Legislación como literatura: La hisba de Ibn῾Abdūn y la mujer en la Sevilla almorávide

Bollo-Panadero, María Dolores. 2024. «Legislación Como Literatura: La Hisba De Ibn῾Abdūn Y La Mujer En La Sevilla almorávide». Medievalia 55 (1):97-119. https://doi.org/10.19130/medievalia.2023.55.1/005SW10120X5.

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Resumen

Tras la conquista almorávide, al-Ándalus experimenta un cambio profundo en su estructura social, económica y gubernamental. Con base en las ideas y teorías propuestas por el Law and Literature Movement, este artículo analiza las regulaciones relacionadas con las mujeres en el tratado de Ibn῾Abdūn. La obra, escrita hacia finales del siglo XI o principios del XII, forma parte del género de la literatura árabe denominado ḥisba, y el objetivo de estos textos era regular las transacciones comerciales, al tiempo que servían para reforzar la sharía en los espacios públicos y privados. Destinado a ser una lista de regulaciones de los diferentes gremios y de las instituciones urbanas de Sevilla, el opúsculo de Ibn῾Abdūn termina, en varias instancias, codificando el comportamiento de la población civil, y especialmente el comportamiento de las mujeres, cuyas vidas sufrieron un cambio radical por la imposición de una nueva ideología, en los espacios públicos de la ciudad. El tratado representa así una ventana abierta en un momento crucial de la historia de al-Ándalus y un valioso instrumento para el estudio y entendimiento de la situación de la mujer en la Sevilla de comienzos del siglo XII.

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Citas

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La estrecha conexión entre derecho y literatura nunca fue una novedad, ya que ambas esferas del conocimiento humano dependen de textos sujetos a la interpretación.^¹ Relación indiscutible durante varios periodos históricos, la tolerancia de la hermenéutica literaria a la ambigüedad y a la pluralidad de resultados teóricos hizo que los estudiosos del derecho, a principios del siglo XX, buscasen distanciarse exegéticamente de los métodos interpretativos de la literatura, en busca de pretendidas interpretaciones “objetivas” o “verdaderas” (Kingwell, “Let’s Ask Again: Is Law Like Literature?”, 346). Sin embargo, fue, sobre todo, la naturaleza interpretativa que ambas comparten lo que reavivó una vez más, a partir de mediados de los años setenta, la analogía entre las dos disciplinas. El Law and Literature Movement, iniciado por James Boyd White, y que cuenta en sus rangos con nombres de juristas tan distinguidos como Richard Weisberg o Robert Weisberg, empieza de nuevo a utilizar metodología legal para el análisis de textos literarios y, especialmente, a emplear la crítica literaria para el mejor entendimiento de los textos legales. No obstante, no sería exagerado afirmar que el jurista más reconocido, y ciertamente el más prolífico del movimiento derecho y literatura, fue Ronald Dworkin, por su visión innovadora y aglutinadora de ambas disciplinas. Afirma Kingwell: “In his influential paper “How Law Is Like Literature,” Ronald Dworkin makes one of the broadest possible appeals to the pro-analogy argument in the recent literature, an appeal that continues in his more systematic studies of judicial interpretation in Law’s Empire” (“Let’s Ask Again: Is Law Like Literature?”, 328).

Aunque en los debates de teoría y filosofía del derecho, las aportaciones de Dworkin continúen generando importantes discusiones sobre interpretacionismo versus no-interpretacionismo e intencionalismo versus formalismo, nuestro interés en este estudio está centrado menos en el artefacto legal analizado como literatura, y más en el artefacto legal entendido como narratividad. Entre las tesis de Dworkin sobre las relaciones entre el derecho y literatura,^² dos son especialmente de nuestro interés. La primera se refiere a la comprensión de la legislación a través de su intencionalidad. Como las leyes no existen en el vacío, estas están siempre dedicadas a expresar el lenguaje de una comunidad. Por lo cual, es indispensable comprender la comunidad política que produce la legislación, para, de esta manera, entender lo que desvela la legislación sobre la sociedad que la produce. Si este proceso es importante para lidiar con legislaciones sincrónicas, más importante se torna incluso cuando tratamos de legislaciones distanciadas en el tiempo. La segunda tesis se refiere al entendimiento de la historia institucional de la comunidad política productora de la legislación. En referencia a este aspecto, el proceso de interpretación -sobre todo anacrónica- se solidifica en la aproximación de la crítica al artefacto analizado a través de su contexto histórico y social, de manera a asesar el momento de producción del artefacto legislativo.

El contexto del presente análisis encuentra su germen productivo en el desembarco de Yūsuf Ibn Tašufīn en la Península Ibérica, en 1086. Este representa, como lo llamó Olivera Serrano, “un Proyecto de Reconquista islámica” (“La reacción almorávide”, 300), cuyo objetivo era, además de la preservación pactada de las taifas de Sevilla y de sus aliados, la recuperación de Tulaytula, la Toledo recién conquistada por las tropas de Alfonso VI de Castilla y León. Las campañas militares de Yūsuf se repitieron varias veces en la Península durante la subsecuente década. Estas campañas, aunque no lograron la recuperación de Toledo, conllevaron la conquista de tierras cristianas y musulmanas, y la consolidación del poder del Imperio almorávide al otro lado del estrecho.^³ Después de la segunda campaña almorávide en 1088, ya reconocerían los reyes de taifas el error estratégico que habían cometido al dar apoyo a la inclusión de este elemento foráneo en el delicado tablero de ajedrez de la política peninsular de reinos.^⁴

Los ulemas, seducidos por el movimiento ascético y de pureza religiosa que definía la ideología rigorista de los almorávides, plegaban abiertamente contra la corrupción moral de al-Ándalus, ofreciendo así a los africanos la justificación necesaria para la anexión de las taifas al imperio. Momento idóneo, que bien supieron aprovechar, para su culminación política, algunos juristas andalusíes. Como indica Chalmeta Gendrón:

Las noticias corren y los alfaquíes andalusíes estaban perfectamente al tanto de que -en el Magrib- eran fuqahā’ quienes hacían y deshacían formaciones políticas, estaban por encima de los gobernantes, decidían, administraban y se lucraban, eran consultados y gozaban de prestigio. […] De hecho, y fuese la que fuese la índole de su actuación, muchos (a semejanza de Ibn al-Qulay῾ī, lbn Sahl, Ibn Musakkan) vieron la oportunidad para medrar, vengarse, hacer política, conseguir mayor poder (“Acerca de los almorávides”, 97).

A los reyes musulmanes andalusíes se les acusaba de no tener “legitimidad”, “de imponer impuestos ilegales y otras transgresiones contra la ley coránica,^⁵ además de recurrir a los reyes cristianos para defender sus propias convivencias de clan” (Olivera Serrano, “La reacción almorávide”, 301). A partir de 1090, al-Ándalus se transformaría, de esta manera, en mera provincia de un imperio cuya capital se encontraba en Marraquech.

La conquista de la comunidad demanda sumisión política y la sumisión política se hace, invariablemente, por medio del sistema de leyes introducido por la élite gobernante. El sistema legislativo, impuesto desde Marraquech, no se adaptaba necesariamente a los usos y costumbres -germen de todo sistema legal- de la población andalusí. Debido al tribalismo que los definía y, también, a la cifra de combatientes que se asentaron en la península, los almorávides acabaron por constituir, en al-Ándalus, una casta gobernante notablemente separada del conjunto de la sociedad íbero-islámica. En estos principios, la convivencia entre gobernantes, representantes de la ortodoxia religiosa extranjera en suelo andalusí, y gobernados, herederos de una postura relajada en la interpretación de las leyes islámicas, constituye, como poco, un momento sin par en la historia de la Península Ibérica. Para García Gómez, la presencia de los nuevos gobernantes en al-Ándalus representa un vacío cultural difícil de rellenar pues “los almorávides alteran radicalmente el medio intelectual y moral” (Un eclipse, 34), imponiendo, lo que llamó Valdeón Baruque: “unos criterios religiosos en cierto modo de corte fundamentalista” (“La España medieval: entre la cristiandad y el islam”, 26). Esta alteración intelectual y moral a la que se refiere García Gómez no emanaba directamente de los gobernantes almorávides, pues como resalta Olivera Serrano, “la incultura fue en ocasiones una seña de identidad” (“La reacción almorávide”, 313). Así que los nuevos gobernantes, al no tener un total dominio de la lengua árabe, incorporaron, en casi todos los niveles de su administración, a los ulemas andalusíes, los cuales constituyeron la conexión entre la ideología gobernante y el pueblo de a pie.

Robin West, promotora del movimiento derecho y literatura, autora, no obstante, centrada en la política y ética de las comunidades como factor primordial de la creación jurisprudencial, explica que la comunidad legal se forma casi siempre a través de las más diversas interacciones con el otro, incluso a través de la violencia y de la opresión (“The communities”, 140). Ella compara la lectura de la narrativa literaria, en la cual se recrea, se critica y se participa de la obra autoral, con la formación de la sociedad política, donde las antítesis de las alteridades participantes acaban por producir una nueva comunidad política. En el caso de al-Ándalus, con la oposición manifiesta entre los valores ético-socio-religiosos de la élite almorávide y los de la mayoría de la población conquistada, era inevitable que las leyes, ellas mismas, fueran puestas en jaque, ante la aparente disociación entre las costumbres de la población y los dictámenes legales. El reforzamiento de la escuela malikí como doctrina de Estado y la persecución de las demás escuelas jurídicas es central para el entendimiento de la situación (Achekar, “Otra visión sobre la vida intelectual”, 2). Intentos de fusionar la intención de los documentos legales con la realidad de la sociedad se hacen, así, ineludibles. Y son tales documentos, una vez sometida su narrativa legal al análisis crítico literario, los que permiten entender mejor la realidad de una comunidad política en su cotidiano.

Entre los diferentes documentos que sirven para una aproximación investigativa de la vida cotidiana de este periodo de al-Ándalus a través de sus leyes, se encuentra El Tratado de Ibn ῾Abdūn (Risāla fī -l-qaḍā’ wa-l-ḥisba). La obra, traducida por Évariste Lévi-Provençal originalmente al francés, y, posteriormente por Emilio García Gómez al castellano, fue publicada bajo el título Sevilla a comienzos del siglo XII. El tratado de Ibn῾Abdūn,^⁶ y forma parte del género de la literatura árabe denominado manuales o tratados de ḥisba,^⁷ que, de manera general, tienen por principio reforzar la sharía tanto en las esferas privadas como públicas, aunque se traten de documentos destinados a regular las actividades comerciales de las ciudades. En principio, y tal es el caso de la ḥisba de Ibn ῾Abdūn, cuidan, sobre todo, de las interacciones urbanas y presentan una función totalmente preventiva. Escrito en torno a los años de cambio del siglo XI al XII,^⁸ el tratado está compuesto por una serie de prescripciones reglamentarias de los gremios profesionales, instituciones urbanas y comportamiento ciudadano, teniendo a Sevilla, recién incorporada al imperio almorávide, como su objeto de legislación.^⁹

Personaje bastante desconocido, Muhammad Ibn ῾Abd ῾Allāh al-Najā῾ī ῾Abdūn, según un manuscrito, o Muhammad Ibn Ahmad Ibn ῾Abdūn al-Tu῾ībī al-Išbīlī, según otro,^¹⁰ el autor del tratado debe haber sido, arriesga, Lévi-Provençal, en la introducción de la edición que utilizamos, un magistrado menor, almotacén o probablemente cadí, con grandes conocimientos, añade Cano Ávila, “en las parcelas económica, jurídica, social y ética de los mercados urbanos musulmanes” (“Ibn ῾Abdūn”, 647).^¹¹ Por la escritura y lenguaje utilizado, se infiere que era andalusí, ya que se empeña en marcar la diferencia entre sí mismo y los suyos, y los invasores almorávides. Ibn ῾Abdūn deja clara esta perspectiva al inicio de su manual, cuando propugna que todos los magistrados deberían ser andalusíes, no almorávides. En la prescripción 20 escribe el autor:

Todos los magistrados deben ser exclusivamente andaluces, porque conocen mejor los asuntos de la población y las diferentes clases sociales de esta, y son, por otra parte, más equitativos en sus órdenes y de mejor conducta que los demás. De otro lado, será más cómodo y de más garantías para el príncipe, el cual podría sentir repugnancia en pedir cuentas de su gestión a un Almorávide (Sevilla, 68-9).

De esta manera, “dentro del cuadro de una ciudad determinada, que el autor habita y conoce mejor que cualquiera otra” (Lévi-Provençal, “Introducción”, Sevilla, 7), Ibn ῾Abdūn intenta codificar el funcionamiento de la vida urbana de una población cuya tradición es peninsular, y todavía de base ideológica omeya, y cuyas nuevas expectativas son impuestas desde una perspectiva foránea y ortodoxa. Como aduce Cano Ávila:

La idea básica de ‘ordenar el bien y prohibir el mal’ propia de un censor ético (ḥisba ascético-moral) se manifiesta en diversas ocasiones y se coordina con la ‘fiebre religioso-puritana’ del zabazoque o del almotacén de aquella época almorávide, que se deja aconsejar, y más aún, pide consejo a los juristas o alfaquíes malikíes” (“Ibn ῾Abdūn”, 647).^¹²

La ḥisba de Ibn ῾Abdūn se transforma así en retrato de un momento de transición, cuando, después de un breve periodo de calma, debido a la buena situación económica de al-Ándalus, “la intransigencia religiosa de los almorávides entró en conflicto con el eclecticismo y la libertad de pensamiento y de vida que se desarrolló a lo largo del siglo XI.” (Escudero Aranda y Baena Alcántara, “Notas sobre al-Andalus”, 116)

Aunque la miríada de asuntos presentes en el tratado nos ofrece las más variadas tentaciones críticas, nuestro interés aquí es centrar nuestra atención en el tratamiento dado a la mujer en las prescripciones de este manual. Sin embargo, también se podría aseverar que lo femenino aparece en el tratado siempre como mero objeto de los fenómenos sociales y no como agente de la vida urbana.^¹³ O, al menos, es lo que parece sugerir. El espacio reservado a la mujer en la sociedad musulmana ortodoxa de los almorávides, el medio doméstico, depende, con muy raras excepciones, de la clase social.^¹⁴

Comparando a la mujer musulmana con la cristiana, Díaz de Rábago, en su texto “El Islam y las mujeres andalusíes: musulmanas de la península ibérica durante la edad media”, explicita: “En el islam la familia es el espacio por excelencia reservado a las mujeres, sin posibilidad de hacerse monjas o algo similar como ocurre en el mundo cristiano” (97).^¹⁵ El espacio urbano pertenece indiscutiblemente al género masculino. Si la mujer tiene que participar del espacio urbano, las prescripciones de Ibn ῾Abdūn hacen siempre referencia a la mirada masculina, lo que le lleva a insistir en toda medida de preservación de la modestia del cuerpo femenino. En la prescripción 226, en relación a los sastres, escribe: “Debe ordenarse a los que hacen sayas y pellotes que hagan muy anchas las aberturas, porque las mujeres no dejan en las casas tela que no se enrollen en las piernas, y si las sayas se hiciesen cumplidas y con fuelles, de forma que las mujeres no necesitasen liarse trapos en las piernas, sería mucho mejor” (Sevilla, 181).

Efectivamente, por tratarse de un tratado sobre la interacción urbana, el mismo espacio privado de la vivienda, espacio de protección de la modestia femenina, solo es mencionado en el manual cuando este es pasible de ser invadido por el espacio urbano. Solamente en dos pasajes del tratado aparece la casa, y se hace, además, como un espacio en cuya esfera no debe participar ningún hombre que no sea un familiar. La primera mención se refiere a la interacción con los abogados, para los cuales, a todos los efectos, Ibn ῾Abdūn reserva las peores opiniones -“sería menester suprimirlos” (Sevilla, 61), atesta tajantemente. El autor determina en la prescripción 15:

Ningún abogado debe defender a una mujer, pues no tendría escrúpulos en ir a verla a su casa para hablarle, y lo primero que haría sería procurar obtener sus favores e intentar seducirla, induciéndola a error y prolongando el pleito para poder cortejarla por más tiempo. Yo he visto con mis ojos y he oído a uno de ellos que en una reunión se vanagloriaba de haber obrado así (Sevilla, 62).

Y en la prescripción 166, la segunda que se refiere al ámbito doméstico, declara: “Debe prohibirse que los que dicen la buenaventura vayan por las casas, pues son ladrones y fornicadores” (Sevilla, 155-156). En ambos casos, la mujer es objeto susceptible de seducción y de fornicación.^¹⁶

Si en la prescripción 166 el autor informa al lector sobre el mal y peligroso hábito de recibir agoreros en las casas de familia -haciéndonos inferir que, si la prohibición es recomendada, el hábito es distendido, aunque reprobado en los nuevos tiempos almorávides-, la prescripción 55 lidia justamente con lo opuesto: la costumbre de las mujeres de frecuentar las tiendas y casas de los adivinos. Sin embargo, a diferencia de la 166, donde no se hace referencia específica al género, esta sí se dirige exclusivamente a las mujeres, por lo cual se puede inferir que fuera una práctica extendida o, tal vez, asociada más con el universo femenino que con el masculino, a juzgar por el comentario del autor:

Debe impedirse que los que dicen la buena-ventura o cuentan cuentos se queden solos con mujeres para hablarles en las tiendas que levantan [para ejercer su oficio], pues es un medio de violentarlas o un ardid para robarles, si bien las que acuden a ellos son más que desvergonzadas. Y si hay adivinos que se quedan en su casa y reciben en ellas mujeres, prohíbase también, pues es peor que lo primero. Vigílese continuamente a estos individuos, que son unos sinvergüenzas (Sevilla, 98).

Si en el caso de las mujeres que reciben a los adivinos en sus casas la disposición de Ibn῾Abdūn guarda un tono de advertencia para que las mujeres no se expongan ni a robos, ni a violaciones ni a acosos, en el caso de las mujeres que visitan a agoreros en sus tiendas, o en sus casas, el tono del autor es de violento reproche, calificándolas de desvergonzadas y comparándolas al impúdico adivino. Es interesante notar que la prescripción 55 no se centra, en absoluto, en el oficio de agorero, sino que tiene como única preocupación la de que las mujeres se queden a solas con los hombres.^¹⁷ Se deduce así que, en el caso de estar acompañada del marido, la visita a la tienda del adivino sería un evento común y que no merecería la más mínima mención por parte del autor. La aceptación del oficio de agorero parece distendida y bien ajustada a la sociedad sevillana, incluso bajo los almorávides.

Díaz de Rábago comenta que las mujeres andalusíes “practicaban una religión que mezclaban con tradiciones populares, a menudo fuera de la oficialidad, a veces perseguidas y a veces coexistiendo perfectamente con el islam,” y añade que “a pesar del monoteísmo y la iconoclastia islámicos, quedaban en la tradición popular un amplio abanico de genios y espíritus del campo y del hogar” (“El islam”, 104). La síntesis de Díaz de Rábago parece confirmar, pues, la costumbre de la mujer andalusí de frecuentar adivinos, y apunta a otras posibilidades de superstición que infringirían los preceptos de la religión islámica.

Esta dilatada superstición social sevillana es, de todas maneras, lo único que podría explicar la prohibición que, interesantemente, aparece en la prescripción 154. El manual insta aquí a prohibir “a las mujeres musulmanas que entren en las abominables iglesias”, ofreciendo como excusa para la prohibición que “los clérigos son libertinos, fornicadores y sodomitas” (Sevilla, 150).^¹⁸ La prohibición, en sí misma, dado que este periodo refleja un aumento de la ortodoxia y ninguna musulmana querría, seguramente, ser vista como apóstata, no es tan sorprendente como reveladora de que, a pesar de la ideología dominante, las mujeres musulmanas, al menos, en Sevilla, tendían a frecuentar las iglesias cristianas, y lo hacían en número suficiente como para llamar la atención del legislador. La razón para que lo hiciesen está, sin embargo, abierta a la discusión. En un periodo de religión popular inculta, una población que, además, como deja patente el tratado, frecuenta distendidamente adivinos y agoreros, y, sobre todo, en una sociedad donde conviven religiones distintas, abiertas a los procesos sincréticos, no sería poco común que la curiosidad mística extrapolase los límites del credo tradicional. El peligro que podrían ver en esta práctica los teólogos podría ser el de la tentación a la conversión y el de la apostasía. Ibn῾Abdūn deja clara esta preocupación sobre una posible competición entre la religión dominante y la cristiana cuando en la prescripción 196 recomienda: “Debe suprimirse en territorio musulmán el toque de las campanas, que solo han de sonar en tierra de infieles” (Sevilla, 168).

Aunque en pocas partes del Tratado Ibn ῾Abdūn hace mención a los cristianos -y a los judíos- de la sociedad sevillana, la única vez que el autor se inmiscuye en el comportamiento de la mujer cristiana, a las cuales se refiere como mujeres francas, es en la prescripción que trata de la cuestión de las iglesias. Dispone que las mujeres cristianas no deberían entrar en la iglesia, a no ser “en días de función o fiesta” (Sevilla, 150). Pues, según el autor, algunas mujeres frecuentan las iglesias con el propósito de acostarse con los clérigos, ya que no hay ninguno de ellos que no tenga, contrariamente a las expectativas de su fe, concubinas. Para él, la explicación está en que: “han tomado esta costumbre por haber declarado ilícito lo lícito y viceversa” (Sevilla, 150). El tono del autor se va volviendo más acusatorio hasta llegar, finalmente, a criticar abiertamente la religión que representa el poder adversario. Ibn῾Abdūn aprovecha el asunto de las iglesias, desvelando completamente su opinión sobre la hipocresía cristiana en cuanto al celibato, y declara: “Convendría, pues, mandar a los clérigos que se casasen, como ocurre en Oriente, y que, si quieren, lo hagan. No debe tolerarse que haya mujer, sea vieja o no, en casa de un clérigo, mientras este rehúse casarse” (Sevilla, 150). Independientemente de las diatribas de Ibn῾Abdūn contra los clérigos, el hecho de que haya incluido en su manual prescripciones sobre la vida cristiana en al-Ándalus es de extremada importancia para los historiadores de este periodo, pues como recuerda Olivera Serrano: “Poco se sabe de los mozárabes antes del famoso problema ocasionado por Alfonso el Batallador en 1124, aunque su consideración social tenía muchas semejanzas con la de los judíos, si bien su número era mucho mayor” (“La reacción almorávide”, 313).^¹⁹

Además de visitas a las iglesias cristianas y a las casas de adivinos, las otras menciones a la mujer en el manual se refieren a los espacios públicos. Al tratar del dominio público, la preocupación subyacente a todos los comentarios y prescripciones es siempre la misma: la separación de géneros. Para la mentalidad expresada por Ibn῾Abdūn, cualquier aproximación entre mujeres y hombres guarda la posibilidad, bastante amplia, de transformarse en un encuentro de índole sexual. Así, si prescripciones como la 144 -“Los días de fiesta no irán hombres y mujeres por un mismo camino para pasar el río” (Sevilla, 146)- o la 135 -“No se sienten las mujeres a la orilla del río en el verano, cuando lo hacen los hombres” (Sevilla, 143)- promulgan la separación de los géneros, sin explicitar las razones por las cuales tales medidas deberían ser tomadas, manteniendo hombres y mujeres separados en los espacios públicos, la prescripción 128, que advierte que las mujeres no laven su ropa en el huerto, es tajante en cuanto a la consecuencia de tal acción en lugares reclusos, pues en caso de que un hombre se acerque: “se convierten en lupanares” (Sevilla, 142).

La perspectiva de Ibn῾Abdūn es aún más sorprendente si la comparamos con la descripción que ofrece Ahmed Tahiri sobre Córdoba y Sevilla durante el periodo califal y durante los reinos de taifas. En su estudio Las clases populares en al-Ándalus, escribe el autor:

Las mujeres de la ‘amma gozaban, como los hombres, de libre acceso a los mercados, zocos, plazas y vías públicas sin prohibición alguna. Tanto en Córdoba como en Sevilla, las mujeres participaban de las fiestas y festivales y acudían a las explanadas, jardines y oratorios para disfrutar de los mejores momentos de ocio. En una noticia dada por Abu-l-Walid al-Tartusi, este señalaba que en Córdoba los hombres salían en grupos con las mujeres para pasear. Y en Sevilla, las mujeres se reunían al borde del río para lavar la ropa y conversar en prosa, recitar poemas y contar chistes en compañía de los hombres (129).

Las descripciones de Tahiri no pueden estar más lejanas de lo descrito en el manual, lo cual pone de manifiesto el cambio que se produce entre una legislación religioso-ortodoxa y una población acostumbrada a una visión bastante más relajada en cuanto a la interacción entre los géneros. Incluso en asuntos de otra índole, Ibn῾Abdūn muestra repetidamente en su obra esta preocupación subyacente. Así, en lo referente a cómo hacer la colada, el tratado, en su prescripción 68, establece que: “Deberá impedirse que las mujeres laven ropa cerca del sitio de sacar agua, pues no lavan más que sus inmundicias” (Sevilla, 109). La prescripción debería aludir, exclusivamente, a cuestiones de salud pública, y centrarse en la separación de las zonas del río destinadas al lavado de la ropa y aquellas reservadas a la recogida de agua por parte de los aguadores, para saciar la sed de la población. Sin embargo, el autor, una vez más, como lo hace cada vez que lidia con la presencia femenina en espacios públicos, retoma, más allá de las cuestiones de higiene, el tono religioso-moralizante, y añade: “Más aun, se les ordenará que laven en un lugar escondido de la vista del público, prohibiendo a este, así como a los barqueros, que se adelanten a ocuparlo. También deberá prohibirse que las mujeres se sienten en la ribera del río, salvo si fuese en un lugar en que no se sientan los hombres” (Sevilla, 109).^²⁰

Como punto de interés en todas ellas, sobresalen las imágenes que nos ofrece sobre la vida que se genera en torno al río. El Guadalquivir, aunque se encontrase en zona periurbana, era el eje central de la vida de la ciudad. Sus orillas, como atestiguan las disposiciones mencionadas, eran espacios de faena para las mujeres lavanderas y para los hombres aguadores, además de fuente de ocio para toda la población. El río era la aorta de la ciudad, trayéndole comercio, dando supervivencia a su parcela pesquera y supliéndola de agua. El río grande era, también, espacio para el disfrute de paseo en barca. La utilización del río para tales fines preocupaba a Ibn῾Abdūn, quien veía en ello una oportunidad para quienes buscaban burlar las regulaciones. De esta manera, señala en la prescripción 205: “Es fuerza suprimir los paseos de barca por el río de mujeres e individuos libertinos, tanto más cuanto que las mujeres van llenas de afeites” (Sevilla, 172).

Ir llena de afeites, seguramente visto como instrumento para la seducción del hombre, desde el punto de vista de la ortodoxia, causaba sospecha sobre la honestidad misma de la mujer. Por ello, en la prescripción 204, el autor indica que cuenta con la colaboración de los marineros para que no lleven en sus barcas “a ninguna mujer con aspecto de llevar vida deshonesta” (Sevilla, 172). En tal caso, insta a los marineros que adviertan de ello al síndico de su gremio.^²¹ Dejar en manos de los ciudadanos comunes la implementación de una prescripción de valoración moral basada tan simplemente en el aspecto de las mujeres es obviamente un factor que complica la convivencia urbana. Esto indica que la adaptación a la ideología religioso-moral de los almorávides en la Sevilla de cambio de siglo implicó seguramente un control social exagerado, sin precedentes, de la mujer andalusí.

La sociedad observada, juzgada y “legislada” por Ibn῾Abdūn tiende a admitir, por lo tanto, solamente dos tipificaciones de la figura femenina: la de la mujer sumisa a los códigos comportamentales exigidos por la ortodoxia religiosa, o la figura marginal de la prostituta. Siendo así, el autor, en su tratado, también se ocupa de la prostitución. En la prescripción 168 escribe:

Deberá prohibirse que las mujeres de las casas llanas se descubran las cabezas fuera de la alhóndiga, así como que las mujeres honradas usen los mismos adornos que ellas. Prohíbaseles también que usen de coquetería cuando estén entre ellas, y que hagan fiestas, aunque se les hubiese autorizado. A las bailarinas se les prohibirá que se destapen el rostro (Sevilla, 156-157).

El comentario deja en evidencia, primeramente, que las llamadas casas llanas o prostíbulos eran una institución urbana, localizadas en alhóndigas de comercio. De hecho, la prescripción arremete contra la existencia de las casas de prostitución como ninguna otra del Tratado. Es lo que lleva a García Gómez a concluir, en su nota a dicha disposición, que “es probable que hubiese en la España musulmana una reglamentación de la prostitución, con carácter, al mismo tiempo, social y fiscal” (Sevilla, 156).^²² La prescripción parece centrarse, sin embargo, en la cuestión de la apariencia femenina, buscando medios para que se pudiera discernir claramente quién se dedicaba al negocio de la prostitución y quién no. Para ello, Ibn῾Abdūn insiste en cuestiones relacionadas con la vestimenta -adornos incluidos- y con los comportamientos. Esta preocupación por parte del autor nos hace pensar que la moda de la época, al menos, en la ciudad de Sevilla, permitiría que las mujeres se vistiesen de una manera considerada arriesgada para la moral ortodoxa.

Como un apartado a la cuestión de la marginación de índole sexual, un espacio de la ciudad comúnmente relacionado a una supuesta desviación de la norma sexual era la casa de baños. En relación con la mujer, solo encontramos una mención en la prescripción 155, en la cual se indica que “el recaudador del baño no debe sentarse en el vestíbulo cuando este se abre para mujeres, por ser ocasión de libertinaje y fornicación” (Sevilla, 151). Es interesante que, aparte de la insistencia en la modestia femenina, el autor no añada a su comentario ninguna otra consideración, a pesar de que algunos legisladores de diferentes siglos hayan asociado lesbianismo con las casas de baño, generando así un tópico de importancia para la manutención de la moral en la ciudad. Marín recuerda en su artículo “Derecho islámico y fronteras de género”, en el cual se incluye la jurisprudencia reunida por al-Burzulī, que “esta misma preocupación subyace, hasta cierto punto, en la resistencia general de los juristas, y por supuesto también de al-Burzulī, a permitir la asistencia de las mujeres a los baños públicos” (33). Comenta seguidamente que: “Los juristas medievales se horrorizaban ante la imagen de unos baños públicos poblados por mujeres ‘desnudas’ exponiendo sus cuerpos unas a otras y creando, por tanto, un espacio sexual fuera del control de la autoridad masculina” (34). Y termina concluyendo que esta preocupación constante con el deseo homo-erótico nunca se materializó, sin embargo, en la legislatura, nunca existió la prohibición de que las mujeres frecuentaran los baños públicos (39).

Ibn῾Abdūn, no obstante, parece preferir eximirse en su tratado de entrar en tales consideraciones, y decide, a penas, insinuarlo, prohibiendo que las mujeres “usen de coquetería cuando estén entre ellas” (Sevilla, 156-157). Tal vez, porque de una manera general la homosexualidad era, antes de todo, una cuestión de ámbito doméstico. Los jurisconsultos solían aceptar toda y cualquier manera familiar de proceder con todo aquello que consideraban cualquier alteración de la norma sexual. La prisión domiciliar, incluso con la ayuda de cadenas, se aplicaba tanto a las mujeres como a los hombres. En referencia a ellos, esta cuestión es mencionada de manera agresiva y tajante una vez en el Tratado: “Los putos deberán ser expulsados de la ciudad, y castigados donde quiera se encuentre a uno de ellos. No se les dejará que circulen entre los musulmanes, ni que anden por las fiestas, porque son fornicadores malditos de Dios y de todo el mundo” (Sevilla, 157-158).

Esta visión categórica de Ibn῾Abdūn no es sorprendente, por ser, una vez más, evidencia de un cambio de postura ideológica entre el periodo almorávide y los anteriores. Tanto el califato como los reinos de taifas se mostraron tolerantes en la cuestión de la homosexualidad, como atestiguan las referencias textuales de la época, y según nos informa Ahmed Tahiri, los homosexuales llegaron “a tener sus propios barrios como el conocido con el nombre de derb Ibn Zaydun de Córdoba” (Las clases populares, 131).

Aunque la palabra que utiliza Ibn῾Abdūn -hāwī- tanto sirve como calificativo de homosexual como de prostituto,^²³ es difícil creer que la prostitución masculina fuera admitida en Sevilla, centro mismo de la hipocresía naturalmente derivada de la represión moral. Si la homosexualidad ya era duramente vista y perseguida, como nos deja ver el autor, la casa de prostitución masculina sería inimaginable. La prostitución regulada era un negocio, por lo tanto, exclusivamente femenino.

Si, como sospecha García Gómez, el negocio de las casas llanas parecía estar bien reglamentado en la legislación musulmana, otro verdadero “burdel” parecía ofrecer una problemática de más difícil organización y control: el cementerio. Los espacios públicos de los cementerios reciben, de hecho, una especial atención en la obra, con abundantes comentarios que podrían ser entendidos como un capítulo aparte. Sobre el cementerio de la ciudad, pequeño para el tamaño de la población (Sevilla, 94), el autor asevera que “es un verdadero burdel” (Sevilla, 94). Otrora ya saneado, a principios del gobierno de Al-Mu῾tamid (Sevilla, 95), el cementerio principal estaba poblado de chozas. La población utilizaba su recinto para beber vino, tener encuentros sexuales o, tan simplemente, como letrina pública. Vendedores, contadores de historias y agoreros se instalaban, además, en las separaciones de las tumbas para vender sus mercancías y ejercer sus oficios. Los cementerios secundarios no tenían un destino diferente.

Si bien el autor llama la atención para trabajos de demolición, recuperación y vigilancia que deberían ser emprendidos para preservar la atmósfera respetuosa de los cementerios, su preocupación principal se centra, una vez más, en aspectos morales. Esta preocupación proviene del hecho de que era tradición entre las mujeres andalusíes la visita del viernes a los cementerios. Como comenta Martinez-Gros: “Des cimetières, les femmes sont naturellement les maitresses, puisqu’il leur incombe d’entretenir le souvenir des morts. Elles s’y sentent à ce point chez elles qu’elles ne craignent pas de faire tomber leur voile pendant qu’elles s’activent à l’entretien des tombes (“Le gouvernement du juge”, 42-43). De blanco y sin velo, como resalta López de la Plaza (Al-Ándalus, 113),^²⁴ las mujeres se transformaban, en la mente de religiosos y legisladores, en blancos de la lascivia masculina. Así, se lee en la prescripción 53: “No deberá permitirse que en los cementerios se instale ningún vendedor, que lo que hacen es contemplar los rostros descubiertos de las mujeres enlutadas, ni se consentirá que los días de fiesta se estacionen los mozos en los caminos entre los sepulcros a acechar el paso de las mujeres” (Sevilla, 96).

Su preocupación con el pudor femenino es tan exacerbada que recomienda, incluso, que, mientras haya mujeres en el cementerio, se cierren las ventanas de los edificios militares contiguos y demás habitaciones altas desde donde las enlutadas podrían ser vistas. El propio lector del Corán en la ceremonia de enterramiento debería, según el autor, no ser “mozo ni soltero (aunque sea ciego), pues de ello se siguen muchos males” (Sevilla, 97).

En especial, en lo que concierne a encuentros sexuales en el recinto del cementerio, Ibn῾Abdūn advierte contra ciertos cercados circulares en torno a las tumbas, los cuales, protegidos de la vista del público, “se convierten en lupanares, sobre todo en verano, cuando los caminos están desiertos a la hora de la siesta” (Sevilla, 97). Para evitar tales encuentros, el autor propone que inspecciones de todo el recinto sean hechas dos veces al día por agentes de la policía, los alguaciles. Sin embargo, su dependencia de la policía -y también de la magistratura- es afectada por su obsesión con el constante peligro de abuso sexual que corre la mujer. Indica el autor, en la prescripción 13, que:

A ningún alguacil se le permitirá que hable con una mujer, de no ser que se le conozca como hombre de bien y de buenas costumbres, y además viejo, porque en ello podría haber ocasión de cohecho, malas intenciones y libertinaje, y si fuese mozo, lo primero que haría sería intentar violentarla, sacarla de sus casillas y seducirla (Sevilla, 60).

Por lo tanto, de seguir la visión social que nos transmite Ibn῾Abdūn, la mujer en la esfera pública de la sociedad sevillana bajo el gobierno almorávide parece inmensamente desprotegida. Teniendo la casa familiar como único lugar de protección, la mujer es casi forzada a mantenerse dentro del ámbito doméstico. La exposición a la vida pública es complicada, incluso cuando esta exposición está relacionada con la defensa de sus derechos legales. El autor insiste en la prescripción 14 que tanto el cadí como el juez secundario deben dar precedencia a las causas que envuelvan mujeres, para que ellas, en estas ocasiones poco compatibles “con el pudor de su sexo” (Sevilla, 60), “no tengan que sentarse a esperar y queden expuestas a las miradas de las gentes” (Sevilla, 61). Como aduce Marín, esta medida ya fue defendida, antes de la llegada de los almorávides, por el andalusí Abd al-Barr, a mediados del siglo XI, quien instaba a que los jueces establecieran un día determinado para los pleitos femeninos, añadiendo que, en tales circunstancias, se recurriera “a alguaciles de carácter respetable y piadoso y aun mejor, si pudiera ser, a mujeres ancianas y de parecida reputación” (“Derecho islámico”, 29).^²⁵

La misma autora también recuerda que, en la historia del islam medieval, es una constante que:

Ante la justicia, las mujeres no solo podían ser, naturalmente, litigantes, sino también acusadas. Y como consecuencia de ello, podían ser condenadas a un repertorio de penas que incluía la de prisión, otro espacio urbano condicionado por las exigencias de la segregación de géneros, agudizada en este caso por la coerción ejercida sobre los condenados (“Derecho islámico”, 30).

En caso de ser decretada la prisión de una mujer, Ibn῾Abdūn recomienda, en el mandato 28, que esta no sea encarcelada en una prisión para hombres, y que tenga como carcelero un hombre viejo, casado y de buenas costumbres -siendo estas las tres cualidades constantemente repetidas por el autor como supresoras de la lascivia masculina. De todas maneras, tal vez desconfiando de su propia fórmula, Ibn῾Abdūn añade que la conducta del carcelero deberá ser vigilada, sin explicitar, no obstante, quien sería responsable de ejercer dicha vigilancia. Tal vez, por ello, cambie su discurso en medio de la prescripción y declare que lo mejor sería, en el caso de la mujer sentenciada, que ella se quedara bajo la custodia de una matrona de buena reputación y cuya honradez fuera conocida por todos. En este caso, el autor ni siquiera recomienda la necesidad de vigilancia adicional. A este respecto, la opinión de Ibn῾Abdūn es unánimemente compartida entre los juristas en la historia del islam andalusí (Marín, “Derecho islámico”, 31).

Las últimas prescripciones que tratan de la mujer se refieren a cuestiones sobre su participación en el mercado de trabajo. Las prescripciones 142 y 143 no prohíben que intervengan en actos de compra y venta, aunque los hacen más difíciles. Como ha hecho a lo largo de su tratado, el autor se preocupa por las cuestiones morales derivadas de la interacción de los géneros, cercenando así la acción femenina. En la prescripción 142, establece: “Debe impedirse que en los almacenes de cal y en lugares vacíos se vaya a estar solos con mujeres” (Sevilla, 146). Y en la 143, dictamina: “No tratarán mujeres en asuntos de compraventa más que con hombres de fiar y honrados, cuya integridad y fidelidad sean conocidas de todo el mundo” (Sevilla, 146). Sin embargo, en la continuación de la prescripción 155, mencionada anteriormente en relación a la mujer y los baños públicos, el autor excluye a la mujer de cualquier actividad de cobro: “La recaudación de las alhóndigas para comerciantes y forasteros no estará a cargo de una mujer, porque eso sería la fornicación misma” (Sevilla, 151).

La única vez que Ibn῾Abdūn menciona un oficio específicamente femenino en su manual es en la prescripción referente a las hilanderas: “Los hilos de algodón y de lino no deben venderse ovillados, porque es ocasión de fraude, ya que las mujeres suelen meter en los ovillos cuerpos extraños, para que aumenten en peso” (Sevilla, 169). La mujer no es, por lo tanto, disuadida de participar en el mercado de trabajo, pero cuando esta lo hace, o es en contrariedad a la moral religiosa, sería el caso de las prostitutas, o bajo la sospecha de ser engañosa, como nos revela la cita sobre las hilanderas. Esta perspectiva sobre la participación de la mujer en el medio laboral resulta aún más impactante si se compara con la participación de la mujer en los medios de producción durante el califato y los reinos de taifas. Según Tahiri, durante los periodos precedentes al gobierno almorávide, “numerosas mujeres se interesaron por las ciencias naturales o ejercieron como médicos” (Las clases populares, 125). Además, tenían presencia en las labores del campo y en toda especie de trabajo en el medio urbano.^²⁶

Al final de la introducción de la Risāla fī -l-qaḍā’ wa-l- ḥisba de Ibn῾Abdūn, los editores alegan que “resulta un tanto fatigoso el aire de diatriba que adopta a veces el autor del opúsculo para condenar sin tregua las costumbres depravadas y la falta de honradez de sus conciudadanos” (Sevilla, 31). Siguiendo su línea de pensamiento, podríamos finalizar diciendo que el tratado de ḥisba de Ibn῾Abdūn no solo resulta fatigoso, sino injurioso, si nos centramos, como hicimos en este estudio, en el tratamiento de la mujer en el espacio urbano. Sin embargo, por ser producto de un cambio profundo experimentado en la estructura social, económica y gubernamental, el tratado de Ibn῾Abdūn es un documento excepcional para comprender uno de los periodos históricos de la Península Ibérica con menos fuentes materiales. En general, los manuales de ḥisba, dentro del ámbito de las fuentes jurídicas, aportan, todos ellos, como subraya García Sanjuán, “abundante información sobre la vida socioeconómica urbana” (“La traducción”, 119), y el tratado de Ibn῾Abdūn no nos decepciona. Estudiarlo, con el objetivo de entender la situación de la mujer, nos permite entrever la difícil relación de una población acostumbrada a unos valores sociales más relajados, heredados del periodo califal, con los nuevos líderes, que buscaban ajustarla a expectativas rigoristas no compatibles, al parecer, con la idiosincrasia sevillana.

Si, para el campo de la teoría del derecho, es ventajoso entender cuestiones legales utilizando metodológicamente la crítica literaria, para quienes nos dedicamos a esta labor, tratar la legislación como un género más de la expresión escritural humana también nos permite profundizar y comprender mejor, a través de la interpretación de sus leyes, los meandros político-sociales de una comunidad. Interpretar la legislación como artefacto literario añade valores estéticos y semióticos a una escritura que, en principio y a los ojos de la crítica literaria, no tiene mucho que ofrecer. Sin embargo, como hemos constatado en este análisis, el examen pormenorizado de cada ley relativa a la mujer en El Tratado de Ibn῾Abdūn nos ofrece la oportunidad de adentrarnos en el contexto ético general de la Sevilla de los comienzos del siglo XII. Al mismo tiempo, el contexto ético, productor natural de las leyes de una sociedad, nos ha mostrado, de manera global, que las leyes almorávides, al menos aquellas que afectaban directamente a la mujer, se oponían diametralmente a las prácticas de la comunidad política que se intentaba legislar.

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Legislación como literatura: La hisba de Ibn῾Abdūn y la mujer en la Sevilla almorávide

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