Unamuno, Don Juan y el Mal du siècle
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Resumen
Cada época tiene a los héroes que se merece
Giovanni Macchia
Rien ne peut-il charmer l’ennui qui vous dévore?
Jean Racine
Mal du siѐcle
Los escritores finiseculares parecen haber hallado en la expresión “mal del siglo” la metáfora perfecta para referirse a la “crisis radical de creencias y valores que conmovía a la conciencia europea de finales del siglo XIX” (Cerezo 2003: 41) . Mal du siècle había dejado de referir solamente a la soledad o melancolía del poeta 1 y se había empezado a relacionar con el “malestar de la cultura”, el tedio y el desencanto.
Aunque diferentes épocas habían abordado el problema del tedio, ninguna como el llamado periodo entresiglos . 2 En una de las notas de El libro de los pasajesWalter Benjamin escribe: “Émile Tardieu publicó en 1903 en París un libro titulado El tedio , en el que demostraba que toda la actividad humana es una tentativa inútil de evitar el tedio, pero al mismo tiempo todo lo que fue, es y será, no hace más que alimentar inagotablemente este mismo sentimiento” (128). En realidad, el tema que recuperaba Tardieu, a principios del siglo XX, había atravesado la segunda mitad del siglo anterior. En sus diarios, Henri-Frédéric Amiel (1821-1881) ya se refería al tedium vitae como “cansancio del mundo”, weltmüde , que parecía ser el estado natural del alma finisecular. Todo acto llevado a cabo por el hombre no parecía sino una forma desesperada de combatir el tedio. Amiel decía que el hombre “se distrae como puede, para apartar un pensamiento secreto, un pensamiento triste y mortal, el de lo irreparable” (140).
El mal del siglo parecía ser una sombra que se proyectaba por toda Europa, y cada quién experimentaba esa enfermedad según su temple y actitud. Todavía en 1913, el escritor italiano Giovanni Papini escribía en su autobiografía El hombre acabado: “perdí toda fe en el pensamiento, en la razón, en la filosofía. El pensamiento se me hizo paradoja poética”. 3 En los últimos años del siglo XIX, Miguel de Unamuno también había recogido la expresión “mal del siglo”, de una novela de Max Nordau (1849-1923) , para referirse a esa “enfermedad” que se había instalado en lo más hondo de la cultura europea. 4
Lo que más o menos disfrazado entristece a tantos espíritus modernos, el mal del siglo que denuncia Max Nordau, lo que perturba a las almas, no es otra cosa que la obsesión de la muerte total, el lúgubre pensamiento que dio tinte tan sombrío a la decadencia romana, la edad del estoicismo, del epicureísmo, de las extravagancias religiosas y del suicidio. Es una obsesión mucho más sombría y enervadora que la del famoso milenario, puesto que no tiembla ante el temor a tormentos que atiza ímpetus de penitencias, sino que paraliza la energía espiritual ante el espectro de la venidera nada eterna, que envuelve a todo en vaciedad abrumadora (Unamuno 1999: 127-128) .
Aunque el mal del siglo parecía ser un problema generalizado, que afectaba todos los ámbitos de la vida cultural, los que llegaron a sentirlo como un laberinto sin salida fueron los escritores de la época. Hans Hinterhäuser sostiene, en Fin de siglo. Figuras y mitos , que dentro del ambiente literario las personas más que verse a sí mismas como cómplices de ese malestar que sacudía a la cultura, se consideraban víctimas impotentes de un proceso de industrialización, mecanización y racionalización que amenazaba con devorar a pasos agigantados el espíritu y el arte: “Ellos eran conscientes de que este proceso se había presentado de una forma tan brusca y descomunal que provocó en las almas sensibles visiones apocalípticas, lo cual, unido a la conciencia de decadencia de la época hizo que se considerase el advenimiento del fin del mundo” (134-135).
Miguel de Unamuno y el mal del siglo
En Las máscaras de lo trágico. Tragedia y filosofía en Miguel de Unamuno , Pedro Cerezo Galán sitúa a la obra del pensador vasco en ese giro histórico de la filosofía a la tragedia que se extiende como una sombra en las postrimerías del siglo XIX, pues Miguel de Unamuno no sólo aborda el problema del mal del siglo sino que su obra es un fiel reflejo de un alma doliente que ve y constata cómo la cultura ilustrada entra en crisis; el autor de Niebla ahonda y se ahoga en esa impotencia en la que había entrado la filosofía occidental en un momento en el que no podía ya dar una respuesta satisfactoria a las nuevas demandas de sentido. Recordemos que en octubre de 1897 Miguel de Unamuno había escrito un pequeño texto titulado “El mal del siglo”, 5 que coincidía justo con su famosa “crisis del 97”, 6 una crisis de angustia y nihilismo que estuvo a punto de llevar al autor al suicidio y que se puede encontrar detalladamente descrita en su Diario íntimo .
“El mal del siglo” estaba proyectado como un capítulo de un libro que se llamaría Meditaciones evangélicas y que, como varios de sus últimos proyectos, nunca llegó a terminarse. En este texto Miguel de Unamuno habla de la fatiga del racionalismo, y hace una crítica a la juventud de su tiempo . Con “la expresión fatiga del racionalismo (Unamuno) expresa muy ajustadamente el talante desengañado y escéptico de fin de siglo” (Cerezo 2003: 48) . Por donde quiera el autor percibe síntomas de descomposición espiritual y ruinas de ideas; pareciera que una vez pasada la embriaguez progresista, la intelectualidad europea no encontraba más que vacío: “Quisimos ser dioses por la ciencia del bien y del mal, y esta ciencia nos ha mostrado nuestra desnudez” (Unamuno 1965: 125-126) .
En otro libro, El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX, Pedro Cerezo Galán opta por no usar la categoría “generación” y propone la expresión “espíritu del tiempo”, que engloba simbólicamente a una conciencia general de decadencia, que afecta a las profundas raíces de la vida cultural europea.
En vez de “generación” me parece más adecuado hablar de un “espíritu del tiempo” ( Zeitgeist ), concepto historiográfico más apto, por su mayor envergadura, para registrar los cambios profundos de sensibilidad, mentalidad, y ethos , que jalonean la historia. (41)
Cerezo Galán observa que la oleada de optimismo que había acompañado al progreso científico del XIX poco a poco se fue difuminando para dar paso a la trágica constatación de su “derrota”. Este proceso de quiebra de las ilusiones del positivismo científico y del naturalismo literario no dejó más que vacío. La crisis cultural de fin de siglo obligó a los intelectuales a plantearse cuestiones radicales, que justo iban más allá del problema de España: “Esto no excluye -comenta Cerezo Galán- la cuestión autóctona de ser o no español y de cómo serlo, sino que la incluye o integra en un marco epocal más amplio y decisivo” (2003: 18) .
Ahora bien, situar a Miguel de Unamuno en el marco de ese espíritu epocal abre otras vías de lectura también para algunos de sus libros, en este caso particular, la recreación que hace el autor de la figura de Don Juan en una obra de teatro, escrita en 1929 pero publicada en 1934. El hermano Juan constituye una pieza fundamental para mostrar cómo este personaje que nació con la Modernidad al final también sucumbe ante la crisis finisecular. Me gustaría recuperar una tesis que arroja Joaquín Casalduero, en su libro Contribución al estudio del tema de Don Juan en el teatro español , que sostiene que “la importancia de Don Juan radica en cómo se revela el espíritu de una época en cada nueva versión” (7). Y es que Don Juan atraviesa prácticamente toda la historia de Occidente moderno. No hay época que no haya concebido a su propio Don Juan. Y en cada nueva versión hay detrás una serie de ideas y sentimientos propios de cada época. Don Juan pareciera ser una especie de esponja que absorbe distintos elementos de la época a la que pertenece cada nueva versión o variación.
Don Juan
Durante casi tres siglos la figura de Don Juan había tenido como base el patrón unánime de la juventud; parecía un río caudaloso capaz de arrasar con todo. El Siglo de Oro español lo había visto nacer como “una respuesta violenta al culto a la muerte” (Macchia: 13) que impregnaba al imaginario de la época. Don Juan era la máxima expresión de la carne, o del amor entendido como carne. 7
Sin embargo, entre el Don Juan de Tirso de Molina y el Don Juan de finales del siglo XIX y principios del XX parece interferir un cambio drástico en la percepción del tiempo, pues el hombre de finales del siglo XIX y principios del XX no sólo duda de la existencia de Dios, sino que parece estar convencido de que no hay eternidad en el horizonte, pues vive en un mundo donde la ciencia ha convertido al tiempo en una monótona sucesión de instantes, y es que desde el Romanticismo el hombre moderno parece saber que la eternidad es sólo un anhelo de inmortalidad que perpetúa el corazón humano. 8
Por otro lado, el Don Juan barroco es católico y, a diferencia del Don Juan del Romanticismo, no es un seductor 9 sino un burlador, al que ni siquiera le importa tener fama de buen amante, mientras que el romántico es inseparable de la leyenda que se ha generado a su derredor, y se jacta de ello todo el tiempo. El Don Juan Tenorio de José Zorrilla es un hombre que se representa a sí mismo, al mismo tiempo que encarna al tipo de hombre que antes de él otros donjuanes han contribuido a crear. 10
Miguel de Unamuno conocía muy bien la estructura de ambas obras. Y lo que toma del Don Juan de Tirso para ridiculizarlo es precisamente un detalle, que el personaje de Tirso cree en Dios, es un hombre que sabe que su salvación dependerá de sus actos. Así, llevado al otro extremo, el hermano Juan de Unamuno es profundamente religioso. Si el de Tirso no le temía a la muerte, el del autor vasco no se cansa de repetir que con la muerte no se juega. En el prólogo de El hermano Juan Unamuno escribe “El Don Juan de Molina quiere gozar del momento que pasa, sobre todo en el del engaño; más cuando se le despierta y le escuece la conciencia religiosa, el atavío del remordimiento se la sacude con el ‘si tan largo me lo fiáis’” (1959: 863) .
El Don Juan de Unamuno pertenece pues a la galería de donjuanes viejos y cansados que comienzan a aparecer en la literatura europea de finales del siglo XIX y se extienden hasta la segunda mitad del XX, y que portan en su interior una serie de elementos propios de la época, como el aburrimiento, el hastío, el tedio. Recordemos que Azorín también recrea a la figura del Tenorio en su novela Don Juan , 11 y al igual que Unamuno lo presenta en los últimos años de su vida. La trayectoria que sigue este Don Juan cansado y viejo en realidad comienza desde mediados del siglo XIX, aunque se hace más visible durante el periodo finisecular.
Don Juan y el tedium vitae
Cuando en El hermano Juan , Inés pronuncia: “Del suicidio lento que es tu vida de vacío quiero redimirte” (V, 762), lo que tiene de frente es a un donjuán viejo, cansado, melancólico, reducido prácticamente a polvo. Pero, en realidad pareciera que no se dirige únicamente al pobre hombre que tiene de frente, sino al mito. Cuando Inés pronuncia esas palabras en realidad la historia de Don Juan también había quedado ya reducido a cenizas. Desde mediados del siglo XIX, cuando Baudelaire y Flaubert escriben apuntes para nuevas figuraciones de Don Juan, el tema central en ambos es la vejez. 12 Precisamente con ellos iniciaba un largo y doloroso camino para Don Juan, que va desde el arrepentimiento (Azorín), la vejez (Unamuno), o en casos extremos el suicidio (De los Ríos Lamperez). Sin embargo, ya desde Del amor (1822) de Stendhal podemos leer:
Al envejecer vemos a Don Juan entregado a las cosas que constituyen su propia saciedad, pero nunca entregado a sí mismo. Lo vemos, atormentado por el veneno que lo devora, agitarse en todos los sentidos y cambiar continuamente de objeto. Sin embargo, sea el que sea el brillo de las apariencias, para él todo se reduce a cambiar de dolor: fluctúa entre el tedio apacible y el tedio agitado; he aquí la elección que le queda (165).
El tedio y la vejez son temas casi contemporáneos al tema de “la salvación por amor” en Don Juan, magistralmente llevada a cabo por José Zorrilla en 1844. Incluso hay autores, como Joaquín Casalduero, que sugieren que el tema del tedio ya está presente en la obra de Zorrilla. 13 Recordemos lo siguiente: El Don Juan de Zorrilla, al igual que sus predecesores es un calavera que hace y deshace al mundo a su capricho, y se place en presumir sus conquistas, así como los duelos en los que ha salido valeroso. Es un Don Juan que parece exprimirle a la vida la última gota de adrenalina antes de que sea demasiado tarde, hasta que “algo” ocurre. Este “algo” tiene que ver con la intervención en el Acto Tercero de Doña Inés, la mujer ideal, por la que el timador se habrá de convertir, se enamorará, y dejará de ser un donjuán. Sin embargo, en la escena X, del Cuarto Acto, interviene un elemento que le impide llevar a cabo plenamente la conversión. Don Juan mata al padre de su amada y con ello pierde el amor de la novicia para siempre.
Y venza el infierno, pues.
Ulloa, pues mi alma así
vuelves a hundir en el vicio,
cuando Dios me llame a juicio
tú responderás por mí. (vv. 2602-2605)
Al final del mismo acto, después de matar a don Gonzalo de Ulloa, el comendador, Don Juan confiesa su fallida conversión, intentó ser otro pero el destino no lo quiso:
Allá voy.
Llamé al cielo y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo. (vv. 2620-2624)
Don Juan Tenorio retomará su camino de seductor, pero ya no será el mismo, ya no puede ser el mismo; con Inés ha descubierto que el amor existe en el mundo, aunque no para él. El elemento que arroja José Zorrilla en la historia de Don Juan es la salvación por amor, pues su Don Juan será perdonado por Dios y no irá al infierno. Esta idea comienza a desarrollarse desde el cuarto acto:
No es, Doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí:
es Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás. (vv. 2264-2267)
La salvación de Don Juan queda plenamente manifiesta cuando en la última escena Doña Inés afirma:
Que el amor salvó a Don Juan
al pie de la sepultura. (vv. 3794-3795)
Este punto de inflexión en la historia de Don Juan, la conversión y la salvación por amor, no hacen otra cosa que anunciar su muerte: un donjuán que se convierte, se arrepiente y se salva, deja de ser donjuán. Pero estos elementos no son realmente los que terminan matando al personaje, en su libro El mito de Don Juan, Jean Rousset sostiene que es hasta finales del siglo XIX cuando la sustancia mítica del personaje termina por evaporarse, esto ocurre con la desaparición del convidado de piedra,
la identidad primera se ha borrado bajo el efecto de una dislocación: el conjunto inicial y constitutivo se ha disgregado; al acaparar en él todo el interés, el héroe se ha apartado del escenario global, ha perdido el contacto con el Convidado de Piedra, y con el desenlace sobrenatural. Muerte del mito… prueba, asimismo, de que el mito ha triunfado, de que ha triunfado en exceso (10).
En la mayoría de las obras sucesivas sobre Don Juan, el convidado de piedra ya no intervendrá más. Sin embargo, el Don Juan de José Zorrilla revela otro elemento fascinante que contribuye a debilitar el mito de Don Juan, este elemento es la supresión del carácter heroico del personaje. Joaquín Casalduero identifica una escena al final de Don Juan Tenorio que sitúa al personaje de Zorrilla más cerca del corazón burgués de finales del siglo XIX que del corazón romántico. En esa escena, el amor entre Don Juan y Doña Inés es un amor todo ternura, “una pasión rebajada, en el que el fuego de la pasión y del amor se convierte más bien en lágrimas, que las lágrimas en fuego. Doña Inés en el sofá con su Don Juan a los pies, es la estampa más fiel, la interpretación más fidedigna del corazón burgués, antiheroico, romántico-sentimental de la época” (149). Nada más alejado del Don Juan barroco, o de Don Giovanni de Mozart que este Don Juan arrodillado, que implora tan tiernamente amor y que es tan dulcemente correspondido. Este elemento nos hace dudar de si el Don Juan de Zorrilla realmente pertenece a la galería de héroes románticos o más bien a los personajes sentimentales de la literatura del naturalismo. Sin bien es cierto que el Don Juan de Zorrilla aún no cae presa del tedio, desde principios del siglo XIX los autores comienzan a ver una sombra del tedium vitae que parece proyectarse sobre Don Juan. Stendhal, en 1822, ya sostenía que la gran diferencia entre el Werther de Goethe y Don Juan es que el primero es realmente la encarnación del héroe romántico, cuya desesperación incluso lo va a orillar al suicidio, mientras que Don Juan nunca se suicidaría, porque el hastío lo mata todo, incluso el valor necesario para matarse. 14
Don Juan de Unamuno
A diferencia de sus antecesores más célebres, el Don Juan de Unamuno es un personaje que reflexiona, medita, se interroga por su destino y su razón de ser. No es, sin embargo, un Don Juan parecido al Johannes de Kierkegaard, pues a diferencia de éste, el hermano Juan de Unamuno no disfruta de la experiencia estética, sino que se nos presenta como una figura teñida de melancolía ante la complejidad de la vida. Y frente al júbilo y la despreocupación vital del personaje de Tirso de Molina, éste se nos aparece atravesado por una profunda nostalgia.
Hay autores, como Carlos Feal Deibe , que sostienen que el tema de Don Juan y el tema de “el otro” estructuran prácticamente toda la obra de Unamuno, aunque “la expresión más acabada de ellos se encuentra en las dos producciones teatrales El otro (1926) y El hermano Juan (1929) especie de testamento literario de su autor, están presentes también -aunque de manera no visible- por toda la novelística y dramaturgia unamuniana” (15). Es tan conocido el rechazo que Unamuno siempre externó hacia la figura de Don Juan, que a lo largo de su obra podemos encontrar diferentes críticas, como aquella conferencia que dio en 1923, en ocasión a la apertura de los cursos escolares.
No caigáis, estudiantes españoles, en la dementalidad del carnero, el macho de la oveja, indigestísimo en el seso y opulento en el sexo. Sea vuestro ideal el discreto y casto don Quijote y no el botarate de don Juan Tenorio, peliculero y héroe de casino. Es la inteligencia lo que ha de salvar la patria (Unamuno 1996: 218).
Sin embargo, no será hasta El hermano Juan donde Unamuno salde cuentas con la figura del Tenorio. Para ello, Unamuno echa mano de la imagen de Don Juan que venía recorriendo Europa desde la segunda mitad del siglo XIX: Un Don Juan viejo, que ya no seduce, que vive presa del tedio y del hastío. La confesión y el presentimiento de la muerte van a travesar a la versión de Unamuno.
En el prólogo de la obra, Miguel de Unamuno confiesa que cuando Julio de Hoyos le propuso llevar al teatro lo que para muchos es su obra maestra en la novela Niebla le pareció una barbaridad, pues Augusto Pérez al afirmarse a sí mismo se trasciende como personaje de ficción; y por tanto llevarlo a las tablas sería una grave contradicción pues sería volver a convertirlo en un personaje de ficción: “Y entonces me di cuenta de que la verdadera escenificación, realización histórica, del personaje de ficción estriba en que el actor, el que representa al personaje, afirme que él y con él el teatro todo es ficción y es ficción todo, todo teatro, y lo son los espectadores mismos” (1966: 713) .
De ahí que el Don Juan de Unamuno sea plenamente consciente de que es sólo un personaje de teatro, cuya vida no va más allá de las tablas. El Don Juan de Unamuno está condenado a representar una y otra vez el mismo papel, y a dudar de su existencia:
Inés: Pero si Don Juan Tenorio parece que no fue más que un personaje de teatro.
Juan: Como yo, Inés, como yo, y como tú… y como todos.
Inés: Si creo que hasta no existió.
Juan: ¿Hasta…? ¿Existo yo? ¿Existes tú, Inés? ¿Existes fuera del teatro? ¿No te has preguntado nunca esto? ¿Existes fuera de ese teatro del mundo en que representas tu papel y yo el mío? ¿Existís, pobres palomillas? ¿Existe Don Miguel de Unamuno? ¿No es todo esto un sueño de niebla? Sí, hermana, no hay que preguntarse si un personaje de leyenda existió sino si existe, si obra. (1959: 972)
Si en Niebla podemos constatar que Augusto Pérez trasciende su existencia apariencial hasta palparse sustancialmente, el hermano Juan se consume en ella, sabiéndose no más que mera representación. Dice Cerezo Galán que el hermano Juan pareciera ser “la antítesis de Augusto Pérez, el protagonista de Niebla , pues, como él, el hermano Juan es un muñeco de niebla, ‘sombra de hombre’, pero a diferencia de aquél, conoce su verdad y la proclama. Si Don Quijote nos decía ‘Yo sé quién soy’, Don Juan parece gritar ‘yo sé lo que represento’ ” (1996: 742) . El Don Juan de Unamuno ya no es un seductor, aunque se afane en repetir su leyenda. Lo importante no es ser un seductor sino que los demás crean que lo es.
Miguel de Unamuno no sólo recoge a ese Don Juan que ya había sido atravesado por el hastío en la literatura de fines del siglo XIX, sino que además le imprime un profundo miedo a la muerte. Si el Don Juan barroco no se cansaba de repetir “Si tan largo me lo fiáis”, el de Unamuno no cesa en pronunciar “Con la muerte no se juega”. El hermano Juan es un hombre derrotado, presa de la melancolía, aunque sin la fuerza suficiente como para suicidarse. Aunado a esto, el hermano Juan es profundamente religioso, y terminará sus días en algún monasterio.
Llama la atención que el Don Juan de Unamuno se presente ataviado con ropajes propios del periodo romántico, mientras que todos los demás personajes están vestidos a la moda de principios del siglo XX. El hermano Juan de Unamuno se ve a sí mismo como un personaje que durante poco más de tres siglos ha protagonizado diferentes versiones de Don Juan. No se siente un hombre común, sino un héroe que ha atravesado diferentes épocas y escenarios y de pronto se mira atrapado en el tiempo. Si bien es cierto que la versión de Zorrilla es la última que presenta todos los elementos que conforman el mito de Don Juan, sobre todo, el enfrentamiento con el convidado de piedra, el Don Juan de finales del siglo XIX y principios del XX muestra un elemento fascinante: en un mundo desacralizado, ateo, en el que ya no tiene sentido la aparición de una figura como la estatua de piedra, Don Juan no se libra del castigo. Sólo que, en este caso, el castigo no proviene del más allá, sino que habitaba en su interior y con el paso de los años se trasforma en tedio y aburrimiento. Eugenio D’Ors es el que ve esto de manera contundente al escribir que “en el interior de sí mismo es donde verdaderamente Don Juan acaba por encontrar a la estatua de piedra” (615). Por último, hay que recordar que Don Juan tiene su lugar en la galería de Les fleurs du malde Baudelaire con un poema magistral, “Don Juan aux enfers”:
Quand Don Juan descendit vers l’onde souterraine
Et lorsqu’il eut donné son obole à Charon,
Un sombre mendiant, l’œil fier comme Antisthène,
D’un bras vengeur et fort saisit chaque aviron.
Montrant leurs seins pendants et leurs robes ouvertes,
Des femmes se tordaient sous le noir firmament,
Et, comme un grand troupeau de victimes offertes,
Derrière lui traînaient un long mugissement.
Sganarelle en riant lui réclamait ses gages,
Tandis que Don Luis avec un doigt tremblant
Montrait à tous les morts errant sur les rivages
Le fils audacieux qui railla son front blanc.
Frissonnant sous son deuil, la chaste et maigre Elvire,
Près de l’époux perfide et qui fut son amant,
Semblait lui réclamer un suprême sourire
Où brillât la douceur de son premier serment.
Tout droit dans son armure, un grand homme de pierre
Se tenait à la barre et coupait le flot noir;
Mais le calme héros, courbé sur sa rapière,
Regardait le sillage et ne daignait rien voir (42-43).
En Las metamorfosis del seductor.Un ensayo sobre Don Juan(2004) José Lasaga medina sostiene que el genio poético de Baudelaire de alguna forma profetiza el destino de Don Juan:
…al seductor se le acaba el tiempo para seducir. Envejece como la época que lo concibió, espejo de su más íntimo deseo: eros ilimitado, como el sueño, como el número. Entre la alternativa de terminar sus días como enamorado o como dandy , Baudelaire no duda. Le confiere el temple del caballero dandy al que nada sorprende. Aún en el paisaje infernal, rodeado de sus víctimas, Don Juan adopta el aire frío que proviene de la inquebrantable resolución de no manifestarse emocionado (129-130).
Para cerrar el texto, me gustaría recuperar el epígrafe con el que abrí el texto: “cada época tiene a los héroes que merece” (Macchia: 34) , y es que la crisis finisecular no podía tener un Don Juan imagen de la vitalidad y celebración de la carne como el siglo XVII, sino todo lo contrario, un Don Juan viejo, cansado, temeroso de la muerte. Si en sus inicios Don Juan se reveló como un espejo en el que se había reflejado el yo moderno, los escritores de finales del siglo XIX y principios del XX nos enseñan que Don Juan, espejo de la Modernidad , terminó envejeciendo con ella.
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