El etnógrafo: autor, mediador y empatía en 'La noche de Tlatelolco', 'Chin Chin el teporocho' y 'Vida de María Sabina'

Contenido principal del artículo

Ana Lourdes Álvarez Romero

Resumen

Tres textos de la década de los setenta, aparentemente disímiles, poseen una característica en común: presentan a su autor como un etnógrafo, un hecho significativo en cuanto problematiza desde el universo literario cuál es el papel de la etnografía al configurar entes culturales específicos. En este artículo se problematiza el papel del etnógrafo, tal y como lo ha entendido la antropología posmoderna, a la vez que se compara la labor de la literatura mexicana en representar voces no oficiales. Se analizan La noche de Tlatelolco. Testimonios de la historia oral (1971) de Elena Poniatowska, Chin Chin el teporocho (1972) de Armando Ramírez y Vida de María Sabina: la sabia de los hongos (1976) de Álvaro Estrada.

Detalles del artículo

Cómo citar
Álvarez Romero, A. L. (2017). El etnógrafo: autor, mediador y empatía en ’La noche de Tlatelolco’, ’Chin Chin el teporocho’ y ’Vida de María Sabina’. Literatura Mexicana, 29(1), 99-124. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.29.1.2018.1062
Sección
Artículos
Biografía del autor/a

Ana Lourdes Álvarez Romero, Universidad de Sonora / Université Paul Valéry Montpellier 3

Licenciada en Literaturas Hispánicas y Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Sonora. Actualmente estudia el Doctorado en Humanidades en la Universidad de Sonora en cotutela con la Université Paul Valéry Montpellier 3. Profesora en el Tecnológico de Monterrey, campus Sonora Norte.

Citas

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Introducción: ¿métodos de construcción textual o subjetividades?

En el capítulo IV de El antropólogo como autor, titulado “El yo testifical. Los hijos de Malinowski”, Clifford Geertz cita la polémica obra póstuma del antropólogo polaco, A Diary in the Strict Sense of the Term, donde se muestran apreciaciones problemáticas sobre los nativos durante el trabajo de campo de Malinowski en Nueva Guinea y las Islas Trobriand. En el Diario, sin intenciones de publicación al menos explícitas por su autor, Malinowski se presenta como un etnógrafo desmitificado en cuanto se configura a través de una subjetividad no empática y posicionada en un estadio superior al de sus sujetos de estudio, un hecho que llegó a causar conmoción en el mundo antropológico.

Seis años antes de El antropólogo como autor, Geertz había planteado en Conocimiento local que el cambio de paradigma que propició el Diario no se debió al debate de la calidad moral de Malinowski; ahora, en el “Yo testifical”, lo planteaba como sigue:

el problema que el diario afronta […] es el de que hay algo más que vida nativa en la que sumergirse cuando se intenta una total inmersión en el enfoque etnográfico. Ahí está el paisaje, el aislamiento, la población local europea. Ahí está la memoria de cuanto se añora y se ha dejado atrás. […] Y, lo más turbador, el capricho de las propias pasiones, la debilidad de la constitución personal y la deriva de los propios pensamientos: esa cosa oscura que es el sí mismo (2010: 87).

A pesar de que maneja un concepto de sujeto descentrado que no es el completo dueño de sus impulsos, Geertz se muestra interesado en la problemática del Diario porque, afirma, pone de manifiesto el carácter literario y no psicológico que posee el contar lo que ocurrió en el mundo del nativo (o lo que ocurrió “allá”, para utilizar su terminología).1 Es decir, el problema no recae en el mundo anímico y psíquico del antropólogo, sino en el modo de su presentación textual.

Geertz postula la existencia de un “yo” que narra y del que depende la credibilidad del texto en la escritura etnográfica. La problemática concerniente a la credibilidad de esta escritura la acota, precisamente, a un enfoque de lo que llama “yo-testifical”:

Colocar el modo en que queda afectada nuestra sensibilidad –antes que, digamos, nuestra capacidad analítica o nuestros códigos sociales– en el centro de la escritura etnográfica, es plantear un tipo muy concreto de problemática de la construcción textual: hacer creíble lo descrito mediante la propia persona. […] Para aparecer como un “yo testifical” convincente, el etnógrafo ha de manifestarse primero como un “yo” convincente (89).

En su trabajo etnográfico, Malinowski lleva a cabo la tarea de convencimiento, según Geertz, presentándose a través de dos maneras antitéticas: la del “cosmopolita absoluto” y la del “perfecto investigador” (89). Estas dos formas que oscilan en sus escritos evidencian su conciencia sobre la importancia de cómo exhibir de manera verosímil los hechos etnográficos a pesar de la distancia que existe entre el “material bruto” y su “presentación autorizada” (92-93). Para Geertz, el legado de Malinowski no ha sido un método de investigación, la “observación participante” (que resulta ser más un deseo que un método), sino un dilema literario, la “descripción participante” (93).

En el capítulo “Desde el punto de vista del nativo: sobre la naturaleza del conocimiento antropológico”, en Conocimiento local, Geertz ya había ensayado, como se mencionó, el papel del antropólogo polaco en la disciplina después de la publicación del Diario. Mientras que, según el autor, el Diario puso la atención en la calidad moral de Malinowski, se ignoró “la cuestión verdaderamente importante”:

¿cómo se alcanza el conocimiento antropológico del modo en que piensan, sienten y perciben los nativos? El problema que el Diario presenta con una fuerza que tal vez sólo un etnógrafo en el terreno puede apreciar, no es moral. (La idealización moral de los investigadores de campo es en primera instancia simple sentimentalismo, cuando no autocongratulación o mero pretexto gremial.) En realidad, el problema es epistemológico. Si hemos de asumir –como en mi opinión debemos hacer– la exigencia de ver las cosas desde el punto de vista del nativo, ¿qué ocurre cuando ya no podemos pretender una forma única de proximidad psicológica, una suerte de identificación transcultural con nuestro objeto? ¿Qué le sucede al verstehen cuando el einfülen desaparece? (1994: 74).

El énfasis en un problema epistemológico y no ético, se ve reformulado en “El yo testifical. Los hijos de Malinowski” como un problema literario y no psicológico. Sin embargo, ya estaba anticipada esta cuestión cuando Geertz discurría sobre la capacidad del etnógrafo para construir los modos de expresión del nativo como una habilidad, precisamente, de construcción y no una comunión con él. Un hecho que se acerca más a lo que hace un crítico literario al tratar de interpretar un texto.2

Por su parte, en 1988 James Clifford publica Dilemas de la cultura. Antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna. En el capítulo “Sobre la autoridad etnográfica”, Clifford problematiza el concepto de autor en la etnografía a través de un recorrido histórico del etnógrafo desde finales del siglo XIX hasta el siglo XX. Si bien pone en relieve la problemática del trabajo escritural del etnógrafo, es decir, sus métodos de representación textual, difiere del planteamiento de Geertz en dos puntos importantes.

Primero, Clifford subraya la importancia del movimiento de la negritud y la crise de conscience de la antropología europea, a partir de los años cincuenta, respecto a su pertenencia a un orden imperial; las consecuencias de estos hechos han propiciado una etnografía donde Occidente no es el único portador de la verdad antropológica (2001b: 40). Geertz no consideró estos sucesos; una omisión que parecería propiciar el pasar por alto la cuestión de la alteridad y empatía del etnógrafo en relación con sus informantes más allá de su construcción textual. Para Clifford, en cambio, es importante considerar las relaciones de poder y el suceder de la historia respecto a la tarea etnográfica (41).

Segundo, a diferencia de Geertz, Clifford sugiere aristas para el desarrollo de la escritura etnográfica relacionadas con conceptos específicos de la teoría literaria, tales como “heteroglosia” y “polifonía” retomados de Bajtín. Para este desarrollo de la escritura etnográfica, Clifford afirma la necesidad de concebir la etnografía no como experiencia e interpretación, sino como una “negociación constructiva” donde se encuentran involucrados al menos dos sujetos “conscientes” y “políticamente significantes”. Dejando a un lado los paradigmas de escritura etnográfica de la experiencia y la interpretación, se abre paso a los paradigmas discursivos del diálogo y la polifonía (61). A través de los retratos dialógicos, afirma Clifford, se hace posible resistirse a una representación autoritaria del otro (64); a través de la polifonía se rompe con la impresión de mundos culturales o lenguajes integrados, es decir, se acaba el artificio del poder monológico (66).

Geertz no problematiza la subjetividad, para él el problema radica solamente en la presentación de los resultados y no en el contacto en el trabajo de campo con el Otro. En cambio, Clifford pone especial atención al problema de la subjetividad del etnógrafo proponiendo nuevas alternativas para la representación del Otro al considerar tanto la subjetividad del etnógrafo como la del sujeto de estudio.

Por supuesto, las reflexiones suscritas por Clifford Geertz y James Clifford son las de dos antropólogos estadounidenses que observan el campo desde su posición sociocultural en el desarrollo de la disciplina. Si bien James Clifford señala y se centra en la importancia de la representación del Otro fuera del orden monológico y totalizador, no considera la representación de un sujeto de estudio por un antropólogo que comparta su mismo horizonte cultural.

No se puede menoscabar una diferencia importante entre la antropología que surge en las potencias hegemónicas mundiales (desde donde Geertz y Clifford teorizan) y la antropología que surge entre los países anteriormente colonizados. Incluso, las reflexiones de antropólogos posmodernos que prestan interés a la problemática de la alteridad y que son encabezadas por el mismo Clifford, no dejan de ser reflexiones parcialmente condicionadas por sus propias experiencias durante el trabajo de campo.

¿Qué pasa, en cambio, con la labor antropológica, específicamente etnográfica, llevada a cabo en países anteriormente colonizados? Como puntualmente lo ha señalado Andrés Medina Hernández, en la formación de los antropólogos mexicanos, por ejemplo, al ser educados en un “contexto multicultural que comparten con los pueblos indios que estudian, se matiza el sentido de alteridad” (31). El antropólogo mexicano, a diferencia del estadounidense, inglés o francés, se encuentra menos distanciado de los sujetos culturales que “estudia”. ¿Qué significa para la escritura etnográfica este matiz?

Si Clifford Geertz y James Clifford, al igual que una parte significativa de la antropología posmoderna, muestran en primer plano la cuestión de los métodos etnográficos de representación textual y no problematizan los aspectos intrapersonales de alteridad y de empatía entre el antropólogo y el sujeto de estudio, es porque esperan que los métodos escriturales utilizados los resuelvan; en el caso de Geertz, los métodos están en función de la verosimilitud; en el caso de Clifford, lo están en función de una representación no totalizadora.

Por otro lado, los estados psicológicos de los etnógrafos hacia las culturas que estudian sólo pueden ser analizados, al menos en los textos etnográficos, de la manera en que se encuentran representados textualmente. Esto no implica que la empatía hacia el sujeto de estudio pase a segundo término, sino que sólo podemos conocerla y analizarla a través de su construcción textual. El “yo convincente” al que se refería Geertz que otorga la verosimilitud a la obra etnográfica, puede mostrarse también a través de la configuración de la empatía con el informante. Evidentemente, la empatía va mucho más allá del mundo representado en el texto puesto que tiene su origen en el mundo fuera de él; sin embargo, a la hora del análisis textual lo que podemos considerar es, precisamente, el texto.

En las obras literarias analizadas en este ensayo, la empatía funciona como el vínculo entre el autor/narrador/mediador y su(s) informante(s). Se trata, repetimos, de una empatía representada de manera textual. En La noche de Tlatelolco (1971), Chin Chin el teporocho (1972) y Vida de María Sabina (1977), la empatía permite que él o los representados en los textos se configuren a través de su lógica, dejando a un lado cualquier otra lógica externa a su mundo. En otras palabras, la empatía se presenta como la vía para otorgar la voz al Otro, aspecto que termina configurando, a su vez, a la persona o entidad que actúe como etnógrafo.

A diferencia de los textos etnográficos anteriores a la polémica suscitada por el Diario de Malinowski, donde el etnógrafo aparecía como un sujeto empático sin problematizar la relación entre él y sus informantes, los textos analizados muestran esta problematización a partir de la cercanía entre ellos; dicha cercanía se presenta al tener un horizonte cultural en común. Si bien las obras aquí estudiadas no son textos formalmente acogidos por la disciplina antropológica, los tres se encargan de reconstruir al Otro bajo su lógica cultural. Asimismo, estas tres obras se enmarcan en un periodo de literatura latinoamericana que críticos como Roberto González Echevarría y Amy Fass han identificado con un marcado interés antropológico.3

La crítica literaria se ha encargado de analizar textos donde encontramos técnicas etnográficas considerando las relaciones entre el autor/mediador y su informante o considerando su papel político-social, es decir, prestando especial atención a sus aspectos como textos etnográficos o sociales en su sentido más amplio.4 Paradójicamente, la antropología estadounidense desarrollada a partir de los años setenta con la antropología simbólica y posteriormente (y sobre todo) con la antropología posmoderna en los años ochenta, pone especial interés a los métodos de representación textual en los escritos etnográficos a través de términos de la teoría literaria, a través de análisis a obras literarias y a través de comparaciones de obras etnográficas con estas últimas. Las relaciones entre estas dos disciplinas se abordan de manera distinta según el foco de interés, permitiendo observar un panorama más amplio donde estos dos discursos se encuentran interrelacionados y donde se problematizan sus fronteras o características que se creían exclusivas de uno u otro. A continuación se analizan los textos antes apuntados a través de esta confluencia entre aspectos etnográficos en obras literarias pero ciertamente fronterizas. Por cuestiones de espacio no se trata de un análisis exhaustivo de las obras, sino de una identificación de la confluencia mencionada.

La noche de Tlatelolco: polifonía y collage

La noche de Tlatelolco. Testimonios de la historia oral (1971) de Elena Poniatowska, ha sido estudiada por la crítica precisamente en su vertiente testimonial y en su dimensión política. Me interesa abordar este texto en cuanto confluyen en él técnicas literarias y artísticas, la polifonía y el collage, retomadas posteriormente por uno de los representantes del discurso antropológico posmoderno, así como develar la inclinación general etnográfica de la obra.

Julio Rodríguez-Luis incluye esta obra dentro de los textos donde se presenta una “mediación extensa” del autor. Según el mismo Rodríguez-Luis, La noche de Tlatelolco utiliza “procedimientos novelísticos que contribuyen a aumentar su dramatismo” (46-48). La observación del crítico implica la hibridez del texto: entre la novela, el testimonio y la investigación periodística, La noche de Tlatelolco funciona a través de estrategias como el reportaje, la recolección de información de distintos testigos y técnicas de la crónica. Asimismo, La noche de Tlatelolco funciona con técnicas “novelísticas”5 entre las que es posible identificar la polifonía por la cual el texto se articula, un concepto bajtiniano que será retomado por la antropología posmoderna.

En su conocido estudio sobre el escritor ruso, Bajtín considera que, a diferencia de la novela “monológica” europea, “la pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles, la auténtica polifonía de voces autónomas, viene a ser […] la característica principal de las novelas de Dostoievski”. A través del estudio de este autor en específico, Bajtín desarrolla un término que será discutido largamente por la crítica literaria, problematizado por la misma y aplicado para analizar una amplia variedad de textos.6 Para el teórico, la polifonía es más que la pluralidad de voces autónomas puesto que, como él mismo desarrolla, los “héroes” de la novelística de Dostoievski “no sólo son objetos de su discurso, sino sujetos de dicho discurso”, de manera que la “conciencia del héroe” aparece como una “conciencia ajena” que no coincide con la del autor, así como tampoco lo representa (15).7

En una línea análoga, James Clifford retoma al teórico ruso al recomendar la escritura de textos polifónicos por considerarla en contra de una totalización cultural o histórica: “las palabras de la escritura etnográfica […] no se pueden construir como si fueran monológicas, como afirmaciones autoritarias sobre, o como interpretaciones de una realidad abstracta y textualizada” (2001b: 62). De manera sugerente, Clifford discurre sobre las implicaciones de la polifonía a través de una línea literaria: la observación y críticas a la escritura realista:

Dickens el actor, el ejecutante verbal y el polifonista debe ser contrastado con Flaubert, el maestro del control autoral, quien se movía como Dios entre los pensamientos y sentimientos de sus personajes. La etnografía, igual que la novela, lucha con estas alternativas. El etnógrafo ¿retrata lo que los nativos piensan por medio de un “estilo indirecto libre” flaubertiano, un estilo que suprime la cita directa en favor de un discurso controlado que es siempre más o menos el del autor? […] ¿O más bien el relato de otras subjetividades requiere una versión que sea estilísticamente menos homogénea, llena de “diferentes voces” de Dickens? (67).

Tanto en el concepto de polifonía de Bajtín como en el que retoma Clifford, pueden señalarse dos características: la pluralidad de las voces en contra de una versión monológica o totalizadora y la diferencia entre estas voces con la del autor. La primera de ellas es fácil de identificar en La noche de Tlatelolco puesto que la obra ha funcionado como un documento político que se resiste a la versión oficial sobre los hechos del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Gracias a la recolección y disposición de testimonios por parte de Poniatowska, se produce una tensión entre la verdad histórica “monológica” y una pluralidad de voces que la contradicen. Las distintas perspectivas que deconstruyen el relato totalizador proporcionan claves para construir otro relato más complejo que el edificado en los periódicos, representante de la verdad oficial.

Por otro lado, las voces mostradas en La noche de Tlatelolco y la voz del autor que trata de ocultarse (aunque presente explícitamente incluso al firmar fragmentos como E.P. y al ser nombrada por sus interlocutores) también se diferencian. Al permitir la voz de varios personajes (disímiles entre sí aunque con una mirada similar de los hechos), la autora muestra un panorama donde se personifican variados sectores sociales; así, nos encontramos con registros que constituyen un abanico de subjetividades que Clifford recomendaba, diez años después de La noche de Tlatelolco, para la escritura etnográfica.

A primera vista, resultaría paradójico que un texto polifónico, es decir, que muestra las voces de distintos actores, requiera, en este caso, una intervención extensa del mediador en esas voces. Sin embargo, la labor de recolección y selección de testimonios, al igual que la extensión de éstos, necesitan de un mediador. De lo anterior se sigue que este mediador es también un autor, puesto que no sólo media los testimonios, sino que los edita para conseguir el efecto deseado. Un claro ejemplo son las declaraciones de Luis González de Alba y los fragmentos de Los días y los años esparcidas por todo el libro (54, 59, 67, 73, 75, 80, 92, 96, 97, 105, 108, 110, 115, 116, 121-124, 129, 133, 138, 152, 153, 157, 163, 170, 172, 190, 216, 237, 287, 339) en lugar de mostrarlas en un solo apartado,8 como también se encuentran esparcidas las declaraciones (en menor medida) de Margarita Nolasco y Margarita Isabel, entre otras.

Si un texto etnográfico depende del “yo testifical” para su credibilidad, en La noche de Tlatelolco la autora, aunque presente en la mediación/edición y en las notas firmadas con sus iniciales, prefiere reconstruir los sucesos desde la polifonía. Al hacerlo, además, se configura a los participantes como sujetos “políticamente significantes” resistiéndose a una “visión autoritaria del otro”. Incluso, también sería posible leer estas estrategias en cuanto a su posición como periodista mujer: ¿qué clase de “yo convincente” tuvo que configurar la autora como sujeto políticamente significante en un contexto sociocultural donde la figura del intelectual está representada casi exclusivamente por el hombre? El prestarle voz a distintas voces parecería abrir la posibilidad de la autora de la reconstrucción verosímil de los sucesos dejando a un lado su condición genérica.

Aunque la crítica ha señalado la intervención o mediación de la autora en los testimonios,9 así como también ha señalado sin profundizar que la obra es un collage, no se ha señalado la afiliación de esta técnica con la disciplina antropológica después de ser retomada del campo artístico. En “Sobre el surrealismo etnográfico”, James Clifford reflexiona sobre las relaciones entre la etnografía y el surrealismo a principios del siglo xx. Clifford apunta la importancia de la técnica del collage como una estrategia de representación por parte de los surrealistas: “su intención era romper los ‘cuerpos’ convencionales (objetos e identidades) que se combinan para producir lo que Barthes llamaría después ‘el efecto de lo real’ (1968)” (2001a: 166). Para ejemplificar este punto, Clifford utiliza el periódico surrealista Documents, editado por George Bataille:

Documents plantea, para la cultura de la ciudad moderna, el problema que enfrenta cualquier organizador de un museo etnográfico. ¿Qué se corresponde con qué? ¿Las obras maestras de la escultura deberían ser aisladas como tales, o presentadas en la proximidad de ollas de cocina y hojas de hacha? […] La actitud etnográfica debe plantear continuamente esta clase de preguntas, componiendo y descomponiendo las jerarquías y relaciones “naturales” de la cultura. Una vez que todo en una cultura se considera digno de colectarse y exponerse, se suscitan las cuestiones fundamentales de la clasificación y del valor (165).

Al contener no sólo testimonios de distinta índole, sino además distintos materiales (poemas, distintas consignas en diversas manifestaciones, recortes de periódicos, fragmentos de textos literarios, etcétera), La noche de Tlatelolco desnaturaliza el valor de documentos al contrastarlos. Sobresale la divergencia entre los textos periodísticos y los testimonios de los involucrados, los textos literarios y las declaraciones de figuras intelectuales. Por ejemplo, la segunda parte inicia con un poema de Rosario Castellanos, “Memorial de Tlatelolco”, inmediatamente después aparece una nota sobre la recolección de los testimonios y la posición claramente empática de la autora con respecto a las víctimas; enseguida, aparecen los encabezados de los “principales diarios de la capital el jueves 3 de octubre de 1968” (Poniatowska: 227-228). Sólo estos titulares sostienen la verdad oficial, mientras que los demás documentos apoyan la versión de los estudiantes o aumentan el dramatismo.

En esta línea se encuentran los textos literarios que aparecen durante toda la obra: las citas a Los días y los años de Luis González de Alba (59, 67, 73, 75, 92, 96, 97, 105, 108, 110, 116, 123, 124, 129, 133, 134, 152, 153), un fragmento de “Luvina”, de Rulfo (193), el fragmento de José Martí y un texto anónimo en el mismo tenor (219), textos escogidos de Visión de los vencidos (219-221), Memorial de Tlatelolco de Rosario Castellanos (225-226), la interpretación de José Emilio Pacheco sobre textos nahuas (267), un fragmento de No consta en actas, de Juan Bañuelos (334) y un poema de Octavio Paz (347). Los textos literarios mezclados entre los testimonios y demás documentos, pues, son un ejemplo de la desestabilización del valor de estos últimos. Al mezclar textos de ficción con textos no ficcionales, la autora politiza y resignifica las obras literarias en contra de la visión monológica de la versión oficial.

Juan G. Gelpí, en “Testimonio periodístico y cultura urbana en La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska”, analiza la importancia de este texto en tanto representante de un conjunto de obras que surgieron en los años setenta y que perturbarán “la hegemonía literaria del género ensayístico a la hora de representar –desde el terreno de la no ficción– las culturas y sociedades latinoamericanas” (286). Según Gelpí, Poniatowska concibe la figura del intelectual ligada a la “muchedumbre urbana”, de manera que se produce un “desplazamiento”:

Los testimonios periodísticos de Poniatowska, la novela testimonial y la crónica urbana –cuyo carácter híbrido se advierte en el modo en que incorpora y mezcla elementos de la historia oral, de los géneros narrativos, así como de los medios de comunicación de masa y la etnografía– suponen un desplazamiento por parte de los intelectuales: de la sala de estudio (Rodó), el aula o el “laberinto de la alta cultura” (Paz), pasan a los espacios abiertos de la ciudad y a ocuparse de representar lo que en ellos transcurre (288).

El “carácter híbrido” de La noche de Tlatelolco da cuenta de un nueva manera de concebir lo urbano. Precisamente, el interés del texto por reconstruir hechos a través de un conglomerado de testimonios y documentos diversos contrastados por su disposición y que terminan por personificar la masacre estudiantil, lo caracteriza como un documento etnográfico a caballo entre la tradición literaria y la periodística. Si bien su delimitación a un solo campo es imposible, la obra recrea el suceso histórico a partir de la lógica de los afectados.

En resumen, a pesar de que la autora no llega a presentarse de manera explícita a través de un narrador en primera persona, es la que articula los testimonios. A través de esta labor, la autora se configura a sí misma como la entidad capaz de desmentir la verdad institucional mostrando empáticamente las voces de los “vencidos” (haciendo alusión al libro de León-Portilla que simbólicamente incluye a través de fragmentos). La desestabilización del significado de los documentos culturales que presenta se logra a través de la técnica del collage, misma que se relaciona con las cuestiones del valor y la clasificación antropológicas para romper las jerarquías pensadas naturales de la cultura como lo proponía Clifford, aunque adelantándose a él.

Chin Chin el teporocho: narrador y empatía

Chin Chin el teporocho (1972), de Armando Ramírez, se publica un año después de La noche de Tlatelolco. En esta novela, un “teporocho” llamado Rogelio González le cuenta parte de su vida al narrador base cuyo nombre desconocemos. Si bien se trata de una obra de ficción y no de un documento periodístico o etnográfico per se, la novela se desarrolla a través de una relación entre el narrador base y el narrador delegado, similar a la del antropólogo y su informante. Más aún, se trata de una relación empática entre estas dos entidades por medio de la representación textual y el horizonte compartido.

Cabe mencionar que la inclinación etnográfica de la novela va más allá de una relación análoga como la que se produce entre el etnógrafo y el informante. John S. Brushwood considera que la ciudad en Chin Chin el teporocho “es un componente de la identidad de los personajes (y de los autores)”; además, circunscribe la novela como heredera de ciertas características de la narrativa costumbrista del siglo XIX aunque, a diferencia de ésta, “con algún grado de autoconciencia, pero su referencia a una realidad aparte de la narrativa y reconocible como vida cotidiana sirve para hacer que el lector entienda la relación entre el medio ambiente y la realidad inestable” (27). La cultura urbana, entonces, es una característica indisociable de los personajes porque la misma cultura es la protagonista. Por el mismo camino se establece un puente entre la realidad textual y la extratextual, aspecto que si bien no es problematizado por Brushwood, da pie para analizar el interés por la reconstrucción cultural de esta obra.

Por su parte, Juan J. Rojo señala que la mayoría de los estudios sobre la obra de Ramírez se centran en la influencia de Tepito y su representación de este barrio de la Ciudad de México (62). Aunque para Rojo el interés principal de la novela radica en un intento por crear una visión de la historia alternativa a la historia oficial sobre la matanza de Tlatelolco en un contexto donde las versiones no oficiales son silenciadas (63), a lo largo de su análisis puntualiza aspectos de la novela que se enmarcan dentro de lo etnográfico: los personajes que son “fácilmente transportables a la vida diaria del mexicano promedio”, la utilización del albur (64), la interpretación de la nota metatextual del teporocho al inicio del texto como un esfuerzo por crear un efecto de verosimilitud sobre su vida (67), la relación entre el llamado “ninguneo” mexicano y el alcoholismo de Rogelio (68), la descripción del sistema judicial mexicano y su relación con el soborno o “mordida” (69-70), la relación entre el nacionalismo de Rogelio y su juicio (73), la influencia de la cultura norteamericana en la política y cultura mexicana (74), entre otros. De esta manera, aunque en este apartado se elige señalar el vínculo entre el narrador base y el narrador delegado como una de las inclinaciones etnográficas de la novela, la obra se presta a otro tipo de enfoques que develan dicho interés.

La relación empática y análoga a la relación entre etnógrafo e informante, se presenta desde el paratexto inicial que aparece como una carta del autor a sus editores:

Cuando ciertos amigos en ciertas ocaciones cuentan ciertas cosas en ciertos momentos se establece una cierta comunicacion intima muy identificandonos muy camelot muy a lo que yo ya te pique yo te adivine eso es lo que yo quiero lograr con el lector eso (?) lo que hace soñar morir sufrir ver y despertar aunque huela sucio (sin puntuacion) a grosero (sin gramatica) a que me ves si asi soy no veo porque cambiaria si me puedo identificar con todos y tal vez con nadie (11).

El campo semántico que rodea a las afirmaciones “Comunicacion intima muy identificandonos” y “no veo porque cambiaria si me puedo identificar con todos y tal vez con nadie”, implica una comunión entre el autor y los demás, situación que se repite constantemente a lo largo de la obra. Al igual que el paratexto, la narración se presenta con la misma falta de puntuación y ortografía, estableciendo así un paralelismo entre la relación empática que se instaura desde el inicio de la novela entre Rogelio y el narrador base y, a su vez, entre el autor civil y “ciertos amigos”.

La historia comienza cuando el narrador base describe lo que hacía una noche de abril al acercársele un teporocho:

de barba rala, de frente brillosa de mugre, de manos hinchadas y uñas crecidas con mugre en las comisuras, al caminar rengeaba de la pierna derecha, su propia raida y pesada por la mugre que se ha... ido acumulando atraves de los meses de intensas borracheras... diarias y noches de vigilia producto de esa sed espantosa… que en la madrugada al despuntar los primeros rayos de sol... por entre los gigantes de acero, concreto y vidrio lo hacian levantarse del frio suelo de la banqueta del callejon, en donde se acostaba a la intemperie para ir en busca de la señora enrebosada que expendia en su vivienda cafe negro y hojas de naranjo con su chorrito de alcohol de noventa y seis grados (15-16).

Las faltas de ortografía se correlacionan con la suciedad del personaje; el campo escritural que configura al teporocho pareciera representar simbólicamente cómo es él mismo. El “punto de vista del nativo” y el problema de su presentación textual sería, por un lado, resuelto estéticamente a través de estas faltas ortográficas. Por otro lado, y a diferencia de las teorizaciones de Geertz, la configuración del punto de vista del informante va más allá de un problema epistemológico y literario: como en el caso de Clifford, se trata de la confluencia de dos sujetos políticamente significantes y conscientes, pero, a diferencia de lo que tenía contemplado por informante y etnógrafo, en este caso son dos sujetos (Rogelio y el narrador base) que comparten el mismo horizonte cultural:

Se me quedo viendo el Teporocho y luego muy decidido me pide –pasa un tren– se lo doy y comienza ha aspirar macizo aguanta la respiracion y que comienza el cotorreo, ahi todos agarramos la onda y de repente que nos vamos de viaje a visitar a todas las galaxias habidas y por haber, pero, como siempre, regresamos. El Teporocho danzaba que daba gusto, le ejecutaba chiro a la danza, al compas de The Rolling Stones estuvo danzando hasta que se canso, rapido, tendra como unos veinte años o treinta o curanta o cincuenta o mil años o quien sabe con eso de que se dan “mala vida” el cotorreo era efectivo por eso nadie vio cuando el Teporocho se piro, solo yo lo vi, solo yo lo segui, solo yo lo alcance y como que le influi confianza porque luego luego agarramos platica (16).

El gusto por las drogas, The Rolling Stones y la manera de bailar evidencian que los dos personajes comparten el mismo horizonte que posibilita la empatía y, así, el “sentido de alteridad” se encuentra matizado. La empatía, además de percibirse en el lenguaje similar de ambos a lo largo de la novela, también se observa en la falta de juicios negativos del narrador base hacia Rogelio González, de manera que más que presentarse a sí mismo como un “perfecto investigador” o un “cosmopolita absoluto”, el narrador resulta un “yo convincente” debido al horizonte en común con el sujeto al que presta la voz.

Es importante destacar que la narración de Rogelio González no versa sobre su vida de teporocho, sino sobre episodios previos a su condición que no hacen referencia explícita de cómo llegó a ella. Así, se humaniza a una persona socialmente marginada que no resulta una anomalía del sistema, sino una consecuencia de éste. Implícitamente, pues, se presenta la figura del teporocho como una posibilidad latente para cualquiera que se encuentre bajo ciertas condiciones. En este tenor, la obra finaliza con Rogelio cantando mientras se aleja:

............................. que culpa tengo yo
de que me guste el vino
si encuentro en la embriaguez
dicha y dulzura.
que culpa tengo yo
si me brindo el destino
el balsamo que alivia
mi amargura
(canción, “Borracho”, de: Felipe Valdez I.) (154).

La inclusión del fragmento de una canción popular, especificándose además en voz de quién se interpreta (y otorgándole, así, valor a este dato), podría entenderse como la influencia de un objeto cultural en la configuración del yo. Rogelio reafirma su condición de teporocho a través de ella, lo que termina explicando que la cultura misma es su justificación o motivo (“que culpa tengo yo”). Se muestra de este modo una especie de causalidad de su estado donde su subjetividad es explícitamente indisociable de los significados culturales.

Chin Chin el teporocho puede interpretarse como una alusión a la problemática de la antropología por representar lo más fielmente posible a un sujeto de estudio y su mundo cultural. Al tratarse de un documento estético, la novela permite plantear esta problemática de manera incluso paródica: la escritura correcta escapa a la representación de la realidad del informante, es decir, las reglas institucionalizadas para hablar del Otro no corresponden a su mundo y no pueden dar cuenta de él. Además, la novela problematiza la relación entre el etnógrafo y el informante en tanto son sujetos del mismo entorno y que, por tanto, comparten códigos culturales: los juicios de valor se diluyen y hay un intento verosímil por la comprensión del mundo cultural ajeno y sus actores.

Vida de María Sabina: empatía y horizontalidad

El periodista Álvaro Estrada publica en 1977 Vida de María Sabina: la sabia de los hongos, la historia de vida de la famosa chamana mazateca. A través de entrevistas realizadas entre 1975 y 1976 a María Sabina, Estrada logra construir un relato en primera persona omitiendo las preguntas. Es un texto singular puesto que, a pesar de que ya se habían publicado obras y artículos sobre “la sabia de los hongos”, la posición de Estrada como nativo de Huautla y conocedor de su cultura ofrece otro tipo de enfoque hacia María Sabina. En este aspecto, Inés Hernández-Ávila afirma que el texto de Estrada muestra una “representación ética” de una tradición espiritual particular, mediando de una manera que ni Jerome Rothenberg ni R. Gordon Wasson pudieron concebir (340).

En efecto, la representación de la sabia mazateca se realiza desde la empatía y cercanía cultural, aspecto que sobresale al compararla con textos de otros autores. Dentro del ambiente cultural mexicano, por ejemplo, catorce años antes del libro de Estrada, Fernando Benítez había publicado un artículo titulado “La santa de los hongos. Vida y misterios de María Sabina”. El contraste entre ambos textos se vuelve notorio a través del análisis de las figuras autoriales dentro de su respectiva obra: Estrada se mantiene oculto en gran parte de la narración al darle la voz a María Sabina, pero se muestra a sí mismo en los paratextos como un conocedor de la cultura de la informante y dentro del horizonte afectivo de la chamana; por otro lado, Fernando Benítez se presenta como un desconocedor parcial de la cultura de María Sabina y arroja varios juicios etnocéntricos sobre ella, además de que él mismo es el que lleva a cabo la narración en primera persona. Un claro ejemplo de la nula capacidad de Benítez para hablar horizontalmente de Sabina se presenta cuando se queja de que ella “hable exclusivamente mazateco” puesto que esto “le ha impedido conocerla en toda su riqueza y profundidad espirituales” (15); es decir, el impedimento no es que él no hable mazateco, sino que ella no hable español.

En la Introducción de Vida de María Sabina: la sabia de los hongos, Estrada explicita los motivos que impulsaron a escribir su obra: primero, dejar testimonio de la sabia mazateca a quien periodistas y escritores de distintos lugares del globo no han sabido valorar; segundo, ser un documento útil para especialistas (etnólogos, etnomicólogos y costumbristas); tercero, dar una idea “más precisa” al público en general de las costumbres de los pueblos nativos y propiciar entre los jóvenes el respeto hacia estos pueblos (32). De igual manera, en esta Introducción es donde declara que la obra es el resultado de entrevistas realizadas en mazateco (lengua nativa de Estrada) entre septiembre de 1975 y agosto de 1976.

Estrada proporciona dos claves más para entender el significado del texto: se omitieron las preguntas del cuestionario que se realizó a María Sabina (aunque conservan las cintas magnetofónicas donde se grabaron sus respuestas) y existe una conciencia explícita sobre la responsabilidad de escribir la biografía de una persona que, al no saber español, leer ni escribir, no sabe con exactitud si lo que han escrito sobre ella es correcto o no lo es (23). Ambas claves apuntan a un conocimiento consciente sobre las implicaciones políticas de la construcción del texto. Evidentemente, estos dos puntos tienen su correlación con la forma en la que se nos presenta el libro pero, más aún, ambos nos muestran una caracterización específica del autor.

Al omitirse las preguntas del cuestionario, la narración se nos presenta como una narración autobiográfica donde, a excepción de la introducción, el epílogo y las notas al pie de página, el autor no se muestra a primera vista. Según la taxonomía realizada por Julio Rodríguez-Luis en El enfoque documental en la narrativa hispanoamericana, podríamos clasificar Vida de María Sabina entre los textos donde interviene el autor pero no hay una mediación de él (38) (siempre y cuando, insistimos, se excluyan la introducción, el epílogo y las notas).

En la entrevista obtenemos una reconstrucción del relato pero no una apropiación de éste por parte de Estrada (como sugiere Rodríguez-Luis que sucede cuando el autor interviene pero no media). Las preguntas mismas, aunque omitidas en la redacción final del texto, direccionan qué es lo que Sabina va a narrar y qué no, así como el orden en el que se presentan los hechos. El autor no modifica la información que le proporciona, pero sí la direcciona y la comenta. El texto comienza:

No sé en qué año nací, pero mi madre María Concepción me dijo que fue en la mañana del día en que se celebra a la Virgen Magdalena, allá en Río Santiago, agencia del municipio de Huautla. Ninguno de mis antepasados conoció su edad (25).

Aunque la narración en primera persona muestra una enunciación ajena a la del autor, en la nota al pie de página que aparece a propósito de estas líneas observamos el primer comentario de Estrada respecto al mundo narrado. Estrada explica que en los archivos de la Iglesia de Huautla se encuentra el acta de Bautismo de María Sabina; en esta acta, los nombres de sus padrinos de bautismo no coinciden con los que proporcionó ella. Sin embargo, esto parecería deberse a la confusión de los hispanohablantes provocada por los nombres mazatecos. A través de esta observación, no sólo muestra una incomprensión del mundo indígena por parte de los hispanohablantes, sino también un conocimiento especializado propio sobre el mundo narrado.

Este conocimiento de Estrada se presenta en todas las notas posteriores del texto. Por ejemplo, explica la palabra “sabio” como la utiliza María Sabina y las diferencias entre las categorías de curandero, hechicero y “sabio-médico” (27-29), además de proporcionar versiones de ancianos nativos de Huautla sobre hechos determinados para contextualizar la narración de la chamana (29, 42, 62, 73). Algunas de las notas a lo largo del libro refieren a textos especializados, pero la mayoría de ellas parecerían denotar el conocimiento de primera mano o experiencial del autor sobre la cultura mazateca.

De igual modo, en las notas al pie de página Estrada explica las referencias que menciona María Sabina. Por ejemplo, cuando ella narra que “en cierto tiempo vinieron jóvenes, hombres y mujeres, de largas cabelleras, con vestiduras extrañas. Vestían camisas de varios colores y usaban collares”, el autor explica que se refería a los jóvenes de finales de los setenta calificados como hippies por la prensa (81); es decir, el autor cumple con su función etnográfica de traducir en los términos del lector los términos ajenos.

La legitimación del propio autor se lleva a cabo no sólo a través del conocimiento especializado, sino también en la Introducción y (sobre todo) en el epílogo a la obra. Ya se mencionaron las decisiones que lo llevaron, según él mismo, a escribir su texto; sin embargo, resulta aún más trascendente su papel como etnógrafo. En la introducción, Estrada apunta: “La nuestra no ha sido labor fácil pese a que, quien esto escribe, es natural de Huautla y habla la lengua nativa de los mazatecos” (23). A pesar de que intenta expresar la dificultad (o la impresión de dificultad) que le causó su trabajo etnográfico, a su vez se está implicando que la tarea resulta aún más difícil para los no familiarizados con la lengua y el mundo cultural de María Sabina. En lugar de situarse entre un “cosmopolita absoluto” y un “perfecto investigador”, como Geertz propone que Malinowski se presenta y se autoriza en su trabajo, Estrada explora su condición de ser nativo de Huautla y hablante del mazateco para establecer el pacto de verosimilitud. El “sentido de alteridad” al que se refería Medina, no sólo se encuentra matizado, sino que es llevado a un nivel casi imperceptible: existe un horizonte en común donde tanto María Sabina como Álvaro Estrada comparten códigos culturales.

A su vez, el epílogo del libro resulta trascendente para entender la creación del pacto de verosimilitud. En él, el autor narra algunos sucesos acaecidos después de haber entregado el manuscrito a la editorial Siglo XXI. De manera general, se centra en acontecimientos concernientes a la salud de María Sabina, los reconocimientos (y la falta de ellos) que tuvo y su propia relación con ella. Este último punto es donde se configura una comunión con la chamana a través de una empatía explícita. El suceso más trascendente que marca la relación entre María Sabina y Estrada es el que ocurre en el verano de 1978. Estrada narra su viaje de México a Huautla para visitarla:

Luego del saludo, alcé los brazos y le dije: “Vengo a visitarte. No traigo cámara fotográfica, grabadora o máquina de escribir. Quiero que esta noche nos desvelemos con tus ‘niños santos’. Nunca los he tomado contigo y esta oportunidad me parece interesante porque sólo deseo escuchar, sentir el eco de tus cantos en una sesión sólo dedicada a mí” (99).

Estrada narra que tras la aceptación de María Sabina y la preparación que llevó a cabo para la sesión, la encontró boca arriba en su cama con los brazos extendidos después de regresar de visitar a su familia. Estrada se mostró preocupado por la posible muerte de la chamana y las reacciones de los familiares, la prensa y las autoridades sobre ese hecho al encontrarse él ahí. Sin embargo, ella se recuperó después de un momento. Estrada se percató de que Sabina había ingerido una ración de hongos, aguardiente y tabaco más abundante que lo habitual. Después, Sabina le dio doce pares de derrumbes-niños para que él los comiera, lo que a él le pareció demasiado. Le pidió también que masticara tabaco: “Trágate todo el tabaco para que tengas fuerza. Te aconsejo esto porque te quiero” (101). Entraron en el trance y la velada ya había durado aproximadamente entre cuatro y cinco horas. Estrada se preguntaba cómo era posible que Sabina resistiera las sesiones rituales tan agobiantes que eran a diario durante el verano. Pasado el tiempo, sintió a Sabina sentada a la orilla de su cama:

Me senté junto a ella y la cubrí con mi brazo derecho. Una ternura inmensa me invadió; seguía cantando para mí: “Soy mujer luna, mujer águila, mujer transparente como hoja fresca, mujer tlacuache…”. Rompiendo las reglas rituales, la interrumpí. “Descansa viejita”, le dije mientras la cargaba como una criatura, acomodándola sobre las cobijas extendidas. “¿No querías escuchar mi lenguaje?”, preguntó. Sinceramente, yo pensaba que estaba extenuada. La cubrí como pude con las mismas cobijas sobre las que descansaba. La cubrí como a niño pequeño, deseando que durmiera. “Sí. Quiero escuchar tus cantos, pero por ahora debes descansar”, le dije. También yo decidí hacerlo […]. Serían las tres o cuatro de la madrugada. Yo pensaba: “Duermo junto a María Sabina, la famosa sabia de los hongos…” (102).

Es notoria la relación afectiva recíproca entre Estrada y Sabina. Mientras ella le aconseja porque lo “quiere” y se prepara con una ración abundante para el ritual, él interrumpe el mismo ritual para pedirle que descanse. El hecho que demuestra el grado de comunión más profundo entre ellos es el haber dormido juntos. Estrada se posiciona, pues, no sólo culturalmente integrado con Sabina, sino también afectivamente.

La entrevista dirigida que dio como resultado Vida de María Sabina muestra a un autor que intenta plasmar el “punto de vista del nativo”. Si Geertz propuso que el problema del Diario de Malinowski no era moral, sino epistemológico, fue porque consideraba a la moral fuera del texto. En la versión completa de Vida de María Sabina, es decir, considerando la introducción y el epílogo, la posición empática del antropólogo con la chamana plantea un problema ético: cómo acercarse a lo considerado dentro de la otredad y entenderlo desde su propia lógica. Para lograr esta labor, fue necesaria la intervención de un autor dentro del mismo horizonte cultural que María Sabina y que, a su vez, entendiera los códigos culturales externos a la cultura mazateca.

El epílogo muestra un desplazamiento del texto etnográfico en sí. En cierto sentido, la verdad etnográfica presentada a través de la narración en voz de María Sabina cobra otro significado a través de las palabras finales de Estrada. Este desplazamiento pudiera considerarse como la resistencia a una interpretación unívoca de la vida de la chamana: a la vez que Estrada autoriza su papel a través de la empatía; las descripciones de sus relaciones interpersonales logran configurar un diálogo que se niega a una representación totalizadora.

El autor/mediador/narrador en La noche de Tlatelolco, Chin Chin el teporocho y Vida de María Sabina

A pesar de la naturaleza disímil de las tres obras, puede encontrarse que el papel autor/mediador/narrador en ellas consiste en intentar representar el “punto de vista del nativo” a través de una posición empática. En esta línea, la pregunta de Geertz ya apuntada anteriormente, “¿qué ocurre cuando ya no podemos pretender una forma única de proximidad psicológica, una suerte de identificación transcultural con nuestro objeto?” (74), no es del todo pertinente en estas obras.

Mientras en la antropología norteamericana se hacía necesario reflexionar sobre la relación entre antropólogo e informante desde la dificultad de una identificación transcultural, en contextos donde la identificación sí es posible (dadas las condiciones sociohistóricas) se producen textos a través de estas afinidades o compenetraciones. En La noche de Tlatelolco, la autora muestra la versión de los estudiantes evidenciando, a su vez, su empatía hacia ellos; en Chin Chin el teporocho, el narrador base le otorga la voz a Rogelio y, así, lo humaniza; en Vida de María Sabina, Álvaro Estrada exhibe, políticamente consciente, la (auto)biografía de la chamana mazateca posicionándose él mismo dentro de su horizonte cultural.

En lugar de la pregunta propuesta por Geertz referente a la dificultad de la identificación transcultural, el cuestionamiento pertinente sería: ¿cuáles son las implicaciones de una identificación del antropólogo con su objeto en la escritura etnográfica? o, mejor aún, ¿cuáles son las implicaciones de dicha identificación en textos con un marcado interés etnográfico pero que no pertenecen necesariamente a la disciplina? De igual manera, es oportuno revisar cuáles postulados de la antropología proveniente de las hegemonías han sido problematizados en obras disímiles tiempo antes de su articulación y en contextos donde la relación entre el etnógrafo y el informante comparten un horizonte de alteridad.

Aunque los textos aquí abordados no pertenecen propiamente a la disciplina etnográfica, existe una fuerte inclinación a ella desde la voz de los autores de cada texto. La posición del autor/narrador/mediador como antropólogo se configura al tratar de representar a sus sujetos desde la propia perspectiva de éstos. Parecería que fuera de la disciplina antropológica, en los terrenos del periodismo, el testimonio y la literatura, existe un espacio legítimo para problematizarla y observar algunas de sus implicaciones no tan evidentes en sus propios textos.

El “yo testifical” de las tres obras aparece de manera verosímil a través de distintos recursos que terminan por configurar al autor como empático. En La noche de Tlatelolco se realiza una investigación periodística y se desestabiliza la verdad oficial; la autora se presenta a través de la selección y edición de los testimonios así como en la inclusión de ciertos documentos como periódicos. En Chin Chin el teporocho, el narrador base se configura horizontalmente respecto a Rogelio y, por tanto, no tiene una mirada exotista sobre el personaje. En Vida de María Sabina, Estrada observa a la chamana desde su posición de natural de Huautla, lo que le permite una autorización de sí mismo.

A diferencia de los textos etnográficos anteriores a la publicación del Diario de Malinowski y a diferencia de las reflexiones de la antropología posmoderna norteamericana de los años ochenta donde la empatía entre antropólogo-informante se daba por sentada, en los textos aquí seleccionados se le configura textualmente y, a su vez, explica quiénes y cómo son las entidades que funcionan como antropólogos. En este sentido se establece una relación política significativa a la descripción del Otro en estos textos donde se pretende una horizontalidad entre la voz de los autores y los informantes.

Bibliografía

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“El problema que supone el paso de lo que ocurrió allá a lo que se cuenta acá, no tiene un carácter psicológico. Es literario” (2010: 88).
“Cuando la explication de texte de un crítico como Leo Spitzer intenta interpretar la Ode on a Grecian Urn de Keats, lo hace preguntándose en repetidas ocasiones las siguientes cuestiones: ¿Qué es el poema en su conjunto? y ¿qué es lo que Keats ha visto (o ha elegido mostrarnos) exactamente representado en la urna que describe?, para desembocar así en el extremo de una espiral superior de observaciones generales y comentarios específicos mediante la lectura de un poema que es una afirmación del triunfo del modo de percepción estético sobre el histórico. Del mismo modo, cuando un etnógrafo del tiempo, significados y símbolos (tipo al que me adscribo) intenta averiguar lo que un puñado de nativos piensa que es una persona, se mueve de un lado al otro preguntándose: ¿Cuál es la forma general de su vida? y ¿qué son exactamente los vehículos en los que se encarna esa forma?, desembocando a su vez en el extremo de una especie de espiral similar, pertrechado con la noción de que ellos ven el self como un compuesto, como una persona, o como un punto en un mosaico” (2010: 90-91).
Mientras que Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana (1990) de González Echevarría inaugura la discusión sobre el interés de la literatura latinoamericana del siglo XX por una búsqueda constante de los orígenes en lo que llama el “paradigma antropológico”, Amy Fass Emery amplía y desarrolla esta idea de las relaciones entre la literatura y la antropología en The anthropological imagination in Latin American Literature (1996).
Ver, por ejemplo, el libro citado en la nota anterior de Amy Fass Emery o Para decir al otro (2005), de Mercedes López Baralt.
Sobre las técnicas novelísticas, Rubén Medina señala: “Poniatowska emplea las estrategias discursivas propias del novelista al presentar los testimonios de ‘historia oral’; yuxtapone voces y consignas que van creando un diálogo y tensión en el texto, organiza los testimonios sobre varios ejes temáticos, incluye poemas y textos sobre la conquista, emplea rupturas cronológicas y pequeñas introducciones que condicionan el tono a la lectura. En las introducciones, por ejemplo, la autora presenta primero el movimiento estudiantil a través de la imagen de jóvenes estudiantes, que inocentemente desafían a la autoridad sin prever la magnitud de la reacción (pues con el Poder Paternal no se juega). Y en la segunda parte introduce la masacre con la imagen de una madre lamentando la muerte del hijo después del 2 de octubre” (209).
El concepto “polifonía” de Bajtín ha sido ampliamente discutido a lo largo de la tradición crítica contemporánea. Por motivos de espacio no es de mi interés trazar la historia de las interpretaciones del término, sino señalar que un concepto proveniente de la crítica literaria ha sido retomado por la antropología en los años ochenta, así como las implicaciones de esto.
Bajtín expone de manera puntual que “el discurso del héroe acerca del mundo y de sí mismo es autónomo como el discurso normal del autor; no aparece sometido a su imagen objetivada como una de sus características, pero tampoco es portavoz del autor, tiene una excepcional independencia en la estructura de la obra, parece sonar al lado del autor y combina de una manera especial con éste y con las voces igualmente independientes de otros héroes” (15-16).
Incluso, la polémica entre Luis González de Alba y Elena Poniatowska con respecto a las acusaciones del primero sobre la alteración de fragmentos de Los días y los años por parte de la escritora en La noche de Tlatelolco, podría también sustentar el punto de la edición de los testimonios no sólo en su disposición y fragmentación, sino en su misma narrativa.
Ver, por ejemplo, “Framing Questions: The Role of the Editor in Elena Poniatowska’s La noche de Tlatelolco”, de Beth E. Jörgensen; en este artículo, Jörgensen desarrolla que la más importante función de la autora/editora no es su aparición directa en el relato a través de nombrarse (“E.P.”) o al ser nombrada, sino que es el llevar a cabo las tareas editoriales convencionales de selección y ordenamiento del material que presenta (85).