I. Campo de maniobras
Objetivo
Aspira este ensayo —de ahí su título— llamar, a la historia intelectual, en auxilio de la historia literaria; concretamente, de la historia de la literatura mexicana. Enfoque que juzgo pertinente en la discusión de las condiciones de posibilidad de una tarea institucional a la fecha postergada.
En efecto, el del decurso de las letras mexicanas constituye una asignatura pendiente, todavía al día de hoy, en los trabajos del Instituto de Investigaciones Filológicas. Una década después de la creación del Centro de Estudios Literarios —episodio del que me ocuparé más adelante—, en 1966, se comprometió su factura como culminación de los afanes hasta entonces cumplidos alrededor de la lengua y la literatura mexicanas. Ahora bien, pese al tiempo transcurrido, dicha promesa peca aún de incumplimiento. Y corre ya la segunda década del siglo XXI.
Aunque todavía en construcción, lo admito, la historia intelectual enfatiza aspectos que estimo determinantes para la pesquisa del proceso literario nacional, ya se ocupe de los cuatro siglos transcurridos desde la Conquista, ora ajuste el objetivo al período novohispano o virreinal, ya destaque siglos en particular —de preferencia el XVIII, el XIX o el XX.1
Anticipo, sin embargo, que sea cual fuere la temporalidad elegida —hay perspectivas de larga, mediana y corta duración—, la disciplina y método aquí invocados, aunque parezca paradójico, no se agotan en la actividad intelectual en la que se inscribiría la textual de la literatura. Sólo que se ha convenido en llamarla historia intelectual para diferenciarla de historias afines, la de las mentalidades, la de las ideas y la cultural, de modo señalado. Lo que no obsta, empero, para coincidencias e intercambios.
Por el contrario, la historia intelectual, respecto a la literatura, además de asumirla como totalidad —agentes, agencias—, indagaría las circunstancias individuales y colectivas de su realización. De ahí el acento en, respectivamente, las biografías y las generaciones. Al tiempo que se reconocería la literatura como dominio simbólico —al igual que las Artes o el Derecho—, para la comprensión cabal del fenómeno lo dividiría en sus elementos constitutivos: creación, producción, distribución, recepción, certificación, conservación. Idéntica relevancia concedería a las formas y redes de sociabilización (véase primera parte de Curiel 2007: 21 ss.). Por último, la historia literaria indagaría los vasos comunicantes de la literatura con otros órdenes simbólicos. Para nuestro país, primordialmente, la educación, las artes todas y la política.
Principales aspectos
Para resumir, cuatro serían los aspectos esenciales a la historia intelectual que a mi juicio podrían contribuir a la factura de una historia de la literatura mexicana. Los enumero:
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Sincronía y diacronía.
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Texto y contexto.
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Orden y subversión.
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Sistema complejo.
Si el primer aspecto comunica el pasado con el presente, provocando visiones del futuro, y el segundo examina los muy concretos condicionamientos de la poesía y la prosa; el tercero aborda las tensiones, tradición y ruptura, continuidad y disrupción, que contienden al interior de una literatura específica, mientras el cuarto comprende los ríos —diversos afluentes y corrientes— que confluyen al mar de signos.
De tales efectivos, incorporados a la campaña de historiar la literatura mexicana, hablo cuando hablo de Tropas de refresco.
Historias literarias
En la medida en que la historia intelectual, como adelanté, no se constriñe a una historia del gremio intelectual, de su habla y costumbres, sino, más bien, tiene por objeto una de las producciones simbólicas de la sociedad, la literatura; de las tres especies de historias literarias posibles, la de los autores, eminentemente de orden psicológico —y aún psicoanalítico—, la de obras maestras y la del sistema literario, aquí se privilegia la citada en último término. Lo que nos lleva a hablar, más que de una historia literaria, de historia de la literatura.
Toda vez que el foco de atención no se ancla en autores y obras particulares, por de avanzada que sean los autores e innovadoras las obras —sin que se rehúya la genialidad—; se autoriza hablar de autor social, combinación de poética personal y ambiente. Pongo un ejemplo. No escapa a Ernst Robert Curtius, en su asedio penetrante y perdurable a James Joyce, la atención a “las fuerzas que sobre él han obrado”: la familia en vilo, Irlanda desgarrada, la educación jesuítica, el exilio interior, el destierro final (123 ss.). Obra señera y circunstancias.
Tal el meollo de nuestra argumentación.
Partes
Anticipado lo anterior, participo que el ensayo consta de cinco partes interconectadas.
En la primera, se pesquisa la investigación literaria institucional, que en definitiva conduce a la creación del Instituto de Investigaciones Filológicas (IIFL, I973), precedida por la del Centro de Estudios Literarios (CEL, 1956). Esto en el contexto de un amplio marco compuesto por: la sucesión de propuestas teóricas entre 1956 y el presente; los principales episodios, en el mismo período, de la patria literatura; y las actas de defunción expedidas a la novela, a la literatura en general, a la historia y a las humanidades.
Entiendo el reparo. ¿Por qué traer a cuento a la historia y a las humanidades? En primer término, porque literatura e historia, junto con la filosofía, conforman el “núcleo duro” de las humanidades, entendidas en su más senequista raíz: cultivo de lo humano. Y, en segundo, porque los cuestionamientos —endógenos y exógenos— de la historia y de las humanidades, han contribuido, en no poca medida, a la crisis de la propia literatura. Hoy por hoy sometida, no a las leyes de la estética verbal, sino a las del mercado editorial.2
La segunda parte, con algún detalle, dado el tema principal que nos ocupa —historia literaria más historia intelectual—, examina la muerte y resurrección de la historia. Su decurso en etapas que van: de verdad inconcusa a instrumento del Poder al servicio del statu quo, y, en seguida, de Poética a ciencia aproximada del pasado. Con sus precisas reglas e instrumentos.
La tercera parte, derivada de la previa, se detiene en el contexto seminal del siglo XX mexicano en general y de las letras en particular: la Revolución mexicana.3 Y no sólo por informar una particular corriente narrativa y artística, sino por alzarse como florecimiento, deformación, traición e incluso des-instauración, del acontecimiento mayor que permea la vida nacional. Y de cuya historiografía repasaremos no sólo su arranque testimonial, oficialismo esclerótico y reformismo infecundo, sino, asimismo, las bases de una nueva historia que proponemos a discusión.4
La cuarta parte se demora en la crisis de las Humanidades.
La quinta parte se afana en los puntos de mayor y productiva intersección entre historia literaria e historia intelectual, poniendo el énfasis, por nuestro lado, en elementos de una notable riqueza en las letras del siglo XX. Aludo a generaciones, a redes de sociabilidad, y a revistas.
Por último, expongo, en el sentido de “petición razonada” del vocablo, una propuesta de periodización del siglo XX literario mexicano. Propuesta, anticipo, que no se reduce a los solos cortes temporales, siempre en relación con los correspondientes a la historia general del país, sino que implica una triple operación interconectada. Pregunta sobre el ciclo o período; pregunta sobre los grupos en contienda —un sistema literario es campo de fuerzas, o no lo es—; pregunta sobre manifiestos —estéticos, educativos, políticos, sociales. En combate, pues, épocas, grupos y concepciones.
Tales son los contextos actuales, e imbatibles, de la creación escrituraria, de la inquisición histórica y de los vuelos humanísticos —golondrinas escasas que no hacen verano. En otras palabras, de los evidentes o secretos vasos comunicantes entre las letras, la historia y las humanidades. Las tres objeto de demolición o, de plano, declaración de muerte.5
II. Las letras
UNAM literaria
El estatus universitario de las letras coagula, como ya avancé, en 1956.6 Lo anterior, merced al Centro de Estudios Literarios (CEL) que, originado en la Facultad de Filosofía y Letras, pronto se adscribe a la Coordinación de Humanidades, su hábitat natural y, en 1973, da pie, en un conjunto mayor, al Instituto de Investigaciones Filológicas.
En el marco de su desarrollo, al presentarse la oportunidad de mudar de Centro a Instituto el CEL, se duda llamarlo Instituto de Investigaciones Literarias o Instituto de Investigaciones Filológicas. A la postre se impone el segundo título. La empresa tiene nombre y apellido: Rubén Bonifaz Nuño.
No sobra reiterar su misión: lengua, literatura y culturas hispánicas, clásicas y amerindias. Magma de la singularidad mexicana —que no pocas ocasiones se ignora o, peor todavía, se desdeña.
Como tampoco sobra la mención de los momentos de la investigación humanística universitaria en la que la filológica ocupa su sitio institucional. Llamativa historia de fundaciones pares. Primero fueron, en los treinta, la investigación social y la estética; luego, en los cuarenta, la económica y la histórica; en los sesenta, la filosófica y la jurídica; y, al fin, en los setenta, la filológica y la antropológica.7
Tornando al CEL, no faltó, cabe subrayarlo, a la buena nueva divulgada por la Gaceta de la UNAM el 24 de septiembre de 1956 —hace la friolera de 59 años—, ni más ni menos que la creación de un Centro de Estudios Literarios, el parangón —que suscribo en sus términos— entre los estudios críticos y teóricos. En “modo diferente”, pero creativos, ambos, a fin de cuentas. La crítica y la teoría literarias —y la historia y la filología— son, o deberían ser, igualmente, literatura.
Atinada, orientadora, programática resultó empero, la separación en dos aguas del mar escriturario: creación, interpretación. Figuras tutelares de la interpretación de las letras para el CEL, lo eran, a la sazón, Julio Jiménez Rueda, José María González de Mendoza, Francisco Monterde y José Luis Martínez, principalmente.8
Contextos, momentos
Hacia 1956, la escena literaria mexicana, natural y fatalmente ceñida a la ciudad de México, y dentro de la ciudad de México al territorio que se dilataba —unas cuantas hectáreas cargadas de historia— entre el extremo oriente de la Alameda central y Correo Mayor, la pueblan, si ya no figuras del Positivismo y del Modernismo, sí un puñado de ateneístas, algunos de los Siete Sabios, varios Estridentistas y Contemporáneos, gente del 14 y del 29 y de Medio Siglo; y sobrevivientes de las batallas, ismos ideológicos al rojo vivo, de las décadas de los veinte y los treinta; exilados españoles y centroamericanos. Irrumpían, de otra parte, algunos personeros de la generación de la Casa del Lago.
Lugares de la memoria: Bellas Artes; pérgolas de la Alameda —librería y galería—; librerías Porrúa y Robredo; Escuela Nacional Preparatoria en San Ildefonso; hoteles Del Prado, Ritz y Reforma; cine Alameda y cine París; café París y Tupinamba y demás ruidosos cotos del transtierro republicano. En esencia, la capital que congelará Salvador Novo en una de sus más redondas crónicas de la ciudad de México.9
En 1947 se había publicado Al filo del agua de Agustín Yáñez, novela con el antecedente preclaro de La sombra del caudillo (1929, ¿novela? ¿historia? ¿inusitado experimento?), que inaugura entre nosotros la modernidad narrativa, la que arranca con Joyce, Proust, Musil, Wolfe. En 1949, empieza a circular el primer suplemento asimismo moderno: México en la Cultura, del periódico Novedades. Larga será la historia de uno de sus directores —el otro lo era Miguel Prieto—, Fernando Benítez, en el periodismo cultural. Prieto inicia, a su vez, una fecunda escuela de diseño gráfico.
En 1955, un año antes de la creación del CEL, nace, bajo la tutela de Octavio Paz, y la co-responsabilidad de Emmanuel Carballo, recién importado de Guadalajara, y Carlos Fuentes, ya autor de Los días enmascarados, la Revista Mexicana de literatura. Mensajera del cambio, la ruptura, en términos de contienda: nacionalismo con toques de realismo social —o de plano, socialista— versus cosmopolitismo. Una nueva generación, la ya citada de Medio Siglo, comienza a desplegarse a partir de Ciudad Universitaria —territorio sureño de la ciudad letrada— inaugurada en los estertores del alemanismo.
En 1959, año que resiente la pérdida de José Vasconcelos, Genaro Fernández MacGregor y Alfonso Reyes —de la primera línea del Ateneo sólo quedaban Guzmán y Torri—, abre sus puertas, con escasos recursos, pero bajo la dirección entusiasta e imaginativa de Juan José Arreola, la Casa del Lago, en el hermoso edificio construido en 1908 por José Ives Limantour, como Automóvil Club. El campus regresaba a la polis.10
La específica creación literaria la tejen, principalmente, Martín Luis Guzmán, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez, José Revueltas, Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Emilio Carballido, el primer Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Luis Spota, Rafael Solana, entre otros.
Durante los cincuenta —década, afirma Carballo, sin la que no se entiende la siguiente—, tienen verificativo tres movimientos, uno intelectual y dos artísticos, de señalada importancia y efectos de larga duración. Aludo, respectivamente, a Hiperión, Poesía en Voz Alta y —en sus comienzos— La Ruptura.
Activo entre 1948 y 1952, Hiperión conforma un movimiento ocupado en discernir la filosofía de lo mexicano.11 Poesía en Voz Alta, por su parte, cuyo primer programa se realizó en 1953, significó una exitosa experimentación literaria, teatral, escenográfica y musical escénica.12 La Ruptura, como su nombre lo presume, declara hostilidades a la hegemónica plástica mexicana que había impulsado el muralismo. “Cortina de nopal”.13 Al albear los sesentas surgirá el grupo Nuevo Cine.
Contrariamente a las predicciones urbanísticas —urbanismo en pañales—, que la suponía crecer hacia el norte, la ciudad de México se desplaza hacia el sur, jalonada, a partir de 1952, por la Ciudad Universitaria. Si bien en el centro, hacia 1956 o el 57, se funda otra extensión de la ciudad letrada, la Zona Rosa.
La reflexión literaria
Con el CEL se inicia la singularización universitaria de los estudios literarios. En 1960, ocupa la planta baja de la Biblioteca Central, cabe la explanada.
En 1961, se privilegia, dentro del CEL, el seminario como forma de trabajo académico. En 1964, a los originales objetivos de investigación y docencia, se agrega, de modo expreso, la difusión. En 1966 se plantean algunas transformaciones: el paso de Centro a Instituto y, y ya como Instituto de Investigaciones Literarias, su adscripción, en vez de a la Facultad de Filosofía y Letras, a la Coordinación de Humanidades. Respecto a nuestro tema central, la historia de la literatura mexicana, se reconoce que “hasta la fecha hace falta, pues sólo se han escrito algunos manuales escolares, los cuales por su concreta finalidad didáctica no tienen la profundidad y amplitud requeridas por una obra de esta importancia” (“Filología literaria”, en Clark y Curiel: 89). No sin reconocerse lo avanzado en la edición de antologías y ensayos monográficos, de panoramas, de la reedición de textos fundamentales de las patrias letras.
El largo proceso, lo adelanté ya, se resuelve el 4 de octubre de 1973, con la aprobación, por parte del Consejo Universitario, de Instituto de Investigaciones Filológicas; especie de federación compuesta por el Centro de Estudios Literarios, el Centro de Lingüística Hispánica, el Centro de Estudios Clásicos y el Centro de Estudios Mayas. Escisión del CEL, surgirá el Seminario de Poética y a la tradicional división, griega y latina, se añade el Neo Latín o Latín Mexicano; lustros después surgen el Seminario de Edición Crítica de Textos y el Seminario de Hermenéutica.
Corrientes en rejuego
A reserva de más detenidas exploraciones, puede afirmarse que, agotada la impronta del existencialismo y sus implicaciones literarias, culturales, políticas, dos cuerpos doctrinarios pujan, para emplear una expresión reciente a la luz del superficial reformismo en boga, por la “predominancia”. Una, sajona; gala la otra. La “Anglo theory” y la “French theory”. Teorías pero también modas, y en tanto tales, de temporada. Además, del lado soviético, soplaron poderosos los vientos del Formalismo, del Círculo de Praga y del batjinismo. Se desplazaron, firmes icebergs, la lingüística y la semiótica. Luego vendrían los Estudios Culturales, variopintos; la Narratología que pasa sin pena ni gloria; la sin duda fecunda Teoría de la Recepción; las fugaces propuestas Neocolonialista y Subalterna. Temporadas de estructuralismo y neoestructuralismo, textualismo e hipertextualismo, poéticas y semiosis, literaturas menores, neomarxismo y neoretórica. Fruto no siempre fecundo de la problematización de lo literario, del pensar la literatura, ha sido la ya mencionada suplantación de poesía y prosa, textos originales, por la abstracta teorización. Una de las consecuencias, deplorables, consistió en la interdicción, de un lado, de ricos y definitorios materiales que por comodidad llamo Papelería privada —manuscritos, archivos—; y, de otro, de la literatura del Yo integrada por diarios, epistolarios, autobiografías, memorias, entrevistas de fondo, historias de vida. Hoy por hoy finalmente revaloradas por los estudios literarios, revaloración que no dudo en llamar conquista laboral de quienes nos ocupamos de tiempo atrás de tales asuntos.
Compatriota incómodo
Puede afirmarse que, en el siglo XX, mientras Edmundo O’Gorman piensa la historia, Alfonso Reyes piensa la literatura. Para 1956, tres años antes de su muerte, a la edad de 70 años, el hijo del general Bernardo Reyes tenía publicada una extensa obra de teoría, crítica, historia, filología y aún filosofía literarias; de la literatura literaria y de la literatura subsidiaria; del teatro, de la novela policiaca y de la novela “bodegón”, de la autobiografía y del periodismo, revistas y periódicos. De sus talentos de filólogo había dado pruebas durante los años madrileños, 1914-1924, y a partir de su regreso definitivo a México en 1939. En la primera etapa, investigador del Centro de Estudios Históricos de Madrid, sección Filología, ocúpase de la edición crítica de clásicos hispánicos; en la segunda, ocúpase de la edición crítica de su propia vasta obra. De la que alcanzó a ver publicados diez volúmenes y dejar preparados tres.
No sobra, a fe mía, el recuento de asedios críticos y teóricos alfonsinos que nacen con la obra de creación. Ni más ni menos que 12 de los 26 tomos de sus obras completas, sobresaliendo, por su liviandad sustantiva, La experiencia literaria y, por su ambición y complejidad, El deslinde. Títulos a los que menester es añadir trabajos que con anticipación se inscriben en lo que hoy por hoy se considera historia intelectual. Narración de la constelación de la que se forma parte, de su contexto y manifiestos; de la literatura propia, considerada horizontal y verticalmente; de la obra y sus circunstancias; del obsequio y desobediencia del canon; del complejo sistema simbólico literario y cultural. Me refiero a Pasado inmediato e historia documental de mis libros.14
Pues bien: pese al abundoso, excepcional conocimiento literario desplegado por Alfonso Reyes antes y durante la implantación de la investigación literaria universitaria, su lectura, influencia, luces, resultan nulas en el componente crítico-teórico del Centro de Estudios Literarios. Deuda impagada de modo inexplicable.
Muertes y resurrecciones
En esta suscinta contextualización del surgimiento y desarrollo del Centro de Estudios Literarios, toca su turno a las ocasiones y circunstancias, en que se ha decretado la muerte de géneros literarios ancestrales. Sobresale, sin lugar a dudas, el caso de la novela, género mayor.
Al momento de la creación del CEL, por ejemplo, se había decretado la muerte de la novela decimonónica y de la vanguardista del siglo XX, por un grupo encabezado por Alain Robbe-Grillet y Michel Butor. Propaganda de una era del recelo que dio —pensó ilusoriamente que daba— jaque mate a los fundamentos de la novela francesa y rusa. La escrita por Stendhal, Flaubert, Balzac, Dostoyievski, Tolstói. Pero jaque mate también de la novelística practicada por Joyce, Proust, Woolf, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Hemingway, Faulkner.
Mentís al doblar de campanas de la Nueva Novela Francesa y su poética de cosificación, objetividad, trasiego de laboratorio textual, lo fue, en México, la aparición de Casi el paraíso, Sol de octubre, El llano en llamas y La región más transparente. Y, en Hispanoamérica, la configuración del Boom! o Nueva Novela Latinoamericana, de la que ocuparon la punta del pelotón Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez; y, el grueso, José Donoso, Cabrera Infante, Manuel Puig, entre otros —sin faltar el trazo genealógico dilatado lo mismo a Juan Carlos Onetti que a Alejo Carpentier.
Además de la renovación, el aire fresco, vivificante, que en su momento aparejó el New Journalism norteamericano, de inmediato traducido al español. Tributo, en el campo periodístico, a las armas y recursos ancestrales del cuento y la novela. Incursiones por demás logradas de Tom Wolfe, Truman Capote, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Norman Mailer.
De cualquier manera, ciertos componentes de la Nouveau roman hallarán eco en escritores como Sergio Fernández, Vicente Leñero, Julieta Campos y Salvador Elizondo; en tanto, su indudable ímpetu experimental, lo hará en la generación de La Onda.
Muerte de la literatura
Estructuralismo, giro lingüístico, New criticism, Deconstrucción y Posmodernidad, por citar las modas interpretativas más recalcitrantes, minaron los cimientos en los que por siglos se levantó el edificio monumental de las letras; joyel de las humanidades. En otro sitio me ocupo de la cuestión, más honda, que apareja el triunfo irrebatible de las ya mencionadas leyes del mercado, en particular la rentabilidad (véase “Hipótesis” y “El lugar” en Curiel 2007: 11-19).
El automatismo del lenguaje expulsó del texto al escritor, al autor, a la trama y al personaje. La hiper-textualización borró los ricos contextos. La negación de los grandes relatos eliminó la inteligibilidad y el sentido de poemas, cuentos, novelas. La literatura, significante, podía significar cualquier significado. En consecuencia, desaparecieron la genealogía de los géneros, las condiciones sociales y estéticas de la literatura y sus actores.
III. La historia
Hechos, representaciones
No basta, sostengo, para empezar, la ya admitida separación entre Story e History, sin duda ocurrente, sino aducir —sustantiva—, la que existe entre historia e historiografía. La primera, acontecer, mezcla de tiempo y hechos. La segunda, escritura, mezcla de signos y teorías. Como tampoco sobra el distingo, subrayado en la introducción de una obligada antología, entre metodología y método. La primera multánime, decidida por la bandera ideológica del autor: marxista, formalista, positivista, idealista, cliométrica; o posmoderna o neocolonialista. El segundo: invariable, en tanto que define procedimientos y técnicas de investigación (véase Matute, 1972).
Dos pasos: heurística y hermenéutica; que en realidad son tres gracias a la escritura. Representación interpretativa de acontecimientos.
Punto de inflexión
El 68 francés, el más publicitado sobre el checo o el mexicano, no sólo tomó calles y plazas —aquí, Reforma, Juárez, el Zócalo, la mortífera plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco—, también asoló los espacios intramuros —aulas, cubículos, laboratorios. Suelo acudir al colega Jean Chesneaux, como ejemplo emblemático de la revisión, desde dentro, del nexo entre la producción académica y los Poderes. Ahora que, mientras en otras latitudes, la “contestación” en su vertiente democratizadora se llevó al seno familiar, a la fábrica, al campus, en México derivó a la más superficial de las democracias políticas: la electoral. Origen de la singular mixtura actual de desencanto público, partidocracia y desmedido gasto y burocracia electorales.
Caso emblemático
Las marcas de la agonía y nuevo amanecer de Chesneaux, se inscriben en uno de sus libros de mayor venta, lo mismo en París que en la ciudad de México.15 Sin rebozo, suelta el autor:
Este ensayo sobre el saber histórico está escrito por un profesional (in)confortablemente instalado en su cátedra y su situación. Sin embargo, ambiciona ir más allá de las reflexiones generales sobre la historia que publican no pocos “colegas” desde hace algunos años, siempre en el interior del discurso intelectual y del “territorio” del historiador (7).
Imagino la unánime aquiescencia en el medio, la mirada autocrítica a estanterías repletas, salones de conferencias, jardines acotados; la compartida necesidad de salir, física y mentalmente, del confort; de preguntarse, con el autor, sobre el “lugar” del saber histórico en, ya no el conocimiento sino “la vida social”. Preguntarse, en fin, si elabora un producto jerarquizado que va del especialista al consumidor de historia; si actúa a favor o en contra del orden establecido; si su saber enraíza en una “necesidad colectiva”. Etcétera, etcétera. Pues bien: todas estas cuestiones, precisa Chesneaux, “son políticas”. Y se orientan “a la lucha revolucionaria”.
Tres son las fuentes del anterior viraje: el marxismo creativo a lo Gramsci; las experiencias por contradictorias que resulten de la revolución china; y el ultra izquierdismo occidental, léase New Left norteamericana y “posmayo francés”.
¿Hacer tabla rasa del pasado? Sí. Pero a condición de romper los automatismos del conocimiento histórico, a saber: el corte cronológico por periodos, la afición por el tiempo verbal pasado, la autoridad de la letra impresa, la disociación entre documento y problema, la lectura a-crítica.
Muertes de la historia
Toda proporción guardada, pero sin olvidar, en lo general, que literatura e historia fueron consideradas ramas frondosas del mismo árbol; ni de que, en el concepto de Chesneaux de autoridad a cuestionar, está junto a la letra impresa el autor —novelista, historiador—; podemos afirmar que el acta de defunción expedido a la novela, tiene su parangón en la historia.
Si ya la Escuela de los Anales dio por difunta la forma tradicional de historiar —historia política, historia diplomática, historia de próceres— abriendo el espacio al economista, al geógrafo, al sociólogo, al demógrafo, etcétera, planteamientos sostenidos a lo largo de sus diferentes etapas y directores, la disciplina se ramificó en diversas si no es que encontradas vertientes. De las que destaco dos principalísimas: la historia como arma del poder; la historia como poética.
Si la primera vertiente la representa, tal como acabamos de verlo, abrumadoramente, Jean Chesneaux, la segunda tiene por adalides, de modo señalado, a Michel de Certeau y a Hayden White.16 Quienes, en esencia, centran la atención en la historiografía, escritura de la historia, hasta el extremo de disociar verdad y expresión, fondo y forma. Asuntos —estructura, partes, morfología, componentes del discurso—, reconozcámoslo, propios de los estudios literarios. De los estudios y de la creación literaria. ¿O cómo justipreciar, amén de su contenido epistemológico, este pasaje de de Certeau?:
La historia hace hablar al cuerpo que calla. Supone un desfasamiento entre la opacidad silenciosa de la “realidad” que desea expresar y el lugar donde produce su discurso, protegida por la distancia que la separa de su objeto (Gegenstand). La violencia del cuerpo no llega hasta la página escrita sino a través de la ausencia, por medio de los documentos puedo ver en una playa donde… (16-17).
Etcétera, etcétera.
Inimaginable, este estilo elusivo, metafórico, “poético” podría decirse, en la escritura historiográfica tradicional.
El plan de ataque de White, por su parte, no da lugar a confusiones, al distinguir en el relato histórico dos niveles. Uno exterior o explícito integrado por los conceptos teóricos esgrimidos; otro, profundo o implícito decidido por “las posibilidades de prefiguración tropológica del campo histórico contenidas en el lenguaje poético en general” (II). Subrayo: no la perspectiva teórica o conceptual; no las fuentes primarias y secundarias; no el documento y el archivo. El lenguaje, lenguaje poético.
Al historiador, precisa White, lo ciñen los géneros de la novela, la comedia, la tragedia y la sátira; las argumentaciones formalista, organicista, mecanicista y contextualista; y las ideologías del anarquismo, el conservadurismo, el radicalismo y el liberalismo. ¿No ocurre lo mismo con el narrador? Forma, no fondo; retórica —o neo retórica— no proposición científica (9-12). Tengo al historiador White como un imaginativo y digno de atención crítico y teórico de la literatura.
La cosa es más grave
En estos ajustes profundos, radicales, de la historia, que la convierten, ora en arma del poder, ya en poética; posiciones hay que de plano niegan la “decibilidad” misma del pasado. Obra de demoledora influencia, al igual que en los Estudios Literarios, de la French Theory, en particular de Jacques Derrida, Jean Baudrillard y Jean-FranÇois Lyotard. Tal es el caso del norteamericano Keith Jenkins.17
Contamos, afirma Jenkins, con dos historias, una “con mayúscula” y la otra “con minúscula”. La primera, digamos la ortodoxa marxista o la Whig inglesa, considera a la disciplina histórica como aquella que asigna al pasado significación objetiva; cuando en realidad se ocupa de acontecimientos “contingentes”. De lo que se trata es del uso del pasado para impulsar un determinado punto de vista. La segunda, de índole académica, pretendidamente profesional, objetiva e imparcial, se quiere estudio desinteresado del pasado en sí mismo y en sus propios términos; cuando en realidad resulta tan ideológica como la primera, toda vez “que toda historia es siempre para alguien” (12).
Que quede claro que el pasado no existe, no “históricamente”, no más allá de las apropiaciones “textuales y constructivistas” que llevan a cabo los historiadores; lo que le impide al pasado tener independencia propia. En otras palabras, por
irreductible, terco, doloroso, cómico o trágico que pueda haber sido el pasado, sólo llega hasta nosotros mediante dispositivos de ficción que lo dotan de una gama de lecturas altamente selectivas y jerárquicas que “siempre están al servicio de poderes e intereses diversos”. En consecuencia, el pasado como historia siempre ha estado y siempre estará necesariamente configurado, envuelto en tropos, figurado en tramas, leído, mitologizado e ideologizado en formas que nos resulten convenientes (12-13).
Ante tamaño aserto, cabe la dura pregunta: ¿para qué una historia de la literatura mexicana bi-secular, XIX y XX, o sólo del XX, si ya sabemos que la van a dictar quién sabe qué poderes, qué mitos, qué ideologías?
Resuelta defensa
Contra lo anterior se yergue, terminante, desde Australia, lejos, muy lejos de las pasarelas en las que luce sus galas la French Theory, el historiador Keith Windschuttle, en un libro intitulado sin rebozo The Killing of History, y en cuya portada se advierte su anti-revisionista materia: “How literary critics and social theorists are murdering our past”.18
Tenemos que la historia, la Filosofía y las Matemáticas constituyen aportaciones de la antigua Grecia a la especie humana; que la primera lleva más de 2,400 años tratando de registrar la verdad sobre el pasado, esto es, describir lo mejor posible what really happened, que desde entonces los historiadores han estado sometidos a insuficiencias y errores, que su críticos refieren invariablemente a un real pasado insuficiente o erróneamente interpretado. Pero dicho panorama cambia de manera radical en la última década del siglo XX. Cito:
In the 1990s, the newly dominant theorists within the humanities and social sciences assert that is impossible to tell the truth about the past or to use history to produce knowledge in any objective sense at all. They claim we can only see the past through the perspective of our own culture and, hence, what we see in history are our own interests and concerns reflected back at us. The central point upon which history was founded no longer holds: there is no fundamental distinction any more between history and myth (Windschuttle: 1-2).
Este asalto frontal a los cuarteles de la historia tradicional —a la historia y a la Historiografía asumo yo—, se da en tres frentes: el de críticos literarios y cientistas —así les dio por llamarse en los setentas a los teóricos sociales—, metidos a historiadores; el de historiadores que cambian de bando; y el de historiadores tradicionales que incorporan a sus trabajos la buena desestabilizadora nueva. Contra todo esto, Windschuttle predica que la historia puede ser estudiada objetivamente, vaya, que el pasado existe, y que no obran obstáculos filosóficos para el objetivo de lograr “truth and knowledge about the human world” (2-3). Y para predicar con el ejemplo, se ocupa de historiar distintos episodios del pasado: de la conquista española de México a la batalla de Quebec en 1759, pasando por el asentamiento europeo en Australia, su tierra, y la caída del comunismo en 1989.
Sobra decir que comulgamos con el autor citado. Máxime que su idea de la historia entronca con las Humanidades. Pero soy de la idea de una atenta, dialéctica lectura crítica de los autores franceses estructuralistas y deconstructivistas, desestabilizadores de la literatura; en suma, de un cuidadoso y paciente rebusque, lo que se traduciría en hallazgos e iluminaciones. Que por supuesto abundan.
IV. Las humanidades
Presentación
La de las Humanidades es una plaza asediada desde muchos frentes. Me limito a México. Veamos. Divinización de la tecnología —que, lo reconozco, en ocasiones obra milagros. Victoria casi absoluta de las ganancias. El éxito ipso facto y su desprecio del esfuerzo. La cosificación. La banalidad como ethos. Esto por lo que se refiere a los valores, en un dominio cuya raíz, lo avancé, es el cultivo de lo humano.
Infravaloración del cultivo de la tradición grecolatina y neolatina; anacronismo y desánimo, salvo excepciones, en las instituciones cuyos fines son la pesquisa, la instrucción y la vulgata de disciplinas humanísticas; paulatina eliminación, frontal o a medias, descarada o edulcorada, en los planes y programas de enseñanza media y superior, de materias nodales para el conocimiento humanístico, tales como la retórica y la filosofía; saberes literarios, históricos, filosóficos, estéticos, jurídicos, encapsulados y digeridos vía motores de búsqueda; la extinción de no pocos notables humanistas sin el decisivo relevo generacional; extinción, también, o larga agonía, de la lectura, la de fondo que es también un placer y no la de voraz y veloz esparcimiento. Todo esto por lo que se refiere a la institucionalidad. Lejos, muy lejos, queda el entusiasmo, utópico si se quiere, que levantó la inauguración de la Escuela Nacional de Altos Estudios y su ambicioso programa humanista que empezaba por la restitución de los daños causados por el positivismo: enseñanza plena de la literatura, de la filosofía, de la historia, de las bellas letras. Quizá de eso se trate: ausencia de entusiasmo.
Experto en descréditos
A finales de los noventa del pasado siglo, Carlos García Gual, humanista español de excepción, publica un libro abocado al descrédito de la literatura y de las humanidades y de su territorio nutricio: la educación.19 Malas nuevas de este hoy desmemoriado, de competencia desalmada, cultura desechable, fetiche del gadget y el outfit y el selfie, en estado bélico de civilizaciones. No se dice, pero, por la fecha de aparición del libro, conjeturo —diría Borges, uno de los clásicos modernos comentados— la esperanza, por varios compartida, de que el inminente 2000 aparejaría un cambio de dirección aproada a mares promisorios.
Sin advertirlo, pero era de esperarse, el autor centra su prólogo en la lectura; la lectura “y sus avatares”. Lógica abrumadora. No sobra decir que, en la lectura —y no en su suplantación “google”—, y en el diálogo —no en la asamblea amañada y manipulada—, descansa la literatura y con la literatura el cultivo humanista. ¿Generación emblemática mexicana? El Ateneo de la Juventud: 1909; luego Ateneo de México: 1912-1929 aproximadamente. La que más se le asemeja, la de Medio Siglo, se inclina por las ciencias sociales, el otro ramal componente de las humanidades contemporáneas. Hablar, entre nosotros, de humanidades, es hacerlo de humanidades y ciencias sociales.
Aventura personal
Llámese, al gusto del lector, viaje, excursión, introspección. Importan dos condiciones para la lectura: que sea personal y que sea silenciosa. Sin ellas, se pierde el sentido radical, y raigal, del trato con los grandes libros, antiguos o de esta mañana, patrimonio de todos. Pero algo falla si la íntima, apartada lectura, no lleva al convencimiento de lo indestructible de las aventuras de Ulises, el griego y el dublinense. Como si el iceberg que, en la helada noche Atlántica, da caza al Titanic, al embestir, en vez de un boquete por el que escapará una época de progreso tecnológico arrogante, abriera un surtidor de palabras e imágenes aleccionadoras. En la falta del tal convencimiento, descansa en no poca medida la crisis, creciente, de las humanidades.
Y cuidado con la superchería del tradicionalismo y del nacionalismo —más grave aún, criminales si son religiosos. Al tradicionalismo hay que distinguirlo de la tradición. Y al nacionalismo del ser nacional. Tradicionalismo: “beatería ideológica de pesada retórica y efectos perniciosos que, al fijar como modelo eterno una interpretación del pasado, esclerotiza la fuerza educadora de la tradición —que se renueva de modo constante” (García Gual: 37). Tradición: renovación, relectura, dialéctica del pasado con el presente. Nacionalismo: infecundo tradicionalismo. Ser nacional: amor lúcido, crítico, a la nación propia.
Pues bien: a la tomografía que García Gual practica sobre el descrédito de la literatura y de las humanidades, en una sociedad utilitaria y neo-positivista, banal hasta extremos adictos, ¿qué remedios ofrece? Sin sustituir la experiencia del comercio directo con su libro, subrayo dos tipos de medicamentos. Los que se derivan de la lectura de un libro ajeno y los derivados de la experiencia de la imaginación narrativa, en sus aspectos individual y gregario.
Leamos, leamos
¿Qué autor elige, en un amplio catálogo, García Gual? ¿A un filólogo como Amado Alonso? ¿A un filósofo metido a teórico de la literatura como Paul Ricoeur? ¿A un historiador que cojea del mismo pie como Michel de Certeau? No. A un crítico cinematográfico; un “diletante”, no un “pedante”: David Denby. Quien, llegado al cincuentenario de su edad, en edad de retiro, en lugar de algún hobby doméstico, regresa a la Universidad para leer, de tiempo completo, a los clásicos; experiencia que, periodista al fin, plasma en Los grandes libros (1997). Tres lecciones deriva don Carlos: la lectura del repertorio clásico como personal aventura; el refuerzo de la noción de indestructibilidad de los grandes libros; y, por último, la apertura de un diálogo permanente: con los libros leídos y con el presente.
El contar
De su especial interés es una medicina que, paradójicamente ignoran, o no la plantean con el vigor y rigor y claridad con que lo hace García Gual, los expertos en el discurso: escritores, críticos, teóricos, semiólogos o pedagogos —que los hay de talento. ¿Qué sanación? El contar y escuchar historias; quehacer traducido como “imaginación narrativa”, y que compromete lo mismo a la literatura que a la educación. Cito, gustoso: “La dimensión narrativa de la cultura que se transmite en la educación es esencial en la formación intelectual y sentimental a partir de la niñez (es decir, de todos). Vivimos en una mundo contado por otros”.
¿Y en cuanto a la institucionalidad, la política pública educativa? Cito de nueva cuenta:
También para los pueblos es esencial tener a la mano historias sagradas o profanas, venerables o frívolas, que expliquen el mundo y den un sentido humano a la existencia. O como escribió H. Blumfeld de los mitos primigenios, relatos que den al mundo entorno subjetivo y “significatividad”, es decir, sentido humano.
En las culturas arcaicas ese aspecto educativo lo proporcionaba la mitología (34-35).
Honda contribución, oral o escrita, de la literatura a las humanidades, su alma mater.
Podemos, debemos anticipar, como lectura por demás aleccionadora y estimulante, la de una historia de la literatura mexicana, o historia de las literaturas en México, facturada con todas las de la ley: rigurosa y generosa en su metodología y en su método, multidisciplinaria, literaria e intelectual. Narración de mundos que nos han contado otros: Martín Luis Guzmán, Ramón López Velarde, Juan José Arreola…