Antígona y las fuentes de la ética humana

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David Konstan

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Konstan, D. . «Antígona Y Las Fuentes De La ética Humana». Nova Tellus, vol. 43, n.º 1, marzo de 2025, pp. 201-12, doi:10.19130/iifl.nt.2025.43.1/071S00X24W70.
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Biografía del autor/a

David Konstan, New York University

Catedrático de Filología clásica en New York University y profesor emérito de Filología clásica y Literatura comparada en Brown University. Su investigación se centró en la literatura griega y latina antigua, especialmente la comedia y la novela, y la filosofía clásica. Konstan fue presidente de la American Philological Association, fue miembro de la American Academy of Arts and Sciences y Honorary Fellow of the Australian Academy of the Humanities. Escribió numerosos libros sobre la amistad, la piedad, las emociones, el perdón, la belleza y el amor en el mundo clásico. También tradujo las dos tragedias de Séneca sobre Hércules. Su libro más reciente es The Origin of Sin. Greece and Rome, Early Judaism and Christianity.

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Debido a que el Dr. David Konstan fue miembro del Consejo Científico de NOVA TELLVS y siempre colaboró generosamente con esta revista, gracias a la iniciativa de la Dra. Nazyheli Aguirre De la Luz, a continuación publicamos la conferencia que el ilustre clasicista pronunció el 22 de abril de 2021, en el Coloquio “Reflexiones sobre la condición humana desde la tragedia griega”, evento organizado por Nazyheli Aguirre De la Luz, Alejandro García Casillas y María Rosa Loa Zavala, con el apoyo del Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Oriente y el Instituto de Investigaciones Filosóficas, de la Universidad Nacional Autónoma de México.

* * *

Les agradezco mucho por la invitación a dar esta conferencia y tener la oportunidad de pensar en un tema que tanto me fascina, es decir, el aspecto filosófico de la tragedia antigua; porque la tragedia plantea cuestiones de comportamiento propio, de cómo responder a dilemas morales. La tragedia manifiesta conflictos entre personajes, que no tocan sólo a los intereses privados, sino que siempre llevan consigo una dimensión pública, las normas y reglas del ciudadano en su contexto social y político. La Antígona de Sófocles nos muestra explícitamente la colisión entre dos modos de concebir la justicia y la ley. Y es eso lo que voy a desarrollar a continuación.

Como explica Luis Gil, un filólogo de primer rango -quien bajo el régimen de Franco en España publicó un libro sobre la censura en el mundo antiguo-, en la Introducción de su traducción de Antígona:

Desde Hegel, que lo interpretó como un conflicto entre dos esferas de derecho igualmente válidas -la del Estado y la de la familia-, a nuestros días, las opiniones de los críticos se han dividido en posturas antitéticas, como suele suceder cuando se trata de comentar obras geniales que dan pábulo abundante no sólo a la curiosidad de los filólogos, sino a las especulaciones del ensayo y la filosofía.1

Por un lado, “la situación conflictiva de la Antígona no puede ser más sencilla: una muchacha muere por desobedecer un mandato del poder establecido que pugna con imperativos ético-religiosos de orden superior [...]. Considerada la situación de esta manera esquemática [...], Antígona tiene de su parte toda la razón, y Creonte, toda la culpa”.2 Y sí, es difícil no simpatizar con la pobre heroína, que se muere por su amor a su hermano, su lealtad a la familia y sobre todo su respecto hacia las leyes divinas, que tienen prioridad sobre las de los seres humanos y sus gobiernos. Sin embargo, quizá la cuestión no es tan simple. Si cualquier persona puede apelar a las leyes eternas, así como las entiende, ¿qué pasa con la disciplina cívica, el orden, el derecho civil? ¿Realmente tiene razón Antígona, cuando insiste en enterrar dentro de las fronteras a un enemigo del Estado, que sí es su hermano pero que ha organizado un ataque contra su propia ciudad para reclamar el poder? ¿Merece Polinices ese honor? Como escribe Luis Gil, “en pleno auge de los totalitarismos, se prestó por primera vez una atención mayor a la figura de Creonte, cuyas razones cobraban en aquellos agitados tiempos mayor realce”.3 Así que otro gran filólogo, Antonio Tovar, quien en la guerra civil militó con los franquistas y enseñó muchos años en la Universidad de Salamanca, veía en Creonte al “representante de una política de signo racional, predestinada a chocar inevitablemente con los factores tradicionales e irracionales representados por Antígona”.4 Y la verdad es que Creonte tiene más presencia en la obra, y debería haber sido él el protagonista, es decir, el actor principal, que desempeñó su papel en Atenas, mientras Antígona sale del escenario mucho antes del final. Es Creonte, no Antígona, el personaje central de la obra: la tragedia es suya, suya la derrota, como argumentó, entre otros, Francisco Rodríguez Adrados: “Es el [sic] del rey en la culminación de su poder, que a lo largo de la obra es humillado”.5

Ahora bien, como argumenta Luis Gil:

La culpabilidad de Creonte, insinuada en las palabras del Corifeo cuando sugiere que el entierro de Polinices es una acción divina, se pone en evidencia cada vez mayor en sus sucesivas discusiones con Antígona, Hemón y Tiresias, hasta el extremo de que el propio personaje, si no convencido de su error, al menos temeroso del alcance de su mandato, pretenda inmediatamente revocarlo.6

En cuanto al drama mismo, queda claro que Gil tiene toda la razón; sin embargo, no coincido en que “es Antígona la que reúne, en buena y mala parte, todas las características de los protagonistas heroicos de la tragedia sofoclea”,7 pues considero que Creonte también comparte dichas características. El propio Luis Gil ofrece una interpretación distinta del propósito de Sófocles al crear una figura tan radical como la de Antígona. El traductor afirma que “Sófocles había querido presentar a sus conciudadanos un nuevo modelo de heroísmo cívico contrapuesto al ideal heroico; un heroísmo que superase el egocentrismo insolidario de los héroes del epos, transmutando el sentido del honor personal en un elevado concepto del deber”.8

Puede ser. Sin embargo, Antígona da motivos y justificaciones de su comportamiento, y, desde el punto de vista filosófico, tendremos que evaluar su argumento y situarlo en el contexto del pensamiento griego de la época sobre los conceptos del derecho y los fundamentos de las leyes. Ahora examinaremos más de cerca el pasaje donde Antígona aclara su posición:

Creonte: Y, aun así, ¿te atreviste a transgredir esa ley?

Antígona: No fue Zeus quien dio ese bando, ni la Justicia que comparte su morada con los dioses infernales definió semejantes leyes entre los hombres. Ni tampoco creía yo que tuvieran tal fuerza tus pregones como para poder transgredir, siendo mortal, las leyes no escritas y firmes de los dioses. Pues su vigencia no viene de ayer ni de hoy, sino de siempre, y nadie sabe desde cuándo aparecieron. De su incumplimiento no iba yo, por temor al capricho de hombre alguno, a recibir castigo entre los dioses. Que iba a morir, ya lo sabía -¡cómo no!-, aunque tú no lo hubieras prevenido en tu proclama. Y si muero antes de tiempo, lo tengo por ganancia, pues quien vive como yo en una muchedumbre de desgracias, ¿cómo no va a sacar provecho con la muerte? Así, el alcanzar este destino no me causa dolor alguno. En cambio, si hubiera tolerado ver insepulto el cadáver de quien nació de mi madre, con eso sí me dolería. Con esto otro, en cambio, no siento dolor alguno. Si a ti te parece que he cometido una locura, tal vez sea un loco ante quien incurro en falta de locura.9

¿Qué valor hubiera tenido, ante los ojos de los atenienses contemporáneos, este recurso a las leyes no escritas y sin embargo eternas? Existe un texto, en general menos conocido, escrito por Jenofonte, en el cual hay una discusión entre Sócrates y el sofista Hipias que suscita precisamente este tema. Se encuentra en el cuarto libro de los Recuerdos de Sócrates. Cuando Hipias le pide a Sócrates su definición de la justicia, o más precisamente de lo justo (to dikaion), el filósofo le contesta que su comportamiento de toda la vida testifica sus convicciones, pues pensaba “que el hecho de no querer cometer injusticia era una prueba evidente de justicia”.10 Entonces pregunta Sócrates a su interlocutor:

¿Pero entiendes lo que son las leyes del Estado? […]

-[Hipias contesta] Lo que los ciudadanos reunidos decretaron que debía hacerse y lo que debía prohibirse.

-Según eso, actuaría legalmente el que actuara como ciudadano de acuerdo con esas normas y sería ilegal el que las transgrediera.

-Totalmente, dijo [Hipias].

-¿Y, también según eso, no obraría justamente el que obedece a las leyes e injustamente el que las desobedece?

-[Contesta Hipias] Desde luego.

-Entonces, ¿el que obra justamente es justo y el que actúa injustamente es injusto?

-¿Cómo no?

-Entonces, el que obra legalmente es justo y el que actúa ilegalmente es injusto.11

Uno podría concluir de esta conversación que las leyes jurídicamente aprobadas son la única medida de la justicia, y esa en realidad es la postura de Sócrates. Vamos a ver. Hipias hace una objeción a la tesis de Sócrates: “Pero, Sócrates, ¿cómo podría darse tanta importancia a unas leyes o a su obediencia, cuando a menudo los mismos que las promulgaron las rechazan y las cambian?”.12 Es una buena pregunta, ¿verdad? Contesta Sócrates:

-También las ciudades a menudo promueven guerras y de nuevo hacen la paz. […]

-¿Crees entonces que hay alguna diferencia entre menospreciar a los que acatan las leyes, teniendo en cuenta que podrían ser abolidas, y censurar a los soldados que actúan con disciplina en las guerras, por el hecho de que puede volverse a la paz?13

Sócrates argumenta mucho más acerca de las ventajas que se derivan del respeto absoluto a las leyes y concluye: “Por ello, Hipias, declaro que lo legal y lo justo son una misma cosa”.14 ¿Has oído esto, Antígona?

Ahora bien, ¿cómo vamos a interpretar el hecho de que Sócrates mismo se jacta precisamente de no haber obedecido a los jefes del Estado en más de una ocasión? Incluso justo antes de mencionar la opinión de Sócrates sobre el respeto a las leyes, Jenofonte comenta:

Y cuando los Treinta le daban alguna orden ilegal, no la obedecía. Por ejemplo, cuando le prohibieron hablar con los jóvenes o cuando le ordenaron a él y a algunos otros ciudadanos que fuera a detener a alguien para condenarle a muerte, fue el único que no obedeció, porque se le había dado una orden contra la ley.15

Pero, ¿cómo, entonces, distinguir entre las leyes, propiamente dichas, y las órdenes ilegales? O ¿entre un régimen legal y otro ilegal? Y si los que apo­yaban o eran partidarios de los Treinta, es decir, la facción oligárquica que dominaba Atenas en el año 404 a. C., creían que representaban al régimen legítimo, ¿cómo demostrar que no era así, sobre todo si, como insiste Sócrates, el hecho de que las leyes cambien no es suficiente motivo para quitarles su autoridad absoluta?

Volvamos, entonces, al pasaje donde afirma Sócrates que “lo legal y lo justo son una misma cosa”, pues de inmediato le pregunta al sofista:

-¿Conoces leyes que no estén escritas, Hipias?

-[Y responde Hipias] Sí, las que hay en todo país y se consideran como tales.16

Es decir, leyes universales, que no cambian de un lugar a otro, o de una sociedad a otra. Continúa Sócrates:

-¿Podrás decir que las promulgaron los hombres?

-[Contesta Hipias] ¿Cómo podrían hacerlo personas que ni podrían reunirse todas en el mismo sitio ni hablan la misma lengua?

-¿Quiénes crees entonces que han promulgado estas leyes? [Pregunta Sócrates]

-Yo creo que los dioses han impuesto estas leyes a los hombres, pues entre todos los hombres la primera ley es venerar a los dioses.

-¿Y honrar a los padres no es también ley universal? [Pregunta Sócrates]

-También lo es.

-¿Y no lo es también que los padres no se unan sexualmente con los hijos ni los hijos con sus padres?17

Esa última pregunta suscita dudas en Hipias, quien contesta: “A mí no me parece, Sócrates, que ésa sea una ley divina. […] Porque veo que algunos la transgreden”.18

Antes de indicar cómo responde Sócrates a este desafío, conviene aclarar que las dos leyes que aluden a las relaciones entre seres humanos -la obligación de honrar a los padres y de no cometer incesto- tienen una relevancia particular en la situación de Antígona y su familia, porque esta heroína reverencia a su hermano mayor, quien es casi como un padre para ella, además Antígona y sus hermanos son producto del incesto, de la unión sexual entre hijo y madre. Es justamente la causa de la duda de Hipias, pues piensa que quienes cometen estos actos no respetan las leyes supuestamente divinas. Al respecto, Sócrates responde lo siguiente:

-También se transgreden las leyes en otros muchos aspectos, pero los transgresores de las leyes establecidas por los dioses sufren un castigo que los hombres de ninguna manera pueden evitar, como hacen algunos que transgrediendo las leyes promulgadas por los hombres se libran de pagar un castigo, unos porque pasan inadvertidos y otros empleando la violencia.19

¿Sócrates estará aquí pensando en la tragedia y, más concretamente, en la Antígona de Sófocles? Sócrates especifica que el castigo que sufren los que se unen con sus hijos es que engendran monstruos.20 ¿Por qué? El razonamiento de Sócrates es algo casuista. Dice que, para procrear buenos hijos, hace falta que ambos padres estén “en la flor de sus cuerpos” y, para eso, ninguno de los dos debe estar en edad avanzada, lo que sucede inevitablemente si son padre e hija o madre e hijo.21 Con eso acepta Hipias que “el hecho de que las propias leyes asuman el castigo para quienes las infringen […] es propio de un legislador superior al hombre”.22 Y dado que los dioses legislan cosas justas, Sócrates concluye que “a los dioses les agrada que lo justo y lo legal sean una misma cosa”.23

Dejemos, de momento, la lógica del argumento, que se puede analizar, por supuesto, de muchas maneras, y observemos sencillamente que la postura de Antígona en la obra de Sófocles no deja de tener implicaciones que preo­cupaban a los filósofos. No es una afirmación inventada casualmente, sino que refleja una actitud que, unos años después, llamó la atención de Sócrates mismo y, sin duda, de otros pensadores de su época.

La conexión con la tragedia la hace explícitamente Aristóteles, en el primer libro de la Retórica, cuando escribe:

Lo justo y lo injusto han quedado ya definidos en relación con dos clases de leyes y, de dos modos, en relación con aquellos a quienes atañe. Pues bien: llamo ley, de una parte, a la que es particular y, de otra, a la que es común. <Ley> particular es la que ha sido definida por cada pueblo en relación consigo mismo, y ésta unas veces no escrita y otras veces escrita. Común, en cambio, es la <ley> conforme a la naturaleza; porque existe ciertamente algo -que todos adivinan- comúnmente <considerado como> justo o injusto por naturaleza, aunque no exista comunidad ni haya acuerdo entre los hombres, tal como, por ejemplo, lo muestra la Antígona de Sófocles, cuando dice que es de justicia, aunque esté prohibido, enterrar a Polinices, porque ello es justo por naturaleza:

Puesto que no ahora, ni ayer, sino siempre

existió esto y nadie sabe desde cuándo ha aparecido.24

Aristóteles cita de inmediato lo que “dice Empédocles acerca de no matar lo que tiene vida, dado que ello no es para unos justo y para otros injusto, sino que es ley para todos y se extiende largamente / por el amplio éter y la inconmensurable tierra”.25

Platón también se refiere a leyes no escritas, en su último diálogo, Leyes, cuando el Ateniense proclama “que todas las prácticas de las que hablamos no son otra cosa que lo que se llama comúnmente leyes no escritas, y que las designamos con el nombre de leyes de los antepasados”.26 Esas leyes “son los vínculos de todo gobierno [...], son unos usos muy antiguos, derivados del gobierno paternal, que, establecidos con sabiduría y observados con exactitud, mantienen las leyes escritas bajo su amparo; y que, por el contrario, mal establecidos o mal observados, las arruinan”.27

Y no sólo son los filósofos los que reconocen tales normas o leyes universales. En la obra histórica de Tucídides, afirma Pericles en su famoso discurso fúnebre:

Si en nuestras relaciones privadas evitamos molestarnos, en la vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, y principalmente a las que están establecidas para ayudar a los que sufren injusticias y a las que, aun sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una vergüenza por todos reconocida.28

Dos siglos y medio después, el historiador Polibio hablará de las “normas o leyes comunes de los seres humanos” (τοὺς κοινοὺς τῶν ἀνθρώπων νόμους).29

Ahora bien, en el mundo antiguo no existía el concepto de “derechos humanos o naturales”, o de “dignidad humana” en sí. En parte por eso, quizás, se apelaba a las leyes divinas o comunes, lo que se llamaba en latín ius naturale en contraste con el ius gentium o el “derecho de los pueblos”. Pero entre las leyes no escritas contaban los griegos con el derecho, o más bien la obligación, de enterrar a los parientes, independientemente de sus acciones, incluso el haber reclutado un ejército, con tropas de ciudades hostiles, para conquistar su propia patria. Se puede pensar en los debates recientes sobre el enterramiento de Francisco Franco en España. Cabe señalar que en la Atenas de la época de Sófocles parece que no existía una prohibición absoluta de dejar expuesto el cadáver de un enemigo. Vincent Rosivach, en un artículo importante, resume la actitud de los griegos en el siglo V a. C.:

  1. Desde al menos el siglo v en adelante, los atenienses estaban dispuestos a negar el entierro, al menos en suelo ático, a los traidores y a los ladrones de templos.

  2. Para los griegos en general en el siglo v y después, los vencedores en combate todavía no tenían la obligación de enterrar ellos mismos a los muertos del enemigo, pero la costumbre panhelénica ahora establecía que permitieran al bando derrotado recuperar a sus muertos para enterrarlos.

  3. Se desarrollaron tres argumentos principales para justificar el sentimiento griego posterior de que la exposición o mutilación era inaceptable:

  1. que estaba en contra de la voluntad de los dioses;

  2. que no era helénico;

  3. que era inútil ya que los muertos estaban más allá del sufrimiento y la humillación.30

En relación con la tragedia que analizamos, Rosivach concluye que Creonte, como rey de Tebas, no tiene la obligación de enterrar a Polinices, ya que éste había muerto en batalla como invasor extranjero.31 Además, Creonte actúa en nombre del Estado, no por hostilidad personal. Sin embargo, dicha acción tampoco sería aceptable en el siglo V, y otros personajes de la tragedia ática que prohíben el entierro son todos retratados negativamente.32

Ahora bien, Creonte no es sencillamente rey de Tebas sino que también es pariente de Polinices, igual que Antígona, aunque en menor grado de parentezco porque es su tío, no un hermano. El drama no se enfoca tanto en los deberes de la ciudad, sino en la obligación familiar de tratar honorablemente a los muertos. Antígona no está defendiendo el derecho de los muertos en general al enterramiento; no se hubiera sentido obligada a cubrir el cadáver de cualquier desconocido, ni siquiera, según dice ella misma en un pasaje muy discutido, en el caso de un marido o un hijo. Su empeño es privado: de modo que Sófocles ha creado la trama sin querer evaluar las normas públicas.

La Antígona de Sófocles no es un tratado político ni filosófico, sino una obra de teatro, y no hay ninguna necesidad de justificar lógicamente o con argu­mentos silogísticos las acciones de su heroína. El adivino Tiresias le cuenta a Creonte los presagios alarmantes que ocurrieron después de su decreto:

[…] Estando sentado en la antigua sede augural, donde como a puerto confluían aves de toda índole, oigo un clamor desconocido, piando los pájaros como estaban con una excitación funesta e imposible de interpretar. Dime cuenta de que se estaban desgarrando mutuamente con las garras cubiertas de sangre, pues el estruendo de su aleteo no era equívoco.33

Creonte, por su parte, no quiere reconocer el significado de esos sucesos y acusa a Tiresias de avaricia: “La raza entera de los adivinos es amiga del dinero”.34 Pero al fin, cede Creonte, ya asustado, al juicio de Tiresias. Sófocles está afirmando un aspecto de la religión, no de la política: que la familia, al fin y al cabo, importa más que los decretos de los gobernantes.

No tenemos que pronunciar un elogio de Antígona tal como lo hacen Jordi Balló y Xavier Pérez, en su ensayo “La desobediencia civil”, publicado junto a la traducción de Luis Gil, donde describen a la protagonista en términos exaltados:

Luchadora abnegada, pero también mujer piadosa, Antígona nunca se mueve por el odio sino por el amor [...]. Pero el amor y la piedad no nacen sólo de la dimensión ética de tinte humanista: el acto político de Antígona no puede separarse, como mínimo en el texto de Sófocles, de su dimensión religiosa. Se ha visto en ella un antecedente de figuras mesiánicas de la talla del mismo Cristo, figuras siempre adornadas por las cualidades de Antígona: una tozudez displicente, una conexión íntima con lo divino, un espíritu de sacrificio y una conciencia de estar celebrando un acto redentor para futuras generaciones. Lo que Antígona no puede tolerar de Creonte es que haga desaparecer, a partir de un decreto, el valor de las creencias religiosas que otorgan a la vida un sentido superior, unas creencias que, en definitiva, coartan el poder del Estado.35

Deberíamos darnos cuenta de que Antígona no se sacrifica por motivos estrictamente religiosos -el concepto moderno de la “religión” no se aplica directamente a las creencias de los griegos en la antigüedad- ni por la humanidad en general, sino por un hermano querido, un gesto limitado e inseparable del contexto familiar. Antígona insiste en la importancia de la familia y esto constituye el núcleo del drama: la familia es sacrosanta, en el sentido de que hay responsabilidades que no se pueden evitar ni rehuir.

Hay un caso análogo en el Edipo Rey. ¿Cómo es posible que Edipo sea culpable por el parricidio o el incesto, cuando mató a su padre y se casó con su madre ignorando completamente sus identidades? Bueno, culpable no es, aunque en su furia se saca los ojos. Culpable, no: sin embargo, sí está marcado, es una persona contaminada, un miasma, ajeno a la comunidad humana. Visto únicamente desde la perspectiva humanista, podríamos decir que hubiera sido muchísimo más grave que yaciera con Mérope, su madre adoptiva, o que asesinara a su padre adoptivo, Pólibo, que cometer los mismos actos con sus padres biológicos. Éstos, al fin y al cabo, lo habían abandonado cuando era un neonato, y encima le mutilaron las piernas para que nadie quisiera rescatarlo. Sus padres adoptivos realmente lo querían, criaban y educaban, y en un sentido no eran sus “genitores”, para usar el término técnico de los antropólogos, sino su madre y padre en el sentido más profundo de esas palabras. No obstante, la estructura de la trama, todo el suspenso y la emoción que produce, nos lleva a sentir el horror de la violación de los lazos biológicos, sin tener en cuenta los vínculos sentimentales que se desarrollan en la vida íntima, a lo largo de los años.

Recientemente la Antígona ha sido objeto de interés entre filósofos y sociólogos, y no sólo ha merecido la atención de críticos literarios o filólogos. Por ejemplo, la filósofa feminista y política Judith Butler, en su libro El grito de Antígona, publicado en 2001 en Barcelona (y en inglés en 2000, con el título Antigone’s Claim: Kinship Between Life and Death), ha recurrido a las versiones sofocleas de Antígona para formular un modelo alternativo de la familia en relación con el complejo de Edipo freudiano, e incidentalmente también con el complejo de Electra jungiano. Como Freud, Butler aclara que ella no considera la figura de la ‘Antígona’ del mito griego o de otras tragedias clásicas o modernas. La figura a la que se refiere se restringe a la que aparece en los textos de Sófocles: Antígona, Edipo Rey y Edipo en Colono. Esta Antígona, afirma la estudiosa, altera los roles de padre y madre, hijos y hermanos:

Antígona es descendiente de Edipo, lo que nos plantea el siguiente interrogante: ¿qué puede surgir de la herencia de Edipo cuando las normas que éste ciegamente desafía e institucionaliza ya no contienen la estabilidad que les atribuyó Lévi-Strauss y el psicoanálisis estructuralista? En otras palabras, Antígona es alguien para quien las posiciones simbólicas se han convertido en incoherentes, confundiendo hermano y padre, emergiendo no como una madre sino -en sentido etimológico- “en el lugar de la madre”.36

Se trata de una nueva configuración del complejo de Edipo, que augura otro concepto de la familia, basada en el amor entre hermanos en vez del amor entre padres e hijos: y ¿podemos ver la insubordinación respecto al tirano Creonte como un desplazamiento de la rebelión contra el padre mismo, de parte esta vez de la hija en lugar del hijo? Da que pensar.

Otra especialista en ciencia política, Bonnie Honig, escribió el libro Antigone, Interrupted (Antígona, interrumpida),37 para defender la hipótesis de que Ismena tenía un papel mucho más activo en el drama de lo que creen la gran mayoría de los estudiosos, quienes la ven como ejemplo de pasividad y servilismo, como lo opuesto a su hermana. Sabemos que la ira de Creonte se desata por el hecho de que alguien había rociado con harina el cuerpo de Polinices. Pero, ¿quién fue? Se supone comúnmente que lo hizo Antígona, quien de seguro volvió a cubrirlo después de que los guardias quitaron el polvo y otra vez dejaron el cuerpo expuesto al aire. Antígona insiste en que la culpa de haberlo cubierto antes también era de ella; pero eso era una manera, según Honig, de salvar a su hermana. En realidad, era Ismena la que se atrevía a sepultar el cuerpo de su hermano, y representa ella la utilidad de la conspiración y el secretismo en oponerse a una tiranía.

Otros especialistas han argumentado que, por el contrario, el mérito de Ismena radica precisamente en su reconocimiento del respeto debido al Estado y a los decretos del rey. En el artículo “Ismene’s forced Choice: Sacrifice and Sorority in Sophocles’ Antigone” (“La elección forzada de Ismena: sacrificio y sororidad en la ‘Antígona’ de Sófocles”), Bonnie Honig sostiene esto:

En un artículo reciente (“Antigone, Agent of Fraternity: How Feminism Misreads Hegel’s Misreading of Antigone, or Let the Other Sister Speak”, cuya traducción es “Antígona, agente de la fraternidad: cómo el feminismo interpreta mal la lectura errónea de Antígona de Hegel, o deja que la otra hermana hable”), la filósofa Mary Rawlinson se centra en Ismena como un mejor modelo para la política feminista que su hermana más famosa. Ismena privilegia el mundo de los vivos, argumenta Rawlinson, y mira hacia el futuro. “¿Por qué las feministas deberíamos valorar el abrazo de Antígona al hermano muerto sobre la hermana viva?”, pregunta ella.38

El texto de Rawlinson permanece inédito y dice Honig que el estimado filólogo Simon Goldhill ha adoptado una interpretación parecida. Considero que este acercamiento no es irrelevante, aunque dudo mucho que fuera la intención de Sófocles proponer una idea semejante. El coraje radical, la idea de que el modelo para las mujeres tiene que ser el del héroe militar, como un Áyax o un Aquiles, no es necesariamente el atributo idóneo ni para las mujeres ni para los hombres, por muy “machos” que sean. ¿Por qué considerar que el valor de una mujer, o de cualquiera, debe tener rasgos del guerrero, en vez de un espíritu de conciliación, de ternura?

Parece que nos hemos alejado del tema de las normas o leyes no escritas de los dioses, y en un sentido es cierto, aunque permanecemos dentro del área de la filosofía. No obstante, en realidad nos quedamos con la cuestión de cómo saber cuáles son esas leyes, y qué, precisamente, nos mandan hacer. ¿Corresponde la testarudez de Antígona a la personalidad más adecuada para cumplir los mandamientos de los dioses? ¿Resulta tan claro lo que piden las divinidades a través de sus reglas a veces oscuras, abiertas a la interpretación? Admitimos que, dentro del marco de la tragedia Antígona, no cabe duda de que ella tiene la razón, y Creonte no. Pero la relación entre esta obra y la filosofía no se agota. Tenemos no sólo el derecho sino también la obligación de interrogar la tragedia y extraer toda la sabiduría que se esconde dentro de ella. O, en otras palabras, la conversación no se detiene aquí, sino que empieza ahora.

Luis Gil, “Introducción”, en Sófocles, Antígona, trad. Luis Gil, México, Penguin Random House, 2015, p. 9.
Gil 2015, pp. 9-10.
Gil 2015, p. 11.
Gil 2015, pp. 11-12.
Gil 2015, p. 14.
Gil 2015, p. 16.
Gil 2015, p. 20.
Gil 2015, p. 24.
S., Ant., p. 55, trad. de Luis Gil 2015.
X., Mem., IV, 4, 12. Todas las citas de esta obra proceden de Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, Económico, Banquete, Apología de Sócrates, intr., trad. y notas Juan Zaragoza, Madrid, Gredos, 1993.
X., Mem., IV, 4, 13.
X., Mem., IV, 4, 14.
X., Mem., IV, 4, 14.
X., Mem., IV, 4, 18.
X., Mem., IV, 4, 3.
X., Mem., IV, 4, 19.
X., Mem., IV, 4, 19-20.
X., Mem., IV, 4, 20.
X., Mem., IV, 4, 21.
X., Mem., IV, 4, 22.
X., Mem., IV, 4, 23.
X., Mem., IV, 4, 24.
X., Mem., IV, 4, 25.
Arist., Rh., I, 1373b 2-13. Las citas de esta obra fueron tomadas de Aristóteles, Retórica, intr., trad. y notas Quintín Racionero, Madrid, Gredos, 1990.
Arist., Rh., I, 1373b 14-17.
Pl., Lg., VII, 793a 9-10, trad. de David Konstan, quien sigue la ed. de John Burnet en Platonis Opera, vol. V: Tetralogia IX (Leges), Oxford, Oxford University Press, 1907.
Pl., Lg., VII, 793b 4-c 5, trad. de David Konstan.
Th., II, 37, 3. La cita proviene de Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. Libros I-II, trad. y notas Juan José Torres Esbarranch, Madrid, Gredos, 1990.
Plb., II, 58, 6, trad. de David Konstan, quien sigue la ed. de Ludwig Dindorf en Polybius, Historiae, vol. 1: Libri I-III, Leipzig, Teubner, 1967.
Cf. Vincent J. Rosivach, “On Creon, ‘Antigone’ and not Burying the Dead”, Rheinisches Museum für Philologie, 126/3-4, 1983, pp. 193-211, cf. especialmente pp. 206-207, trad. de David Konstan.
Rosivach 1983, p. 207.
Rosivach 1983, p. 209.
S., Ant., pp. 88-89, trad. de Luis Gil.
S., Ant., p. 91, trad. de Luis Gil.
Jordi Balló y Xavier Pérez, “La desobediencia civil”, en Sófocles, Antígona, México, Penguin Random House, 2015, pp. 109-140, cf. especialmente pp. 119-120.
Judith Butler, El grito de Antígona, prefacio Rosa Valls, trad. Esther Oliver, Barcelona, El Roure Editorial, 2001, pp. 39-40.
Bonnie Honig, Antigone, Interrupted, Cambridge, Cambridge University Press, 2013.
Bonnie Honig, “Ismene’s forced Choice: Sacrifice and Sorority in Sophocles’ Antigone”, Arethusa, 44/1, 2011, pp. 29-68, cf. especialmente p. 62.
David Konstan fue catedrático de Filología clásica en New York University y profesor emérito de Filología clásica y Literatura comparada en Brown University. Su investigación se centró en la literatura griega y latina antigua, especialmente la comedia y la novela, y la filosofía clásica. Konstan fue presidente de la American Philological Association, fue miembro de la American Academy of Arts and Sciences y Honorary Fellow of the Australian Academy of the Humanities. Escribió numerosos libros sobre la amistad, la piedad, las emociones, el perdón, la belleza y el amor en el mundo clásico. También tradujo las dos tragedias de Séneca sobre Hércules. Su libro más reciente es The Origin of Sin. Greece and Rome, Early Judaism and Christianity.