La exposición de Glaucón y Adimanto
En la estructura general de República, el libro II representa un hito insoslayable. Establecido el marco dramático y temático de la obra en el libro I y antes de la presentación de los grandes bloques teóricos de las unidades subsiguientes, el libro II plantea la problemática central que termina condicionando el desarrollo completo del argumento.3 Tanto es así que esa problemática -que gira alrededor de la justicia y su efecto sobre el alma de los hombres- es retomada en las líneas finales del diálogo donde Sócrates afirma que ya se han alejado las dificultades suscitadas en la argumentación y que además ya se ha descubierto que “la justicia es en sí misma lo mejor para el alma en sí misma, y que ésta debe hacer lo justo cuente o no con el anillo de Giges” (612b).4 Ahora bien, quienes, en el libro II, presentan esas dificultades, plantean la problemática central sobre la justicia y relatan la historia de Giges son Glaucón y Adimanto. Estos hermanos, de orígenes nobles y linaje divino debido a la herencia de su padre Aristón,5 gozan de una educación y condición aristocráticas que los convierte en potenciales guardianes de la nueva ciudad y, por ello, en adecuados interlocutores de un Sócrates que pretenderá reeducarlos.6
La exposición de Glaucón y Adimanto se desarrolla en un largo pasaje que se extiende desde 357a1 hasta 367e5, y el encargado de iniciar la discusión es el primero de ellos, quien desafía a Sócrates al preguntarle: “¿Quieres que parezca (δοκεῖν) que hemos quedado convencidos o que verdaderamente (ἀληθῶς) nos convenzamos de que lo justo es mejor que lo injusto en todo sentido?” (357a-b). Con esa pregunta, y mediante un giro proléptico, Glaucón anticipa el par de cuestiones clave de la exposición; a saber: el problema de las apariencias y la discusión sobre la justicia. Respecto a esta última, el mismo Glaucón le exige a Sócrates que la ubique en una de las tres clases de bienes que presenta: a) los que se desean por sí mismos, b) los que se desean tanto por sí mismos como por lo que ellos generan y c) los que se anhelan sólo por los beneficios que generan (357b-d). Sócrates asegura que la justicia pertenece a la segunda clase de bienes,7 pero Glaucón le advierte que la mayoría no opina así, sino que la consideran un bien penoso sólo deseable por lo que genera. A partir de este punto, Glaucón se dedicará a defender, como una especie de abogado del diablo, esa supuesta tesis de la mayoría en la que él mismo admite no creer, pero que no sabe cómo enfrentarla cuando la escucha de boca de Trasímaco y de tantos otros. Entonces, procurando que Sócrates demuestre qué es la justicia y qué cosas produce en el alma de quien la posee, Glaucón defenderá dicha tesis apelando a i) una exposición del origen de la justicia que deviene en una teoría del pacto social; ii) un relato sobre el pastor Giges, y iii) una caracterización de los modos de vida de un hombre justo y de otro injusto.
En primer lugar, evocando los pasos básicos de una teoría del pacto social,8 Glaucón afirma que aquellos que no son capaces de obtener las ventajas de un accionar injusto (algo que resulta bueno por naturaleza [πεφυκέναι, 358e3]) deciden, mediante acuerdos mutuos (συνθέσθαι, 359a1), no cometer ni padecer injusticias.9 Por ello, implantan leyes (νόμους τίθεσθαι, 359a3) y celebran pactos que establecen lo legal y justo (358e-359a). La justicia consiste entonces, según la tesis expuesta, en un punto intermedio entre lo mejor (cometer injusticia impunemente) y lo peor (no poder vengarse de las injusticias recibidas). Asimismo, el origen de esa justicia demuestra que ella no es deseada como un bien, sino estimada por los que carecen de fuerza tanto para cometer injusticias como para protegerse de la injustica ajena (359a-359b). Siguiendo esa línea, Glaucón apela a un relato sobre Giges, un pastor al servicio del rey de Lidia, quien encuentra por casualidad un anillo de oro que le permite tornarse invisible. Entonces, usufructuando esa capacidad, se dirige al palacio, seduce a la reina, asesina al rey y se apodera del trono (359d-360b).10 A partir de este relato, Glaucón supone que si a dos hombres -considerados uno justo y el otro injusto- se les entregara un anillo similar, ninguno resistiría la tentación de apoderarse de los bienes ajenos. En ese sentido, afirma que todo hombre cree que la injusticia es más ventajosa que la justica y lo cree correctamente, de acuerdo con el que sostiene la teoría que se ha expuesto (360d).11
Por último, Glaucón se encarga de exponer los modos de vida de un hombre completamente injusto y de otro completamente justo. El primero de ellos es presentado como un “artesano experto” (δεινòς δημιουργός, 360e6) que busca cometer delitos sin ser descubierto, pues la mayor injusticia consiste en “parece justo sin serlo” (δοκεῖν δίκαιον εἶναι μὴ ὄντα, 361a5). Glaucón se asegura de que a este sujeto se le confiera la más perfecta injusticia, pero que, en simultáneo, se le conceda “la mayor reputación justa que se le pueda procurar” (τὴν μεγίστην δόξαν αὑτῷ παρεσκευακέναι εἰς δικαιοσύνην, 361a-b). Además, si llegara a dar un paso en falso, este sujeto podría apelar o a las armas de la elocuencia, o a la violencia, o a sus amistades o bien a su fortuna para convencer a otros de su inocencia (361b). Frente a este hombre injusto, Glaucón modela a un sujeto justo, “simple y noble” (ἁπλοῦν καὶ γενναῖον, 361b6), que no quiere parecer justo sino serlo,12 pero que incluso siéndolo adquiere una reputación de injusto que permanece inalterable hasta su muerte (361c-d).
Una vez concluida la intervención de Glaucón, Adimanto manifiesta su preocupación por los jóvenes que, de boca de sus padres o de los sabios o de los poetas, escuchan discursos que alaban la justicia y censuran la injusticia sólo por las recompensas y los castigos que otorgan los dioses (363a-e) o consideran la justicia algo bello, pero penoso, y a la injusticia algo agradable y fácil de adquirir (364a-365a). En efecto, advierte Adimanto, cualquiera de esos jóvenes podría suponer que ser justo y no parecerlo engendra penas y castigos, mientras que ser injusto y proveerse (παρεσκευασμένος, 365b7) de una reputación justa garantiza una vida maravillosa. Por lo tanto, ese mismo joven podría concluir que es necesario consagrarse a trazar a su derredor “una fachada (σχῆμα) exterior que forje una ilusión de virtud (σκιαγραφίαν ἀρετῆς)” (365c) y que para ocultar la injusticia puede valerse de amistades y maestros que le enseñen el arte de imponerse en la tribuna popular y judicial. Además, frente a quien le advirtiera que no es posible engañar a los dioses, podría alegar que los dioses no existen o que si existen, que no se ocupan de los asuntos humanos o bien que, si se ocupan, es posible aplacar su cólera por medio de sacrificios (365e). Finalmente, en consonancia con su hermano, Adimanto solicita a Sócrates que demuestre que la justicia es superior a la injusticia, que además especifique qué produce cada una de ellas en el alma de quien las posee y que, en su explicación, suprima la reputación de ambas, pues, de lo contrario, se creerá que elogia lo que parece justo y no lo que lo es realmente (367b-c).
La operación de Glaucón
Un fantasma recorre la exposición de Glaucón y Adimanto: el de la sofística. En primera instancia, podría pensarse que las tesis que reproducen los hijos de Aristón constituyen una serie de explicaciones y aclaraciones de lo expuesto en el libro I por Trasímaco -un personaje incluido tradicionalmente entre los sofistas-.13 En ese libro, Trasímaco defiende la tesis según la cual la injusticia supone una rentabilidad mayor que la justicia (354b), y esta idea parece desatar las preocupaciones de Glaucón en el libro II. Sin embargo, Glaucón y su hermano terminan ofreciendo, en realidad, un conjunto de variaciones de las tesis de Trasímaco,14 en las cuales es posible identificar numerosas huellas sofísticas. En este sentido, el mismo Glaucón se encarga de explicitar que las teorías que él expone representan tanto la opinión de la mayoría como la de Trasímaco y la de “tantos otros” (μυρίων ἄλλων, 358c8). Por lo tanto, según creemos, la presencia del movimiento sofístico en el libro II excede por completo al personaje de Trasímaco y atraviesa de tal manera el discurso de los hermanos que su consideración se vuelve insoslayable. Por esta razón, a continuación intentaremos precisar los distintos modos que, a lo largo de ambas exposiciones, adquiere esa presencia espectral.
Ante todo, quisiéramos señalar una particularidad de las exposiciones de los hijos de Aristón que, a lo largo de nuestro trabajo, resultará clave. Hablamos de las referencias al acto de oír que atraviesan dichas exposiciones: Glaucón advierte que no comparte las tesis que expondrá, pero que, al escucharlas, sus oídos le aturden (358c); luego exige a Sócrates que lo escuche para saber si está de acuerdo con él (358); al mismo tiempo confiesa que desea escucharlo hablar sobre la justicia (358b) y añade que de nadie ha escuchado el argumento que quisiera oír sobre ella (358c-d). Por su parte, Adimanto replica las palabras de Sócrates -quien ha confesado sentirse abatido por lo expuesto por Glaucón- sosteniendo que aún debe oír más (362e) y, finalmente, se preocupa por las almas de los jóvenes que escuchan las leyendas de los poetas e infieren de ellas el modo de ser y comportarse (365a-b). La primera y la última de las referencias consignadas presentan el punto capital de esta insistencia en la cuestión de la escucha, a saber: el poder (y, en algunos casos, el peligro) de los discursos que, en este caso particular, se refieren a la justicia. Glaucón y Adimanto se muestran dispuestos a escuchar a Sócrates -de hecho, le exigen que la discusión no se detenga luego de la intervención de Trasímaco-, pero, en simultáneo, advierten acerca del peligro que pesa sobre los jóvenes que escuchan las palabras de ciertos sabios y poetas. La cuestión radica en saber a quién escuchar. Evidentemente, las advertencias de los hermanos se dirigen, en principio, al discurso de Trasímaco -un reconocido experto y maestro de retórica-,15 pero podrían representar un tiro por elevación dirigido a todos los sofistas, maestros -a los ojos de Platón- de una palabra aduladora y persuasiva.16 En este sentido, esas advertencias parecen evocar la conversación que, al comienzo del Protágoras, mantienen Sócrates e Hipócrates. Antes de oír al sofista de Abdera, Sócrates exhorta al joven Hipócrates a examinar el peligro de comprar enseñanzas, pues éstas, a diferencia de los alimentos, no pueden ser transportadas en otras vasijas más que en el alma para “una vez aprendidas, retirarse dañado o beneficiado” (314b).17 Del mismo modo, en República, los interlocutores parecen aludir al daño que pueden provocar las tesis sofísticas, y éstas emergen en cada uno de los puntos de la exposición de Glaucón. Aunque, en rigor de verdad, si en los dos primeros pueden hallarse huellas de posiciones sofísticas, en el último punto se produce un singular deslizamiento que nos encargaremos de estudiar con atención.
En el primer punto, i. e. en la exposición del origen de la justicia que deviene en una teoría del pacto social, las huellas del movimiento sofístico son evidentes. En efecto, el vocabulario técnico de esa teoría (referido por Glaucón cuando utiliza los verbos συντίθημι y τίθημι) fue popularizado en el siglo v por algunos de sus representantes. Así, por ejemplo, Aristóteles cita al sofista Licofrón como aquel que sostuvo que la ley es un pacto (συνθήκη) garante de los derechos (Pol., 1280b 8-12), mientras que Jenofonte le hace decir a Hipias que las leyes de la ciudad son aquellas “normas que los ciudadanos, en virtud de un pacto (συνθέμενοι), han puesto por escrito, sobre lo que debe uno hacer o abstenerse de hacer” (Recuerdos de Sócrates, IV 4, 13).18 Critias, por su parte, parece haber afirmado que, luego de un tiempo en el que la vida no tenía orden, “los hombres establecieron (θέσθαι) leyes punitivas, de modo que fuese justicia un soberano imparcial para todos” (DK87B25, 20-23).19 Asimismo, en su tratado Sobre la verdad, Antifonte sostiene que “las exigencias de las leyes son impuestas (ἐπίθετα); las de la naturaleza, en cambio, necesarias. Los preceptos legales son fruto de la convención (ὁμολογηθέντᾳ), no nacen por sí mismos; sí lo hacen, por el contrario, los de la naturaleza, ya que no resultan de una convención” (DK88 B44A Col. I).20 Por último, vale mencionar la larga intervención de Protágoras en el diálogo platónico homónimo donde el sofista de Abdera, aun sin apelar a términos técnicos, brinda una descripción del pacto similar a la del hijo de Aristón en República (Prot., 320c-322d).21 Parece claro que Glaucón, en el primer punto de su exposición, retoma el planteo y el vocabulario específico de una teoría difundida por los sofistas en el siglo v, pero cabría preguntarse si los sentidos que le adscribe a dicha teoría también representan (y en qué grado) posiciones sofísticas.
El personaje platónico inicia la exposición de las tesis que busca momentáneamente defender revelando uno de sus asertos fundamentales -lo bueno por naturaleza es cometer injusticias y lo malo es padecerlas (358e)-, y luego parece vincular ese aserto con una teoría del pacto social. En efecto, esa teoría prueba que la justicia sólo es el producto de los débiles, de aquellos incapaces de alcanzar lo bueno por naturaleza. Por lo tanto, de la exposición puede desprenderse una estrecha conexión entre la teoría del pacto, una cierta defensa de la naturaleza (garante de lo mejor para el hombre) y una crítica contra la justicia (obstáculo que impide obtener lo mejor para el hombre). En el diálogo Leyes, el personaje Ateniense -exponiendo, al igual que Glaucón, la doctrina de unos sabios y su difusión entre los jóvenes -afirma explícitamente que los sabios le hacen creer a los jóvenes que lo justo sólo es el producto que impone un vencedor y que, por esta razón, hay que vivir de acuerdo a la naturaleza, i. e. vivir dominando a los demás y no ser esclavizado por ellos al seguir las convenciones sociales (X, 890a). En República, la propuesta reseñada resulta menos explícita, aunque podría pensarse que la exposición de Glaucón supone que los autores de las tesis reproducidas comparten no sólo la teoría del pacto, sino también la crítica contra la justicia, la defensa de la naturaleza e incluso una deliberada difusión de sus doctrinas destinada a convencer a los jóvenes de seguir la vida según la φύσις.
No obstante, Kahn se ha ocupado de señalar que la teoría del contrato social resulta neutral (o al menos flexible) y que, por esa razón, debe ser apartada de los cuestionamientos dirigidos contra la justicia y el νόμος.22 En lo que hace a los sofistas, si bien es poco lo que sabemos acerca de las intenciones de un pensador como Licofrón, sí podemos asegurar, con cierta certeza, que Protágoras, mediante su intervención en el diálogo platónico homónimo, busca justificar el sistema democrático y la participación de todos los ciudadanos en la vida política, y lejos está tanto de cuestionar el valor del νόμος como de defender una vida guiada por la naturaleza.23 Por el contrario, las tesis presentadas por Glaucón parecen cercanas a las defendidas por Antifonte en el mismo tratado en el que han aparecido los términos técnicos de una teoría del pacto social. Ciertos fragmentos de ese tratado han sido interpretados como una prueba para considerar a su autor un defensor de la φύσις. Así, por ejemplo, Guthrie entiende que Antifonte propone un curso de acción de acuerdo con la naturaleza y en detrimento de la ley.24 En este sentido, pueden citarse las líneas donde el sofista precisa que “la mayor parte de los derechos que emanan de la ley son hostiles (πολέμιος) a la naturaleza” (DK86 B44A Col. II)25 o aquellas en las que sostiene que alguien puede obrar de forma justa y de acuerdo con sus intereses si respeta las disposiciones en presencia de testigos, pero si se encuentra solo su interés reside en obedecer los dictados de la naturaleza (τὰ τῆς φὺσεως) (DK86 B44A Col. I).
Evidentemente, en esos fragmentos, Antifonte se refiere a cierta relación hostil o conflictiva entre la ley y la naturaleza, pero de ello no puede colegirse ni la idea de que existe una oposición stricto sensu entre las regulaciones de ambas instancias, ni la idea de que el sofista está de acuerdo con la naturaleza y contra la ley, ni tampoco la idea de que el propio Antifonte se encuentra sugiriendo un determinado curso de acción. En relación con la primera cuestión, cabe señalar que el texto antifonteo no especifica en qué consiste particularmente esa “hostilidad” anunciada por medio del adjetivo πολέμιος, que comporta sentidos vinculados a la guerra (πόλεμος). Dada esa falta de precisión, Gagarin sugiere, por un lado, que no existe una clara antítesis, en la medida en que sólo “la mayor parte” de las cosas relativas al νόμος se encuentran en conflicto con la φύσις.26 Respecto a la segunda cuestión, Barnes y Gagarin han afirmado que la posición de Antifonte en el tratado es más bien ambivalente y que su discusión no se propone condenar la justicia o establecer su propia doctrina positiva, sino analizar tanto lo que ocurre de hecho con el accionar humano como las concepciones populares sobre esa justicia.27 Asimismo, Pendrick (2002, 60) asegura que no es posible aseverar que Antifonte fuera un defensor de la doctrina de una “justicia natural” contra una “justicia convencional”. Finalmente, en relación con la última cuestión, y teniendo en cuenta lo que acabamos de señalar, es posible concluir que Antifonte -lejos de sugerir un curso de acción -busca ofrecer un análisis de lo que sucede en las ciudades. De hecho, hacia el final de la segunda columna del mismo fragmento que estamos estudiando, y con el objeto de referirse a lo hecho líneas atrás, el propio sofista utiliza el término σκέψις, que comporta los sentidos de “examen”, “análisis” o “especulación” y cuyo uso pudo haber sido un leitmotiv de los escritos sofísticos.28
Volviendo a la exposición de Glaucón, recordemos que, en el segundo punto, el personaje platónico apela a una historia sobre el pastor Giges para demostrar que quienes practican la justicia no lo hacen de manera voluntaria, sino por la imposibilidad de cometer injusticias impunemente. Como hemos apreciado, la clave de esa historia se encuentra en el poder del anillo de oro que le permite al pastor ser invisible y perpetrar todo tipo de injusticias sin ser advertido. La cuestión de las acciones realizadas en secreto representa un tópico extendido en la literatura del siglo V, tal como lo demuestran los casos de Sófocles, Eurípides o Demócrito.29 Sin embargo, entre los ejemplos más resonantes y explícitos, aparecen nuevamente aquellos propuestos por los sofistas.
Por un lado, nos reencontramos con el drama satírico de Critias en donde el personaje Sísifo sostiene que, en principio, las leyes establecidas impedían crímenes manifiestos, mientras que a ocultas los hombres seguían cometiéndolos. Razón por la cual, añade Sísifo, un individuo astuto infundió el miedo a los dioses “para que los malvados temieran, si cometían, a escondidas (λάθραι), alguna maldad de obra, palabra o pensamiento” (DK 87 B25, 27-29). Por otro lado, también reaparece Antifonte, quien en su tratado Sobre la verdad afirma que:
La justicia (δικαιοσύνη) consiste en no transgredir las disposiciones legales (νόμιμα) vigentes en la ciudad de la que se forma parte (ἂν πολιτεύῃταί τις). En consecuencia un individuo puede obrar justamente en total acuerdo con sus intereses (μάλιστα ἑαυτῷ ξυμφεπόντως), si observa las grandes leyes en presencia de testigos (μαρτύρων); pero si se encuentra solo (μονούμενος) y sin testigos, su interés reside en obedecer los dictados de la naturaleza (τὰ τῆς φὺσεως) (B44A Col. I, 1-23).
En estas líneas, Antifonte parece estar delimitando dos espacios regulatorios de la acción de un individuo: i. la ciudad de la que forma parte como ciudadano (espacio que excluye a otras ciudades o, en todo caso, a lo que no es una pólis) y ii. el ámbito propio de τὰ νόμιμα (que excluye una contraparte donde reina la φύσις). A la hora de actuar de manera justa y en acuerdo con sus propios intereses, los ciudadanos se atienen a dos conjuntos de convenciones: el que regula lo que debe hacerse en tal o cual ciudad y el que, ya en el marco de una determinada ciudad, regula lo que debe hacerse en el espacio gobernado por τὰ νόμιμα. Antifonte no se detiene en las particularidades del primer espacio (lo que supondría un estudio de diferentes póleis), pero sí en las del segundo, y en el centro de este marco regulatorio atravesado por los νόμιμα ubica la figura de los testigos. El término μάρτυρος suele utilizarse especialmente en contextos jurídicos,30 y aunque el propio sofista pueda estar pensando aquí en un eventual testigo de un juicio (juicio contra aquel que hubiera violado alguna de las normas de la ciudad), no debe soslayarse el hecho de que el término se refiere, ante todo, a una persona que “ha visto”.31 La comunidad regulada por τὰ νόμιμα se funda en los ojos de sus miembros, en la medida en que su mirada busca garantizar el respeto por esas normas. No obstante, el testigo instala en ese marco no sólo su mirada controladora, sino además, y al mismo tiempo, la imagen que se enfrenta a esa mirada. El ciudadano se muestra en el espacio público teniendo en cuenta la mirada del μάρτυρος, produce su apariencia (la de respetar τὰ νόμιμα) teniendo en cuenta la mirada cívica de sus pares.
Por su parte, Glaucón decide incorporar en el seno de su exposición la historia sobre Giges porque ella presenta, de forma sinóptica, la cuestión alrededor de la cual giran las tesis sofísticas que él busca reproducir; a saber: la apariencia de justicia que los ciudadanos proyectan en el ámbito público. Y dicha cuestión reaparece claramente en el fragmento antifonteo que acabamos de estudiar. De hecho, críticos como Kahn y Vegetti han coincidido en considerar esos fragmentos como claros antecedentes de las exposiciones de los hijos de Aristón en República, e incluso han sugerido que, detrás de esos interlocutores, se encuentran Antifonte y Critias.32 Es evidente que, a la hora de intervenir en República II, Glaucón tiene en mente tesis sofísticas, pero lo cierto es que su exposición implica una amalgama de tesis que no parece ajustarse exactamente (más allá de la cercanía con Antifonte) a ningún sofista en particular.
Entonces, hasta el momento, los sofistas han aparecido en la intervención de Glaucón de manera implícita y a través de una serie de referencias a tesis divulgadas por ellos en el siglo v, que podrían incluir algún grado de tergiversación por parte del personaje platónico. Considerando su incorporación en el libro II y la forma por medio de la cual Sócrates las retoma en el libro X (612a-b), podríamos pensar que el proyecto de República gravita sobre dichas tesis. Glaucón y Adimanto las reproducen con el objeto de que Sócrates las rebata y este busca rebatirlas con la intención de que los hijos de Aristón -jóvenes cultos y aristócratas- no se dejen aturdir ni persuadir por ellas, busca, como sostiene Vegetti, librarlos de las malas influencias y dotarlos de una cultura que complemente su noble predisposición natural.33 Ahora bien, frente a este modelo de joven culto y aristócrata (que representa tanto él, como su hermano), el propio Glaucón parece esbozar, en el punto tres de su exposición, el tipo de sujeto que ya ha caído preso de los discursos sofísticos. Las características distintivas de ese sujeto son su habilidad en la concreción de acciones injustas, su perfecta reputación de hombre justo y su destreza en apelar a la elocuencia, en el caso de dar un paso en falso, mientras que Adimanto añade su propensión a “proveerse” (παρεσκευασμένος, 365b7) de una reputación justa y a trazar una “fachada exterior” (σχῆμα) que forje una “ilusión de virtud” (σκιαγραφίαν ἀρετῆς, 365c). Estas características se distinguen en toda su especificidad cuando se las confronta con las del sujeto justo que no quiere parecer sino ser, pero que, paradójicamente, siendo justo tiene la apariencia de un hombre injusto, e incluso su mala reputación (y todo lo que de ella deriva) permanece inalterable hasta su muerte. Entonces, mientras que el primer sujeto podría ser descrito como un profesional sagaz atento a la gestión del plano de las apariencias e interesado en la máxima productividad social de ellas, el segundo resulta simple y desinteresado.34
Sin embargo, como intentaremos demostrar, el sujeto injusto delineado por los hijos de Aristón no sólo estaría representando a un supuesto oyente y discípulo de los sofistas (particularmente a uno que ha quedado aturdido por sus discursos), sino también al sofista mismo, tal como él es perfilado en el diálogo que lleva su nombre. En este sentido, la presencia sofística en el discurso de Glaucón parece sufrir, hacia el final, una metamorfosis. En el pasaje del segundo al tercer punto de ese discurso, se opera un deslizamiento desde una reproducción (ya sea más o menos fiel) de tesis sofísticas hacia una especie de configuración de la propia imagen del sofista cifrada en la figura del injusto y opuesta a la del justo (quien, a su vez, se emparenta, como veremos, con el filósofo). El esclarecimiento de los pares injusto-sofista y justo-filósofo sólo puede alcanzarse a la luz de las descripciones que Platón ofrece en el diálogo Sofista, pero antes de ocuparnos de ellas, quisiéramos detenernos en las reflexiones socráticas sobre las divinidades. A partir de dichas reflexiones, planteadas en las últimas líneas del libro II de República, podremos tender otros lazos entre ambos diálogos y vincular de manera aún más estrecha aquellas cuatro figuras.
Una vez que Sócrates interviene en el libro II para responder los requerimientos de Glaucón y Adimanto, traslada la discusión sobre la justica desde el plano individual del alma al plano social del Estado (368d). Entonces, se detiene en la educación de los guardianes (de entre los cuales surgen los gobernantes), considerando que debe tenerse muy en cuenta la clase de narraciones que escucharán, sobre todo en lo que respecta a la representación de los dioses. Suponiendo que cada uno de ellos es bello y bueno, Sócrates sostiene que permanecen inmutables en la forma que les es propia (381c) y que, por lo tanto, ningún poeta puede decir, como Homero, que “dioses, semejantes a extranjeros de todas las partes, tomando toda clase de apariencias, visitan las ciudades” (381d).35 En el contexto original de Odisea, esas palabras son pronunciadas por uno de los pretendientes de Penélope, quien exhorta a Antínoo a comportarse de manera justa con el mendigo que se encuentra entre ellos (mendigo que, en realidad, sólo es el disfraz con el que se está ocultando Odiseo). En efecto, el pretendiente le advierte que, a menudo, los dioses recorren las ciudades bajo la forma de extranjeros y con otros aspectos para vigilar la soberbia de los hombres o su rectitud (Od., XVII, 485-487). En el mundo homérico, los dioses tienen el privilegio de modificar voluntariamente su propia apariencia revelándose a los ojos de los hombres de las más variadas formas y suelen apelar a esa naturaleza polimórfica de manera frecuente.36 Por el contrario, desde la óptica socrática, los dioses no son magos (γόητες, 380d1) capaces de mostrarse, por medio de artificios, con aspectos distintos, sino que son los seres que menos pueden abandonar su forma debido a su simpleza (ἁπλόος, 380d5). Según piensa Sócrates, cuando un ser cambia, dicho cambio proviene o de sí mismo o de otros, pero los dioses no cambian ni por sí mismos (ya que si algo cambia por sí mismo lo hace para perfeccionarse y los dioses ya son perfectos) ni a causa de otros (pues las cosas más perfectas son las menos expuestas a que una causa externa las transforme) (380e-381d).
Al finalizar el libro II, Sócrates retoma la cuestión de las apariencias que, evidentemente, atraviesa por completo esa unidad del diálogo y lo hace en clave religiosa. Del mismo modo en el que Glaucón y Adimanto se preocupaban por los discursos que escuchan los jóvenes de parte de los sabios, Sócrates se inquieta por los discursos sobre los dioses que, de parte de los poetas, escuchan esos mismos jóvenes, y ambos discursos giran en torno a las apariencias. En efecto, los primeros sugieren que el sujeto injusto obtiene los mayores réditos apareciendo como justo frente a sus pares, mientras que los discursos de los poetas sugieren que los dioses se presentan de las más variadas formas frente a los hombres. En este sentido, podrían vincularse los rasgos de los dioses homéricos con los de los sujetos injustos -ya que ambos engañan pareciendo aquello que no son- y los rasgos de los dioses que venera Sócrates con los de los sujetos justos debido a la simpleza que los caracteriza. Sin embargo, ese cuadro de relaciones puede complejizarse con la incorporación del sofista y el filósofo (a quienes creemos ver detrás de las figuras del hombre injusto y del justo) y, para ello, debemos estudiar el diálogo Sofista, en cuyo prólogo Platón retoma la mencionada cita de la Odisea.