En una vitrina de la exposición que, bajo el título Vanguardia estridentista, soporte de la estética revolucionaria, el Instituto Nacional de Bellas Artes organizó en el museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kalho (San Ángel, Ciudad de México) entre agosto y octubre de 2009, se exhibió un ejemplar de la primera edición del libro El movimiento estridentista, con una dedicatoria manuscrita de su autor. Esta dedicatoria, evidentemente dirigida a Lola Cueto, dice:
Lolita: aquí está encerrada nuestra juventud conquistadora de una época
†
RIP
Germán List Arzubide
[Id] Cueto
Manuel Maples Arce
Arqueles Vela
Dr. Salvador Gallardo
Luis Felipe Mena
Miguel Aguillón G.
Enrique Barreiro Tablada
Ignacio Millán
ROGAD por ELLOS
no le cuente Ud. a nadie que nos hemos escapado del infierno: (conocido por el nombre de
EL MOVIMIENTO
ESTRIDENTISTA)
para ir a arrebatarle a Dios el cielo y regalárselo a la HUMANIDAD
En secreto en París la noche última
19 de enero de 1930
La dedicatoria es interesante porque incluye una lista de los que, en ese momento, List Arzubide consideraba miembros del grupo. Además de la previsible inclusión de Manuel Maples Arce, Arqueles Vela, Salvador Gallardo o Miguel Aguillón Guzmán, destaca la presencia de otros integrantes menos conocidos -y menos visibles- como Luis Felipe Mena, Enrique Barreiro Tablada o Ignacio Millán, acaso más cercanos por su militancia política en esos años. Pero, sin duda, destacan más las ausencias: de Luis Quintanilla (“Kin Taniya”)2 y de los artistas plásticos -excepto Germán Cueto (cuya mención confirma que la destinataria del ejemplar es Lola Cueto)-: Ramón Alva de la Canal, Leopoldo Méndez, Fermín Revueltas, por ejemplo, así como de Tina Modotti o cualquier otra mujer -lo que parece poder explicarse recordando la famosa misoginia del grupo o, en el caso particular de Modotti, atendiendo a la política mexicana posterior al asesinato de Julio Antonio Mella.
Sea como sea, lo que más llama la atención de la dedicatoria es la imagen de clausura que se infiere de ella. Hay algo epilogal en el texto que deja “encerrada nuestra juventud conquistadora” pero, sobre todo, “conquistadora de una época”, como quien da por sentado que esa época ya ha pasado. Desde luego, esa sensación de “final de época” se incrementa con la broma necrológica y, por si fuera poco, se dice -algo secretamente- que “nos hemos escapado del infierno”, un infierno “conocido por el nombre de El movimiento estridentista”; por más que se hayan escapado “para ir a arrebatarle a Dios el cielo y regalárselo a la humanidad”, eso no quita que se hayan ido, que ya no estén allí, en aquel movimiento. Es, en fin, una dedicatoria que señala, de manera simbólica pero contundente, no sólo que el estridentismo ya no existe, sino que es algo del pasado, lejano, y que el relato que la dedicatoria preludia debe ser leído como cosa de otros tiempos, más juveniles y quizá más festivos.
En efecto, a fines de 1926 -el libro fue impreso el 31 de diciembre de ese año (Schneider: 181)- y principios de 1930, cuando se firma la dedicatoria, mucha agua ha corrido bajo el puente. List Arzubide, de hecho, se encontraba en París regresando de una visita a la Unión Soviética y a punto de volver a México, donde iniciaría, junto con la misma Lola Cueto, el proyecto de teatro guiñol de Bellas Artes. Acaso ya tenía escrita la obra que daría inicio al repertorio de ese teatro. Carmen Carrara la supone redactada antes de llegar a París:
Fue al inicio de los treinta cuando, probablemente aún en territorio de la Unión Soviética, List escribió su primera comedia: Comino vence al diablo, la obra para teatro guiñol que ha tenido mayor difusión internacional. En su trayecto de regreso a México, List vivió otro acontecimiento afortunado y decisivo en su interés por el guiñol: en París coincidió con quienes habrían de poner el sólido pilar sobre el cual se apoyó la indiscutible tradición mexicana de teatro para muñecos: el escultor Germán Cueto y su esposa Lola, pintora; la rusa Angelina Beloff, recientemente abandonada por Diego Rivera y, quien en su país de origen había tenido experiencia en trabajo para teatro guiñol (Carrara: VII).
El viaje de List Arzubide estaba vinculado a su militancia política: había salido de México en 1929 para asistir al II Congreso de la Liga contra el Imperialismo, una organización que agrupaba a la Liga Antimperialista de las Américas -nombre bajo el que la Komintern buscaba llevar adelante una estrategia de “frente popular” en todo el continente. A ese congreso, que se realizó en Frankfurt del 21 al 30 de julio de 1929, fue List Arzubide (llevando, según él mismo ha contado en múltiples entrevistas -y se ha repetido otras tantas veces-, una bandera norteamericana que el ejército sandinista había capturado en Nicaragua, para probar la intervención de los Estados Unidos en Centroamérica), cuando en México se abría un conflictivo periodo para los partidos y organizaciones de izquierda.3
Son años, pues, de militancia comunista de List Arzubide, lo cual, a los efectos del arte, importa, pues son también los años de progresivo establecimiento de una estética “comprometida” (que, ya iniciada la década del treinta, terminaría consolidando al realismo socialista como estilo canónico en la Unión Soviética y como modelo para los artistas que querían hacer arte revolucionario).4 El mismo autor ha contado el vínculo que el teatro guiñol iniciado a principios de los treinta en México tiene con su experiencia soviética:
por haber pasado la bandera y por el escándalo que se hizo en el congreso, sin más ni más llegó un telegrama para invitarme a la Unión Soviética. Entregué la bandera y estuve tres meses allá. Cuando regresé, platicando y platicando con Germán Cueto, le conté cómo había conocido y visitado todas las cosas que se hacían con muñecos para teatro infantil. Y un día nos reunimos y conocí a gente que andaba con él. Pintores y aficionados a cuestiones artísticas. […] Germán Cueto vivía en una casa contigua a la de Diego Rivera. Y éste a su vez en una contigua a la de Ramón Alva de la Canal. […] Entonces un día platicando con Germán y con aquella gente, les conté cómo yo había visitado en la Unión Soviética el teatro del Joven Espectador. Que era un teatro exclusivamente para los jóvenes, pero tenía también una parte para los niños. Que era el teatro que se hacía con muñecos. Germán Cueto y Alva de la Canal se entusiasmaron. Y de ahí nació la idea de hacer un teatro para los niños de México, con muñecos y llevando cosas de cierto sabor (Ortiz Bullé Goyri 2006: 314-315) .
No sólo la idea general del teatro guiñol tiene su linaje en lo que vio en el viaje a la Unión Soviética, sino que, a la hora de componer el primer texto también recupera el tipo de obras que allí había visto. En la misma entrevista, le cuenta a Alejandro Ortiz Bullé Goyri cómo se le ocurrió Comino:
Fue cuando pensando en cómo realizar la idea de este teatro, Leopoldo Méndez tenía un hermano que era carpintero y se le pidió a él que hiciera el teatro. Yo les dije más o menos cómo debería ser ese teatro y se fabricó. Y la mujer de Cueto lo decoró. Lola Cueto, muy simpática, ella. Ya entonces, pensando qué obras podíamos hacer, se me ocurrió, tal como lo había visto en la Unión Soviética. Muñecos que discutían y que hablaban y que decían cosas más o menos de acuerdo con los deseos de hacer algo que valiera la pena hacer e interesar a los muchachos. Entonces una chica que andaba con nosotros, escribió El gigante, y yo escribí Comino vence al diablo. Invitamos a Narciso Bassols, que era entonces secretario de Educación, a que lo fuera a ver. Reunimos a un grupo de niños de un kindergarden. Y resultó que al poner la obra de El gigante, al aparecer el gigante, asustó a los niños y resolvimos que se ensayara Comino vence al diablo, que tiene su mensaje (2006: 315-316).5
La incidencia de la política cultural soviética, en fin, está en el origen mismo de la obra y del proyecto.66 Ya de regreso en México, y mientras iniciaba el teatro guiñol, List Arzubide tendrá su mayor acercamiento con el realismo socialista. En octubre de 1932, en Xalapa, se publica un libro colectivo, prologado y editado por Lorenzo Turrent Rozas, cuyo título era elocuente: Hacia una literatura proletaria. 7 cuentos proletarios. Se trata de un volumen del “grupo Noviembre”, en el que aparecían relatos de Enrique Barreiro Tablada, Álvaro Córdova, José Mancisidor, Consuelo Uranga, Mario Pavón Flores y Solón Zabre.77 El de List Arzubide, titulado “Pared de adobes”, es “uno de los mejores” del libro, según Edith Negrín, ya que, “pese al simplismo maniqueista y a cierto matiz melodramático […] carece de discursos ideológicos no literarios -que, bajo la forma de reflexiones, salpican los restantes cuentos- y su economía de recursos se traduce en eficacia narrativa” (156). En el relato, la única reminiscencia vanguardista parece hallarse en el recurso al montaje:
Cuando Isabel le dijo que sí, Juan María esperó al domingo y en vez de pasárselo envuelto en su sarape tocando el organillo, se fue al campo, buscó lugar y se puso a construir su jacal. Hizo adobes con la tierra negra y apretada y levantó la primera pared trabajando en silencio, oyendo ampliarse la mañana en el canto metálico de las chicharras.
✧
El capataz vomitaba injurias que hacían levantarse al caballo azotado por el retintín de las espuelas... ¿el jacal? ¿con permiso de quién?, ¿la tierra es tuya?... largo... y el chicote cayó como una lacerante injuria.
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La pared de adobe se quedó en la soledad del mediodía, destacando su obscura mancha bajo el encono del sol.
✧
... Dicen que Isabel se jué ayer pa la ciudá... como Juan María no pudo hacerle casa...
✧
El capataz llegaba. Desde la pared de adobes abandonada en el campo, el cañón de un fusil lo siguió... lo siguió... tronó... La tarde se desangraba en el cuerpo inmóvil del capataz.
✧
Aquí, dijo el oficial -Juan María se quitó el sarape y lo puso a sus pies, se recargó contra la pared de adobes, pensó en Isabel que estaba en la ciudad. Los cinco ojos de los fusiles lo miraban implacables. El oficial gritó ¡fuego! Y Juan María alcanzó a ver que la tierra se hacía negra con su sangre. Luego arreció la noche en el canto monótono del grillo (Mora: 157) 8.
Llama sobre todo la atención el intento de reproducir el habla popular y el carácter “nacional” del tema. Más aún, el tema, el léxico, el estilo indirecto libre, el maniqueísmo, la claridad, son todos elementos que parecen ser la realización misma de una “rectificación de ruta” prevista muy tempranamente, cuando apenas terminaba el estridentismo, en una reseña del libro El movimiento estridentista. Schneider refiere una nota, “bastante aguda”, que Humberto Tejera hizo en Revista de Revistas el 14 de diciembre de 1927: “A pesar de la penetración que muestra Humberto Tejera al justificar dentro del proceso estético nacional y comprender en el ámbito universal al estridentismo, no considera que éste haya logrado realizarse artísticamente en sus obras. Su pesimismo se manifiesta en el último párrafo” (184) que Schneider reproduce:
El trasvaloramiento, la incertidumbre, creados por la sensibilidad nueva en el campo artístico, que en pintura, música y arquitectura, no admite ya discusiones ante la efectividad de ciertas obras decisivas en literatura y, sobre todo en poesía, no ha logrado igual madurez, perfilándose una tragedia en el anhelo de los nuevos por llegar al espíritu popular (cosa que no deseaban los modernistas) y su imposibilidad de conseguirlo. ¿Surgirán de allí rectificaciones de ruta o se hará cada vez más honda la grieta entre la ideología y la forma? (184-185).9
Es llamativo que Tejera suponga ya, en fecha tan temprana, la posibilidad de “rectificaciones de ruta” ligadas a la necesidad de salvar la “grieta entre la ideología y la forma”. Atina, sin duda, a percibir el conflicto que los mismos escritores vivían a la hora de congeniar una militancia que les demandaba el “compromiso” con el pueblo y una estética que ya empezaba a mostrarse ajena para el lector no especializado.
List Arzubide, al iniciar la década del treinta, para poder sumarse a la vanguardia política,
había abandonado la vanguardia estética y había tomado partido por un arte socialista,
proletario o revolucionario. Así, la idea de un “final de época”, de un “escaparse” del
estridentismo, que figura en la dedicatoria de enero de 1930 a Lola Cueto, resulta
lógica. Y, sin embargo, esa imagen de List Arzubide como un ex vanguardista que da
carpetazo a una etapa contrasta con la que podemos tener de él como una especie de
perpetuo estridentista, a la vista del final de siglo XX, del centenario del autor o de
su muerte. En efecto, Germán List Arzubide es hoy día recordado, sobre todo, como uno de
los integrantes más conspicuos del movimiento. Tanto en los años veinte, en las
actividades propagandísticas que llevaron adelante, como ya a partir de los años
setenta, con los primeros “rescates” de la producción estridentista (particularmente, el
estudio de Luis Mario Schneider, aparecido originalmente en 1970, y el congreso
celebrado en Xalapa en 1981 que dio pie al volumen El estridentismo: memoria y
valoración), la figura de List Arzubide se vio conectada con ese movimiento
vanguardista del que, en el siglo XXI, fue su más longevo integrante. Alejandro Ortiz
Bullé Goyri, por ejemplo, se refiere al “orgullo de haberle tocado ser el último de los
artistas de las vanguardias históricas y de no haber menguado nunca sus ímpetus
iconoclastas” (2006: 306). También Elissa J.
Rashkin parece acordar con esta imagen de espíritu iconoclasta “sin mengua”. Dice
Rashkin que “a diferencia de Maples Arce, List Arzubide se refería a sí mismo como
estridentista hasta el momento de su muerte a los 100 años” y recuerda la “larga y
multifacética carrera de List Arzubide como escritor de artículos sobre el
estridentismo, así como dos volúmenes de poesía, Cantos del hombre
errante (1970) y El libro de las voces insólitas
(publicado en 1986 como parte de su antología Poemas estridentistas)”
(346). No obstante, hay que notar que todas estas “continuidades” del estridentismo se
producen a partir de los años setenta; es decir a partir de su rescate y reaparición
pública. Otro tanto podría decirse de las intervenciones periodísticas del autor, que
luego de los años setenta acostumbró mencionar su pasado estridentista10 o, como queda dicho, editar libros que
se adscribían a esa estética: Cantos del hombre errante, la primera
colección de List Arzubide con poesía “estridentista” desde 1927 -su último volumen con
poemas, El viajero en el vértice, había salido en Puebla mientras que,
en Xalapa, se editaba El movimiento estridentista: el 31 de diciembre
de 1926 (Schneider: 181)-, aparece, como dice
Rashkin, en 1970, el mismo año que el libro de Schneider. Antes de esa fecha, sin
embargo, las referencias, los recuerdos del estridentismo, con pocas excepciones,
escasean.11
De hecho, como dijimos, si se atiende a la década del treinta, List Arzubide es más reconocido -y en este caso nuestra deuda es con estudios como los realizados por Alejandro Ortiz Bullé Goyri (2005 y 2007) o Francisca Miranda (2008)- como uno de los responsables de la creación del Teatro Guiñol de Bellas Artes. (Cuando, a principios de los años noventa, Alejandro Ortiz Bullé Goyri entrevistó a List Arzubide, el poblano se quejaba de una suerte de “usurpación”, digamos, que hacía Roberto Lago de ese rol, pero el tiempo transcurrido -y los trabajos publicados- parece haber casi invertido la situación aquélla.)12 En ese teatro -para ese teatro- List Arzubide escribió una serie de obras que hoy tenemos a disposición gracias al volumen recopilatorio publicado por la unam en 1997, aunque algunas habían sido impresas en los años treinta. Todas ellas, como se sabe, se caracterizan por un fuerte componente didáctico y moral.
En su carácter militante, didáctico y “revolucionario”, estas obras son ejemplo de aquellas “paradojas del arte político” que señalaba hace unos años Jacques Rancière. De manera tal que, si por un lado, el uso del guiñol podría ser visto como un modo de escapar a las estrategias escénicas del arte tradicional -el “teatro burgués”, diríamos-, por otro, el afán didáctico lo reconecta con una suerte de regreso a la representación. Al mismo tiempo, este afán supone la validación de un modelo de “eficacia del arte”, como dice Rancière, “que [ha sido estremecido] tal vez un siglo o dos antes” (54). Vale decir, el proyecto es claro deudor de un modelo teatral fácilmente filiable con el teatro neoclásico del siglo XVIII.13
Puede sorprender un poco esta yuxtaposición de imágenes del autor, que lo hacen vanguardista (lo cual, en términos generales, es tanto como decir propenso a una escritura que se aleje de la claridad, en principio) y, poco después, unos tres o cuatro años más tarde, dramaturgo preocupado por cifrar un mensaje claro. Esta aparente contradicción, de todas formas, quizá sea sólo aparente y, para pensarla, me propongo revisar un texto, acaso modélico, de los que List Arzubide escribió para teatro. Comino vence al diablo, como se dijo, se convertirá en inicio y a la vez en ideal de la dramaturgia para guiñol que será llevada adelante en los años treinta.14
Casi diez años después de su redacción, a fines de 1938, Juan Bustillo Oro -en una nota publicada en El Maestro Rural: “La moral en el teatro infantil”- recuerda la obra como primer ejemplo del género, cuya denuncia sin paliativos de la explotación laboral encarna el tipo de mensaje proletario que el teatro para niños debe difundir, y alaba a su autor, List Arzubide, por su fidelidad a la orientación revolucionaria y por escribir piezas sin ninguna pretensión artística. Obras como la suya, dice, son como “el agua y el jabón” con que limpiar los espíritus atormentados de los niños de la nación. Elena Jackson Albarrán, quien ha rescatado esta nota, cuenta que:
Educator Juan Bustillo Oro, in a 1938 contribution to El Maestro Rural, expressed the firm position of the sep regarding the moral and ideological content of the plays taking precedence over their entertainment value. He cited Comino vence al diablo as the premiere example of the genre, that its unmitigated stance denouncing labor exploitation -punctuated by Comino’s violent blows upon the patrón- embodied the type of proletarian message that children’s theater was meant to disseminate. He lauded List Arzubide as being faithful to his revolutionary orientation, and applauded him for writing pieces without any artistic pretense. Bustillo Oro enthusiastically proclaimed that such plays served as the “water, mop and broom that would clean the tormented spirits” of the nation’s children (363-364).15
Justamente, Elena Jackson Albarrán -a partir de la consulta del Archivo Histórico de la Secretaría de Educación Pública (Departamento de Bellas Artes, Serie Teatro 1932-1936), por lo que tiene la posibilidad de enseñarnos verdaderos testimonios de la recepción de las representaciones- ha dedicado un interesante trabajo a estudiar “the ways that, on a local level, cultural projects were mitigated by both individual and community interpretations; top-down efforts to exercise control in the education sector conformed to local understandings, resulting in a dialogue between ruling government officials and the community” (356-357).16
Sin embargo, aunque Jackson Albarrán no se refiera a ellos, queda por atender una variable: la de los textos. La investigadora parece dar por sentado que los textos son estables; que el malentendido, la “mala” interpretación, las diversas formas de apropiación, surgen de la puesta en escena. Me gustaría hacer notar que no es así, que ya los textos portan una ambigüedad sobre la cual pueden plegarse o desplegarse otras. Acaso la primera, la más evidente, esté ya aludida en una de las cartas remitidas a Bellas Artes que Jackson Albarrán cita, aunque sin referirse al fenómeno que ahora me interesa. En ella, la “Srta. Castañeda”, directora de un kindergarten en Azcapotzalco, luego de otra serie de cuestiones (las preguntas de los niños sobre el diablo, la imagen grotesca de la abuela), asegura que sus estudiantes malinterpretaron completamente el mensaje de la obra, y vieron el personaje de Comino como el de un chico perezoso que llegaría a cualquier extremo, incluso a la violencia física, con tal de escaparle al trabajo.17 Y es que, de hecho, esa interpretación no es ninguna “mala” interpretación: la ambigüedad surge del texto. Acaso, al contrario, aquellos niños del kindergarten de Azcapotzalco hayan comprendido perfectamente el planteo del que parte la acción dramática de Comino vence al diablo.
En la obra, la situación inicial presenta al Patrón holgando, “con las manos metidas en las bolsas” (List 1997: 29), mientras hace trabajar al Negrito bajo la amenaza de hacer venir al diablo si él se detiene. El Patrón, además, es explícitamente definido como adulto y el Negrito, como niño:
El patrón.-Trabaja negrito, trabaja que así es como se hace uno rico.
El negrito.-Así es como se hace usted rico, pero yo no.
El patrón.-¿Ya comienzas a murmurar? Trabaja y calla, que los niños no deben discutir lo que dicen los grandes.
El negrito.-Pero ya tengo un año de estar trabajando y usted siempre sin hacer nada.
El patrón.-Trabaja o hago venir al diablo para que te lleve.
El negrito.-(Muy asustado) No patrón, ya voy a trabajar pero no traiga al diablo. (Se le ve correr con la leña).
El patrón.-(Aparte) A éste me lo tengo asustado con el diablo, ja, ja, ja (29-30).
En ese contexto, llega una abuelita -Agripina- arrastrando a Comino, que chilla: “No quiero, abuelita, no quiero”. La abuelita, por su parte, trata muy cortésmente al Patrón (“Señor don Torcuato, muy buenos días” -él, también cortés, responde: “Buenos días, doña Agripina, ¿en qué puedo servirla?” [30]), y luego de regañar a Comino (“Silencio, muchacho grosero”), le explica al Patrón el motivo por el que lleva a la rastra a Comino: “Aquí le traigo a Comino, que está resultando muy flojo, para que lo enseñe usted a trabajar” (31). “Pues como yo sé que usted es muy trabajador, quiero que me enseñe bien a este muchacho que se está todo el día metido en la cama” (31). Nada desmiente a la abuelita. Al contrario, ante la amenaza, Comino intenta negociar: “Abuelita, te prometo que me voy a levantar a las nueve” (31); aunque la negociación, claro, fracasa, pues el Patrón exclama: “¡A las nueve! Aquí se levanta uno a las cinco de la mañana”. El Negrito acota: “A las cinco se levantan los negros… los blancos a las once” y su comentario produce una nueva amenaza del Patrón: “Silencio, o voy por el diablo” (32). Así que, finalmente, Comino quedará bajo la égida del Patrón:
Abuelita.-Aquí le dejo a este holgazán y ojalá y salga como usted.
El patrón.-No tenga cuidado, señora, que lo vamos a componer (31).
La disyuntiva, pues, es clara. Los mayores, los blancos, reivindican, al menos de palabra, el trabajo -aunque no trabajen, como el Patrón (nada sabemos de la abuelita). El trabajo es una categoría contra la cual oponerse. Por el contrario, los personajes con los que el espectador puede identificarse son llamados “holgazanes”. De hecho, Comino invita a la complicidad del público, bajo la estratagema de presentarse ante el patrón como el niño que, se supone, esperan los adultos que sea: “Yo soy Cominito, un muchacho muy aplicado y muy decente. (A los niños) ¿Verdad niños que soy muy trabajador?” (32). Hay, en fin, la expectativa de una complicidad en el retaceo del trabajo.
Este rechazo del trabajo tiene aún alguna broma que lo subraya:
El patrón.-Pues ahora vas a trabajar con el negro.
Comino.-Yo quiero trabajar con usted, mi abuelita me dijo que usted me iba a enseñar.
El patrón.-Yo estoy descansando, que ya trabajé mucho en la vida. Comino.-Entonces enséñeme usted a descansar, mi abuelita me dijo que
aprendiera de usted.
El patrón.-Bueno, aquí se hace lo que yo mando. (Llamando al negro.) ¡Eh, Fabián!, pon a este muchacho a cargar leña.
El negrito.-Cómo no, así seremos dos para el trabajo. (A Comino) Comino, a poner la espalda para el bulto.
Comino.-Yo no quiero, mi abuelita me dijo que hiciera lo que usted hace, no lo que hace el negro. Yo quiero aprender a descansar (33).
La picardía de Comino obliga al Patrón a recurrir de nuevo a la amenaza del Diablo. La sola idea hace temblar al Negrito, pero Comino parece estar un tanto más desengañado: “yo no creo en el diablo” le dice al Negrito, primero, y luego, cuando el Negrito le propone que es mejor cargar leña que ser llevado por el Diablo, afirma: “Que venga el diablo, no le tengo miedo” (34). Sin embargo, aunque Comino no cree en el Diablo, el Diablo aparece. Primero es una voz fuera de escena, ante la que Comino duda, algo asustado (“¿Oye negro, que de veras viene el diablo?”) y luego se presenta. Los personajes, los espectadores, sabrán al final que es en verdad el Patrón disfrazado, con lo que la incredulidad laica de Comino era atinada. De momento, Comino acata la orden del Diablo y se pone a cargar leña. Pero sólo de momento, pues en seguida, a Comino se le ocurre: “Oye negrito, ¿y si le pegáramos al diablo?” (35). Y, planeado ya el enfrentamiento con el Diablo, Comino le dice al Negrito: “Pues cuando le demos al diablo sus trancazos, nosotros vamos a ser como el patrón” (37). El Negrito, pues, con lógica irrefutable, supone: “¿Entonces ya no trabajaremos?”. Y, de manera sorprendente, Comino le responde: “Sí trabajaremos, pero pondremos a ayudarnos al patrón y como está fuerte y es grandote, haremos nosotros menos trabajo” (37).
Curiosa modificación. Ya no se trataría de un rechazo al trabajo sino de un rechazo al hecho de que algunos no trabajen. No hace falta tener muy a flor de piel un cierto espíritu infantil (o, si se quiere, un cierto espíritu anarquista, que sería -concediéndole razón a la lectura de época que hacía el comunismo- una variedad infantil del socialismo)18 para notar alguna “trampa” aquí. Los que no queremos trabajar, no queremos trabajar. Sin concesiones. Sin atenuantes. No aceptamos consuelos intermedios. Es claro que si la obra parte de una situación con la cual cualquier niño (¿o cualquier anarquista?), puede identificarse rápidamente, se ve luego en la necesidad de reivindicar el valor del trabajo. La propaganda obliga. Si la búsqueda de eficacia teatral conecta a Comino con el pícaro, la búsqueda de claridad moral lo distancia.
Sigue luego la escena de la pelea -en la que incluso, en sendos equívocos, temiendo que el otro fuera el diablo, Comino le da un trancazo al Negrito y, luego, el Negrito a Comino; en la que, además, el diablo amenaza al público: “Vengo por Comino y el Negro que no quieren pasar la leña del patrón. ¿Dónde están? Si no me lo dicen, los pongo a trabajar a ustedes” (41). Así, pues, la diégesis tiende a volver sobre formas tradicionales del personaje y del rechazo al trabajo.
Pero, finalmente, se descubre que el Diablo es el Patrón y el texto está listo para concluir con su moralidad. Comino, aun victorioso, casi parece excusarse ante el golpeado Patrón: “Lo sentimos mucho, pero queríamos pegarle al diablo, que nos está obligando a trabajar demasiado” (43). De nuevo aparece el matiz. No se trata, ahora, de que el Diablo los estuviera obligando a trabajar, sino que los obliga a trabajar demasiado. Va de suyo: si el Diablo los hubiera obligado a trabajar razonablemente, no habría habido palos ni trancazos.
El Negrito, por su parte, enuncia el castigo: “Patrón, ahora usted también trabaja o llamamos al diablo para que se lo lleve” (43). El Patrón, laico al fin: “No hay diablo”, pero Comino traduce: “Pero hay tranca, con que a trabajar desde luego” (44). La conclusión, en fin, es obvia: no se trata de rechazar el trabajo sino de rechazar el trabajo excesivo o desigual. No era éste, sin embargo, el punto de partida. ¿Qué ha pasado? Ha aparecido una moral estatal. El Estado también necesita, como el patrón, del trabajo de la población. El trabajo es también un valor en un Estado que se quiere ajeno a la economía de mercado. Comino enuncia aquí valores estatales, enuncia en nombre de una institución y es por eso, justamente, que cumple funciones pedagógicas. Se trata, como es obvio -y como resume Jackson Albarrán- de la promoción de las reformas laborales de la Constitución de 1917: jornada laboral de ocho horas, descanso en los fines de semana, restricciones al número de horas de trabajo infantil y, claro, derecho a huelga.19 Pero también, de manera no menos importante, se trata de la aceptación del trabajo como valor.
Este “mensaje”, que seguía de manera orgánica las políticas de la Secretaría de Educación, fue bien estudiado por Susana Sosenski. Al referirse a esta obra, comenta:
En tanto la escuela socialista debía ser “combativa y crítica de todos los medios de esclavitud material y espiritual que degeneran y aniquilan la dignidad humana”, en las obras de Germán List abundaron las críticas a las arbitrariedades del sistema capitalista. En Comino vence al diablo, un patrón que explotaba a su empleado, El Negrito, la representación racial de la explotación, exigía: “trabaja Negrito, trabaja que así es como se hace uno rico”. Consciente de su situación laboral El Negrito respondía: “Así es como se hace usted rico, pero yo no”. El empleador abusivo, disfrazado de Diablo para imponer miedo en sus trabajadores, no tenía mucho éxito ante títeres que simbolizan a una infancia unida en la lucha contra las injusticias sociales. El títere Comino y su amigo El Negrito se organizaban para golpearlo con la avenencia de los niños del público: “¿verdad que nos van a ayudar ustedes para apalear al diablo?”, luego de la positiva respuesta que seguramente recibían de los entusiastas espectadores, Comino comentaba al Negrito: “¿ya ves? Somos muchos contra él solo” (502-503).
Sosenski lee -de manera pertinente-, el discurso explícito de la obra, aquello que el texto “quiere decir”; pero me interesa subrayar “lo que dice”. Puesto que lo que en verdad sucede, ateniéndonos a la letra, difiere un tanto de la glosa de Sosenski: no es que Comino y su amigo “se organizaban” para golpear al patrón. Más bien, por decirlo así, es Comino el que “lo organiza” al Negrito para llevar adelante la acción política que él considera necesaria. El carácter jerárquico de esta “infancia unida” tiene su ápice en el discurso didáctico: la reivindicación del trabajo.
El público -acaso el público infantil, en principio- no podía sino quedar perplejo ante la ambigüedad del personaje de Comino. Pasa de rechazar el trabajo, cuando estaba bajo la tutela de la abuela, a reivindicarlo, cuando se encuentra victorioso (lo cual, por cierto, muestra una ética bastante llamativa; una suerte de defección, una especie de deserción que lo convierte casi en un tránsfuga). Para resultar victorioso, eso es constante en la obra, Comino persuadió al Negrito de lo que era necesario hacer. Le da indicaciones e instrucciones.
Entre los comentarios de los maestros sobre la obra, Jackson Albarrán no menciona nada semejante a lo que List Arzubide recuerda en su entrevista con Ortiz Bullé Goyri: “También fue a dar a Nueva York, lo traduje y lo presentaron allá. Un tal Urbano me escribió una carta pidiéndome permiso de retirar al negro de la obra, porque en la comedia aparece un negro que asusta a Comino que es blanco. Y como resultaba una especie de racismo, pues no hubo problema, lo cambiaron y ya” (2006: 323).
Esta “especie de racismo”, pues, no era problema en los años treinta o en México. Y quizás no lo era, no por una especie de racismo que recorriera la población mexicana (aunque no pretendo ahora decir nada sobre si hay o no racismo en México), sino porque el personaje provenía, en verdad, de una tradición teatral bastante cercana -no conozco ningún trabajo que se haya escrito tratando esta cuestión, que permitiría explicar la aparición del personaje en una obra “inaugural”-. En todo caso, si el personaje del negro era tan fácilmente sustituible, quedaría por explicar su presencia.
En un documentado estudio, William H. Beezley se refiere a la tradición decimonónica en la que los títeres se desempeñaban como críticos sociales y cuenta que, “durante los años de la intervención francesa en México, hubo un espectáculo de títeres extremadamente popular y que formaba parte de esa tradición; se trataba de una representación en dos actos llamada La guerra de los pasteles, que por implicación criticaba al emperador respaldado por los franceses” (407-408). Reproduce, luego, una crónica de la obra:
Representa el teatro un espeso bosque que parece desierto; cruzan de vez en cuando chillones con cachuchas, y gesticulando horriblemente, unos monos repelentes de interminables colas. Sale El Negrito, personificación de la Patria, con sus calzoneras, espada y sombrero con toquilla tricolor […] los monos se agrupan, uno se adelanta […]
El Negrito, creyéndole el demonio, exclama:
-De parte de Dios te digo que me digas qué quieres.
-Que me pagues mis pasteles -dice el mono.
-Ven por la paga […] -alza entonces la bandera tricolor que ha estado oculta (408).
La escena se convierte en una batalla contra la escuadra francesa en el Castillo de San Juan de Ulúa, en la que El Negrito, “infatigable, embiste, mata, empuña la bandera y se abre paso hasta lo más alto de la fortaleza”, donde proclama la victoria.
La obra tuvo muchísimo éxito y es seguro que List Arzubide la conoció, pues el cronista que la reseña es Guillermo Prieto, en el primer tomo de Memorias de mis tiempos, publicado en 1909. A la hora de retomar la tradición de un teatro de guiñol que tratara cuestiones sociales, no es extraño que reapareciera la figura del Negrito y, al menos en principio, la apariencia del diablo.
Así pues, el Negrito portaría la representación de lo que la obra cree que es el pueblo. Y, en gran medida, esto resulta fácilmente verificable. El Negrito es el explotado por el Patrón. El Negrito es explotado merced a la amenaza del Diablo.20 Lo que es nuevo, en el texto de List Arzubide, es la mediación del personaje de Comino, que resulta ubicado en el lugar del líder político, del educador agradable, del pedagogo amigo del pueblo, al que no deja de tratar con cierta condescendencia.
La tríada Comino-Negrito-Patrón se repite en otra obra, Comino va a la huelga, donde Comino trata al Negrito con cierto paternalismo: “Ignorante, así cuentan los que no han ido a la escuela. Escucha, si comienzas a trabajar a las cinco de la mañana y terminas a las diez de la noche has trabajado diecisiete horas. ¿No es cierto niños?” (List 1997: 6); y poco más tarde: “No seas cobarde, negro, si nos unimos contra el patrón, no nos hará nada. Somos muchos” (8). El Negrito, correlativamente, espera cierta protección: “Bueno, si me defienden, yo también lucharé contra el que nos hace trabajar más de las ocho horas y nos paga tan poco” (8). Y por cuenta de Comino corre el discurso político: “Muchachos, es necesario no dejarnos explotar por el patrón. Que además de pagarnos poco, nos hace trabajar más de las ocho horas reglamentarias” (7); “Entonces muchachos, declararemos la huelga; ya no trabajaremos, hasta que se admitan nuestras condiciones” (8).21
Tanto en Comino vence al diablo como en Comino va a la huelga es factible observar cierta tensión entre la enunciación -política, doctrinaria- del protagonista y el discurso -desconocedor de sus derechos, temeroso y hasta, por momentos, apocado- del Negrito, personaje en el que no es desatinado ver una representación del “pueblo”, de la “patria”. La estrategia de Comino, que le dice al Patrón: “Yo quiero trabajar con usted, mi abuelita me dijo que usted me iba a enseñar”, se muestra en toda su ambigüedad. En la superficie, digamos, es un modo de poner en evidencia que el patrón no trabaja. Pero no deja de resultar perturbadora, la frase, viendo la historia de tantos y tantos intelectuales en el período y en los años subsiguientes (sería, si se quiere, algo así como un lapsus del “inconsciente gremial”).
En un libro perturbador (Obra de arte total Stalin), Boris Groys propone que hay una continuidad entre la vanguardia rusa y el estalinismo. La estética soviética de los treinta (el realismo socialista) no sería la negación, sino la culminación de la vanguardia. Más aún, su verdadera culminación se verificaría en la política estatal del período, que vendría a realizar aspiraciones que se encontraban en la vanguardia: el hombre nuevo, la disolución de la dicotomía entre arte y vida, etcétera.22
Bien es cierto que la vanguardia rusa -y la política soviética- no son exactamente análogas a las mexicanas. Sin embargo, la idea de Groys ilumina de algún modo el derrotero de muchos vanguardistas -que, incluso, adoptan en algunos casos la estética del “realismo socialista” (pienso, por ejemplo, en Louis Aragon o, más aún, en el ámbito hispánico, en César Vallejo). Sin duda, también participa de ese “viraje” List Arzubide que, menos de un año después del final del estridentismo y poco más de un año antes de dedicarse al guiñol, en agosto de 1928, había publicado en El Libertador, el órgano de la Liga Antimperialista de las Américas (una revista que poco después él mismo dirigiría, luego de Diego Rivera), un artículo que es una extensa diatriba contra los intelectuales de la “torre de marfil”, una acusación del “alejamiento” respecto del pueblo y una crítica del individualismo del intelectual:
el principal obstáculo que vencer se encuentra en el espíritu individualista que parece ser la médula del intelectual, nacido de la errónea creencia de que la inteligencia, tal como ha llegado a sostenerse en algunas filosofías, es la suprema creadora girando el resto en rededor de ella. De esto a suponer que la inteligencia de cada quien es la que va a arreglar el mundo a su imagen y semejanza, no media un paso y entonces es esa actuación delirante de querer imponer sus ideas, de ansiar ser el jefe y director de todo grupo, pero siempre con una gran altanería para las clases que ven a sus pies, a las que desdeñan intensamente tratándolas como masas donde sembrarán sus ideas, y a las cuales hacen el favor de querer salvar. Es así como el individualismo generó ese orgullo, esa vanidad sin medida, que hace que el intelectual suponiéndose muy en alto y creyendo firmemente que bastarán sus ideas para salvar al pueblo, se aleje de él pretendiendo manejarlo desde la altura de su saber, arrojando sus ideas con gestos olímpicos, como si las diera en monedas de salvación a los mendigos.
[…]Querer ser uno, es condenarse a desaparecer con el individuo, ansiar ser todos, es persistir en el conjunto y seguir actuando.
Este es el ideal superlativo y maximalista de la hora actual al que deben orientarse los intelectuales, abandonando sus escaños individuales que por unitarios son necesariamente limitados, como limitadas son las posibilidades de un solo hombre que intenta aislarse.
Sin embargo, de manera sorprendente, el artículo concluye pidiendo:
Sacrificar lo individual, el egoísmo que es el llamado del instinto, de lo animal, por lo colectivo que es el impulso espiritual.
Cuando entre los intelectuales se logre formar esta conciencia y el proletariado los sienta incorporados a sus afanes, cuánto se habrá ganado, porque entonces el obrero, el campesino, dejarán a los estudiosos la búsqueda de nuevos caminos hacia la verdad, hacia la ventura de todos; caminos que luego, el pueblo en masa, llevando al frente a sus intelectuales, recorrerá gustoso y confiado y se habrá ido, al fin hacia el oriente tanto tiempo perseguido (List 1928: 1 y 5).
El intelectual (no como persona, pero sí como grupo, como “clase”) emerge, al final del texto, como una suerte de guía -a medias estético, a medias político- que dirige a las masas (masas que serán felices). Primero los estudiosos buscarán los nuevos caminos; luego el pueblo los recorrerá gustoso. El lugar “iluminado” del intelectual, podría pensarse, sería resultado del abandono de la vanguardia. Sin embargo, en los años previos, cuando todavía List Arzubide era un estridentista, ese afán de colocarse en un lugar de diseño social, de ser el artista-político (algo así como el protagonista de Metropolis, la película de Fritz Lang basada en la novela de Thea von Harbou) se halla en un texto del segundo número de la revista Horizonte, aparecido en mayo de 1926. Curiosamente, es un artículo dedicado a los tapices de Lola Cueto, “en los que está artísticamente colocado México”. La defensa del “arte de la decoración” -en el que el creador anónimo es el perfecto opuesto al que trabaja en “estos días de ‘torre de marfil’ donde el hombre solo, sin contacto con el medio, con la Naturaleza, con la vida, hace una labor pequeña” (List 1926: 80)- da lugar a una reflexión sobre el arte mexicano. Se reivindica el rechazo de la “pintura de caballete”, que “no pasaba de ser una satisfacción de unos cuantos”, en “una tierra donde es suficiente salir de las orillas de la urbe para gozar de los mejores paisajes vivos y grandiosos”. La “señora Dolores Velázquez de Cueto”, en cambio, “soñó en dedicar su saber como artista en obras decorativas que llenas del color, de la forma, del ambiente exterior y caliente que nos rodea, pudieran adornar nuestras habitaciones con un vislumbre de aquello, a fin de que siempre estuviéramos en contacto con la belleza y nuestro espíritu pudiera gozar perpetuamente y solazarse y expanderse [sic]” (80). Es claro que la representación del ambiente “que nos rodea” abre un problema en una revista que aún se pretende vinculada a la vanguardia. De allí que se proceda a la distinción entre lo “mexicano” y lo “nacional”, que se reconvierte en la oposición entre lo “mexicano” y lo “rastacuero”. Hay, entonces, una crítica del “revoltijo”, de la mezcla -propia de la pequeña-burguesía, según se infiere- entre el mobiliario urbano, o moderno, y los adornos con “color local”.23 El resultado es cursi, claro, porque ha perdido su contacto con “la Naturaleza”. Finalmente, luego de criticar ese “falso patriotismo” de cierto arte mexicano, List Arzubide dice:
Pero la gente no tiene la culpa de que le pasen cosas tan lamentables [:] se formó su gusto en la época de importación de Porfirio Díaz, cuando lo extranjero era lo que valía; y si ahora, por la subversión de valores lograda por la revolución, su espíritu mexicano a pesar de todo, se dirige hacia esas cosas que cree que debe adorar porque sí, es deber nuestro, de los comprensivos y preparados, indicarle que debe antes que todo comprenderlas y estudiarlas para que su gusto estragado por el extranjerismo no las amalgame y las equivoque (82).
Los “comprensivos y preparados”: así se piensa el rol del intelectual, incluso durante los años de apogeo de la vanguardia. Esta posición, de hermeneuta entre una clase dirigente que necesita un pueblo convencido de sus políticas y un pueblo de “gusto estragado” que necesita ser ilustrado, incluso en su “verdadera identidad nacional”, es sin duda la más frecuente, pero también la más problemática, de las maneras de pensar una labor cuya autonomía está siempre en conflicto. La tensión se verifica entonces, tal como propone Groys, desde los años veinte, comunicando el período vanguardista con el momento de mayor compromiso político y de mayor intervención en las políticas públicas. Tener un saber específico y hacer que ese saber resulte divulgable parece ser el problema en torno al cual List Arzubide, como tantos otros, discurre en aquellos años. Pero esa posición, que busca convertir en obrero a un funcionario, no deja de presentar problemas y, por lo mismo, inscribe huellas de su conflictividad en los textos.
Así, en fin, los malentendidos, las malas interpretaciones, las ambigüedades que Jackson Albarrán encuentra en la recepción de las obras, no serían sólo el resultado de unas puestas en escena marcadas por las premuras de la circunstancia o por las restricciones institucionales, sino -sin necesidad de que sean las representaciones escénicas las que vuelvan inestables los sentidos enunciados- una consecuencia lógica del proyecto mismo que funda este teatro. Educar al pueblo -“educar al soberano”, como se ha dicho- es un objetivo encomiable, salvo que conviva con la idea de que ese pueblo es una mera tabla rasa sin pensamientos y de que el educador forma parte de una entidad superior, de un selecto grupo de esclarecidos.
Bajo la clara moral que este teatro busca esgrimir, bajo la triada de los personajes del guiñol (Comino-El Negrito-El Patrón), se cuelan, subrepticias, las ambigüedades de su propia enunciación. Porque, en efecto, el dramaturgo que quiere ser “del pueblo”, por el solo hecho de enseñarle algo que el pueblo no sabría, ya no participa de aquella comunidad a la que le habla. Pero tampoco participa, es claro, del sector dirigente que financia y sostiene las obras que produce. En ese lugar ambiguo, siempre peligroso, está ubicada la enunciación de estas obras. En ese lugar ambiguo, en el que el intelectual se vuelve letrado, escriba, funcionario, burócrata, estamos aún nosotros, a merced de lo que las instituciones -más que los vecinos- crean que es el teatro.