Niñez y vulnerabilidad en la novela mexicana del siglo XXI

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Biagio Grillo

Resumen

Se analiza, en el marco de la llamada narconovela mexicana, la presencia textual de protagonistas infantiles que parecen vehicular una nueva definición del concepto de ‘vulnerabilidad’ en línea con las recientes propuestas éticas de filósofos como MacIntyre, Nussbaum y Fineman. En las novelas Fiesta en la madriguera (2010) y Toda la soledad del centro de la Tierra (2019), de Juan Pablo Villalobos y Luis Jorge Boone, los niños protagonistas ponen énfasis en la animalidad y en la vulnerabilidad que sus cuerpos inscriben, más allá de su condición particular de orfandad, apelando al valor de la reciprocidad y de la dependencia, en el nombre de la condición antropológica de todo animal humano. 

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Cómo citar
Grillo, B. . «Niñez Y Vulnerabilidad En La Novela Mexicana Del Siglo XXI». Acta Poética, vol. 45, n.º 2, julio de 2024, pp. 129-4, doi:10.19130/iifl.ap.2024.2/01WS00X127S47.
Sección
Varia
Biografía del autor/a

Biagio Grillo, Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Filológicas

Investigador posdoctoral (CONAHCYT) en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Tiene un doctorado en Estudios Socioculturales por la Universidad Autónoma de Aguascalientes (2021) y una maestría en Lengua y Literatura de la Universidad de Bolonia en Italia (2010). Es SNI nivel Candidato. Sus áreas de investigación abarcan desde Pinocho y la niñez literaria, hasta la corporeidad y la vulnerabilidad y los estudios culturales de la Literatura. Entre sus publicaciones más recientes, se encuentran los artículos “Literatura de la guerra civil: la niñez como espejo hermenéutico para la comprensión histórica” (2021) y “Liminalidad de una mirada infantil antibélica” (2021). 

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Introducción

En el actual contexto mexicano, lo que llamamos realidad y sus facetas observables tienden a asumir la fisionomía de una inseguridad difusa y de una violencia normalizada. El crimen organizado se fija en el núcleo temático del discurso público, y toda dificultad de comprensión del contexto presente es resuelta a través del prefijo «narco», el cual —como “taparrabo teórico” (Gaussens: 109)— permite “resumir, ahorrar detalles, obviar lo que no se sabe, y ofrecer explicaciones para cualquier público” (Escalante: 57). Frente a esta realidad, la narrativa contemporánea ha encontrado la vía rentable de una nueva estética («narcoestética») que atrae al público lector con el sensacionalismo de una exposición cruda de la violencia y con la ostentación de la riqueza rápida que los actores de este escenario criminal logran alcanzar (Maihold y Sauter: 72). Diferente, en cambio, es el caso de una significativa y reciente variación temática que, aunque confirmando el interés hacia un contexto social permeado por el crimen organizado, no parece ofrecer una representación en continuidad visual y discursiva con las crónicas periodísticas: se trata de novelas que juegan un papel reflexivo de reinvención, hasta negociar significados que trascienden lo estético y desafían las fronteras de la compresión social y política. Ejemplos de este cambio de perspectivas son las novelas de dos escritores mexicanos: Fiesta en la madriguera, publicada en 2010 por Juan Pablo Villalobos bajo el sello editorial de Anagrama, y Toda la soledad del centro de la Tierra, publicada en 2019 por Luis Jorge Boone bajo el sello de Alfaguara.

Ambas novelas —aunque con notables diferencias en sus poéticas— coinciden en alejarse del hiperrealismo morboso de la narconarrativa, y construyen una búsqueda íntima que se abre camino entre el escándalo ruidoso de la violencia contextual y estructural. Dicho cambio de perspectiva encuentra su epicentro narrativo en la subjetividad de una figura ficcional infantil. Los dos niños —Tochtli en Villalobos, Chaparro en Boone— encarnan una función predicativa: como sujetos situados y marginales, más que aportar una definición o representación de la niñez, vehiculan la mirada al referente y ponen énfasis en aquellos elementos que definen la esencia del fenómeno. De aquí que la figura del niño sea recuperada como nueva declinación del tradicional efecto de extrañamiento. Desde la ficción literaria, los protagonistas infantiles desautomatizan la percepción normalizada e indiferente de un escenario que está marcado por la violencia cotidiana: su presencia incómoda es el dispositivo (narrativo y discursivo) que intenta explicitar los significados íntimos y vivenciales de quienes, a su pesar, viven y habitan ese escenario. En este sentido, como estratégico “puente hermenéutico” (Grillo: 325), la mediación de los protagonistas infantiles deja emerger significados que se conectan a un profundo sentimiento de soledad y a la percepción reflexiva de la vulnerabilidad como premisa ética de la existencia humana. La soledad, en particular, aparece ya en los títulos de las dos novelas, y asume la forma de una metáfora hilada que configura el espacio existencial de una niñez como margen y como frontera de disgregación, en el fondo significante de una comunidad emocional ausente.

Así, para Tochtli, ese margen es el palacio-madriguera, ubicado en medio de la nada para protección suya y de su padre —rey local del narco— en contra de un enemigo que, a los ojos del niño, no tiene una clara fisonomía y tiende a coincidir con la otredad desconocida y miserable del mundo exterior. En el encierro de la fortaleza que lo resguarda, la socialización del protagonista se circunscribe a los contactos con un mundo adulto de sicarios, guardias, trabajadores y cocineras (mundo del cual quedan excluidos, por edicto paterno, los demás niños). A este cuadro, se suma también el trauma de la temprana muerte materna. Este se traduce en los recurrentes dolores psicosomáticos del estómago (que sólo pueden ser atendidos con infusiones de hierbas medicinales, ya que sería poco viril admitir como causa un choque emocional u otro trastorno psicológico por parte del niño, futuro jefe de la pandilla). Este vacío, en una aritmética socioemocional, es así enunciado por el mismo Tochtli: “Si contara a los muertos yo conocería a más de trece o catorce personas. Unos diecisiete o más. Veinte fácil. Pero los muertos no cuentan, porque los muertos no son personas, los muertos son cadáveres” (Villalobos: 20).

También, para el Chaparro, el margen se ajusta al entorno no identitario de un pueblo fantasmal que es apenas un espacio de paso, del cual se sale para buscar trabajo o fortuna. Su soledad personal se connota a través de dos facetas complementarias. Por un lado, es manifiesta en su metafórico superpoder, en su habilidad de volverse invisible mientras juega a las escondidas con los primos, en un contexto de habitual y violenta desaparición, como un inconsciente entrenarse a lo inevitable, que la voz de la abuela de forma indirecta enuncia: “No te escondas tan bien. No se escondan tan bien. Porque después nadie los va a encontrar nunca” (Boone: 11). Por otro lado, esta misma soledad es declarada a través del deseo de afirmarse como individuo, es decir, como deserción de su orfandad factual y búsqueda de la originaria relación paternal. Mas, cuando el niño cruzará ese límite, anhelando la comunión con los padres perdidos, su fuga se traducirá en el epílogo traumático de una soledad aún más profunda y definitiva: el pozo, en el centro de la Tierra, allá donde la humanidad gradualmente desaparece hasta convertirse en olvido.

Esta percepción de la soledad y de una constitutiva indefensión del sujeto parece alinearse al giro —vulnerability turn— que, en las últimas décadas, se ha hecho presente en las ciencias sociales, al plantear la superación de la visión liberal y tradicional de dignidad y autonomía (Galindo: 80). En particular, desde la perspectiva aristotélica de las virtudes, Alasdair MacIntyre (2001) explora las consecuencias del hecho de considerar la vulnerabilidad, la dependencia y la aflicción como rasgos fundamentales de la condición humana. La toma de conciencia colectiva de esta condición, en la perspectiva del filósofo escocés, es la premisa para que todo animal racional pueda florecer en su dimensión individual y en su pluralidad. Asimismo, para Martha C. Nussbaum, el reconocimiento de la vulnerabilidad como condición individual y social pasa por el abordaje de las emociones, en su centralidad hermenéutica y como vía ética para el cambio democrático. Según la filósofa estadounidense, las emociones de más relieve social deben conformar los cimientos de una moderna teoría de la justicia y del cuidado del otro. En fin, desde la Filosofía jurídica, Martha A. Fineman (8-9) sostiene que la protección legal actual en favor de los grupos poblacionales llamados ‘vulnerables’ no produce ninguna discontinuidad respecto a las lógicas sistémicas que producen la desigualdad. Por lo tanto, en la perspectiva de la jurista, es necesario ampliar la noción de “vulnerabilidad” hasta incluir a todo sujeto humano, en el nombre de una común esencia de dependencia, y volverla una poderosa herramienta conceptual capaz de garantizar una igualdad más auténtica.

En línea con lo anterior, las dos novelas no se limitan a señalar la aflicción inscrita en una vivencia individual: una vez “visibilizada” esa experiencia dolorosa, la ficción deja detonar sus cargas emocionales como “formas de entender el mundo cargadas de valor” (Nussbaum: 112). De acuerdo con lo anterior, en Villalobos y en Boone, la presencia narrativa de la niñez involucra a la dimensión colectiva de la comunidad —en su ausencia, en su insignificancia— porque lo que el sujeto infantil experimenta de forma individual evoca una experiencia socialmente construida. Es así como esta soledad exterior se presenta como el único aprendizaje posible. El niño intenta negociar un “yo” en la reciprocidad de un “tú” digno de confianza. No obstante, en el contexto de una humanidad amenazante, la otredad queda salpicada en la analogía negativa de una animalidad no humana: simbólicamente ajeno a la domesticación, el otro se vuelve una “alimaña”, sumando su daño potencial a la violencia estructural que ya afecta al sujeto infantil.

De esta forma, una vez asumida la imposibilidad contingente de un nosotros, la pobreza de su mundo social deja al descubierto la esencia vulnerable de los protagonistas: a pesar de que el entorno demande una actitud de autosuficiencia, Tochtli y Chaparro se muestran como animales humanos sujetos a peligros y aflicciones constantes y, por lo tanto, son seres que dependen de los demás para su sobrevivencia y su bienestar (MacIntyre: 163). Sin embargo, en términos morales, el señalamiento de la dependencia y de la vulnerabilidad no se adscribe sólo a la minoría etaria de los protagonistas. La niñez, en Villalobos y en Boone, personifica el dispositivo comprensivo que ofrece una representación literaria de la vulnerabilidad ontológica del ser humano, “como rasgo antropológico permanente” (Galindo: 82), más allá de la esfera legal y de las específicas circunstancias sociales del sujeto.

Aquí radica la premisa que aleja Fiesta en la madriguera y Toda la soledad del centro de la Tierra del canon de la narconarrativa. También Villalobos y Boone fijan su escenario narrativo, sin coordenadas ni topónimos explícitos, en los márgenes de las “zonas marrones” mexicanas, allá donde el Estado no interviene y la legalidad exhibe sus vacíos (O’Donell: 87), es decir, en las fronteras deshumanizantes de una cotidianidad que es permeada por la violencia y por el crimen organizado. Mas, este escenario sirve como catalizador, al hacer más patente la vulnerabilidad del protagonista-niño, y sugerir una reflexión respecto a la responsabilidad común de todo ciudadano, como necesaria ética de interdependencia.

En este sentido, el presente análisis propone una aproximación crítica a las dos novelas para vislumbrar el papel estratégico que la niñez asume en el marco violento de la narrativa mexicana contemporánea. En las obras de Villalobos y Boone, la niñez no es simplemente recuperada para narrar la vulnerabilidad contingente de unos sujetos ficcionales (pero verosímiles). Su presencia es objeto de análisis al configurar una resignificación de la vulnerabilidad en el contexto del crimen organizado. Esto alinea la propuesta de los dos autores con el recién giro hacia la vulnerabilidad de las ciencias sociales. En primer lugar, los niños-protagonistas nos hacen conscientes de la siempre presente posibilidad de daño, herida y desgracia, desde las leves desdichas hasta los eventos catastróficos y devastadores, ya sean accidentales, intencionales o de algún otro tipo (Fineman: 9). Asimismo, Tochtli y Chaparro ponen al desnudo la dimensión humana de la vulnerabilidad como condición inmanente y universal.

Tochtli, el léxico de la alteridad y el vacío disonante de la madriguera

Fiesta en la madriguera connota una voz narrativa situada en la ambigüedad de un sujeto infantil al mismo tiempo víctima y agente, inocente y verdugo en potencia. El lector sigue el hilo liviano y humorístico de los pensamientos de un niño que emerge como relato en el corazón cotidiano del crimen organizado. En efecto, el protagonista no es un niño ordinario: Tochtli es el hijo único y el heredero de un poderoso narcotraficante. A partir de este punto de vista interno, la novela autoriza una reflexión alrededor de la vulnerabilidad más allá de la habitual mirada a lo estructural y a los subalternos: en la narración, el protagonista-narrador encarna una vulnerabilidad inscrita en su condición de niñez, y no como circunstancia (Lander: 46).

Tochtli vive al abrigo de un infranqueable perímetro de bardas altas, alambre, alarmas de rayo láser, guardias armados, desierto y nada. Toda amenaza externa a su subsistencia es puesta, así, físicamente entre paréntesis, junto con lo foráneo de una otredad que es a priori limitada (privada de su dimensión colectiva, es decir, reducida a trámite comercial o a blanco virtual de orificios de balas). De aquí que, dada la ausencia de contacto y la irrelevancia narrativa del otro, la focalización transite por la levedad de la visión infantil y por el contraste irónico de su consciencia en construcción. En este sentido, la relación de Tochtli con su entorno se define por el descubrimiento de un lenguaje ajeno al habla cotidiana de su palacio o de las crónicas televisivas de la violencia. Como el prestidigitador extrae conejos de su cilindro, el niño se entretiene sacando palabras del diccionario antes de irse a la cama. Este “truco” convoca, en el presente de la narración, un léxico de la alteridad que señala al sujeto-emisor, como excéntrico en las latitudes particulares de la madriguera, y fija la perspectiva situada de una voz autodiegética e infantil: “Algunas personas dicen que soy un adelantado. Lo dicen sobre todo porque piensan que soy pequeño para saber palabras difíciles. Algunas de las palabras difíciles que sé son: sórdido, nefasto, pulcro, patético y fulminante” (Villalobos: 11). Al mismo tiempo, la insistencia y recurrencia irónica de estos adjetivos también señala al discurso del emisor, a través de una patente desautomatización del referente normalizado. En efecto, las palabras “difíciles” a las cuales Tochtli recurre son sólo en apariencia neutrales: en primera instancia, cumplen una constante función axiológica al mediar la significación que la curiosidad infantil construye respecto a sus vivencias familiares. A partir de un lenguaje que se va estructurando entre “sentidos denotativos y connotativos” (Sánchez: 167), el niño reacciona y, de forma inocente, pone al desnudo las disonancias de su realidad: como animal en tránsito hacia la condición de razonador práctico independiente, puede valorar la verdad de sus creencias (MacIntyre: 53). En segunda instancia, el idiolecto convoca al lector implícito para comunicar las paradojas de la naturaleza existencial y contingente del niño-narrador (como sujeto frágil y dependiente, a pesar del fastuoso y «deseable» estilo de vida de la madriguera).

En la hermenéutica de su colección de palabras, el sentido íntimo que envuelve la cotidianidad desentona. En su encierro seguro y lujoso, Tochtli no es susceptible de privaciones económicas, ni sufre hambre. Al contrario, puede comer los manjares de la cocinera Cinteotl, y tiene acceso a todo bien material deseado con sólo recopilar su lista de encargos. Como nos recuerda al repetir los versos de la clásica canción ranchera de José Alfredo Jiménez (con orgullo, y a partir de la masculinidad hegemónica que su entorno valida), él sigue siendo el rey, el sucesor al trono de la madriguera. Sin embargo, la disonancia aparece enunciada en la percepción emocional de una existencia que se revela “un poquito sórdida. O patética” (Villalobos: 14), o por el intensificarse de aquellos dolores psicosomáticos que introducen el síntoma de la ausencia y caracterizan días “en que todo es nefasto” (24). Lo “sórdido”, además, sugiere la contaminación de los objetos del entorno por su exposición a la muerte, cuando algún signo o despojo exánime se exhibe afuera de la habitual lógica empresarial del narcotráfico (es decir, de su violencia y torturas recurrentes): así, por ejemplo, Tochtli reacciona con una impresión de repugnancia cuando descubre dientes y orejas de cerdo flotando en la olla del pozole, o frente al mechón de pelo pintado que llama su atención en la foto de una cabeza degollada. En otras palabras, el asco del niño socava la vigilancia varonil sobre las emociones, y evoca los aspectos no deseados de la animalidad (Nussbaum: 235-238) frente a la visión imprevista de aquellas porciones de cuerpos ya sin vida (recordatorio irritante de la vulnerabilidad inherente a todos los cuerpos, así como del destino mortal inscrito en su materialidad y en su condición de «sentir», a pesar de su declarada hombría).

Esta modalización emotiva de la voz del protagonista expresa —a través del disfraz de un vocabulario rebuscado— un juicio de valor respecto a lo que el sujeto considera relevante, y devela una “sensación de vulnerabilidad y de control imperfecto” (Nussbaum: 66). Imperfecto, porque vislumbra una posibilidad de divergencia respecto a la sustracción de toda disposición afectiva y a la pretensión de independencia que el niño tantea en el horizonte varonil de su entorno (y de su futuro destino de jefe de la pandilla): “Lo que sí soy seguro es un macho. Por ejemplo: no me la paso llorando por no tener mamá. Se supone que si no tienes mamá debes llorar mucho, litros de lágrimas, diez o doce al día. Pero yo no lloro, porque los que lloran son de los maricas” (Villalobos: 12-13).

El niño vive la ficción autárquica que desconoce la necesidad —natural y animal— de ayuda, consuelo o de cualquier reciprocidad fuera del cerco identitario y limitado de la pandilla. La pandilla es justamente el escenario significativo que enmarca su historia de individuo y lo sitúa en el margen de un entramado de otras presencias y ausencias. Es decir, es en este conjunto reducido de relaciones y de sus valores donde reside su posibilidad de florecimiento personal. Tochtli se reconoce como parte de “la mejor pandilla de machos en al menos ocho kilómetros a la redonda”, gracias a la solidaridad y a la protección que él mismo declara cualidades fundantes en el sentido y en la forma de su presente: “Yo creo que de verdad somos una pandilla muy buena. Tengo pruebas. Las pandillas son acerca de la solidaridad. Entonces la solidaridad es que como a mí me gustan los sombreros Yolcaut me compra sombreros, muchos sombreros, tantos que tengo una colección con sombreros de todo el mundo y de todas las épocas del mundo” (Villalobos: 13).

El nosotros de la madriguera configura de esta manera una alianza de amparo interno y un pacto de verdugos hacia lo exterior y sus riesgos de contaminación. En este sentido, el protagonista puede tener connotaciones de repugnante (y “patético”) el contacto con cualquier otro ajeno a aquel límite identitario, y rechazarlo sin reconocer el bien alternativo que la generosidad desinteresada y afectuosa de éste implica. Así, por ejemplo, condena a la basura el juguete que el niño le regala por ser externo, apenas una “imitación del tianguis” (86) y, por lo tanto, medio simbólico de corrupción. De aquí que la ficción doméstica se complementa con el tema de lo “pulcro” y con la metonimia del sombrero, cual marca de respetabilidad y diferencia frente a la impureza (a veces literal, pero sobre todo figurada) del otro, afuera de la frontera de la madriguera y de la pulcritud relativa del palacio:

Me gustan mucho los sombreros y siempre uso sombrero. Usar sombrero es un buen hábito de los pulcros. En el cielo hay palomas que hacen sus necesidades. Si no usas sombrero terminas con la cabeza sucia. […] Pero también los sombreros, si son buenos sombreros, sirven para la distinción. O sea, los sombreros son como las coronas de los reyes. Si no eres rey puedes usar un sombrero para la distinción. Y si no eres rey y no usas sombrero terminas siendo un don nadie (12).

El uso del sombrero le permite al niño alistarse entre los “pulcros”. En primer lugar, es el gesto performativo que incorpora la consigna de la masculinidad hegemónica (su ser macho, en contraposición a los “maricas” que lloran o se pelean, en las películas, a través de canciones sentimentales). También sirve como ejercicio de un poder y de una riqueza que se le puede echar en cara a los demás (como los dólares en la cara del “gober”), dado que carecen de ese mismo poder y del dinero para dirigirse a sus propios deseos. Por esta razón, junto con las palabras de su diccionario, Tochtli colecciona los sombreros que el padre le regala para llenar su no declarable vacío emocional. De esta forma, el niño vincula su necesidad de reconocimiento a la acumulación de bienes materiales (insólitos y extravagantes). Hasta que la aceptación de esa enseñanza paterna orienta las acciones (y los caprichos) del protagonista más allá de los sombreros y de las caricias del padre, llegando a desafiar el omnipotente poder adquisitivo de la familia. No obstante, no resulta posible conseguir en México un ejemplar vivo de hipopótamo enano de Liberia y sumarlo a su zoológico particular. A la vez, a esta primera decepción (en parte pospuesta), se sumará luego un desencanto profundo que pondrá en crisis las coordenadas de su mundo infantil y su sentido de pertenencia (García), cuando, con su gorro de detective, el niño saca a la luz la mentira blanca del progenitor:

Pero lo más nefasto de todo fue descubrir que Yolcaut me dice mentiras, como que tenemos habitaciones vacías que en realidad son habitaciones de pistolas y rifles. Las pandillas no se tratan de las mentiras. Las pandillas se tratan de la solidaridad, de la protección y de no ocultarse las verdades. Al menos eso dice Yolcaut, pero es un mentiroso (Villalobos: 46).

La ficción padece, entonces, de la alteridad del lenguaje que vuelve a aparecer para filtrar el impacto de la disonancia y sus significaciones. Un nuevo orden de los pensamientos se afirma apuntalando el sentimiento de vulnerabilidad, hasta que el sujeto decide resguardarse en una ficción propia, y se encierra en el mutismo a imitación del estoicismo del samurái (cuya figura mítica el niño aprecia en las películas que mira con el padre y en los relatos del maestro Mazatzin). Con los secretos al descubierto, Tochtli deja en suspenso su asentimiento hacia la apariencia de las cosas (Nussbaum: 60-62), aún sin comprometerse y sin desprenderse de un futuro que se supone ya delineado. Con una bata encima de la ropa, explora de forma lúdica las posibilidades que su vida le ofrece, aunque desde la “perspectiva limitada y empobrecida” (MacIntyre: 93) de la madriguera.

El padre-narcotraficante carece de las virtudes morales que Tochtli necesitaría para llegar a ser un agente racional e independiente. El niño asentirá finalmente a identificarse con el progenitor y a iniciarse a su sistema (inmoral) de valores, gracias a la aparición alentadora y afable de un personaje femenino y a la promesa de cuidado que ella encarna: se trata de Alotl, la nueva amante de Yolcault, la “persona dieciséis” en el mundo del protagonista (Villalobos: 98). En ella, el niño encuentra un referente significativo y maternal. En ella, encuentra palabras de atención, en contraposición a la ley del silencio que rige sobre los demás endebles personajes de fondo de la madriguera: “Y no está muda, todo lo contrario, dice muchas cosas. [...] De tanto que hablaba Alotl me dio vergüenza seguir siendo mudo, porque no paraba de preguntarme cosas sobre la bata, sobre el sombrero de samurái, sobre el nombre de los animales y sobre cómo hago para estar tan guapo” (98-99).

Esta apertura del otro y hacia el otro renueva el mundo afectivo del protagonista y autoriza la sanación de su herida interior. Al incorporar una presencia femenina relevante, el núcleo familiar posibilita la metáfora de la fiesta. Es la fiesta de un vacío individual que puede rellenarse por una nueva relación de cuidado. Es la fiesta que coincide con la iniciación a los secretos familiares (y con el regreso a la solidaridad doméstica). Sin embargo, esta misma fiesta devela el llamado de la sangre frente a la posibilidad de la traición y de la descoronación. En este sentido, las últimas secuencias de la novela sugieren que el niño seguirá los pasos paternos: se volverá cómplice de un poder que lleva en sí la agresividad como privilegio y distinción de superioridad. Tochtli es llamado a la introyección del lenguaje diferente y perlocutivo de la violencia para defender el honor del padre.

El niño heredará pronto el «derecho» a vulnerar: y vulnerará también para ocultar la condición antropológica de fragilidad propia y de sus hombres. Esa fragilidad —a la cual remite la etimología náhuatl de los nombres de todos los personajes de la madriguera— no podrá traducirse en una búsqueda virtuosa de reciprocidad y cuidado. Al contrario, como deja entender el padre-capo, tras la escena final de una película de samuráis, el futuro rey deberá ganarse su distinción a partir de un poder predatorio llevado a sus extremos:

En la película al final un samurái le cortaba la cabeza a otro samurái que era su mejor amigo. No es que fuera un traidor, al contrario. Lo hizo porque eran amigos y quería salvarle el honor. Entonces no sé qué mosca le picó a Yolcaut que al terminar la película me llevó a la habitación de las pistolas y los rifles. Me dijo que entre nosotros no había secretos y dejó que viera todas las armas y me explicó cuáles eran los nombres, los países donde se habían fabricado y los calibres (102).

Una muerte “fulminante”, diría Tochtli, si pudiera ya entender el enigma de esas palabras. El enigma encubre la lógica interna del poder criminal: se exige el regicidio y se supone la traición. Así que el padre no podrá cumplir con la promesa ética implícita en la paternidad.2 El desenlace plantea su decapitación ritual. Mas no como “metáfora de la voluntad maligna” (Vanegas 2016: 100),3 sino en el nombre de aquella bestial ley de la selva que sanciona el pasaje sangriento del poder. Sólo de esta forma, Tochtli —el «conejo»— podrá convertirse en el alfa de la pandilla, en el regente de la madriguera.

El Chaparro, la vulnerabilidad y su teleología del vacío

En Toda la soledad del centro de la Tierra, el enfoque de la vulnerabilidad se hace más evidente, mientras que la prosa tiende a lo poético y sublima el referente realista para ofrecer, a partir de ello, una mirada literaria sobre la condición humana. El protagonista de la historia es un niño de 9 años, casi 10, aunque, como aclara la voz del narrador, parezca de 8. Por esta misma razón, su nombre propio coincide con el apodo “Chaparro”, poniendo énfasis en una corporeidad potencialmente defectuosa y por debajo de las expectativas del entorno (es decir, una corporeidad que lo expone como no apto para subsistir y perdurar). Así que el personaje principal se nos presenta como un niño-redrojo, y la similitud etológica se completa con el abandono de sus padres: su cuidado recae en la tutela conflictiva de la abuela Liberada. Chaparro vive en el escenario de una soledad profunda, en un pueblo del norte arrasado por la violencia impune, por la miseria y por el narcotráfico.

La narración se abre sobre el fondo de una humanidad enrarecida que la voz narradora apenas permite vislumbrar tras la palabra “bola”: ésta engloba al protagonista y a los demás niños sin nombre. Allá, en la liminalidad de un desierto del norte mexicano, encontramos a Chaparro, en un escenario que, desde el comienzo, se intuye adverso (o, por lo menos, poco favorable). En efecto, los pocos elementos que se suman bajo la mirada del sujeto infantil dejan intuir una amenaza que es latente, en la irrisoria presencia del alambre de púas “que uno puede brincarse fácilmente” (Boone 2019: 12) o en las recomendaciones de la abuela, y, aún más, en el redundante vacío de terrenos baldíos y casas. Este vacío, al mismo tiempo metafórico y literal, completa un halo de cansancio y degradación que envuelve el entorno como sustracción y, entonces, como condición estructural que obstaculiza violentamente el desarrollo potencial del sujeto (Galtung: 152-154). Se pone en escena un desierto no sólo físico, donde la necesidad de interdependencia parece fracasar y, a partir del confinamiento individual, desautoriza lo que MacIntyre (82-89) llamaría “florecimiento” del sujeto.

En este escenario desolado, la única interacción posible pasa por el acto de desaparecer, en primer lugar, como declinación lúdica de lo cotidiano, a través del juego tradicional de las escondidas con los primos. Este ocultarse de los niños es una manera performativa de convivir en ese espacio y sentirlo habitable, al modificar la relación y la función de las cosas a su alrededor. Sin embargo, para Chaparro, este mismo juego inscribe la oportunidad narrativa de enunciar su presencia, así como el valor existencial de un destino. Es la emoción deseante y corpórea de un afirmarse por defecto, de un exilio como apertura hacia el mundo: “Me acuerdo que eran muchas mis ganas de lograrlo. Pero si lo hago, también pensaba en ese entonces, si me alejo tanto, si me hundo dentro de las cosas, si me pongo detrás de tantos muros y atravieso todos los baldíos, nadie va a saber nunca dónde estoy” (Boone: 12).

Este juego de las escondidas configura, a lo largo de la novela, una progresiva teleología del vacío. No se trata de la simple reiteración de su habilidad particular, sino de la gradual revelación de una condición ontológica (que la contingencia del contexto sólo vuelve más evidente). Así que, desde la relatividad de su escondite, el “superpoder” del niño —su invisibilidad lúdica y simbólica— se acrecienta frente a la amenaza subyacente de lo exterior y del otro. En su animalidad, es un cuerpo que necesita del apoyo de otros cuerpos y de un sistema social y humano de apoyo (Butler: 14-15). La invisibilidad, para él, es la única vía de resistencia frente a la falta de un tejido social de relaciones y de cuidado que lo resguarde (en el nombre de las necesidades constitutivas de todo animal humano, y según las necesidades particulares que su mismo nombre-apodo señala). De aquí que, cautivo de un espacio pobre en mundo, el acto de esconderse le ofrece al niño una evasión imaginativa que se traduce en la ilusión del autocuidado: “Ahí dentro era el dueño de mi propio mundo, chiquito y secreto. Podía quedarme para siempre si me daba la gana. Nada iba a poder lastimarme nunca si decidía no salir nunca” (Boone: 20).

Como hace patente la voz narradora a través del recurso constante a los adverbios indefinidos (“nada”, “nunca”, “nadie”), el protagonista experimenta una soledad como ruptura e invalidez de cualquier interrelación tangible. Ni los afectos familiares de la abuela representan, en este sentido, una excepción: con frecuencia, las relaciones en el hogar se expresan con la violencia de un deber ser social, más que de una elección de cuidado, y reproducen el estigma del abandono y del rechazo. Así, al descubrirse vulnerable, Chaparro se siente afectado por la presencia impasible de su prójimo. Su existencia tiene sentido por el miedo instintivo frente a la amenaza del otro: como sujeto, ensaya la imposibilidad contingente de su ser-con. Entonces, en el juego simbólico de las escondidas, “nadie” jamás va a saber dónde está, en paralelo a aquellos otros muchos “nadies” que desaparecen en el fondo de pozo, en el medio del desierto, para no regresar “nunca”: “y nadie los volvía a ver” (Boone: 15). Desde el interior oscuro de su escondite perfecto, Chaparro se abraza a sí mismo y su densidad corpórea se hace “instrumento de conjuro” (Sartre: 81-82) para sobrescribir la realidad. La experiencia emotiva del niño instaura una frontera figurada, como barrera frente a una alteridad que lleva en sí el sello del conflicto y de una animalidad despojada de lo humano. No obstante, más allá de la frontera “ideal” del juego (Caillois: 14), es el mismo niño quien enuncia lo ineludible de una relación con un “tú”. Sin esta relación, la existencia individual se reduce a lo fantasmal, y no permite nombrar el “dónde” que lo ubica en el mundo: “Sólo yo sabía dónde estaba, pero no tendría nunca las palabras para decírmelo. Sí, aquí es donde estoy, aquí me perdí, aquí me puedo encontrar. Ni para decírselo a nadie, nunca, porque mi voz se había quedado atorada en algún lugar del pozo” (Boone: 58).

Es el reconocimiento de una limitación: es un “rostro” que señala su presencia, desde su corporeidad, mas no logra ejercer una fuerza ética sobre el otro (Navarro: 180). Entonces, la primera persona singular de la enunciación destaca en la ausencia de toda interpelación. También evoca ya ese pozo del epílogo como coyuntura del vacío simbólico: porque, en su desubicación radical, el sujeto queda instalado en el borde de la nada, es decir, en la proximidad de la muerte, allá “donde te pierdes y no hay vuelta, cuando nadie sabe de ti, ni tú mismo puedes decir, decirte a ti mismo, dónde estás” (Boone: 41). Esta posibilidad latente de perderse connota de forma fantasmal la existencia tanto la del protagonista como la de los demás. Le impone la marca de la fatalidad (al ser vector, en sí, de un destino violento de muerte), y sitúa el presente tras un “aquí” apenas relativo que las coordenadas cartesianas fijan alrededor del espacio físico de su casa (en la mecedora del porche, en el cuarto compartido con los primos, en los linderos de un desierto en acecho, o cerca de las camionetas negras con vidrios polarizados en tránsito por la peligrosa carretera 57). Ese “aquí”, sin embargo, resulta insignificante en la deixis existencial del sujeto.

En esta perspectiva, la alteridad de quien habita el mismo entorno evoca la significación de la amenaza y de la violencia, en el contrapunto narrativo de la voz plural (y dostoievskiana) del pozo. Como una memoria del subsuelo, se eleva el murmullo de los desaparecidos, de los arrojados al vacío, con la lucidez retrospectiva del testimonio. Ese coro —desoído por los vivos (pero no por el lector)— se alterna a la narración principal. La integra desde una hermenéutica no maniquea, hasta fijar un nosotros amplio y circular que ciñe en un ajuste de cuentas reversible y en un hobbesiano homo homini lupus. Chaparro encarna, desde su inocencia, la esencia antropológica de la vulnerabilidad (a la par de don Seras, el viejo ciego, y de doña Susana, la mujer sola). Pero, esta misma vulnerabilidad se aclara al reflejarse en la bestialidad de otros actores sin nombres, es decir, en la concreción de aquella faceta opuesta y complementaria que la violencia revela. Por lo tanto, en ausencia de un entramado significativo de cuidado y apoyo, el rasgo de lo vulnerable, esa herida constitutiva del animal humano (“vulnus” en su etimología latina), debe convivir con la posibilidad natural de herir, de provocar aflicción y dolor (de agredir y punzar). La modulación emotiva del pozo despoja al otro de todo rasgo semántico humano, apelando a metáforas axiológicas que recuperan (o vuelcan) la tradición oral: el otro —en su irresoluble ser víctima, victimario o cómplice de la banalidad cotidiana del mal— es nombrado sólo a través de su reducción a semema feral, como “alacrán” y como “perro”.

En este sentido, alacranes son el “par” de criminales que, con oportunismo depredador y deseo de revancha social, “vieron la forma de chingar y chingaron” (Boone 2019: 155). Éstos son los “meros chinguetas del pueblo”, los que pagan en dólares, lucen “botas nuevecitas” (35) y camionetas. Por lo tanto, su guarida —allá donde “guardaban las armas, la merca, el dinero” (92)— es conocida como el “nido”. Sin embargo, el coro adscribe a esa misma especie metafórica también el resto de la comunidad, marcándola por su normalizada indiferencia y por un darwinismo social que produce una “des-solidarización” generalizada (O’Donnell: 91): “Dejaron que se los llevaran, ni un dedo levantaron, menos juntaron los huevos suficientes para abrir el hocico y decirles que se detuvieran, que ahí estaban, que el pleito era con ellos” (Boone: 26). De modo que, si el refrán dicta que «Dios no les puso alas a los alacranes», desde el vacío llega el recordatorio que éstos, de todos modos, consiguieron camionetas rápidas, armas y poder más que suficiente para dañar a los demás: su veneno cruza como alegoría la novela, se vuelve infección, viruela y epidemia. Además, en su mudez, participa del mismo veneno también el resto de los habitantes (mientras, como los ignavos del Anteinfierno dantesco, alimentan con su propia sangre a los bichos inmundos). De aquí que, dentro de esta animalidad, la diferencia parece más cuantitativa que cualitativa: al par, se suma la muchedumbre de los que callan, de aquellos destinados a engrosar la soledad del centro de la Tierra. Al mismo tiempo, la especie metafórica de los “perros” aglutina a los animales humanos amontonados como mercancía “en sótanos o casas metidas en el llano” (164) y en espera de los perros “enfermos de rabia” (82), los cuales terminarán arrojándolos al vacío, pero también reúne a la “jauría” de los que se precipitan, como carroñeros, a las casas abandonadas con “cuerdas para amarrar las cosas que se podían arrastrar” y mochilas “para esculcar los cajones y las puertitas de los muebles”, despejando el camino para los “lobos” (134).

En este marco sombrío, el mismo Chaparro se adscribe también en la ambivalencia de esta animalidad sin consuelo. Lo hace al reflexionar sobre su propia invisibilidad (ese superpoder que le permite sobrevivir en un hábitat hostil), y se declara a sí mismo como “rata” y como “alimaña”, es decir, como animal genérico y en potencia dañino: “Le tuve miedo a ese pensamiento. A ser el hijo del hombre ratón. El hijo de la mujer alimaña. La prole de los indeseados. Un niño al que nadie nunca iba a querer, nacido de lo peor de la tierra, de las sobras, de la mierda, de unos que no podían llamarse persona” (38).

A pesar de su condición de inocencia, de su no dañar a nadie, recurre a un término despectivo para puntualizar su desamparo, su ser y su genealogía. Sea “rata” que “alimaña” expresan, en el lenguaje coloquial, la desaprobación hacia la actitud de vivir y alimentarse a expensa del prójimo. En este caso, además, reiteran la fragilidad del sujeto y su perderse en la anomía de un entorno hostil, de su “Puro estar sólo” (145) y sin interlocución. Entonces, Chaparro toma la decisión de marcharse, soñando con un “aquí” y un “ahora” cristalizado en la ficción lejana de los padres lejanos, demandando el reconocimiento de un nombre y apellido: “Me emocionaba ir a Los Arroyos. Quería que mi mamá y mi papá estuvieran ahí. Quería que me reconocieran” (90). Es la acción deseante y utópica de un sujeto infantil, en la “transición entre un animal potencialmente racional y un animal efectivamente racional” (MacIntyre: 75). El niño-protagonista se orienta hacia un bien alternativo, imaginando un futuro en virtud de aquella esperanza semántica de cambio que está inscrita en la toponomástica de ese lugar otro, como un oasis en el desierto: “Allá había algo mejor. Allá las personas vivían de otra manera. Allá podría ser otra cosa, otra vida. Una vida mejor” (Boone: 31).

Sin embargo, el camino de aprendizaje de Chaparro es destinado a fracasar, porque cada viaje del héroe implicaría el regreso a casa como desenlace, y él, por el contrario, jamás estuvo anclado al terruño de su comunidad, ni su lugar de origen logró definir su identidad (sino sólo una vulnerabilidad que, contingente, se adhiere a la fragilidad existencial, desde un entorno social no apropiado para florecer). Sin ese anclaje primigenio, el viaje del niño se reduce a un desplazarse sin esperanza, a la ilusión de una ausencia que busca otra ausencia. Como ilusorio es el paisaje en el horizonte, el cual paso a paso pierde su definición tras el ritmo ansioso de los latidos, entre los escasos jirones urbanos de una humanidad derrumbada. Cada uno de esos pasos mueve más allá el límite del desierto, el lindero de un vacío humano interrumpido sólo por la presencia animal de los grillos y de los guardias armados. Estos últimos, tras su “escudo hecho de miedo” (105), no legitiman ninguna proxémica. Sin referencias más allá del cansancio físico y de esa garganta seca, el viaje se reduce, a una sobrevivencia limitadamente instintiva, a la búsqueda de resguardos temporales y jamás definitivos.

La orientación hacia el bien se hace posible sólo hasta el encuentro con el otro: el cruce con la niña descalza en el frío amanecer que es una renovada “esperanza” (Ballesteros y Plancarte: 59), luego el choque sombrío con el ojo oscuro de una pistola que le apunta a la cara y, en fin, la reciprocidad descubierta entre las voces que pueblan las tinieblas de los condenados al pozo. En un abrazo liberador, el destino (y la injusticia) común le permite al niño sentir y compartir el lugar del otro. De aquí que la novela se cierra con la resolución de corporalidades tangibles que se demandan de forma mutua, acercándose:

Me arrastré un poco para buscar la mano de don Seras en la oscuridad. Lo agarré fuerte todo lo que pude. Luego lo jalé un poquito y con la otra mano busqué la de la señora que lloraba, a la que no conocía pero con la que estaba a punto de tener un lazo tan fuerte que iba a servir para entrar juntos a la muerte (Boone: 168).

Mientras que el llamado del vacío se hace palpable y patente, en el borde de la inexistencia y del abismal centro de la Tierra, el sujeto queda sin velos, exhibido en toda su vulnerabilidad. Sin embargo, al mismo tiempo, descubre su estar abierto, solidario, hasta proyectarse fuera de sí (Butler: 19). A la vez, Chaparro podrá declarar el hallazgo postrero de una ubicación y de un lugar propio en el mundo: “Algo mío, para mí. Algo que ni la muerte” (Boone: 169). Y lo declara justo antes de perderse definitivamente a sí mismo.

Conclusiones

En Fiesta en la madriguera y en Toda la soledad del centro de la Tierra, la vivencia particular de dos niños ficcionales configura un rostro que el lector puede apreciar como verosímil y concreto, y así un entramado de deseos y emociones. Esta singularidad cualitativa choca y se sobrepone, desde lo estético, a la desensibilización que las crónicas periodísticas y sus cifras producen en la ciudadanía. De aquí que, al fijar estratégicamente una mirada desde la niñez, las propuestas de Villalobos y Boone entrañen la función social de invitar a reconceptualizar la experiencia de la realidad presente. El ángulo de observación de los protagonistas infantiles vislumbra el fondo llamativo de la criminalidad, pero sólo de forma indirecta, y como deixis de un particular aprendizaje inédito de la realidad. Sin embargo, el contexto violento narrativo vehicula una significación situada y pone énfasis en la vulnerabilidad contingente de los personajes infantiles como premisa para el “reconocimiento de la magnitud de esa dependencia” (MacIntyre: 17): las novelas incorporan la emoción del sujeto como punto de partida de una mirada ética, como antídoto al olvido (individualista y occidental) de una esencial interdependencia.

En este sentido, más allá de la evidente ventaja comercial (con la creciente aparición editorial de una narrativa centrada en figura infantiles), las propuestas de Villalobos y Boone trascienden por su capacidad de reflejar una nueva sensibilidad cultural y, así, permiten certificar la participación de la literatura en el giro hacia la vulnerabilidad. En sus relatos, Tochtli y Chaparro apelan a un pacto narrativo que el lector puede aceptar al tomar conciencia de una experiencia de vulnerabilidad que todos experimentamos a lo largo de nuestras vidas. Como sujetos —actores y lectores— experimentamos una ineludible vulnerabilidad, desde un lugar particular dentro de la red de relaciones estructurales (Fineman: 10) y desde el posicionamiento local de nuestras emociones (Nussbaum: 76). Pero esta experiencia no se agota en el nivel individual: estas novelas se suman al demandar una respuesta y una imprescindible toma de consciencia plural, más allá de la tradición individualista y liberal, en el corazón mismo de nuestras vivencias de animales humanos. De aquí que la orfandad particular de Tochtli y Chaparro vale como parte para el todo. Es el recordatorio figurado de la soledad de toda comunidad y todo pueblo que no logra crear —para sus miembros (frágiles y mortales)— un hábitat apto y solidario para florecer. A la par de las ciencias sociales, la literatura se hace entonces cargo de recuperar la dimensión humana del sufrimiento y de la soledad, sin limitarse a un sentido trágico, sino planteando una vía reflexiva para aquellos sentimientos que la cultura hegemónica matiza. Frente a una niñez marginada (y, a su pesar, hoy objeto de atención y reclutamiento por parte del crimen organizado), la narración literaria se vuelve contravalor y participa, gracias a su naturaleza “subversiva” (Nussbaum: 20-21), del giro hacia la vulnerabilidad. Villalobos y Boone subvierten el punto de vista normativo. Sus historias se centran en la condición antropológica del sujeto como valor en sí y como punto de partida para una necesaria interrelación con el otro: hasta en los linderos del subsuelo, allá donde se sitúan nuestras madrigueras y los pozos profundos en los cuales la humanidad se estremece.

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En palabras de Alasdair Maclntyre, a lo largo de la existencia de todo ser humano, la actitud de los progenitores “ha de ser expresión de la promesa: «Pase lo que pase, yo estaré ahí para ayudarte»” (2001: 103). Al contrario, en su agencia criminal, el padre de Tochtli se expone a una muerte prematura y violenta que agravaría la condición de orfandad del niño.
El punto de vista infantil de Tochtli configura una mirada no moral sobre la realidad del narcotráfico. Como subraya Brigitte Adriaensen, la novela representa al referente cruel “más como un juego que como algo serio, y exenta de una noción del «bien» y del «mal»”. Además, “refleja la forma en que la violencia parece haber permeado la sociedad mexicana en general, tanto por la vía mediática como por la vía real” (162).
Este texto se escribió con el apoyo del programa “Estancias Posdoctorales por México” del CONAHCYT.

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ACTA POÉTICA (número 46-1, enero-junio, 2025) es una publicación semestral, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfono 56 22 74 92. URL: https://revistas-filologicas.unam.mx/acta-poetica. Correo electrónico: actapoet@unam.mx. Editor responsable: Dra. Elsa del Carmen Rodríguez Brondo. Certificado de Reserva de Derechos al uso Exclusivo del Título No.  04-2015-041309023000-203, eISSN: 2448-735X, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Certificado de Licitud de de Título y Contenido núm. 4468 y 3224, otorgado por la comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Responsable de la última actualización de este número: Dr. Alejandro Sacbé Shuttera, Aula 2, cubículo 1. Instituto de Investigaciones Filológicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México.  Fecha de la última modificación: 30 de enero de 2025.

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