) hacia las realidades primeras y eleve hacia el Uno y primero (henòs kaì prôtou)” (Almirall 2006, p. 92). La razón, merced a la acción positiva hacia el universal, reencamina la voluntad humana hacia el Uno. El Uno dirigido por su propio amor accede a descender de escala en escala hasta la razón humana. Entonces, el acto de conocer, finalmente, se realiza.

8. La mediación

Puesto que el universo, considerado desde un solo ángulo, es, en definitiva, inmóvil, tanto en lo espiritual, como en lo material, Ficino tiene que establecer mediaciones teórico-prácticas entre los diferentes grados de su escala. Así la cualidad (naturaleza) es mediación entre el cuerpo material y el alma; a su vez, el alma media entre la cualidad y el ángel, y éste media entre el alma y Dios. De menor a mayor la ruta es: cuerpo, cualidad, alma, ángel, Dios. A su vez, los cuatro primeros poseen sus propias mediaciones internas; pero todo es una sola realidad. Merced a estas mediaciones, Ficino logra que lo espiritual se acerque, toque lo material: los extremos se acercan de esta forma, y el concepto y lo conceptuado se sintetizan.

La noción de “mediación” en el sistema de Ficino cumple la función de asegurar el contenido sintético de lo real. Al respecto Ficino asienta: “Si de un extremo a otro todas las cosas pasan por un medio [...] seguramente entre una cualidad completamente móvil y una esencia absolutamente inmóvil debe necesariamente colocarse algo que sea en parte inmóvil y en parte también móvil” (Ficino ed. 2001, I, IV, 3). Y añade:

Hasta ahora hemos ascendido del cuerpo a la cualidad, de ésta al alma, del alma al ángel, de éste al único Dios, verdadero y bueno, autor y gobernante de todo. Los pitagóricos llaman al cuerpo muchas cosas, a la cualidad muchas y una, al alma una y muchas, al ángel uno y muchas, y finalmente a Dios uno (Ficino ed. 2001, III, I, 1).

Según Ficino, el descenso hacia la razón humana se inicia en el amor del Uno; mientras el ascenso hacia el conocimiento es un acto humano, motivado por el mismo Absoluto, tal es el derrotero de la vía ontológica.

El camino que arranca de la diversidad de lo material, hasta la unidad de Dios, sólo se puede entender, afirma De Gandillac, por grados: “Siendo estos grados los de la cualidad (multiplicidad unificada), el alma (síntesis de lo uno y lo múltiple), el ángel (unidad multiplicada)” (De Gandillac 2002, p. 62).

Cada nivel de elevación está asociado, en la escala de los seres, tanto a la complejidad material del ente, como a su movimiento y a su relación con la temporalidad. Por ello, Ficino afirma:

El cuerpo es, por naturaleza, algo infinitamente divisible, cuya materia se extiende hasta el infinito […] La cualidad contribuye a dar forma específica a la materia y es, en sí misma, de algún modo indivisible, pero al mezclarse con el cuerpo se vuelve divisible. El alma da forma específica a la materia; no es divisible por sí misma ni por la contaminación del cuerpo, sino que es una multitud móvil. El ángel es el receptáculo de las especies y una multitud inmóvil. Dios está por encima de las especies, es una unidad inmóvil. [Dios] es absolutamente indisoluble en sí mismo, porque es unidad y estabilidad en sí misma (Ficino ed. 2001, III, I, 1).

La vía ontológica elaborada por Ficino se inicia en el cuerpo, el cual sin detenerse fluye y se fragmenta hasta su disolución total, ella constituye el aspecto trágico de la materialidad.

9. Cualidad-naturaleza

A la existencia trágica del cuerpo pone coto la cualidad, que instaura la primera superación del obstáculo físico al establecer el nivel más bajo de generalización, mediante el que se vinculan distintas corporeidades individuales. Ficino proporciona la siguiente definición de cualidad:

Siguiendo el modo platónico, llamamos cualidad a toda forma dividida en el cuerpo. Pero ¿deberíamos detenernos en este punto al modo de los estoicos y cínicos? En absoluto. La cualidad es una especie de forma. La naturaleza de la forma es simple, eficaz y ágil para actuar, por lo cual los físicos a menudo llaman a la forma ‘acto’. Esta naturaleza, al mezclarse en el seno de la materia, se vuelve de simple a divisible e impura, de activa a sujeta a la pasividad, de ágil a torpe. Por eso, no es una forma pura, ni verdadera, ni perfecta (Ficino ed. 2001, I, III, 1).

La cualidad, entonces, de acuerdo con la cita anterior, posee una naturaleza mixta, material: “Esta naturaleza, al mezclarse en el seno de la materia, se vuelve de simple a divisible e impura”; y no material porque, al formar parte de un cuerpo no puede constituir otro cuerpo, supuesta la impenetrabilidad de la materia: “más allá de todas estas formas debe haber una sustancia incorporal que penetre a través de los cuerpos y que esté presente en todos ellos y los presida, cuyos instrumentos sean las cualidades corporales” (Ficino ed. 2001, I, III, 10). La fuerza superior que incorpora la cualidad a la materia es una entidad superior a la cualidad, esto es, el alma.

En la cualidad, asegura Ficino, se mezclan la potencia y el acto. La primera como resultado de su componente material, la segunda a consecuencia de su vertiente espiritual. Desde la cualidad, “la procesión de lo real” alcanza su siguiente escalón en el alma.

10. Alma

La necesidad de postular la comunicación entre lo particular y lo universal obligó a Ficino a reivindicar una entidad mediadora de mayor generalidad que la mera cualidad: el alma.

El alma está ubicada entre lo universal y lo particular y es la síntesis de estos términos, con respecto a lo cual Ficino afirma:

Si en el mundo hubiera tan sólo estas dos cosas, por un lado, el entendimiento [lo universal] y por otro el cuerpo [lo particular], pero faltara el alma, entonces ni el entendimiento sería atraído hacia el cuerpo -de hecho, el entendimiento es totalmente inmóvil y privado de afecto, es el principio del movimiento y está además muy alejado del cuerpo- ni el cuerpo sería atraído hacia el entendimiento, porque está muy alejado de él y es, además, inepto e incapaz de moverse por sí mismo. Pero si se pone en medio el alma, que tiene conformidad con ambos, brotará fácilmente una atracción recíproca entre la una y la otra parte (Ficino s. f., p. 89).

De acuerdo con Ficino, la “procesión de lo real” sólo es posible por la mecánica de la síntesis. El aislamiento paraliza, la síntesis provoca la marcha. En la cita anterior, Ficino deja en claro que la realidad se dinamiza cuando universal y particular se atraen mutuamente a partir de la instancia mediadora, del alma. Y añade:

En primer lugar, el alma se mueve con mayor facilidad que todas las demás cosas, porque es el primer móvil y lo es por sí y espontáneamente. Además, siendo (como he dicho), intermedia entre las cosas, contiene a su modo en sí la realidad total y está cercana, según una proporción [es decir, como medio proporcional, en una proporción] a ambas partes. Por eso concuerda con todas las cosas, incluidas aquellas que distan entre sí, pero no de ella. Aparte el hecho cierto de que por un lado es conforme con las realidades divinas y por otro con las caducas y que se dirige a ambas con afecto, está, además, y al mismo tiempo, toda entera en todas y cada una de las partes (Ficino s. f., p. 89).

El alma es entonces cronológica y no cronológica, sincrónica y diacrónica: “conforme” con “lo divino” y con “lo caduco”, a medio camino de todo, fragmentada “en cada una de sus partes”, pero presente plenamente en lo universal en virtud del afecto que la une tanto a lo divino como a las realidades materiales. Con menor carga material que el cuerpo, “el alma está compuesta de potencia y acto” dice el florentino (Ficino ed. 2001, III, I, 5). No es totalmente acto, porque, añade, se mueve para conseguir algo que no posee y mientras lo adquiere, el acto se realiza. En el alma se reúnen el impulso de vida que alienta la reproducción en el cosmos y la necesidad de estudiarlo y conocerlo.

11. Ángel

Dios es lo absolutamente simple: no contiene ni partes, ni relaciones. En el otro extremo, el cuerpo se ubica en la sima de lo real por ser un compuesto material. La comunicación entre Dios y el hombre, semejante a aquella que se establece entre el cuerpo y el alma humana, requiere un intermediario de naturaleza mixta (espiritual abismada hacia la materialidad), Ficino denomina ángel a esta entidad que se ubica entre Dios y el alma, ascendiendo y descendiendo entre uno y otro; y asegura:

Por tanto, ascendemos del cuerpo al alma, de ésta al ángel, y de éste a Dios. Dios está por encima de la eternidad; el ángel está todo entero en la eternidad. Ya que tanto su operación como su esencia permanecen estables. Y el reposo es propio a la eternidad. El alma está en parte en la eternidad, en parte en el tiempo, pues su sustancia es siempre la misma sin ninguna variación de crecimiento o disminución. Pero su operación […] discurre a través del tiempo. El cuerpo está sujeto completamente al tiempo. Pues su sustancia cambia y toda operación suya requiere discurso temporal. Por tanto, el Uno mismo existe por encima del reposo y el movimiento; el ángel se sitúa en el reposo, el alma en el reposo y a la vez en el movimiento, el cuerpo sólo en el movimiento […] (Ficino ed. 1994, p. 175).

Con esta visión de ascenso y descenso continuo por los planos superiores e inferiores, Ficino dinamiza su imagen del universo.6

En la cita anterior, Ficino no sólo enfatiza la idea de las jerarquías universales, sino que además define una dimensionalidad espacio-temporal que es, asimismo, distinta y adecuada a los seres: un espacio-tiempo que no es material, uno reducido sólo a su materialidad, y un espacio-tiempo intermedio, simultáneamente material e inmaterial.

El Uno existente en sí mismo une la materialidad espacio temporal a través de las mediaciones que engendra a partir de sí mismo, de su propia sombra, cuando por iniciativa suya vela su luz pura. La sombra de Dios cobra relevancia cuando en cada escala se multiplican las sombras, como un espejo que reproduce lo que Dios mismo hace. Respecto a esto Ficino afirma:

La luz de Dios produce al ángel, bajo la sombra de Dios; la luz de Dios produce al alma bajo la sombra del ángel. El ángel obtiene una unidad estable por el acto único de Dios, pero bajo la sombra de Dios cae en la multitud. El alma adquiere estabilidad de la luz de Dios, multitud bajo la sombra de Dios y cambio bajo la sombra del ángel. Dios es la fuente de la unidad, el ángel es la fuente de la multitud, y el alma del movimiento. Dios es unidad por sí mismo; el ángel es uno por Dios y múltiple por sí mismo. El alma es una por Dios, pero múltiple bajo la sombra de Dios (es decir, porque está bajo Dios junto con el ángel), y móvil por sí misma. La cualidad, a través de lo superior, tiene el poder de mover algo; por sí misma se mezcla con la materia. El cuerpo actúa a través de la cualidad; pero en sí mismo, es afectado. La cualidad excede al cuerpo en un grado, porque lo mueve; cede al alma en al menos un grado, porque es movida por ella. El alma excede a la cualidad en al menos un grado, porque se mueve por sí misma; cede al ángel en un grado, porque cambia. El ángel excede al alma en un grado, ya que se mantiene estable; pero cede ante Dios, porque es múltiple (Ficino ed. 2001, III, I, 11).

En esta cita, se destaca la importancia universal de la luz de Dios: bajo ella aparecen sucesivamente el ángel y el alma (aunque bajo la sombra del ángel). Cuando la sombra de Dios cae sobre el ángel se produce, de acuerdo con la cita, la multitud; el alma, bajo la sombra del ángel, adquiere el cambio: así, cada elemento que se engendra en la sombra adquiere multiplicidad y mayor movilidad. Mediante la multiplicidad se aleja de la unicidad de la luz divina, la movilidad lo inscribe en el flujo temporal. Dios, uno y sin movimiento, permanece atemporal en sí mismo, pero, a partir de su luz, lo múltiple adquiere explicación.

12. Amor

De acuerdo con Ficino, el alma es una realidad intermedia que, en ascenso, se comunica con el ángel y en descenso interactúa con la cualidad. Por otra parte, cuerpo, cualidad, alma y ángel se distinguen, asimismo, por sus jerarquías.7 Lo espiritual se ubica en la cima de lo real a medida que su generalidad inmaterial se acentúa; en este sentido, Dios, en virtud de su absoluta inmaterialidad y simplicidad, es la cumbre de lo real. Esta es la razón por la que Dios quien, por su propia naturaleza, únicamente ama lo perfecto, sólo puede amarse a sí mismo. Con respecto a lo cual, afirma Ficino: “el amor […] comienza en Dios, pasa al mundo, y finalmente en Dios termina, y como en un círculo de allí donde partió allí retorna […] En efecto, el amor es necesariamente bueno, ya que, habiendo nacido del bien, al bien retorna” (Ficino ed. 1994, p. 23).

El universo que Ficino formula es jerárquico. Cada mediación debe realizar un tránsito de esfera en esfera, para, de esta suerte, comunicar lo espiritual con lo material, infundiendo en cada esfera el amor por el Uno. Con respecto a lo cual dice Ficino: “Ciertamente aquel sumo autor primero crea todas las cosas, en segundo lugar, a él las rapta, y en tercer lugar les da su perfección. Cada una de éstas fluye, cuando nacen, de esta perenne fuente, luego a ésta refluyen” (Ficino ed. 1994, p. 21).

13. Magia

En su De Amore… Ficino establece un fuerte vínculo entre el amor y la magia, al respecto afirma:

Pero ¿por qué imaginamos al amor mago? Porque toda la fuerza de la magia se basa en el amor. La obra de la magia es la atracción de una cosa por otra por una cierta afinidad natural. Las partes de este mundo, como miembros de un solo animal, dependiendo todos de un solo autor, se unen entre sí por su participación de una sola naturaleza. Y así como en nosotros el cerebro, el pulmón, el corazón, el hígado y los otros miembros sacan el uno del otro alguna cosa, se favorecen recíprocamente y padecen conjuntamente si uno de ellos sufre, así los miembros de este gran animal, o sea, todos los cuerpos del mundo unidos entre sí igualmen­te prestan y toman prestadas sus naturalezas. De la común afinidad nace el amor común. Nace la atracción común. Y esta es la verdadera magia (Ficino ed. 1994, p. 154).

El amor, entonces, hace posible la magia. Su supuesto básico es la armonía del universo. El hecho de que la cumbre espiritual de la escala jerárquica de los seres mantenga su coherencia con el nivel material de dicha escala. El principio es el final.

En la vía ontológica de Ficino lo universal, conceptual, celeste y lo particular, concreto, terrenal se reúnen: el amor desciende de Dios, llega al ángel, pasa del ángel al alma, del alma a la cualidad y alcanza, al fin, el cuerpo; y en tal sentido, enlaza todo, sujeta los particulares a Dios y le confiere a lo material un impulso ascendente. La magia supone la unidad, de suerte que, si algo es trasladado de un lugar a otro, en virtud de sus enlaces, dicho movimiento supone una posibilidad de réplica en cualquier otro ámbito del universo.

En la cita anterior, es particularmente llamativa la idea del universo como un solo cuerpo animal que remite a la escritura egipcia, que, en Ficino, cobra relevancia debido a su aprecio por el Corpus Hermeticum que había traducido en 1463, veinte años antes de su Theologia Platonica.

La magia según Ficino supone la afinidad de los particulares en la realidad material, la cual posee una garantía dependiente de la unidad del todo. Esta relación vertical con lo superior, y, simultáneamente, horizontal con lo que se encuentra en un plano similar, reproduce la estructura cruciforme de la que se habló en la nota 6. A lo cual Ficino añade el siguiente apunte:

Los autores de imágenes […] más antiguos anteponían a todas las imágenes la figura de la cruz, porque los cuerpos actúan mediante un poder que está difundido en relación con la superficie. Ahora bien, la primera superficie viene descrita por una cruz, pues posee, ante todo, longitud y anchura. Esta es la primer figura y la más recta de todas ellas, en cuanto que contiene cuatro ángulos rectos. Los efectos de los cuerpos celestes se dejan sentir, sobre todo, cuando los rayos y los ángulos son rectos. De hecho, las estrellas son poderosas fundamentalmente cuando ocupan los cuatro ángulos del cielo, mejor aún, los cuatro puntos cardinales, es decir, el de oriente, el de occidente y los dos del medio. Y así dispuestas, dichas estrellas dirigen recíprocamente sus rayos de tal modo que surge una cruz. Y por eso decían los antiguos que la cruz es una forma derivada del poder de las estrellas y recep­táculo de dicho poder y que posee, por consiguiente, un grandísimo poder sobre las imágenes y recoge las energías y los espíritus de los planetas (Ficino s. f., p. 138).

El universo espiritual, que se coordina por dependencia y simpatía con el universo material, ha provisto una serie de elementos “seminales” que permiten enlazar las ideas con los elementos del mundo. Para Ficino la magia implica el descubrimiento de dichas correspondencias. Con respecto a lo cual afirma:

En realidad, el que es llevado no es el entendimiento en sí, sino el alma. Nadie crea, pues, que con unas determinadas materias del mundo pueden atraerse unas determinadas divinidades (numina) enteramente separadas de la materia; se atraen, más bien, los demonios y los dones del mundo animado y de las estrellas vivientes. Ni tampoco se maraville nadie de que el alma pueda ser como seducida por las realidades materiales, dado que ha sido ella la que ha hecho conformes a sí misma los alicientes por los que se siente atraída y en los que se encuentra a gusto. Ni hay en todo el universo viviente nada tan deforme que no tenga cerca de sí un alma y no encierre en sí también el don del alma. A las correspondencias de formas de este tipo con las razones del alma del mundo les aplica Zoroastro el nombre de seductoras divinas, y Sinesio confirmó que se trataba de alicientes mágicos (Ficino s. f., p. 90).

La magia es, entonces, el descubrimiento de las identidades de los objetos del mundo y su naturaleza espiritual; es decir de la síntesis que permite su manejo. La manipulación de lo real, como se menciona en la cita anterior, entraña dos peligros: el primero se refiere al hecho de que la acción ejercida sobre las razones seminales, sea insuficiente para eliminar completamente el aspecto material que aún conservan por su origen; el segundo, al que el alma, sea atraída hacia lo material, en virtud de su previa operación creativa sobre este plano. El verdadero mago, quien posee un conocimiento más profundo de las razones seminales, es capaz de eliminar totalmente los restos materiales adheridos a ellas, y alcanzar el objeto espiritual en toda su pureza, ello lo afirma Ficino en el siguiente fragmento:

Si alguna vez [el] espíritu quedara separado [de su elemento material] de una manera correcta, y, una vez separado, se mantuviera y conservara en este estado, podría, como virtud seminal, generar alguna cosa parecida a él mismo, con la úni­ca condición de que fuera aplicado a una materia del mismo género. Algunos diligentes filósofos de la naturaleza han conseguido, con la sublimación junto al fuego, separar este espíritu del oro y, aplicándolo a cualquier metal, transformarlo en oro. A este espíritu del oro, o de cualquier otro metal, extraído según un método correcto y luego conservado, le aplican los astrólogos árabes el nombre de elixir (Ficino s. f., p. 97).

Para Ficino, entonces, el mago es quien ha conseguido el elixir a partir de la sublimación de los metales.

Cada acción mágica es, según Ficino, la reedición de la unidad, la que también garantiza el resultado esperado por el mago. Así, en una mezcla de hierbas, se encuentran presentes no solamente éstas sino también su relación con la luz de ciertas estrellas, con algunos minerales, además de otros elementos, al respecto afirma Ficino:

Parece ser, como hemos dicho, bastante probable que [la magia] puede conseguirse con un cierto arte que, ateniéndose a una regla bien precisa y observando los tiempos oportunos, sea capaz de reunir muchísimas cosas en una sola. Surge esta probabilidad bien por las razones que hemos apuntado más arriba, o bien porque cuando los médicos o los astrólogos recogen, machacan, mezclan y cuecen muchas cosas de este género bajo una estrella determinada, mientras todas las sus­tancias mencionadas van asumiendo poco a poco y por sí mismas una nueva forma debido precisamente a la cocción y a la fermentación, adquieren también esta misma forma como consecuencia de una influencia divina muy precisa, en virtud de la acción interna de los rayos, por donde se concluye que esta forma es también celeste (Ficino s. f., p. 89).

Mago es, de acuerdo con esta cita, quien tiene conocimientos especiales, de “un cierto arte”, que le permiten descubrir las identidades de las razones seminales del mundo para poder manipularlas.

Conclusión

Ficino centra su Theologia Platonica en la noción de “unidad” como principio estructural de la realidad, integrando diversas disciplinas como la teología, la filosofía, la magia y la música en una única visión coherente. Ficino sostiene que lo universal y lo particular están intrínsecamente conectados, y que la diversidad de expresiones religiosas y filosóficas no son opuestas, sino manifestaciones de una misma verdad atemporal revelada en diferentes épocas y culturas. En su pensamiento, busca reconciliar la razón y la fe, superando la división creada por Aristóteles, cuya separación entre filosofía y religión generó tanto impiedad en la alta cultura como superstición en la religiosidad popular.

Para Ficino, el universo, aunque aparentemente fragmentado, forma un todo continuo. Su programa intelectual se enfoca en encontrar un marco unificador, la “docta religio”, que permita integrar la diversidad en una síntesis armónica. En esta búsqueda de la unidad Ficino establece diversas mediaciones entre los dos polos de lo real: la divinidad, a la que ubica en la cumbre de lo existente y lo material que es su nivel más bajo. Las mediaciones entre estos dos polos son: el ángel, el alma y la cualidad que, junto con los dos polos, sugieren una vía ontológica que esquematiza pentagonalmente al universo. Al mismo tiempo, Ficino subraya la importancia de la ciencia y el conocimiento para elevar el pensamiento humano desde la percepción material hacia una comprensión universal, estableciendo así un diálogo mediado y perpetuo entre lo particular y lo universal.

La vía ontológica de Ficino se inicia en la relación dialéctica entre el concepto y lo conceptuado, dialéctica que también implica una consideración integradora del razonamiento inductivo y el deductivo: en la epistemología de Ficino ambos métodos se fusionan en uno solo. Partiendo del nivel más alto se consigue, escalón a escalón, dominio sobre el método deductivo que explica los contenidos del cosmos. En ascenso desde el nivel inferior, cada escalón superior alcanzado (aun siguiendo un camino incierto) ha de ser resultado de un acto de inducción que avanza incrementando el nivel de generalización del conocimiento. En la escala ascendente-descendente el conocedor encuentra la magia, que Ficino entiende como una opción para la transformación de la realidad, desde una perspectiva humana, y que, simultáneamente, le confiere al mago un poder que está más allá de lo humano, un poder que deriva de la naturaleza de las razones seminales. El ascenso y el descenso son, así, partes del proceso interminable del conocimiento.

Bibliografía

    Fuentes antiguas

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    Es prudente recordar, aquí, que el neoplatonismo no ha constituido una corriente de pensamiento unificada, sino más bien una serie de filosofías que, con claras diferencias, pero sin enfrentamientos tajantes, han reivindicado un origen semejante. La raíz común de los diversos sistemas neoplatónicos se encontraría, implícita o explícitamente, de manera fundamental, aunque no exclusiva, tanto en los tratados de Platón, como en las tradiciones orales y enseñanzas secretas atribuidas al mismo filósofo. En este sentido, es más adecuado entender al neoplatonismo, y, sobre todo, al neoplatonismo renacentista, como un horizonte de pensamientos diversos. El neoplatonismo renacentista, afirma Richard Hooker, buscó la síntesis, “[of] thought systems, to find a common, universal philosophy that encompasses a broad range of human thought. The greatest of these synthesizers was the Neoplatonic philosopher, Pico Della Mirandola, who attempted to synthesize Platonism, Aristotelianism, Stoicism, Hebrew thought, Jewish mysticism, Arabic philosophy, and a whole host of others into a single philosophical system” (Hooker 1997, p. 1).
    En todas las referencias a la Theologia Platonica… ed. 2001, se numera, en este orden: Libro (con romano), Capítulo (con romano), Parágrafo (con arábigo). Las citas tomadas del texto latino, de la edición 2001, han sido traducidas al español por el autor de este artículo.
    Los esfuerzos en pro de la paz realizados en la Europa católica de la época marcaron el medio ambiente en que se desarrolló la infancia de Ficino y, en parte, definieron su vocación. Ficino había nacido en 1433, cinco años antes de la proclamación del XVII Concilio Ecuménico de la Iglesia Católica (Ferrara, Florencia y Roma; 1438-1442). La finalidad de dicho Concilio era la reconciliación de la Iglesia romana con las iglesias griegas y armenias, separadas del orbe católico-romano desde el siglo xi. El Concilio fue convocado cuando el basileus y el emperador del Imperio Romano de Oriente solicitaron ayuda para enfrentar la amenaza turca (Artola 2015); el Papa Eugenio IV (1383-1447) puso como condición a su apoyo la reunificación de las Iglesias de Oriente y Occidente bajo el único dominio papal (Ficino ed. 1993, p. XVIII). Aunque el Concilio no tuvo resultados importantes en términos políticos o religiosos, cuando Ficino concluyó sus estudios de medicina y filosofía, bajo la tutela de Niccolo Tignosi da Foligno, el encuentro cultural entre Oriente y Occidente, propiciado por el Concilio, seguía dando frutos: bajo su influjo Cosme de Médici restauraría la Academia Platónica en 1459 y encargaría su dirección al mismo joven Ficino (Ficino ed. 1993, p. XXI). Para este fin Cosme de Médici le cedió la villa de Careggi, donde el florentino trabajó e instaló su Academia (Ficino ed. 1993, p. XXI).
    Contra las herejías arriana (condenada en el Concilio de Nicea en 325) y nestoriana (condenada en el Concilio de Éfeso en 431) que habían dividido la figura de Cristo en dos naturalezas (una humana y otra divina) contradictorias e irreconciliables, subordinando una a la otra; la iglesia oficial ha sostenido la unión de las dos naturalezas en el ser singular de Cristo. Para ello utilizó el término “hipóstasis”, que puede traducirse, según Ferrater Mora, por “ser de un modo verdadero”, “ser de un modo real”, “ser de un modo eminente”, “poseer verdadera realidad” o “poseer una verdadera οὐσία”. El cristianismo ha opuesto, de esta suerte, frente a una realidad aparente, una realidad verdadera, que subsiste “por hipóstasis”. El término οὐσία, afirma Ferrater Mora, “fue usado para designar aquello que es siempre sujeto y nunca predicado [...]. En el lenguaje teológico se usó con frecuencia creciente persona (e ὑπόστασις) para referirse primariamente a las Personas divinas. Los términos griegos οὐσία, ὑπόστασις (y también φύσις) y los términos latinos substantia, persona (y también natura) desempeñaron un papel capital en la especulación teológica. [En ella] se habló de hipóstasis como persona divina y se introdujo la expresión “unión hipostática” para designar la unidad de dos naturalezas en una hipóstasis o persona. Especialmente se llama “unión hipostática” a la unión en la sola persona del Hijo de Dios de las dos naturalezas de Cristo: la naturaleza divina y la naturaleza humana” (Ferrater 1980, vol. 3, pp. 1513 y 1514). Con respecto a la naturaleza divina de Jesucristo, el Concilio de Nicea estableció —no sin pugnas al interior de la iglesia—, de acuerdo con Leclercq en The Catholic Encyclopedia, la creencia “en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, el unigénito del Padre, esto es, de la sustancia [ek tés ousías] del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre [hómooúsion tó Patrí], por quien todo fue hecho, en el cielo y en la tierra; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos y volverá para juzgar a vivos y a muertos”. El mismo texto añadía: “Aquellos que dicen: hubo un tiempo en el que Él no existía, y Él no existía antes de ser engendrado; y que Él fue creado de la nada (ex óuk ónton); o quienes mantienen que Él es de otra naturaleza o de otra sustancia [que el Padre], o que el Hijo de Dios es creado, o mudable, o sujeto a cambios, [a ellos] la Iglesia Católica los anatematiza” (Leclercq 1911).
    Si, por otra parte, el sentido recto del cosmos es conceptual y, por lo tanto, verdadero; entonces, el escenario de su realización particular debe diluirse necesariamente dentro de un ámbito más vasto e incluyente; la materia es, entonces, sombra que vela lo real-trascendente. El conocimiento es, en este sentido, el sitio donde confluyen la realidad superior y la inferior; es decir, un tercer espacio, al que, siguiendo la terminología acuñada por Nicolás de Cusa, podríamos denominar “espacio de conexión” que supone una “visión (visio)” que trasciende el nivel material de lo real. Sobre este punto vale la pena tomar en cuenta las palabras del profesor De Gandillac quien en su interpretación de Nicolás de Cusa afirma: “No [debemos] olvidar que, en la perspectiva del Cusano, el “intelecto” (intellectus), al desbordar a la razón (ratio), se eleva a una visión (visio) comprehensiva que es, a la vez, afirmación, negación y coincidencia de lo afirmado y de lo negado” (De Gandillac 2002, p. 43). Estructura, única y, sin embargo, trinitaria que, en el neoplatonismo cristiano, es el axioma fundamental para la comprensión del universo material, espiritual, ontológico, histórico, gnoseológico, estético y antropológico; tanto en el pen­samiento del Cusano, como en el de Ficino. El espacio de comprensión del cosmos se convierte, así, desde la perspectiva neoplatónica, en el momento de la temporalidad material donde la visión comprehensiva de la realidad es posible; y donde la realidad se revela como síntesis de los opuestos, es decir, como igualdad de lo diverso, en la denominación de Nicolás de Cusa, la así llamada, Coincidentia Oppositorum (De Cusa 1977, p. 17).
    El eje vertical (arriba-abajo; ascenso/descenso) que pertenece a la divinidad, y el eje horizontal (atrás-adelante) que corresponde a la historia del cosmos (historia en la que la conciencia universal se materializa a través de la conciencia humana) confieren a lo real un sentido cruciforme. Tal disposición constituye el cimiento de lo que Pico della Mirandola denomina “la dignidad del hombre”, la cual explica, el pensador renacentista, en los siguientes términos: “puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observe cuánto en él existe, el hombre ha recibido desde su nacimiento [...] gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida [mediante los cuales, si], [...] se repliega en el centro de su unidad le permitirán transformarse [...] en espíritu a solas con Dios, en la solitaria oscuridad del Padre —él, que fue colocado sobre todas las cosas— y sobrepujarlas a todas” (Pico della Mirandola 2003, p. 15). Según Pico della Mirandola, la dignidad del hombre se asienta, entonces, en la indeterminación de la naturaleza humana. Porque es precisamente su indeterminación lo que permite al hombre escoger el camino que ha de seguir a lo largo de su existencia. La incertidumbre lo obliga a edificar su propio ser y, simultáneamente, lo coloca frente a la disyuntiva del ascenso y el descenso: sólo el ser humano, entre la diversidad de criaturas, puede degradarse a nivel de las bestias o regenerarse en Dios. Pero, en cualquier caso, todo depende de lo que decida él “en su solitaria” oscuridad. También para Ficino es importante reivindicar la visión cruciforme del universo: a través de esta idea Ficino ofrece una explicación a los “autómatas” egipcios que aparecen en el Corpus Hermeticum (Ficino s. f., p. 138).
    En esta idea, Ficino se muestra influido por Dionisio Areopagita quien en sus tratados sobre las jerarquías había establecido, por primera vez en el mundo cristiano, la idea de un cosmos dispuesto en grados (Cassirer 1951, p. 9).
    Daniel Santillana García es maestro en Estudios de Asia y África (Japón) por El Colegio de México. Se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad del Claustro de Sor Juana, licenciatura en Letras Creativas y Literatura; es profesor de japonés en la Universidad La Salle; y profesor de educación primaria. En diversas conferencias, congresos y artículos publicados ha desarrollado sus consideraciones sobre la presencia del mundo latino y el Neoplatonismo en la Nueva España, simultáneamente ha otorgado un énfasis especial al tema de la influencia del pensamiento de Marsilio Ficino en la obra de sor Juana Inés de la Cruz. Daniel Santillana es traductor literario japonés-español. Entre sus textos traducidos se pueden mencionar: El edredón, novela naturalista japonesa, México, El Colegio de México, 1994; Una luminosa oscuridad, Ciudad de México, La Cifra, 2008; Vida de una mujer amorosa, Ciudad de México, Sexto Piso, 2013.