Sobre las recurrencias, especialmente fónicas, de la poesía indoeuropea

Contenido principal del artículo

Jordi Redondo Sánchez

Resumen

La presente nota subraya la existencia en diversas literaturas indoeuropeas de recurrencias fonológicas, morfológicas, sintácticas y léxicas que remiten a una herencia común. Caso especial es el de la literatura griega, en la que dichas recurrencias han sido tildadas de escasas en presencia y relevancia, si bien el testimonio de los textos desmiente dicha reserva.

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Redondo Sánchez, J. «Sobre Las Recurrencias, Especialmente fónicas, De La poesía Indoeuropea». Noua Tellus, vol. 31, n.º 2, octubre de 2014, doi:10.19130/iifl.nt.2014.31.2.445.
Sección
Artículos

Introducción

En sus diálogos, Platón se ocupa de representar una serie de conversaciones de carácter ficticio que mantiene un grupo de interlocutores, pero la composición de esos diálogos se caracteriza por un estricto realismo, por una recreación absolutamente verosímil de una época, de un lugar y de ciertos personajes.1 En particular, la incorporación e interrelación de estos últimos le otorgan a la obra platónica una dimensión dramática y estos personajes, devenidos interlocutores, no sólo aparecen delineados como poseedores de una determinada personalidad, sino también -y sobre todo- como portadores de cualidades morales y/o puntos de vista filosóficos.2 Asimismo, en una especie de mise en abyme, los diálogos ofrecen numerosos y variados episodios donde los mismos interlocutores construyen, a su vez, otros personajes o figuras (reales o imaginarios) que no intervienen de manera directa en la conversación, aunque, al igual que aquellos, representan valores morales y/o enfoques filosóficos. En este sentido, pueden citarse como ejemplos la personificación de la Ley en Critón (50a-54d), la delineación de los prisioneros de la Caverna en República (VII, 514a-517a), la construcción de Protágoras en Teeteto (170a y ss.) o la presentación de personajes míticos como Giges y Leoncio en República (359d y ss. y 439c y ss.).

En este trabajo, teniendo en cuenta esa construcción de personajes o figuras realizada por los propios interlocutores de un diálogo, nos ocuparemos de estudiar particularmente aquellas que efectúan Glaucón y Adimanto en República y el Extranjero y Teeteto en Sofista. En efecto, mientras que los primeros delinean las figuras de un sujeto justo y de otro injusto, los interlocutores de Sofista se encargan de componer la figura homónima, al tiempo que, uno de ellos, el Extranjero, parece encarnar al filósofo. En este sentido, el objeto del presente trabajo supone explicitar las vinculaciones entre las cuatro figuras señaladas, que hacen del sujeto justo y del injusto antecedentes del filósofo y del sofista, respectivamente. Ahora bien, dado que las figuras perfiladas por Glaucón y Adimanto sólo cobran sentido luego de la exposición que realizan estos hermanos en el libro II, en primer lugar, nos ocuparemos de ella, destacando el conjunto de referencias e interpretaciones de tesis sofísticas brindadas por los personajes platónicos. En segundo lugar, intentaremos explicitar los lazos entre la insoslayable presencia sofística en esas exposiciones y la figura del sujeto injusto que las corona. En tercer lugar, nos encargaremos de conectar los rasgos de ese sujeto injusto de República II con la figura del sofista tal cual es presentada en el diálogo homónimo y, reforzando esa conexión, procuraremos probar que, en paralelo, la figura del sujeto justo confeccionada por Glaucón reúne las cualidades que Platón suele adjudicarle al filósofo. Finalmente, en el marco del diálogo Sofista y dados los antecedentes de República, buscaremos echar luz sobre los modos a través de los cuales el propio Platón presenta la figura del filósofo y la del sofista, encarnado el primero y definido el segundo por el personaje Extranjero.

Las figuras del justo y el injusto en República II

La exposición de Glaucón y Adimanto

En la estructura general de República, el libro II representa un hito insoslayable. Establecido el marco dramático y temático de la obra en el libro I y antes de la presentación de los grandes bloques teóricos de las unidades subsiguientes, el libro II plantea la problemática central que termina condicionando el desarrollo completo del argumento.3 Tanto es así que esa problemática -que gira alrededor de la justicia y su efecto sobre el alma de los hombres- es retomada en las líneas finales del diálogo donde Sócrates afirma que ya se han alejado las dificultades suscitadas en la argumentación y que además ya se ha descubierto que “la justicia es en sí misma lo mejor para el alma en sí misma, y que ésta debe hacer lo justo cuente o no con el anillo de Giges” (612b).4 Ahora bien, quienes, en el libro II, presentan esas dificultades, plantean la problemática central sobre la justicia y relatan la historia de Giges son Glaucón y Adimanto. Estos hermanos, de orígenes nobles y linaje divino debido a la herencia de su padre Aristón,5 gozan de una educación y condición aristocráticas que los convierte en potenciales guardianes de la nueva ciudad y, por ello, en adecuados interlocutores de un Sócrates que pretenderá reeducarlos.6

La exposición de Glaucón y Adimanto se desarrolla en un largo pasaje que se extiende desde 357a1 hasta 367e5, y el encargado de iniciar la discusión es el primero de ellos, quien desafía a Sócrates al preguntarle: “¿Quieres que parezca (δοκεῖν) que hemos quedado convencidos o que verdaderamente (ἀληθῶς) nos convenzamos de que lo justo es mejor que lo injusto en todo sentido?” (357a-b). Con esa pregunta, y mediante un giro proléptico, Glaucón anticipa el par de cuestiones clave de la exposición; a saber: el problema de las apariencias y la discusión sobre la justicia. Respecto a esta última, el mismo Glaucón le exige a Sócrates que la ubique en una de las tres clases de bienes que presenta: a) los que se desean por sí mismos, b) los que se desean tanto por sí mismos como por lo que ellos generan y c) los que se anhelan sólo por los beneficios que generan (357b-d). Sócrates asegura que la justicia pertenece a la segunda clase de bienes,7 pero Glaucón le advierte que la mayoría no opina así, sino que la consideran un bien penoso sólo deseable por lo que genera. A partir de este punto, Glaucón se dedicará a defender, como una especie de abogado del diablo, esa supuesta tesis de la mayoría en la que él mismo admite no creer, pero que no sabe cómo enfrentarla cuando la escucha de boca de Trasímaco y de tantos otros. Entonces, procurando que Sócrates demuestre qué es la justicia y qué cosas produce en el alma de quien la posee, Glaucón defenderá dicha tesis apelando a i) una exposición del origen de la justicia que deviene en una teoría del pacto social; ii) un relato sobre el pastor Giges, y iii) una caracterización de los modos de vida de un hombre justo y de otro injusto.

En primer lugar, evocando los pasos básicos de una teoría del pacto social,8 Glaucón afirma que aquellos que no son capaces de obtener las ventajas de un accionar injusto (algo que resulta bueno por naturaleza [πεφυκέναι, 358e3]) deciden, mediante acuerdos mutuos (συνθέσθαι, 359a1), no cometer ni padecer injusticias.9 Por ello, implantan leyes (νόμους τίθεσθαι, 359a3) y celebran pactos que establecen lo legal y justo (358e-359a). La justicia consiste entonces, según la tesis expuesta, en un punto intermedio entre lo mejor (cometer injusticia impunemente) y lo peor (no poder vengarse de las injusticias recibidas). Asimismo, el origen de esa justicia demuestra que ella no es deseada como un bien, sino estimada por los que carecen de fuerza tanto para cometer injusticias como para protegerse de la injustica ajena (359a-359b). Siguiendo esa línea, Glaucón apela a un relato sobre Giges, un pastor al servicio del rey de Lidia, quien encuentra por casualidad un anillo de oro que le permite tornarse invisible. Entonces, usufructuando esa capacidad, se dirige al palacio, seduce a la reina, asesina al rey y se apodera del trono (359d-360b).10 A partir de este relato, Glaucón supone que si a dos hombres -considerados uno justo y el otro injusto- se les entregara un anillo similar, ninguno resistiría la tentación de apoderarse de los bienes ajenos. En ese sentido, afirma que todo hombre cree que la injusticia es más ventajosa que la justica y lo cree correctamente, de acuerdo con el que sostiene la teoría que se ha expuesto (360d).11

Por último, Glaucón se encarga de exponer los modos de vida de un hombre completamente injusto y de otro completamente justo. El primero de ellos es presentado como un “artesano experto” (δεινòς δημιουργός, 360e6) que busca cometer delitos sin ser descubierto, pues la mayor injusticia consiste en “parece justo sin serlo” (δοκεῖν δίκαιον εἶναι μὴ ὄντα, 361a5). Glaucón se asegura de que a este sujeto se le confiera la más perfecta injusticia, pero que, en simultáneo, se le conceda “la mayor reputación justa que se le pueda procurar” (τὴν μεγίστην δόξαν αὑτῷ παρεσκευακέναι εἰς δικαιοσύνην, 361a-b). Además, si llegara a dar un paso en falso, este sujeto podría apelar o a las armas de la elocuencia, o a la violencia, o a sus amistades o bien a su fortuna para convencer a otros de su inocencia (361b). Frente a este hombre injusto, Glaucón modela a un sujeto justo, “simple y noble” (ἁπλοῦν καὶ γενναῖον, 361b6), que no quiere parecer justo sino serlo,12 pero que incluso siéndolo adquiere una reputación de injusto que permanece inalterable hasta su muerte (361c-d).

Una vez concluida la intervención de Glaucón, Adimanto manifiesta su preocupación por los jóvenes que, de boca de sus padres o de los sabios o de los poetas, escuchan discursos que alaban la justicia y censuran la injusticia sólo por las recompensas y los castigos que otorgan los dioses (363a-e) o consideran la justicia algo bello, pero penoso, y a la injusticia algo agradable y fácil de adquirir (364a-365a). En efecto, advierte Adimanto, cualquiera de esos jóvenes podría suponer que ser justo y no parecerlo engendra penas y castigos, mientras que ser injusto y proveerse (παρεσκευασμένος, 365b7) de una reputación justa garantiza una vida maravillosa. Por lo tanto, ese mismo joven podría concluir que es necesario consagrarse a trazar a su derredor “una fachada (σχῆμα) exterior que forje una ilusión de virtud (σκιαγραφίαν ἀρετῆς)” (365c) y que para ocultar la injusticia puede valerse de amistades y maestros que le enseñen el arte de imponerse en la tribuna popular y judicial. Además, frente a quien le advirtiera que no es posible engañar a los dioses, podría alegar que los dioses no existen o que si existen, que no se ocupan de los asuntos humanos o bien que, si se ocupan, es posible aplacar su cólera por medio de sacrificios (365e). Finalmente, en consonancia con su hermano, Adimanto solicita a Sócrates que demuestre que la justicia es superior a la injusticia, que además especifique qué produce cada una de ellas en el alma de quien las posee y que, en su explicación, suprima la reputación de ambas, pues, de lo contrario, se creerá que elogia lo que parece justo y no lo que lo es realmente (367b-c).

La operación de Glaucón

Un fantasma recorre la exposición de Glaucón y Adimanto: el de la sofística. En primera instancia, podría pensarse que las tesis que reproducen los hijos de Aristón constituyen una serie de explicaciones y aclaraciones de lo expuesto en el libro I por Trasímaco -un personaje incluido tradicionalmente entre los sofistas-.13 En ese libro, Trasímaco defiende la tesis según la cual la injusticia supone una rentabilidad mayor que la justicia (354b), y esta idea parece desatar las preocupaciones de Glaucón en el libro II. Sin embargo, Glaucón y su hermano terminan ofreciendo, en realidad, un conjunto de variaciones de las tesis de Trasímaco,14 en las cuales es posible identificar numerosas huellas sofísticas. En este sentido, el mismo Glaucón se encarga de explicitar que las teorías que él expone representan tanto la opinión de la mayoría como la de Trasímaco y la de “tantos otros” (μυρίων ἄλλων, 358c8). Por lo tanto, según creemos, la presencia del movimiento sofístico en el libro II excede por completo al personaje de Trasímaco y atraviesa de tal manera el discurso de los hermanos que su consideración se vuelve insoslayable. Por esta razón, a continuación intentaremos precisar los distintos modos que, a lo largo de ambas exposiciones, adquiere esa presencia espectral.

Ante todo, quisiéramos señalar una particularidad de las exposiciones de los hijos de Aristón que, a lo largo de nuestro trabajo, resultará clave. Hablamos de las referencias al acto de oír que atraviesan dichas exposiciones: Glaucón advierte que no comparte las tesis que expondrá, pero que, al escucharlas, sus oídos le aturden (358c); luego exige a Sócrates que lo escuche para saber si está de acuerdo con él (358); al mismo tiempo confiesa que desea escucharlo hablar sobre la justicia (358b) y añade que de nadie ha escuchado el argumento que quisiera oír sobre ella (358c-d). Por su parte, Adimanto replica las palabras de Sócrates -quien ha confesado sentirse abatido por lo expuesto por Glaucón- sosteniendo que aún debe oír más (362e) y, finalmente, se preocupa por las almas de los jóvenes que escuchan las leyendas de los poetas e infieren de ellas el modo de ser y comportarse (365a-b). La primera y la última de las referencias consignadas presentan el punto capital de esta insistencia en la cuestión de la escucha, a saber: el poder (y, en algunos casos, el peligro) de los discursos que, en este caso particular, se refieren a la justicia. Glaucón y Adimanto se muestran dispuestos a escuchar a Sócrates -de hecho, le exigen que la discusión no se detenga luego de la intervención de Trasímaco-, pero, en simultáneo, advierten acerca del peligro que pesa sobre los jóvenes que escuchan las palabras de ciertos sabios y poetas. La cuestión radica en saber a quién escuchar. Evidentemente, las advertencias de los hermanos se dirigen, en principio, al discurso de Trasímaco -un reconocido experto y maestro de retórica-,15 pero podrían representar un tiro por elevación dirigido a todos los sofistas, maestros -a los ojos de Platón- de una palabra aduladora y persuasiva.16 En este sentido, esas advertencias parecen evocar la conversación que, al comienzo del Protágoras, mantienen Sócrates e Hipócrates. Antes de oír al sofista de Abdera, Sócrates exhorta al joven Hipócrates a examinar el peligro de comprar enseñanzas, pues éstas, a diferencia de los alimentos, no pueden ser transportadas en otras vasijas más que en el alma para “una vez aprendidas, retirarse dañado o beneficiado” (314b).17 Del mismo modo, en República, los interlocutores parecen aludir al daño que pueden provocar las tesis sofísticas, y éstas emergen en cada uno de los puntos de la exposición de Glaucón. Aunque, en rigor de verdad, si en los dos primeros pueden hallarse huellas de posiciones sofísticas, en el último punto se produce un singular deslizamiento que nos encargaremos de estudiar con atención.

En el primer punto, i. e. en la exposición del origen de la justicia que deviene en una teoría del pacto social, las huellas del movimiento sofístico son evidentes. En efecto, el vocabulario técnico de esa teoría (referido por Glaucón cuando utiliza los verbos συντίθημι y τίθημι) fue popularizado en el siglo v por algunos de sus representantes. Así, por ejemplo, Aristóteles cita al sofista Licofrón como aquel que sostuvo que la ley es un pacto (συνθήκη) garante de los derechos (Pol., 1280b 8-12), mientras que Jenofonte le hace decir a Hipias que las leyes de la ciudad son aquellas “normas que los ciudadanos, en virtud de un pacto (συνθέμενοι), han puesto por escrito, sobre lo que debe uno hacer o abstenerse de hacer” (Recuerdos de Sócrates, IV 4, 13).18 Critias, por su parte, parece haber afirmado que, luego de un tiempo en el que la vida no tenía orden, “los hombres establecieron (θέσθαι) leyes punitivas, de modo que fuese justicia un soberano imparcial para todos” (DK87B25, 20-23).19 Asimismo, en su tratado Sobre la verdad, Antifonte sostiene que “las exigencias de las leyes son impuestas (ἐπίθετα); las de la naturaleza, en cambio, necesarias. Los preceptos legales son fruto de la convención (ὁμολογηθέντᾳ), no nacen por sí mismos; sí lo hacen, por el contrario, los de la naturaleza, ya que no resultan de una convención” (DK88 B44A Col. I).20 Por último, vale mencionar la larga intervención de Protágoras en el diálogo platónico homónimo donde el sofista de Abdera, aun sin apelar a términos técnicos, brinda una descripción del pacto similar a la del hijo de Aristón en República (Prot., 320c-322d).21 Parece claro que Glaucón, en el primer punto de su exposición, retoma el planteo y el vocabulario específico de una teoría difundida por los sofistas en el siglo v, pero cabría preguntarse si los sentidos que le adscribe a dicha teoría también representan (y en qué grado) posiciones sofísticas.

El personaje platónico inicia la exposición de las tesis que busca momentáneamente defender revelando uno de sus asertos fundamentales -lo bueno por naturaleza es cometer injusticias y lo malo es padecerlas (358e)-, y luego parece vincular ese aserto con una teoría del pacto social. En efecto, esa teoría prueba que la justicia sólo es el producto de los débiles, de aquellos incapaces de alcanzar lo bueno por naturaleza. Por lo tanto, de la exposición puede desprenderse una estrecha conexión entre la teoría del pacto, una cierta defensa de la naturaleza (garante de lo mejor para el hombre) y una crítica contra la justicia (obstáculo que impide obtener lo mejor para el hombre). En el diálogo Leyes, el personaje Ateniense -exponiendo, al igual que Glaucón, la doctrina de unos sabios y su difusión entre los jóvenes -afirma explícitamente que los sabios le hacen creer a los jóvenes que lo justo sólo es el producto que impone un vencedor y que, por esta razón, hay que vivir de acuerdo a la naturaleza, i. e. vivir dominando a los demás y no ser esclavizado por ellos al seguir las convenciones sociales (X, 890a). En República, la propuesta reseñada resulta menos explícita, aunque podría pensarse que la exposición de Glaucón supone que los autores de las tesis reproducidas comparten no sólo la teoría del pacto, sino también la crítica contra la justicia, la defensa de la naturaleza e incluso una deliberada difusión de sus doctrinas destinada a convencer a los jóvenes de seguir la vida según la φύσις.

No obstante, Kahn se ha ocupado de señalar que la teoría del contrato social resulta neutral (o al menos flexible) y que, por esa razón, debe ser apartada de los cuestionamientos dirigidos contra la justicia y el νόμος.22 En lo que hace a los sofistas, si bien es poco lo que sabemos acerca de las intenciones de un pensador como Licofrón, sí podemos asegurar, con cierta certeza, que Protágoras, mediante su intervención en el diálogo platónico homónimo, busca justificar el sistema democrático y la participación de todos los ciudadanos en la vida política, y lejos está tanto de cuestionar el valor del νόμος como de defender una vida guiada por la naturaleza.23 Por el contrario, las tesis presentadas por Glaucón parecen cercanas a las defendidas por Antifonte en el mismo tratado en el que han aparecido los términos técnicos de una teoría del pacto social. Ciertos fragmentos de ese tratado han sido interpretados como una prueba para considerar a su autor un defensor de la φύσις. Así, por ejemplo, Guthrie entiende que Antifonte propone un curso de acción de acuerdo con la naturaleza y en detrimento de la ley.24 En este sentido, pueden citarse las líneas donde el sofista precisa que “la mayor parte de los derechos que emanan de la ley son hostiles (πολέμιος) a la naturaleza” (DK86 B44A Col. II)25 o aquellas en las que sostiene que alguien puede obrar de forma justa y de acuerdo con sus intereses si respeta las disposiciones en presencia de testigos, pero si se encuentra solo su interés reside en obedecer los dictados de la naturaleza (τὰ τῆς φὺσεως) (DK86 B44A Col. I).

Evidentemente, en esos fragmentos, Antifonte se refiere a cierta relación hostil o conflictiva entre la ley y la naturaleza, pero de ello no puede colegirse ni la idea de que existe una oposición stricto sensu entre las regulaciones de ambas instancias, ni la idea de que el sofista está de acuerdo con la naturaleza y contra la ley, ni tampoco la idea de que el propio Antifonte se encuentra sugiriendo un determinado curso de acción. En relación con la primera cuestión, cabe señalar que el texto antifonteo no especifica en qué consiste particularmente esa “hostilidad” anunciada por medio del adjetivo πολέμιος, que comporta sentidos vinculados a la guerra (πόλεμος). Dada esa falta de precisión, Gagarin sugiere, por un lado, que no existe una clara antítesis, en la medida en que sólo “la mayor parte” de las cosas relativas al νόμος se encuentran en conflicto con la φύσις.26 Respecto a la segunda cuestión, Barnes y Gagarin han afirmado que la posición de Antifonte en el tratado es más bien ambivalente y que su discusión no se propone condenar la justicia o establecer su propia doctrina positiva, sino analizar tanto lo que ocurre de hecho con el accionar humano como las concepciones populares sobre esa justicia.27 Asimismo, Pendrick (2002, 60) asegura que no es posible aseverar que Antifonte fuera un defensor de la doctrina de una “justicia natural” contra una “justicia convencional”. Finalmente, en relación con la última cuestión, y teniendo en cuenta lo que acabamos de señalar, es posible concluir que Antifonte -lejos de sugerir un curso de acción -busca ofrecer un análisis de lo que sucede en las ciudades. De hecho, hacia el final de la segunda columna del mismo fragmento que estamos estudiando, y con el objeto de referirse a lo hecho líneas atrás, el propio sofista utiliza el término σκέψις, que comporta los sentidos de “examen”, “análisis” o “especulación” y cuyo uso pudo haber sido un leitmotiv de los escritos sofísticos.28

Volviendo a la exposición de Glaucón, recordemos que, en el segundo punto, el personaje platónico apela a una historia sobre el pastor Giges para demostrar que quienes practican la justicia no lo hacen de manera voluntaria, sino por la imposibilidad de cometer injusticias impunemente. Como hemos apreciado, la clave de esa historia se encuentra en el poder del anillo de oro que le permite al pastor ser invisible y perpetrar todo tipo de injusticias sin ser advertido. La cuestión de las acciones realizadas en secreto representa un tópico extendido en la literatura del siglo V, tal como lo demuestran los casos de Sófocles, Eurípides o Demócrito.29 Sin embargo, entre los ejemplos más resonantes y explícitos, aparecen nuevamente aquellos propuestos por los sofistas.

Por un lado, nos reencontramos con el drama satírico de Critias en donde el personaje Sísifo sostiene que, en principio, las leyes establecidas impedían crímenes manifiestos, mientras que a ocultas los hombres seguían cometiéndolos. Razón por la cual, añade Sísifo, un individuo astuto infundió el miedo a los dioses “para que los malvados temieran, si cometían, a escondidas (λάθραι), alguna maldad de obra, palabra o pensamiento” (DK 87 B25, 27-29). Por otro lado, también reaparece Antifonte, quien en su tratado Sobre la verdad afirma que:

La justicia (δικαιοσύνη) consiste en no transgredir las disposiciones legales (νόμιμα) vigentes en la ciudad de la que se forma parte (ἂν πολιτεύῃταί τις). En consecuencia un individuo puede obrar justamente en total acuerdo con sus intereses (μάλιστα ἑαυτῷ ξυμφεπόντως), si observa las grandes leyes en presencia de testigos (μαρτύρων); pero si se encuentra solo (μονούμενος) y sin testigos, su interés reside en obedecer los dictados de la naturaleza (τὰ τῆς φὺσεως) (B44A Col. I, 1-23).

En estas líneas, Antifonte parece estar delimitando dos espacios regulatorios de la acción de un individuo: i. la ciudad de la que forma parte como ciudadano (espacio que excluye a otras ciudades o, en todo caso, a lo que no es una pólis) y ii. el ámbito propio de τὰ νόμιμα (que excluye una contraparte donde reina la φύσις). A la hora de actuar de manera justa y en acuerdo con sus propios intereses, los ciudadanos se atienen a dos conjuntos de convenciones: el que regula lo que debe hacerse en tal o cual ciudad y el que, ya en el marco de una determinada ciudad, regula lo que debe hacerse en el espacio gobernado por τὰ νόμιμα. Antifonte no se detiene en las particularidades del primer espacio (lo que supondría un estudio de diferentes póleis), pero sí en las del segundo, y en el centro de este marco regulatorio atravesado por los νόμιμα ubica la figura de los testigos. El término μάρτυρος suele utilizarse especialmente en contextos jurídicos,30 y aunque el propio sofista pueda estar pensando aquí en un eventual testigo de un juicio (juicio contra aquel que hubiera violado alguna de las normas de la ciudad), no debe soslayarse el hecho de que el término se refiere, ante todo, a una persona que “ha visto”.31 La comunidad regulada por τὰ νόμιμα se funda en los ojos de sus miembros, en la medida en que su mirada busca garantizar el respeto por esas normas. No obstante, el testigo instala en ese marco no sólo su mirada controladora, sino además, y al mismo tiempo, la imagen que se enfrenta a esa mirada. El ciudadano se muestra en el espacio público teniendo en cuenta la mirada del μάρτυρος, produce su apariencia (la de respetar τὰ νόμιμα) teniendo en cuenta la mirada cívica de sus pares.

Por su parte, Glaucón decide incorporar en el seno de su exposición la historia sobre Giges porque ella presenta, de forma sinóptica, la cuestión alrededor de la cual giran las tesis sofísticas que él busca reproducir; a saber: la apariencia de justicia que los ciudadanos proyectan en el ámbito público. Y dicha cuestión reaparece claramente en el fragmento antifonteo que acabamos de estudiar. De hecho, críticos como Kahn y Vegetti han coincidido en considerar esos fragmentos como claros antecedentes de las exposiciones de los hijos de Aristón en República, e incluso han sugerido que, detrás de esos interlocutores, se encuentran Antifonte y Critias.32 Es evidente que, a la hora de intervenir en República II, Glaucón tiene en mente tesis sofísticas, pero lo cierto es que su exposición implica una amalgama de tesis que no parece ajustarse exactamente (más allá de la cercanía con Antifonte) a ningún sofista en particular.

Entonces, hasta el momento, los sofistas han aparecido en la intervención de Glaucón de manera implícita y a través de una serie de referencias a tesis divulgadas por ellos en el siglo v, que podrían incluir algún grado de tergiversación por parte del personaje platónico. Considerando su incorporación en el libro II y la forma por medio de la cual Sócrates las retoma en el libro X (612a-b), podríamos pensar que el proyecto de República gravita sobre dichas tesis. Glaucón y Adimanto las reproducen con el objeto de que Sócrates las rebata y este busca rebatirlas con la intención de que los hijos de Aristón -jóvenes cultos y aristócratas- no se dejen aturdir ni persuadir por ellas, busca, como sostiene Vegetti, librarlos de las malas influencias y dotarlos de una cultura que complemente su noble predisposición natural.33 Ahora bien, frente a este modelo de joven culto y aristócrata (que representa tanto él, como su hermano), el propio Glaucón parece esbozar, en el punto tres de su exposición, el tipo de sujeto que ya ha caído preso de los discursos sofísticos. Las características distintivas de ese sujeto son su habilidad en la concreción de acciones injustas, su perfecta reputación de hombre justo y su destreza en apelar a la elocuencia, en el caso de dar un paso en falso, mientras que Adimanto añade su propensión a “proveerse” (παρεσκευασμένος, 365b7) de una reputación justa y a trazar una “fachada exterior” (σχῆμα) que forje una “ilusión de virtud” (σκιαγραφίαν ἀρετῆς, 365c). Estas características se distinguen en toda su especificidad cuando se las confronta con las del sujeto justo que no quiere parecer sino ser, pero que, paradójicamente, siendo justo tiene la apariencia de un hombre injusto, e incluso su mala reputación (y todo lo que de ella deriva) permanece inalterable hasta su muerte. Entonces, mientras que el primer sujeto podría ser descrito como un profesional sagaz atento a la gestión del plano de las apariencias e interesado en la máxima productividad social de ellas, el segundo resulta simple y desinteresado.34

Sin embargo, como intentaremos demostrar, el sujeto injusto delineado por los hijos de Aristón no sólo estaría representando a un supuesto oyente y discípulo de los sofistas (particularmente a uno que ha quedado aturdido por sus discursos), sino también al sofista mismo, tal como él es perfilado en el diálogo que lleva su nombre. En este sentido, la presencia sofística en el discurso de Glaucón parece sufrir, hacia el final, una metamorfosis. En el pasaje del segundo al tercer punto de ese discurso, se opera un deslizamiento desde una reproducción (ya sea más o menos fiel) de tesis sofísticas hacia una especie de configuración de la propia imagen del sofista cifrada en la figura del injusto y opuesta a la del justo (quien, a su vez, se emparenta, como veremos, con el filósofo). El esclarecimiento de los pares injusto-sofista y justo-filósofo sólo puede alcanzarse a la luz de las descripciones que Platón ofrece en el diálogo Sofista, pero antes de ocuparnos de ellas, quisiéramos detenernos en las reflexiones socráticas sobre las divinidades. A partir de dichas reflexiones, planteadas en las últimas líneas del libro II de República, podremos tender otros lazos entre ambos diálogos y vincular de manera aún más estrecha aquellas cuatro figuras.

Una vez que Sócrates interviene en el libro II para responder los requerimientos de Glaucón y Adimanto, traslada la discusión sobre la justica desde el plano individual del alma al plano social del Estado (368d). Entonces, se detiene en la educación de los guardianes (de entre los cuales surgen los gobernantes), considerando que debe tenerse muy en cuenta la clase de narraciones que escucharán, sobre todo en lo que respecta a la representación de los dioses. Suponiendo que cada uno de ellos es bello y bueno, Sócrates sostiene que permanecen inmutables en la forma que les es propia (381c) y que, por lo tanto, ningún poeta puede decir, como Homero, que “dioses, semejantes a extranjeros de todas las partes, tomando toda clase de apariencias, visitan las ciudades” (381d).35 En el contexto original de Odisea, esas palabras son pronunciadas por uno de los pretendientes de Penélope, quien exhorta a Antínoo a comportarse de manera justa con el mendigo que se encuentra entre ellos (mendigo que, en realidad, sólo es el disfraz con el que se está ocultando Odiseo). En efecto, el pretendiente le advierte que, a menudo, los dioses recorren las ciudades bajo la forma de extranjeros y con otros aspectos para vigilar la soberbia de los hombres o su rectitud (Od., XVII, 485-487). En el mundo homérico, los dioses tienen el privilegio de modificar voluntariamente su propia apariencia revelándose a los ojos de los hombres de las más variadas formas y suelen apelar a esa naturaleza polimórfica de manera frecuente.36 Por el contrario, desde la óptica socrática, los dioses no son magos (γόητες, 380d1) capaces de mostrarse, por medio de artificios, con aspectos distintos, sino que son los seres que menos pueden abandonar su forma debido a su simpleza (ἁπλόος, 380d5). Según piensa Sócrates, cuando un ser cambia, dicho cambio proviene o de sí mismo o de otros, pero los dioses no cambian ni por sí mismos (ya que si algo cambia por sí mismo lo hace para perfeccionarse y los dioses ya son perfectos) ni a causa de otros (pues las cosas más perfectas son las menos expuestas a que una causa externa las transforme) (380e-381d).

Al finalizar el libro II, Sócrates retoma la cuestión de las apariencias que, evidentemente, atraviesa por completo esa unidad del diálogo y lo hace en clave religiosa. Del mismo modo en el que Glaucón y Adimanto se preocupaban por los discursos que escuchan los jóvenes de parte de los sabios, Sócrates se inquieta por los discursos sobre los dioses que, de parte de los poetas, escuchan esos mismos jóvenes, y ambos discursos giran en torno a las apariencias. En efecto, los primeros sugieren que el sujeto injusto obtiene los mayores réditos apareciendo como justo frente a sus pares, mientras que los discursos de los poetas sugieren que los dioses se presentan de las más variadas formas frente a los hombres. En este sentido, podrían vincularse los rasgos de los dioses homéricos con los de los sujetos injustos -ya que ambos engañan pareciendo aquello que no son- y los rasgos de los dioses que venera Sócrates con los de los sujetos justos debido a la simpleza que los caracteriza. Sin embargo, ese cuadro de relaciones puede complejizarse con la incorporación del sofista y el filósofo (a quienes creemos ver detrás de las figuras del hombre injusto y del justo) y, para ello, debemos estudiar el diálogo Sofista, en cuyo prólogo Platón retoma la mencionada cita de la Odisea.

La configuración del sofista y la performance del filósofo en el diálogo Sofista

El prólogo del diálogo: entre dioses, filósofos y sofistas

En las primeras líneas del diálogo Sofista, Teodoro anuncia que lo acompaña un extranjero originario de Elea y aclara que “aunque diferente (ἕτερον) de los compañeros de Parménides y de Zenón; este hombre, no obstante, es todo un filósofo (μάλα δὲ ἄνδρα φιλόσοφον)” (216a3-4).37 Sócrates duda de esa condición y le pregunta si acaso “¿no traerás un dios, según decía Homero? Pues éste sostenía que a los hombres respetuosos de la justicia los acompañan los dioses...” (216a5-b1). Frente a esta intervención, Teodoro sostiene que esa no es la índole del Extranjero y que, en su opinión (δοκεῖν, 216b9), “no es en absoluto un dios, si bien es un ser divino (θεῖος), pues éste es el calificativo que yo otorgo a todos los filósofos” (216b8-c1). Inmediatamente, Sócrates afirma que la clase de los filósofos no es más fácil de discernir que la divina, pues si bien

toda esta clase de hombres tiene el aspecto (φανταζόμενοι) de “merodear por las ciudades” en medio de la ignorancia (ἄγνοια) de la gente, aquellos que son realmente (ὄντως) -y no aparentemente (δοκοῦσιν)- filósofos observan desde lo alto la vida de acá abajo, y así, para unos, no valen nada, mientras que para otros son dignos de todo. Algunas veces tienen el aspecto (φαντάζονται) de políticos, otras de sofistas, y otras veces parecen estar completamente locos (216c4-d2).

En esas líneas inaugurales, Teodoro comienza presentando a su acompañante por medio de tres características: su tierra de origen, su diferencia con sus compatriotas Parménides y Zenón y su condición filosófica.38 Esta presentación es cuestionada por un Sócrates que duda de la condición que se le adscribe y, apelando a la idea del Zeus hospitalario presente en los poemas homéricos, conjetura irónicamente que ese extranjero podría ser un dios.39 En realidad, dicho extranjero bien podría ser un filósofo (como opina Teodoro), un dios (como conjetura Sócrates) e incluso, según creemos, un sofista (teniendo en cuenta que los de su especie eran reconocidos en Atenas justamente por su condición de foráneos). En uno u otro caso, el planteo socrático es claro: poco puede decirse de ese sujeto sobre la base de la presentación que se ha hecho de él. Sin embargo, cuando Teodoro considera que todo filósofo es un ser divino, Sócrates avanza con su conjetura acudiendo, esta vez, al mismo pasaje de Odisea XVII aludido en República II. A través de ese pasaje, los filósofos resultan equiparados con los dioses, en la medida en que ambos son difíciles de discernir debido a la cuestión de sus variadas apariencias. Ahora bien, si nos detenemos en esa equiparación socrática veremos que, nuevamente, funciona en clave irónica. En efecto, si, por un lado, esconde diferencias insalvables entre ambas figuras, por el otro, termina anticipando, en realidad, un contraste entre sofistas y filósofos.

Las divergencias entre los dioses homéricos y el filósofo platónico pueden apreciarse si retomamos, ante todo, las críticas que Sócrates dirige contra los primeros en República II. Allí, frente a dioses hechiceros que aparecen, por medio de artificios, de las más variadas formas, Sócrates presenta a unos dioses que, debido a su perfección y simpleza, no pueden abandonar ni modificar su aspecto. Mientras que los primeros gestionan voluntariamente sus apariencias con el objeto de engañar a sus receptores, los otros resultan los más incapaces y los menos necesitados de hacerlo. Considerando estos rasgos, podríamos pensar que el filósofo platónico, al tiempo que se aleja de los dioses homéricos, se emparenta con los dioses que Sócrates venera. De hecho, en Teeteto, el mismo Sócrates le advierte a Teodoro que los filósofos no se preocupan por los asuntos de la ciudad ni buscan obtener buena reputación (εὐδοκίμησις, 173e), sino que, muy por el contrario, consideran que todo lo de aquí abajo tiene poco o ninguna importancia. Ante la sorpresa de Teodoro, Sócrates apela a una anécdota de Tales en la que el pensador de Mileto, absorto en sus investigaciones astronómicas, cae en un pozo, provocando las burlas de una sirvienta tracia (174a). Así, dice Sócrates, ocurre con todos los filósofos, pues “a una persona de esta índole el que está cerca y el vecino le pasan inadvertidos” (174a-b).40 Desde la óptica socrática, los filósofos se desinteresan de los asuntos de la ciudad y de su propia reputación y, por ello, la apariencia de loco o necio (ἀβέλτερος, 174c) que Tales podría adquirir a los ojos de la sirvienta tracia nace de la ignorancia de ésta y no de la voluntad de aquél. Asimismo, en el prólogo de Sofista que hemos comentado, Sócrates relativiza las diversas apariencias que los filósofos adquieren en la ciudad incorporando la noción de ἄγνοια. Los posibles aspectos de los filósofos (los de loco, sofista o político) deben comprenderse como efectos de la “ignorancia” reinante entre la mayoría que puebla la pólis y, por ende, involuntarios.41 En suma, los filósofos se caracterizan por una simpleza extrema que los aparta de todos aquellos que buscan proyectar determinadas apariencias en el espacio de aquí abajo, i. e. en la ciudad, y los acerca a los dioses venerados por Sócrates que se mantienen en la forma que les es propia.42 De esta manera, el mismo filósofo se emparenta además con el sujeto justo perfilado por Glaucón y Adimanto en República II. Ambos resultan sujetos simples que buscan ser y no parecer, pero que, en el marco de la ciudad, terminan pareciendo (a su pesar y debido a la ignorancia de la multitud) aquello que no son. Por otra parte, esa reputación involuntaria los acompaña hasta el final: el justo será injusto hasta su muerte (R., 361c-d), y el filósofo, si tomamos el ejemplo de Sócrates en Apología, muere como un sabio sin serlo (Ap., 38c).

Habíamos afirmado que la irónica equiparación entre los dioses polimórficos y los filósofos escondía no sólo diferencias insalvables entre ellos, sino también un elemento proléptico. En este sentido, urge señalar que si los amantes de la sabiduría se emparentan con la especie divina entendida en términos socráticos, quienes se acercan a la especie de dioses homéricos son los sofistas, en la medida en que, a lo largo del diálogo, se distinguirán justamente por su gestión voluntaria y engañadora de apariencias. Por lo tanto, según creemos, la comparación socrática intenta advertir -de forma solapada- no sobre una posible confusión entre dioses y filósofos, sino más bien entre sofistas y filósofos. Aquellos que, en el marco de la ciudad, pueden confundirse con los amantes de la sabiduría son, en realidad, los sofistas, y esto por dos razones. En primer lugar, debido a su intención de reproducir la apariencia de un φιλόσοφος y, en segundo, a causa de la ignorancia de la mayoría que es incapaz, justamente, de distinguir al verdadero filósofo. Sin embargo, como veremos en el siguiente apartado, siendo los sofistas, presas de la misma ἄγνοια que reina entre la multitud (lo que no les permite discernir el verdadero modelo que pretenden emular) su pretensión de aparecer como filósofos permanece truncada.

La definición del sofista y la performance del filósofo

Con términos similares a los utilizados por Glaucón en la apertura de su discusión,43 el problema central que se plantea en las líneas inaugurales del diálogo Sofista, suscitado por la aparición del Extranjero, radica en la posibilidad de distinguir entre alguien que es “realmente” (ὄντως, 216c6) filósofo, de alguien que sólo “aparenta” (δοκεῖν, 216c7) serlo. Frente a esta problemática, Teodoro y Sócrates proceden de modos disímiles, pues mientras que el primero expresa su posición en términos de δόξαι, Sócrates ensaya algunas conjeturas irónicas, evita expresar opiniones y, finalmente, en un gesto trascendental del diálogo, decide dilucidar el estatus del Extranjero interrogándolo. Sócrates le pregunta entonces cómo conciben y cómo llaman los de su “región” (τόπος, 217a1) al sofista, al político y al filósofo; en particular, desea saber si los conciben a todos ellos como uno, como dos o, puesto que hay tres nombres, como tres especies distintas (216e-217a).44 Algunos intérpretes han advertido que, en ese contexto, el término τόπος se encuentra cargado de ambigüedad porque puede o hacer referencia a la tierra de origen de ese personaje o bien al lugar de los de su especie, i. e. al lugar de los filósofos (si respetamos la condición que le adscribe Teodoro).45 No obstante, más allá de esa controversia, si tenemos en cuenta que líneas antes el propio Sócrates había hecho referencia al lugar de los filósofos (al sostener que los amantes de la sabiduría observan desde lo alto la vida de acá abajo [216c-d]) y si, además, coincidimos en que lo que está en duda en este prólogo -y lo que los interlocutores discuten- es justamente el estatus filosófico del Extranjero, deberíamos inclinarnos por la segunda alternativa.

En ese sentido, dejando de lado las conjeturas y evitando las opiniones, Sócrates estaría invitando al Extranjero a intervenir como miembro representativo de la región de los filósofos no sólo para demostrar su discutido estatus, sino además para referirse a las figuras que aquí abajo, en la ciudad, se confunden con él (en tanto filósofo). Por esta razón, la respuesta del Extranjero, que constituye el entero desarrollo del diálogo, a la pregunta de Sócrates parece funcionar en dos niveles: en uno, como una demostración directa de su condición filosófica por medio del ejercicio dialéctico y, en otro, como una definición indirecta de la figura del filósofo a través de la caracterización de aquellos que ofician de principales adversario: los sofistas.

En el marco de esa caracterización, el Extranjero le advierte a Teeteto (quien ha sido elegido como interlocutor a partir de 218b) que la tarea de definir al sofista no es sencilla y le propone ocuparse, en primer lugar, de un objeto simple que funcione como modelo (παράδειγμα, 218d9) de algo más grande (218c-d). Este modelo es el del pescador con caña que no sólo propicia la inclusión de la noción de “técnica”, sino también la práctica de la caza, cuestiones que determinarán los primeros acercamientos al sofista. Estudiando ese παράδειγμα, los interlocutores emprenden la consabida definición y dividen las técnicas entre una productiva (ποιητική) -cuya capacidad consiste en llevar a ser todo aquello que antes no era (219a-b)- y una adquisitiva (κτητική) -cuya capacidad consiste en capturar o impedir capturar todo lo que ya existe (219c)-. Al ubicar al sofista en los terrenos de la τέχνη κτητική, este aparece como i) un cazador de jóvenes adinerados (223b); ii) un mercader de cosas del alma (224c-d); iii) un comerciante al por menor o iv) un productor y vendedor (224e); v) un contradictor (226a) y, partiendo de una técnica vecina como la separativa, vi) un purificador de las opiniones que impiden el conocimiento (231e).46 Ante la confusión de Teeteto, el Extranjero retoma la quinta definición, añadiendo que la figura en cuestión es un “contradictor” (ἀντιλογικός, 232b6) que busca contradecir todas las cosas. No obstante, como no es posible saber todas esas cosas con el fin de contradecirlas, supone que los sofistas “son capaces de dar a los jóvenes la impresión (δόξαν παρασκευάζειν) de que son los más sabios respecto de todo” (233b). Poco después, en los primeros esbozos de la séptima definición, el mismo Extranjero ubica al sofista en la τέχνη ποιητική y lo define como aquel que, formando parte del juego de la imitación (μίμησις),47 es un productor de “imágenes habladas”48 (εἴδωλα λεγόμενα, 234c6) que hechiza a los jóvenes que aún están lejos de la realidad de los hechos (234c-d). Por último, pregunta si ha quedado en claro que el sofista es un mago e imitador de las cosas que son (μιμητὴς τῶν ὄντων, 235a1).

Esa última caracterización del sofista genera una serie de problemas en relación con el estatuto de la imagen, y por ello el Extranjero divide rápidamente la técnica de producción de εἴδωλα en dos especies: la de copias o semejanzas (εἰκόνες) y la de apariencias o simulacros (φαντάσ ματα) (235b-236e). A su vez, estas nociones de imagen y la ubicación del sofista en el género de los productores de falsedades (241b6) generan nuevos problemas (“muchos y difíciles” [241b]), pues ambas cuestiones implican que el decir y el pensar falsos son reales y que, por ende, lo que no es es. A partir de este punto, los interlocutores se abocan a probar esta problemática hipótesis que pone en cuestión la ontología del padre Parménides y, a través de un análisis dialéctico, terminan instaurando una ontología innovadora en la que se demuestra la realidad del no ser como una parte del género de la diferencia extendida al conjunto de los seres.49 Las soluciones y los alcances de esta nueva ontología -presentada en el pasaje que va desde 237a a 264b (en el que se trata el problema del ser y del no ser, la combinación de los géneros mayores y la cuestión del juicio y el pensamiento falsos)- exceden ampliamente los objetivos de nuestro trabajo. Sin embargo, quisiéramos señalar que es por medio de la performance de ese ejercicio dialéctico que el Extranjero demuestra su condición filosófica, respondiendo así a la pregunta inicial de Sócrates sobre su discutido estatus. De hecho, luego de ofrecer una breve descripción de la técnica dialéctica y de afirmar que sólo la puede practicar el que filosofa de manera pura y justa, el propio Extranjero sostiene que “es en este lugar (ἐν τοιούτῳ τινὶ τόπῳ) donde, tanto ahora como más adelante, encontraremos al filósofo -si lo buscamos-” (253e).50 Según creemos, el personaje platónico retoma adrede el término τόπος -que, en el prólogo, había sido utilizado por Sócrates para hacer referencia al lugar desde donde observan los filósofos- con el objeto de señalar la única región en la que puede desplegarse un alma filosófica, región que, evidentemente, aquél ocupa en el transcurso del diálogo.

Superada esa sección, y ya en el tramo final de la obra, el Extranjero retoma la producción de φαντάσματα y la divide en dos especies: la que utiliza instrumentos en la confección de su producto y aquella en la que el agente se vale de sí mismo como instrumento, adjudicándole a esta última alternativa el sentido específico del término μίμησις. Dice el Extranjero: “cuando alguien se vale de su cuerpo para asemejarse a tu aspecto (σχῆμα), o hace que su voz se parezca a tu voz, la parte correspondiente de la técnica simulativa se llama principalmente imitación” (267a).51 Ahora bien, aquello que el sofista imita (y siempre sin conocerlo [267b-e]; de manera irónica [268a] y en el ámbito privado [268c]) es al sabio. El sofista no está entre los que saben, sino entre los que imitan (267e): el sofista es un “imitador del sabio” (μιμητὴς τοῦ σοφοῦ, 268c1).

Recapitulando el proceso de definición de la figura del sofista, podríamos afirmar que se encuentra dividido en dos secciones principales: una en la que los interlocutores, partiendo de la técnica adquisitiva, proponen las primeras cinco definiciones (221c-226a) y otra en la que estos, a partir de la técnica productiva, brindan la definición final (232b-235b y 264c-268d). A su vez, existe una sección secundaria (aquella signada por la técnica separativa) que es la que permite el tránsito entre la primera y la segunda (226b-231b). Respecto de la vinculación entre las dos secciones principales, se han propuesto dos alternativas de lectura. Por un lado, algunos intérpretes como Rickless suponen que entre una y otra subsiste una distancia insalvable puesto que el método de la división -aquel mediante el cual la adquisición y la producción se manifiestan como partes de la técnica- implica exhaustividad y exclusividad entre las subclases divididas y, por ello, ningún elemento de una subclase puede pertenecer a la otra.52 No obstante, intérpretes como Sayre han intentado demostrar que las definiciones de la primera sección, aun siendo insuficientes (en la medida en que cada una de ellas ilumina rasgos no compartidos por todos los sofistas), permiten el desarrollo de la definición decisiva, pues los interlocutores, mediante un procedimiento de reunión, extraen de ellas un rasgo común que se convierte en función esencial de la sofística; a saber: la producción.53

En relación con esas lecturas, aquí creemos que, incluso reconociendo las particularidades del método de la división dicotómica (sobre todo aquella de la exclusividad y exhaustividad de las subclases), no puede negarse que, de alguna manera, las primeras definiciones de la figura del sofista preparan el terreno para el desarrollo de la caracterización final. En la primera sección, los interlocutores introducen varios términos relativos al campo léxico de la φαντασία (como καταφαίνω [221d13], φάντασμα [223c3] o ἀναφαίνω [224d2]) para remarcar el hecho de que el sofista aparece de diversos modos y es indudable que esta cuestión (no necesariamente en un plano metodológico estricto) permite comenzar a plantear la labor del sofista como una de carácter productivo. Si se ha demostrado que el sofista aparece de diversos modos, no es difícil colegir de ello que su práctica consiste en producir apariencias y si, en primera instancia, aparece como un adquisidor sin serlo, es sencillo concluir que también puede aparecer como un sabio sin serlo. Evidentemente, la cuestión de las apariencias atraviesa las secciones que hemos señalado, y si bien se manifiesta de manera directa en la primera, lo hace de forma indirecta en la otra. En efecto, en la segunda sección, esa cuestión es retomada a través de las nociones de μίμησις y de εἴδωλον, que permiten comprender al sofista como un imitador, i. e. como un productor de imágenes o apariencias de las cosas. El sofista genera “diseños, imitaciones y homónimos de las cosas” (234b) a través de razonamientos por medio de los cuales les hace creer a los jóvenes que lo dicho es real (234c) y, por ello, es un μιμητὴς τῶν ὄντων. Y luego, en la versión final de la séptima definición, las apariencias ya no son de las cosas, sino que, al modificar la fórmula, el Extranjero define al sofista como un μιμητὴς τοῦ σοφοῦ. Ahora, y de forma definitiva, el sofista es en sí mismo una apariencia, una apariencia de sabio.

Habiendo esclarecido la caracterización final del sofista, ahora podemos apreciar la razón por la cual éste se asemeja a los dioses homéricos que Sócrates, irónicamente, emparentaba con el filósofo. Los dioses polimórficos y los sofistas comparten una determinada emisión de apariencias que encubre el estatus del propio agente que las proyecta: Atenea, por ejemplo, puede tomar la forma de un heraldo de Alcínoo (Od., VIII, 8) o de Iftima (Od., IV, 797-838), mientras que el sofista toma la apariencia de sabio. Ahora bien, ese punto de contacto entre el sofista y los dioses homéricos nos permite pensar dos cuestiones: en primer lugar, la vinculación -planteada al comienzo de nuestro trabajo- entre el mismo sofista y el sujeto injusto presentando en República II y, en segundo lugar, el giro proléptico incluido en aquella equiparación socrática que anticipaba las posibles confusiones entre el sofista y el filósofo.

Respecto a la primera cuestión, podríamos afirmar que tanto el sujeto injusto delineado por Glaucón como el sofista configurado por el Extranjero y Teeteto resultan ser: i) gestores expertos de las relaciones entre los planos de la apariencia y de lo real, que modifican voluntariamente sus apariencias para obtener réditos pareciendo aquello que no son, y ii) usuarios de discursos persuasivos a través de los cuales intentan demostrar su aparente inocencia, i. e. su justicia o su sabiduría. Asimismo, esta conexión entre ambas figuras se consolida gracias al uso, por parte de los interlocutores de República y de Sofista, de una misma serie de términos. Al momento de referirse a los jóvenes que escuchan las tesis de los sabios, Adimanto sugiere que aquellos pensarán que proveerse de una reputación justa (δόξαν δικαιοσύνης παρεσκευασμένῳ, 365b7) garantiza una vida maravillosa y que, por ende, deben dedicarse por completo a trazar a su derredor “una fachada (σχῆμα) exterior que forje una ilusión de virtud (σκιαγραφίαν ἀρετῆς)” (365c). Y este vocabulario es afín al utilizado por los personajes de Sofista cuando se proponen definir los contornos de la figura homónima: el Extranjero sostiene que los sofistas “son capaces de dar a los jóvenes la impresión (δόξαν παρασκευάζειν) de que son los más sabios respecto de todo” (233b), luego afirma que la imitación que practican consiste en valerse de sus cuerpos para asemejar algún “aspecto” (σχῆμα, 267a6) y, finalmente, al explayarse sobre el tipo particular de imitación sofística (aquella propia de los ignorantes), sostiene que muchos intentan producir las semejanzas de la “justicia” (δικαιοσύνη, 267c2) y de toda “perfección” (ἀρετή, 267c3) en ellos mismos. Como podemos apreciar, en ambos diálogos se insiste sobre la provisión (παρασκευάζω) de una determinada reputación o impresión (δόξα), sobre la imitación de un determinado aspecto (σχῆμα) y, en la última consideración del Extranjero, los vínculos se hacen más estrechos, en la medida en que el personaje platónico incorpora la cuestión de la imitación de la justicia, clave en los planteos de República II. Con el objeto de ejemplificar el tipo de “imitación conjetural” (δοξομιμητική, 267e1) -la imitación propia del sofista-, el Extranjero decide apelar a una ἀρετή como la justicia, afirmando que muchos buscan producir sus semejanzas “esforzándose en mostrar que están presentes en su interior, imitadas especialmente por hechos y por palabras” (267c). De esa forma, la vinculación entre el sujeto injusto delineado por Glaucón y el sofista configurado por el Extranjero alcanza su máxima expresión: ambos se definen por el intento de modificar su aspecto exterior con el fin de proyectar una determinada apariencia que dé la impresión de que lo aparentado (la justicia o la sabiduría) se encuentra en su interior.

En relación con la segunda cuestión que se desprendía de aquella equiparación irónica entre los dioses polimórficos y los filósofos -hablamos del giro proléptico que anticipaba la oposición clave del diálogo-, es necesario retomar las líneas donde Sócrates solicita al Extranjero que esclarezca las diferencias entre el sofista, el político y el filósofo, con el fin de evitar confusiones entre ellos. El Extranjero, como miembro de la región de los filósofos, decide ocuparse del sofista y, por ende, la oposición fundamental que atraviesa la discusión del diálogo es aquella que se da entre el sofista y el filósofo. De hecho, la confusión entre ellos alcanza tal grado que el propio Extranjero advierte que, buscando a uno, se corre el riesgo de encontrar al otro (253c). Ahora bien, dada la importancia de esa oposición, cabe preguntarse la razón por la cual el sofista termina caracterizado como un imitador del sabio y no como uno del filósofo. En ese sentido, y siguiendo a Dixsaut, podríamos afirmar que el sofista, en tanto imitador ignorante, intenta emular al filósofo, pero termina proyectando la apariencia de sabio, pues es incapaz de imitar de manera fiel aquello que no conoce.54 El sofista sólo puede reproducir la opinión que posee acerca del modelo y, en este caso, su opinión acerca del filósofo le sugiere que es un sabio. Sin embargo, esa característica no parece privativa del sofista. En realidad, teniendo en cuenta que la variedad de aspectos que el filósofo adquiere (aquellos de sofista, político, loco) podría deberse a que este merodea por la ciudad en medio de la ignorancia de la gente (216c-d), es posible pensar que la multitud -al igual que el sofista- es incapaz de detectar al filósofo. Incluso podría afirmarse que un filósofo sólo puede ser reconocido por un par suyo y que ese reconocimiento jamás se daría en el plano de las apariencias ni en el de las opiniones, sino, muy por el contrario, en el del ejercicio dialéctico, donde un filósofo como Sócrates puede reconocer a otro como el Extranjero.

Conclusiones

En nuestro recorrido por el segundo libro de República y por el diálogo Sofista, nos hemos concentrado especialmente en la delineación que ofrecen sus interlocutores de las figuras de un sujeto justo y de otro injusto (en el caso de República) y de la figura del sofista (en el diálogo homónimo). Asimismo, nos detuvimos en la singular presentación que se hace del filósofo en ese último diálogo, en la medida en que este sujeto parece demostrar su condición de “verdadero filósofo” mediante la performance del ejercicio dialéctico. A continuación y a modo de conclusión, intentaremos esbozar algunas consecuencias de las vinculaciones establecidas, en primer lugar, entre el sujeto injusto y el sofista y, en segundo, entre ese sofista y el filósofo.

Según hemos observado, el sujeto injusto perfilado por Glaucón y Adimanto representa un eventual discípulo del sofista que, aturdido por sus tesis, decide forjarse una determinada apariencia que le otorgue réditos en el marco de la pólis. No obstante, el vocabulario específico utilizado por los hijos de Aristón a la hora de retratarlo nos ha permitido pensar que, más allá de su rol como alumno, el sujeto injusto representa, en simultáneo, una especie de antecedente de la figura del sofista configurada por el Extranjero y Teeteto. De hecho, ambas figuras se caracterizan por gestionar su aspecto (σχῆμα), procurándose (παρασκευάζω) una determinada reputación (δόξα) que le reditúe las recompensas correspondientes: las del justo y las del sabio. Entonces, en una especie de círculo vicioso, si en República advertimos que las tesis sofísticas producen sujetos que modifican sus apariencias, en Sofista descubrimos que el método mediante el cual la figura del mismo nombre atrae a sus discípulos consiste, de igual modo, en una transformación voluntaria de su apariencia. El sofista no sólo se comporta como un promotor de la gestión de apareceres, sino que, al mismo tiempo, resulta ser un agente que depende de la proyección de determinadas apariencias. De esta forma, a los ojos de Platón, los contornos de esa figura parecen difuminarse en el marco de una ciudad cuya norma es la del sujeto injusto. El sofista termina perdido en medio de φαντάσματα, en medio de una multitud ignorante que, al igual que él, aparenta lo que no es y emula lo que no conoce. Esta singular situación del adversario del filósofo que se desprende de los diálogos República y Sofista podría clarificarse si tenemos en cuenta un pasaje de Político. Allí, el mismo Extranjero, refiriéndose a los sofistas como pseudo-políticos, sostiene que al presidir “las más grandes fantasmagorías (εἰδώλων μεγίστων), son ellos mismos fantasmas y, por ser los más grandes imitadores y embaucadores, son los más grandes sofistas de entre los sofistas” (303c).55 Se entiende que aquellos que llevan adelante unas εἴδωλα μεγίστα se transforman a sí mismos en imágenes y, entonces, la distancia que podría existir entre el productor y su producto se disipa y el último acaba por absorber al primero. Por lo tanto, en ambos casos, el sofista termina confundido con sus productos: los sujetos injustos y las imágenes.

Ahora bien, frente a ese sofista que parece mimetizarse con el cuerpo ciudadano que aparenta lo que no es, Platón perfila de tal modo la figura del filósofo que este se separa notablemente de la multitud. Indiferente a ciertas problemáticas de la ciudad, el filósofo no se involucra de manera voluntaria en el juego de las apariencias. Al igual que ocurría con el sujeto justo de República II, el filósofo, muy a su pesar y debido a la ignorancia de la multitud, parece lo que no es: sofista, loco o político, pero su condición filosófica no se manifiesta en el plano de las apariencias. En el diálogo Sofista, la figura homónima es definida por medio del método de la división, poniendo de relieve su dependencia respecto de las apariencias (que buscan emular al filósofo, pero sólo consiguen reproducir la opinión ignorante de su figura), mientras que el filósofo únicamente se exhibe a través de la performance del método dialéctico. Platón se abstiene de ofrecer alguna característica de la apariencia del Extranjero, y este no sólo afirma claramente que es en el τόπος de la dialéctica donde puede encontrarse al filósofo, sino que además ejecuta esa misma dialéctica con el fin de demostrarle a Sócrates que es “todo un filósofo”.

Finalmente, quisiéramos abrir dos interrogantes que involucran los paralelos entre las cuatro figuras que han ocupado nuestra atención, aunque exceden los límites de este trabajo. Admitiendo que el proyecto del diálogo República gira alrededor del sujeto justo o, en todo caso, de la pólis justa,56 podríamos pensar que, de un modo similar, el diálogo So fista gravita -paradójicamente- sobre la figura del filósofo. Glaucón y Adimanto perfilan al sujeto injusto con la intención de que Sócrates rebata su figura y demuestre que ser justo es, en todos los casos, preferible a ser injusto, mientras que el Extranjero parece definir la figura del sofista con el objeto de oponerse a ella en tanto filósofo, pero también con la clara intención de ejercitar, con ella, el método dialéctico. Si el pescador con caña había oficiado de παράδειγμα al momento de ocuparse del sofista, éste parece cumplir una función análoga, preparando el terreno para el tratamiento del no-ser, verdadero objeto de la dialéctica filosófica del Extranjero. Entonces, cabría preguntarse dos cuestiones. Por un lado, si la interpretación platónica de la sofística se encuentra, en este caso, al servicio de la definición del filósofo y si, por ende, habría que complementarla con aquella que se brinda en otros diálogos donde Platón le da la palabra a los propios sofistas en sus contiendas verbales con Sócrates. Por otro, si a pesar de las expectativas despertadas respecto de la escritura de un diálogo titulado Filósofo,57 esta figura no se manifiesta ya, de forma cabal, a través de la performance del Extranjero y si, en este sentido, el diálogo Filósofo no es ya el diálogo Sofista.

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Al respecto, véase Kahn (1996, pp. 32 y 62), quien propone superar la “ilusión óptica de los diálogos” que suprime los límites entre realidad y ficción por medio de la exitosa recreación de una atmósfera dramática.
Sobre las características que hacen del diálogo platónico un texto dramático, véase Blondell 2002, pp. 14-7. Además, puede consultarse Nussbaum (1986, pp. 183-6) y Arieti (1991), quien —de forma extrema— se encarga de leer los diálogos estrictamente como “dramas”.
Sobre la importancia del libro II, véase Annas 1981, p. 59; Vegetti 1998, pp. 13-15, y Shields 2006, p. 65.
Salvo indicación contraria, la traducción aquí y en citas siguientes le pertenece a Eggers Lan (1986). En un sugestivo análisis, Laird (2001) aboga por una interpretación filosófica (y no meramente literaria) de las vinculaciones entre el mito de Er, con el que Sócrates cierra el diálogo, y el relato de Giges propuesto por Glaucón en el segundo libro. Según el autor, Sócrates le responde al desafío planteado por Glaucón no con un argumento filosófico, sino con otra historia mítica, lo que demostraría la interdependencia entre ficción y filosofía.
Véase R., 368c.
En relación con la figura de los hermanos Glaucón y Adimanto, consúltese Craig 1994, pp. 112-4 y Vegetti 1998, pp. 151-2.
Al respecto, véase Vegetti (1998, p. 157), quien advierte que ni en la tradición cultural a la que pertenecía Platón ni en su propio horizonte de pensamiento era posible pensar en una supresión de la conexión entre el deseo autónomo de justicia y la condición de felicidad que acompaña a esa justicia.
Con respecto a la formulación básica de la teoría del contrato social, puede consultarse Kahn (1981, p. 93), quien sostiene que esa formulación supone tres momentos imprescindibles: la descripción de un estado de naturaleza, la existencia de una situación de peligro que amenaza al hombre y la aparición del estado de civilización como fruto de un pacto entre esos hombres.
Glaucón afirma que, por naturaleza, es bueno cometer injusticias, malo el padecerlas y que lo malo de padecerlas supera a lo buno de cometerlas (R., 358e). Adam (1902, p. 69, n. 31) sugiere que, en esas líneas, Platón ofrece una descripción de la relación natural entre los hombres similar a la expuesta en Lg., 626a.
Adam (1902, pp. 70 y 126-7) sugiere que no hay razones para vincular al personaje que introduce Glaucón con el Giges histórico que aparece en la obra de Heródoto (I, 7), pues en el relato del historiador nada se dice sobre el anillo, y si tal leyenda hubiera sido referida a Giges, es difícil pensar que Heródoto no la hubiera mencionado. En todo caso, añade Adam, es posible que Platón se estuviera refiriendo a un ancestro del Giges histórico, quizás al fundador de la familia (Glaucón, de hecho, inicia su historia afirmando que se trata de un “antepasado del lidio”, 359d). Calabi (1998) piensa que la hipótesis más plausible es que, como ocurre de manera frecuente en los diálogos, Platón esté reutilizando y modificando un mito con fines específicos. Laird (2001), por su parte, afirma que es poco probable que el Giges de Glaucón se refiera a un antepasado del Giges histórico y, por el contrario, sugiere que es la propia historia de Heródoto la que funciona como un modelo para el relato platónico. Sin embargo, aunque ambos relatos estén vinculados por la temática (la usurpación del trono), cierto simbolismo (la visibilidad y la invisibilidad) y las consideraciones éticas sobre la justicia, el de Glaucón se presenta abierta y explícitamente ficcional.
Glaucón cierra este segundo punto sosteniendo que cualquier hombre que, con el poder del anillo, no quisiera apoderarse de lo ajeno, sería mirado por quienes comparten el secreto como el más desgraciado, aunque todos lo elogiarían en público, engañándose unos a otros, por miedo a ser víctimas de alguna injusticia (R., 360d).
En ese pasaje, Platón podría estar aludiendo a las palabras del mensajero de la tragedia esquilea Siete contra Tebas, quien describe al adivino Anfirao diciendo: “...No existe blasón en su escudo, pues no quiere parecer el mejor sino serlo” (vv. 591-2). La traducción le corresponde a Perea Morales 1996.
En relación con la figura de Trasímaco, Guthrie (1969, pp. 286-90) supone que es un sofista en sentido pleno, ya que cobraba por sus enseñanzas y era reconocido por sus intereses retóricos. Por su parte, Kerferd (1981, pp. 51-2) también señala su popularidad como maestro de retórica, pero aclara que es poco lo que se sabe de él, en la medida en que sólo lo conocemos por su intervención en el libro I de República.
Al respecto, véase Weiss (2007, p. 100), quien sostiene que entre las tesis defendidas por Trasímaco y las reproducidas por Glaucón existen tres diferencias fundamentales: i) en las primeras tesis, la justicia proviene del más fuerte y en las últimas del débil; ii) en las primeras no se reconoce ninguna participación del gobernado en la creación de las leyes, mientras que en las últimas los orígenes de la justicia se remontan a un cálculo que ejecuta la mayoría y iii) mientras que en las primeras la justicia aparece como una fuente de miseria absoluta para los justos, en las últimas esa justicia es descrita como un punto medio entre lo mejor (cometer injusticia sin sufrirla) y lo peor (sufrir injusticia sin poder tomar venganza).
Al respecto, véase DK85A1-6 y 12a.
En relación con la crítica platónica a la retórica sofística, véase especialmente Grg., 447a-461b.
La traducción le corresponde a García Gual 1981.
La traducción le corresponde a Melero Bellido 1996.
La autoría del drama Sísifo aún hoy es discutida. Sexto Empírico, de quien deriva el fragmento, considera a Critias su autor, pero los estudiosos modernos se dividen entre el sofista y Eurípides. Para un resumen del problema, véase Guthrie 1969, p. 294, n. 81, y Melero Bellido 1996, p. 428, n. 52.
La traducción le corresponde a Melero Bellido (1996), aunque modificada levemente cuando lo considero necesario siguiendo la edición de Pendrick (2002).
Véase Adam (1902, p. 69, n. 31), quien se encarga de vincular la teoría expuesta por Glaucón con el mito de Prometeo relatado por Protágoras.
Kahn 1981, p. 93.
Al respecto, véase Rodríguez Adrados (1975, pp. 172-80), quien ha considerado que, por medio del relato mítico incluido en su intervención, Protágoras justifica su posición respecto de la participación de todos los ciudadanos en la política de la ciudad. Según el sofista, cada uno de los hombres está dotado de la virtud necesaria, que no debe entenderse como una donación divina, sino como el resultado de la necesidad humana (promotora de todas las invenciones). Por otro lado, Solana Dueso (2000, pp. 104-5) afirma que el mito se inserta en una tradición racionalista que pretende explicar la historia de la humanidad y el origen del hombre, a la que Protágoras le añade una preocupación por la fundamentación del sistema democrático, por la participación en la vida política de todos los ciudadanos y por el origen del Estado.
Guthrie 1969, pp. 118-119.
A continuación de esa afirmación, Antifonte enumera los dominios codificados por ley —según Vegetti (1998, p. 165), en una especie de “microfísica del poder”— afirmando que: “Las leyes han establecido, para los ojos, lo que deben y no deben ver; a propósito de los oídos, lo que éstos deben y no deben de oír, de la lengua, lo que debe y no debe decir; de las manos, lo que deben y no deben de hacer; de los pies, los lugares a donde deben y no deben dirigirse; del espíritu, los objetos que debe y los que no debe desear” (DK86B44 Col. III).
Gagarin 2001, p. 182.
Barnes 1982, p. 407 y Gagarin 2002, pp. 73-4.
Antifonte afirma específicamente que “Un análisis (σκέψις) tal está justificado por el hecho de que la mayor parte de los derechos que emanan de la ley están en oposición a la naturaleza” (DK86 B44A Col II). Sobre los sentidos de σκέψις, véase LSJ (1996): 1608. Moulton (1972, p. 336) sostiene que este uso de σκέψις con el sentido de “examen” representa el primer caso atestiguado en prosa y además, siguiendo unas líneas de Las ranas (vv. 973-4) de Aristófanes, sugiere que tal noción pudo haber sido un recurso típico de los sofistas.
En la tragedia Traquinias de Sófocles, Deyanira sostiene: “Si las acciones vergonzosas las realizas a escondidas, no caerás en vergüenza” (vv. 596-597); por otro lado, en Hipólito de Eurípides, el personaje Fedra reflexiona, en numerosas oportunidades, sobre las formas de ocultar las cosas pudorosas y sobre la figura de los testigos (vv. 240-250, 320-325, 330-334, 401-406). Respecto a Demócrito, véase el fragmento 264, donde el pensador de Abdera afirma que: “No sentir vergüenza ante los hombres más que ante uno mismo, ni realizar más algo malo si no lo va a saber nadie que (si lo fueran a saber) todos los hombres; sino más bien sentir vergüenza sobre todo ante uno mismo y establecer en el alma esta ley: no hacer nada inadecuado” (la traducción le corresponde a Cornavaca 2009). Sobre esta serie de testimonios, véase especialmente Cairns 1993, pp. 360-70.
Tanto en los discursos forenses reales como en las Tetralogías de Antifonte son numerosos los usos y la reflexión sobre la figura de los testigos. En Sobre el Coreuta (§§ 30-1), por ejemplo, al mencionar cuáles deberían ser los fundamentos de una argumentación que alcance la verdad, sostiene que los discursos deben ser verosímiles, que deben estar apoyados por testigos, que se deben presentar hechos que concuerden con el testimonio de esos testigos y, por último, que los hechos deben dar lugar a presunciones que estén de acuerdo con esos mismos testimonios. Evidentemente, el papel de los testigos cumple un rol fundamental como medio de prueba en la retórica de Antifonte. Por esta razón, en el mismo discurso citado sostiene que si una de las partes se niega a admitir la declaración de testigos, la otra parte tiene inmediatamente la presunción más fuerte (§27). Sin embargo, Contra la madrastra por envenenamiento, el propio Antifonte presenta algunos reparos al afirmar que el testimonio ofrecido por un esclavo torturado por su dueño no es digno de fe (§10). Al respecto, véase Ramírez Vidal 2000, pp. 43-48.
Véase Chantraine 1968, pp. 368-369.
Kahn 1981, p. 95, y Vegetti 1998, pp. 13 y 163-169.
Véase Vegetti 1998, pp. 151-153.
Sobre las características de ambos sujetos, puede consultarse De Luise y Farinetti 1998, p. 192.
Sobre el uso platónico de las citas y alusiones a los poemas homéricos en Repúbli ca véase, especialmente, Lake 2011.
Las metamorfosis de las divinidades homéricas podrían dividirse en dos tipos: la de los dioses marinos como Proteo y Tetis que, por su propia naturaleza acuática, son espontáneamente polimórficos (téngase en cuenta que Sócrates alude a ellos en R., 381d5, inmediatamente después de la cita que estamos estudiando) y la de los dioses olímpicos que recurren a la metamorfosis de manera esporádica. Al respecto, puede consultarse Atienza 2009.
La traducción aquí y en citas siguientes, salvo indicación contraria, le corresponde a Cordero 1988. Respecto del término ἕτερον, urge indicar que, en su traducción, Cordero (1988, p. 332, n. 5) se inclina por él (aunque algunos manuscritos propongan ἑταῖρος) y justifica su elección aludiendo a un probable error en el autodictado de los copistas (ambos términos se pronuncian igual), aduciendo cuestiones de contenido, pues el concepto de “diferente” anticiparía las diferencias entre el personaje extranjero y Parménides y, por último, mencionado los problemas que se evitan al eliminar la reduplicación del término ἑταῖρος. Una actualización de esa cuestión se encuentra en Cordero 2012.
Blondell (2002, pp. 314-320) afirma que la ausencia de cualquier otro tipo de caracterización del extranjero (quien carece de las características que definen a cualquier personaje de los diálogos platónicos, incluso a aquellos no-atenienses de los que usualmente se menciona su estatus social, su identidad cívica y su métier) sugiere: un interés en lo genérico a costa de lo individual y, teniendo en cuenta que ese interlocutor termina reemplazando a Sócrates como portavoz de Platón, un camino hacia la ausencia de individuación en la presentación del filósofo.
Como indica Cordero (1988, p. 334, n. 8), en ese pasaje de Sofista, Sócrates podría estar refiriéndose tanto a Od., IX, 270-271 como a XVII, 484-487. Sobre el uso de la ironía, véase Vlastos (1991, pp. 21-44), para quien ese recurso resulta, en boca de Sócrates, benigno y desprovisto de todo tipo de engaño. A diferencia de, por ejemplo, Nehamas (1998, p. 62), Vlastos sostiene que Sócrates expone su verdad diciendo lo contrario de lo que quiere decir, sin apelar a ningún otro tipo de engaño u ocultamiento.
La traducción le corresponde a Boeri 2006.
En este punto la traducción de Diès (1925) es clara: “...cette sorte d’humains prend d’apparences différentes dans le jugement ignorant de la foule...” (216c). Sobre los diversos aspectos de los filósofos como consecuencia de la ignorancia de la multitud, véase Dixsaut 2000, p. 216.
La vinculación entre los filósofos y los dioses es un tópico extendido en el cor pus platonicum. Al respecto, véase, por ejemplo, Phdr., 249c-d (donde además de esta vinculación se repite tanto la cuestión de la mirada desde lo alto hacia las cosas de aquí abajo, como la advertencia sobre la visión que la mayoría [πολύς, 249d3] tiene del filósofo, en este caso al entenderlo como un “perturbado” en vez de como un “entusiasmado”), 266b y 273e o Phlb., 16c-e.
Recordemos que en República II, Glaucón comenzaba la discusión preguntando a Sócrates si su intención era que “parezca” (δοκεῖν) que estaban convencidos o si buscaba convencerlos “verdaderamente” (ἀληθῶς) (357a-b).
En esas líneas, se plantea la relación entre los “nombres” y las “cosas”. La intención de Sócrates, como sugiere Palumbo (1994, p. 29, n. 14), es superar la particularidad de un punto de vista basado en la subjetividad de la opinión para alcanzar una perspectiva que pueda captar la objetividad de la verdad. Casertano (1996, pp. 92-93) afirma que, siendo conscientes de que lo único que se tiene en común es un mero nombre, los interlocutores comienzan a buscar un lógos que le permita hacer manifiesto sobre el plano del ser aquello a lo que se refiere el nombre en cuestión.
Véase Benardette 1984, pp. 72-73 y Scodel 1987, p. 22, n. 4.
Esta sexta definición es controversial porque el Extranjero describe el método de ciertos sofistas (aquellos que él llama de noble estirpe) de la misma forma en que se describe el método socrático en otros diálogos (Ap., 21d y Euthphr., 6d). Cornford (1935) entiende las seis definiciones iniciales como una suerte de reunión preliminar en la que Platón estaría recogiendo las distintas opiniones acerca del sofista, incluyendo aquella que ve como tal a Sócrates. Kerferd (1954) niega esta asimilación suponiendo que el método descrito sólo tiene ciertas semejanzas con el socrático, pero que en realidad alude a procedimientos practicados por ciertos sofistas históricos. Por su parte, Trevaskis (1955) piensa que este sexto intento se incluye en el diálogo debido a que el método de Sócrates solía confundirse con el de la sofística y Platón toma en consideración las pruebas que existían en la literatura contemporánea (entre la que se destaca Nubes de Aristófanes). Aun teniendo en cuenta que la parodia que asimila a Sócrates con la sofística se nutre de exageraciones y caricaturas, Konstan (2011) advierte que toda parodia, si pretende ser eficaz, debe tener alguna base en la realidad, y por ello supone que esa hostilidad hacia Sócrates representa la forma en la que Aristófanes captó cierto sentimiento popular despertado por todo el movimiento intelectual compuesto por presocráticos, pero también por Sócrates y por los sofistas, que los griegos de la época veían casi como un grupo homogéneo.
La noción de μίμησις es clave en el pensamiento platónico. Philip (1961, pp. 453 y 465) sostiene que Platón la utiliza en un sentido general que implica la imitación de existentes eternos a través de sensibles particulares y en un sentido específico que recupera el uso común que se daba en el contexto de las representaciones dramáticas y artísticas para referirse al actor que imita o al músico que representa las pasiones.
Seguimos aquí la traducción propuesta por Marcos de Pinotti 1997, p. 66.
Respecto al no ser como parte del género de la diferencia véase Palumbo 1994.
Seguimos aquí la traducción propuesta por Dixsaut (2000, p. 215), para quien la cláusula final indica una ausencia de necesidad. En este sentido, según este autor, todo indica que la búsqueda del filósofo no se presenta como algo por venir, en un momento determinado, sino que, entendiendo que su lugar es la dialéctica, toda vez que se emplea esa técnica aparece el filósofo.
Aunque Philip (1961) no lo especifica, es claro que aquí el término μίμησις recupera una noción propia de las performances teatrales, y así el sofista es visto como una especie de actor que hace las veces de sabio, un sujeto que en la ciudad transforma sus apariencias para mejorar su estatus, pues, en definitiva, para los interlocutores, el sofista no sabe aquello que imita.
Rickless 2010.
Sayre 2006, pp. 39 y 43-46.
Dixsaut 2000, pp. 218-220.
La traducción le corresponde a Santa Cruz 1988.
Recordemos que el libro X del diálogo cierra la discusión abierta en el segundo y, por medio del mito de Er, Sócrates termina de presentar las recompensas ofrecidas al hombre justo, en este caso, en su vida después de muerto. Al respecto, véase Halliwell 2007.
Véase Sph., 253e y Plt., 257a1-c2, 258b2-3.