Emprender una revisión crítica de la literatura escrita por mujeres en México se ha
convertido en un reto cada vez más complejo. Si durante varias décadas el canon de
escritoras consagradas era muy reducido, en los últimos años se ha multiplicado y
expandido. Por una parte, uno de los esfuerzos más constantes de la crítica feminista se
ha dedicado a descubrir y revalorar a escritoras olvidadas, como Nellie Campobello, cuya
obra empezó a ser estudiada sólo a fines de los años setenta, casi cincuenta años
después de su publicación. Si bien es ya un lugar común que la producción de las mujeres
tiende a ser desdeñada y relegada, el caso de Nellie Campobello puede ser usado como
ejemplo perfecto para demostrarlo, así que el canon se abre hacia sus orígenes, a medida
que la crítica desempolva libros redescubiertos. Pero también está obligado a extenderse
hacia adelante, en un esfuerzo siempre insuficiente por incluir a quienes empiezan a
publicar. Una revisión reciente, realizada por el Taller de Teoría y Crítica Literaria
Diana Morán,1 encontró que el número de
escritoras nacidas en los años setenta y ochenta del siglo pasado es tan grande y sus
propuestas literarias tan diversas, que toda lista está incompleta y corre el riesgo de
pasar por alto a quienes en los años próximos publicarán obras importantes.
Por eso, el espléndido libro de Oswaldo Estrada, Ser mujer y estar
presente, reconoce desde sus primeras páginas que no está intentando
abarcar a todas las que escriben en México, pero sí caracteriza a las elegidas como
mujeres que han asumido el reto de desempeñar una tarea intelectual, oficio
tradicionalmente masculino que se modifica cuando las mujeres acceden a él. Son mujeres,
a decir de Estrada, que “dentro de un orden hegemónico abre(n) grietas de conocimiento
con un lenguaje contestatario y disidente, capaz de cuestionar estados de marginación y
colonialidad, el devenir de la historia, divisiones de género o discursos que promueven
la exclusión y la normalidad” (12). Es otra vez Nellie Campobello quien sirve para
discutir una dificultad inicial: la novela de la Revolución, dentro de la que se
inscriben sus libros, no sólo fue escrita por una abrumadora mayoría masculina, sino que
tiene como protagonistas a personajes de ese mismo género. En esa corriente novelística,
los personajes femeninos son secundarios, cuando no descritos con franca misoginia,
aunque en su contexto sea común, como podría documentar la Pintada de Mariano Azuela
(basta mirar la obra de José Clemente Orozco para ver que la actitud misógina no es una
excentricidad personal, sino algo tan común que debe considerarse endémico en esa
cultura: enarbolada por el pintor, aclamada por la crítica y aprobada por los
espectadores). Por eso no se puede esperar que Nellie Campobello narre hazañas de
protagonistas femeninas comparables a Pancho Villa, o que inaugure un lenguaje capaz de
criticar la desigualdad entre hombres y mujeres. En cambio registra la presencia de
niñas, muchachas y madres que ante todo son testigos de una Revolución que luego narran
y recuerdan. Sobre todo, narran: dicen la Revolución desde su punto de vista marginal.
¿Cómo, a partir de esta precursora, llegan otras escritoras a crear un lenguaje capaz de
decir lo que no existe o no se permite o no se reconoce o no se desea incluir?
En la primera sección del libro, “Debates del silencio y la palabra”, Estrada analiza a
tres escritoras a través de las cuales se puede discernir una trayectoria colectiva en
busca de la voz. De las mujeres-testigos de Nellie Campobello, confinadas a un segundo
plano, pasa a las contorsiones, gritos, gemidos inarticulados y enigmas proferidos en
una cueva por la hechicera de Oficio de tinieblas, de Rosario
Castellanos, que convoca a una rebelión indígena: así Castellanos evoca imágenes
arquetípicas de lo femenino ligadas a un lenguaje anclado en el mito, que es también una
cierta manera de entender el cuerpo y su inserción en el espacio. Vista así, la
hechicera habla desde un útero que es también una tumba, y la tierra, y la sabiduría
hembra emanada ella. Elena Poniatowska marca un contraste: ni intuitiva ni profética. Es
una mujer urbana y moderna que camina por la calle y habla con quienes la recorren o se
la apropian políticamente. Como es una mujer, se espera su silencio, pero en cambio
recopila y entreteje y hace oír la voz de la multitud. En los tres casos, las narradoras
se enfrentan a acontecimientos colectivos de enorme importancia y se esfuerzan por
formularlos con palabras dichas por mujeres que se despojan de prohibiciones e
incapacidades. Así se descubren en medio de una colectividad y de su devenir, para el
que estas palabras son cada vez más decisivas.
Este discurso femenino es una manera de fabricar un presente colectivo. Por eso se vuelve
con soltura hacia el pasado, que ha estado sometido a versiones oficiales que declaran
cuál es la verdad histórica. Las narradoras se aprestan a reescribirlo: Carmen Boullosa,
Mónica Lavín, Rosa Beltrán, Cristina Rivera Garza emprenden distintas modalidades de
novela insertada en la historia y descubren otras, alternativas, silenciadas. Reparan en
los indicios que han preservado esas memorias: escriben a partir de chismes o cartas o
archivos médicos o bordados o fotos que esperan una sensibilidad capaz de leerlos de
nuevo. Describen escenas que nunca sucedieron o fueron olvidadas, pero ahora son
necesarias, como las cartas con que sor Juana explica el silencio de sus últimos años,
no para su confesor ni para una destinataria de su época, sino para las lectoras del
siglo XXI. O recuperan la ironía de las mujeres que rodearon a Iturbide, o los últimos
pensamientos de Moctezuma, o palabras dichas en el manicomio de La Castañeda. Sus
miradas modifican el pasado.
Aquí las divisiones establecidas por Estrada son más porosas: la sección “Historias,
cartas y cuerpos”, que agrupa a Carmen Boullosa, Mónica Lavín y Margo Glantz, discute
novelas históricas pero no incluye a Rosa Beltrán ni a Cristina Rivera Garza que, en
cambio, son reunidas con Guadalupe Nettel en “Disidencias de identidad”. Es obvio que la
clasificación no obedece a un criterio estrictamente cronológico. Si esta última sección
se dedica a analizar a quienes abordan cuerpos que sí importan, no son hombre ni mujer y
desean y duelen y se deforman y descubren capacidades e inepcias, como la protagonista
casi ciega de Nettel, ¿por qué no sitúa aquí a Glantz, que evoca el erotismo de las
monjas novohispanas? Es difícil clasificar a escritoras tan distintas que, sin embargo,
abordan algunos temas cruciales: la crítica de la división sexogenérica, las
sexualidades posibles para cuerpos a veces muy sexuados y a veces casi epicenos, la
arbitrariedad de lo que se considera normal cuando se aplica a cuerpos y a personas que
descubren su distancia, su no-pertenencia a esa categoría, su beligerancia contra ella.
Las relaciones entre estas exploraciones de cuerpos e identidades, por un lado, y la
reinvención de la memoria y las historias, por otro, permiten muchos otros cruces
promisorios para el trabajo crítico.
Elaborado con envidiable solvencia crítica en la que se combina un amplio conocimiento
teórico con la capacidad de comprender y disfrutar la multiplicidad de la literatura,
Ser mujer y estar presente es una valiosa aportación a un campo
lleno de vitalidad, indispensable para comprender la cultura mexicana de nuestros días y
establecer diálogos con las mujeres que están formulando preguntas y objeciones
cruciales desde sus computadoras, apuntes y lecturas.