Tres poéticas del ingenium en los siglos áureos: la sutileza, la agudeza y el temperamento
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Resumen
El ingenio es una de las nociones más importantes en la cultura europea del Renacimiento y el Barroco. Este artículo muestra, basándose en Caramuel, Descartes, Góngora y Cervantes, que existen principalmente tres tradiciones de esa noción en la Europa de los siglos XVI y XVII: ingenio como sutileza mental, relacionado con la teología y la filosofía; ingenio como agudeza verbal, con la retórica y la poesía; e ingenio como temperamento corporal, con la física, la medicina, la política y la sátira. Aunque la bibliografía es extensa, esas tres tradiciones pueden ser emblematizadas con los tratados siguientes: Examen de ingenios para las ciencias (1575) de Juan Huarte de San Juan; Agudeza y arte de ingenio (1648) de Baltasar Gracián; e Il cannocchiale aristotelico (1663) de Emanuele Tesauro.
De manera que no hay en el hombre más que tres diferencias genéricas de ingenio: porque no hay más de tres cualidades de donde puede nacer (Huarte de San Juan: 101).
Introducción
Existen tres principales tradiciones de dicha noción de ingenio en la cultura europea del Renacimiento y el Barroco: el ingenio como sutileza mental, relacionado con el ángel de la teología y la filosofía; el ingenio como agudeza verbal, relacionado con la musa de la retórica y la poesía; y el ingenio como temperamento corporal, vinculándolo relacionado con el Diablillo de la física, la medicina, la política y la sátira. Comenzamos advirtiendo que, aunque intentemos distinguir aquí nítidamente esas tres tradiciones con sus respectivas figuras, esas formas del ingenio se diferencian entre sí únicamente de modo gradual o por matices de más y menos, sin que existan entre ellas fronteras de separación definitivas.1
El ángel de la sutileza mental
La primera tradición del ingenio, la del ángel de la sutileza, es la que, grosso modo, encontramos en el tratado de Il cannocchiale aristotelico del italiano Emanuele Tesauro. En ese tratado de retórica, el ingenio está emblematizado con un espejo anamórfico en forma de puntiagudo cono, “figura que Platón atribuyó a ingenios muy elevados” (Tesauro 1741, II: 246).2 A pesar de que su tratado aborde la agudeza —que nosotros llamamos aquí, por cuestiones metodológicas, sutileza— en distintas disciplinas como la retórica, la emblemática y la simbólica, Tesauro afirma que esa forma de ingenio está fundada en el “concepto mental” (I: 1) o “arquetipo” eidético (I: 14), el cual es un “vestigio de la divinidad en las ánimas humanas” (I: 1). Así pues, la sutileza del ingenio tiene su fundamento en la existencia de una idea trascendente que es anterior a las manifestaciones sensibles de las cosas, los emblemas, las empresas, los blasones, las pinturas y, en fin, las palabras. Aunque en su teoría Tesauro abreva en el filósofo Aristóteles utilizando muchas sus categorías de pensamiento para clasificar la sutileza,3 esta forma del ingenio es, por apelar al arquetipo trascendente, una genuina heredera del pensamiento platónico y neoplatónico, razón por la cual ella está más relacionada con el Ángel de la filosofía y la teología, aunque, claro está, no por ello quede excluida de todas las ciencias y las artes. Para el filósofo y el teólogo escolásticos, la sutileza era absolutamente necesaria para poder llegar a representar en el lenguaje “conceptos espirituales e invisibles” (II: 192).4 En ese sentido, Tesauro puede llegar a afirmar que solamente los ángeles se comunican entre ellos en perfecta simetría mediante ideas puras (arquetipos) sin intervención de la exterioridad de los sentidos: “El ángel, y aún el ánima apartada de las sombras del cuerpo, pued[e], sin necesidad de medio alguno, causar en el otro espíritu la imagen espiritual de sus pensamientos” (I: 15).5 De otro modo: “el entendimiento del ángel es reverbero del entendimiento divino” (I: 55). Por esa razón, ¿“quién negará que los ángeles no puedan, si quisiesen, ser poetas, y fabricar empresas, emblemas, jeroglíficos, y todo agudo compuesto”? (I: 15). En la isla antípoda donde habita el ángel, que es “todo entendimiento”, viviría el animal, que es “todo sentido” (I: 232). A medio camino entre ente sensible y entendimiento invisible, la comunicación verbal humana es imperfecta. A pesar de ello, por medio del ingenio de la sutileza, el filósofo y el teólogo, y aun el poeta, pueden hacer visibles los invisibles arquetipos mediante sutiles o ingeniosos conceptos. Siendo el pensamiento humano un espejo anamórfico con figura de cono,
[s]iempre el mismo y siempre vario, explica en sí mismo las imágenes de los objetos que a él se le representan, y ellos son los pensamientos: […] el discurso mental no es otra cosa que un ordenado contexto de estas imágenes interiores, […] el discurso exterior no es otra cosa que un orden de señales sensibles, copiadas en la imagen mental, como Tipo del Arquetipo (I: 13).
Es verdad que en el pensamiento de los siglos XVI y XVII, el uso abierto del ingenio en la reflexión teológica y, más aún, en la meditación metafísica, no fue visto con mucha amabilidad, sino más bien con una profunda desconfianza.
Por ejemplo, para Descartes, en sus Meditaciones metafísicas (1641), siendo el entendimiento humano enteramente espiritual (res cogitans) y completamente separado del cuerpo material (res extensa), el filósofo debe encaminarse impávida y serenamente hacia la certeza clara y distinta sin otro instrumento que no sea el de la luz natural de la razón. Cuando el Genio Maligno aparece en la meditación segunda para hacer dudar al filósofo de su propia existencia, lo hace solamente en tanto suposición externa a la luz natural de la razón, suposición que el filósofo debe superar para poder continuar su recto camino hacia la evidencia siguiente: si dudo, entonces pienso; y si pienso, entonces existo (Descartes 1921: 74-75). El Genio Maligno no es un verdadero diablillo engañador que malvadamente tiente al filósofo para persuadirlo de que 2 más 3 no son 5 o de que, mientras dude, no piense ni exista (Descartes 1921: 75), sino que es una mera suposición retórica que, siendo externa a la razón humana, el filósofo finge creer un instante para que cuando él mismo disipe la oscuridad de su sombra, el triunfo de la luz natural de la razón sea completamente definitiva y soberana. Incluso si existiese el ingenioso Genio Maligno que imagina el filósofo, éste no podrá nunca engañarlo de que no exista mientras lo imagina, porque si lo imagina tratando de burlarlo, entonces duda; y si duda, entonces piensa; y si piensa, en definitiva existe. El ingenioso Genio Maligno queda así exorcizado de la meditación metafísica, porque si en el camino recto hacia la certeza clara y distinta el filósofo creyese verdaderamente su existencia, se acercaría peligrosamente a la extravagancia y, por qué no, a la locura. Como diría el poeta Federico García Lorca, “¡Qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!” (García Lorca 2014: 39).
Como si quisiera tomar el lugar del ingenioso burlador imaginado por Descartes, en sus Animadversiones contra las meditaciones metafísicas (1645), Caramuel alaba irónicamente el estilo retórico e ingenioso del pensador francés (su musa), al que llama “espíritu sutilísimo” (Caramuel 1972: 180), mientras que lo critica por descuidar la dialéctica: una discusión metafísica de tal naturaleza requiere más el rigor de la dialéctica que los ornamentos de la retórica (207). Más valiera el título de hipótesis probables a las supuesta certezas claras y distintas a las que llega Descartes, afirma Caramuel. Hipótesis probables o suposiciones que, sin embargo, él ve bastante ingeniosas (e incluso caprichosas), pero en modo alguno “principia per se nota” (207). Caramuel presenta sus animadversiones en un estilo difícil, pues están llenas de tortuosos artificios dialécticos contra las certezas claras y distintas de Descartes. El cálamo de Descartes nos guía en línea recta; mientras que el de Caramuel nos empuja a un remolino lleno de rodeos y sarcasmos. Por ejemplo, Caramuel niega que el hombre sea pura res cogitans, pues para él es más evidente el conocimiento de su res extensa (196). Es así que Caramuel, “malicioso sobre venal” (Melo: 126), busca, ¡paradójicamente!, meterle la duda al filósofo de la duda metódica. Para hacerlo, Caramuel critica esencialmente en Descartes la existencia de las ideas innatas (Caramuel 1972: 192) y los entes de razón (195-196) —infusas como por un ángel en la mente humana desde antes de su nacimiento—, lo que sirve al francés para demostrar la certeza del “Yo soy, yo existo” (Descartes 1921: 75) en la meditación segunda; para hacer su demostración de la existencia de Dios en la meditación tercera (Descartes 1921: 88-95); y, entre otras cosas, para explicar ciertas razones astronómicas como “nociones nacidas conmigo” (Descartes 1921: 87). Con su particular ingenio punzante, Caramuel objeta que no admite la existencia de los entes de razón (entia rationis), a los que él llama cadáveres del intelecto (Caramuel 1989: 66). Para él, lo que en realidad existe son los entes razonados (entia rationum), esto es, los principios que el intelecto humano conforma, ayudado por el ingenio (mental, verbal, e incluso corporal), con la razón teniendo a la naturaleza como su norte y guía. Los entes razonados reales, a diferencia de los entes de razón ficticios, “no son creados por el intelecto, sino conformados por éste, y tras la operación de la mente existen de hecho en las cosas, en tanto que los entes de razón, esos cadáveres vivos, no existen ni antes ni después de la operación del intelecto” (66). En otras palabras, el ente razonado es una conexión concreta en la naturaleza que el filósofo conforma porque “lo separa y lo corta” de la realidad (66) para poder así, a semejanza de un poeta, “adornar el entendimiento” (2008: 130).6 El ente razonado es, en un sentido harto similar al concepto poético en Tesauro y Gracián, “un cuerpo vivo” (Gracián, I: 49; Tesauro 1741, II: 1), jamás un “cadáver mental” (Caramuel 1989: 66).
En cambio, un ente de razón como cadáver vivo, caso de que fuera aprehendido por la mente, no por ello estaría en las cosas, sino que sería sólo pensado; mas por este pensamiento el cadáver no tomaría ninguna vida verdadera y real, pues su vida estaría objetivamente en el intelecto, y subjetivamente en ninguna parte (66).
Más que ficciones, iluminaciones, dictados o revelaciones, las ideas metafísicas (entia rationum) son pues el resultado de la sutileza intelectual humana. De hecho, para nada es evidente que exista en nosotros una idea innata de la sustancia como proceso infinito (1972: 194), como pretende Descartes; su Dios es, concluye severamente, un mero ente del lenguaje (purum ens linguae) (202). Caramuel no admite pues la demostración que hace Descartes de Dios (201). Sobre el hecho de que las razones astronómicas sean también ideas innatas (193), Caramuel objeta con ironía: “De ser así ¿para qué tantos afanes y trabajos de Ptolomeo, de Copérnico y de Tycho, ¡los míos!?” (citado por Velarde: 113-114). Entre las Meditaciones de Descartes y las Animadversiones de Caramuel, se desprenden una serie de oposiciones: la certeza de Descartes a la probabilidad de Caramuel; lo puramente teórico de la metafísica del francés al saber también práctico de la filosofía natural del español; el vitalismo de éste, al mecanicismo de aquél; e incluso la astronomía rectilínea de Caramuel a la astronomía oscilatoria de Descartes. Pese a su escepticismo práctico, Caramuel se decantará siempre por los preceptos de la fe católica y los pilares de la dialéctica escolástica llena de sutilezas; por ello defenderá incluso, en otro lado, el sistema de mundo geocéntrico. Pese a todo esto, el español augura al francés un lugar importante en la historia de la Filosofía y, en cierto momento de sus Animadversiones, atenúa un poco sus ataques contra las opiniones cartesianas, las cuales, si bien para el lector ingenuo pudieran ser falsas o heréticas si se entendiesen literalmente, con ayuda de explicación pueden ser aceptables, aunque aún están muy lejos de la demostración: “Hinc constat, Amice Cartesi, discursum istum tuum, longe abesse a viribus demonstrationis, talis enim ut nihil certum, multa falsa, et vix pauca probabilia adsumat, et solum colore rhetorico et styli nitore pingatur, ut tametsi debilis pulcher evadat, et sciolis periodorum pexoribus placere possit” (Caramuel 1972: 206).
Puesto que Descartes no respondió a sus sutiles y audaces objeciones, Caramuel escribe irónicamente a Gassendi, como negando la existencia de una recta razón humana impávida, serena y exenta del diablillo de las pasiones del alma y las bilis del cuerpo, que la ira no le va bien a un filósofo que se define como puro espíritu humano (Pastine: 183). ¡Vaya mal humor y mal genio los que se apoderan del alma de Descartes para no querer responderle!7
La musa de la agudeza verbal
La segunda tradición del ingenio, la de la musa de la “agudeza verbal” (Gracián 2001, I: 58), es la que grosso modo encontramos en el tratado Agudeza y arte de ingenio del español Baltasar Gracián.8 En ese tratado, el ingenio está emblematizado con una esfera que, repartiendo sus líneas de ponderación del centro hacia afuera, transforma el objeto del que se discurre en un concepto retórico:9 “el sujeto sobre quien se pondera […] como centro, de quien reparte el discurso líneas de ponderación y sutileza a las entidades que lo rodean” (II: 64; también en I: 226; I: 233; y II: 212). Ese concepto retórico agudo sería una especie de armonía métrica de palabras que, sacadas de su recto significado, adquieren un nuevo sentido torcido; sentido nuevo que se da en un acto “de figuración mental” (II: 22) y que, por lo tanto, no implica la existencia de un sentido ideal trascendente flotando arriba de las palabras. Como hemos visto, era el caso para Tesauro. De ahí que pueda decirse que un poeta mediocre es aquel que, ignorando la inspiración de la musa, usa dos veces un mismo vocablo con un único sentido. Relacionado pues con la musa de la retórica y la poesía, el ingenio verbal es un genuino heredero del pensamiento aristotélico. Aunque cite en pocas ocasiones a Aristóteles, para Gracián el ingenio de la agudeza es la principal herramienta que un orador y un poeta deben poseer para encontrar nuevas relaciones entre los objetos (cognoscibles) más disonantes (dispares) o consonantes (semejantes) del mundo poético para unirlos en un único “punto” (II: 101). A las nuevas relaciones que el orador o poeta fabrica con el artificio de su ingenio se les conoce como conceptos retóricos. El concepto retórico consiste pues “en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos expresada por un acto de entendimiento” (I: 55). El hecho de que el concepto nazca de la relación entre dos palabras (o más) que designan dos cognoscibles extremos (o más), no quiere decir que la participación del entendimiento quede excluida, pues el concepto se da como un acto de figuración mental, pero contingente o perecedero: “lo que es para los ojos la hermosura, y para los oídos la consonancia, eso es para el entendimiento el concepto” (I: 51). De otro modo: “Aunque las sentencias hablan comúnmente con universalidad, pueden con el arte singularizarse a la ocasión” (II: 24). Es así que los conceptos poéticos, el estilo, la rítmica y la métrica, conforman la brisa en la que la musa se hace presente. Usando una vez más las palabras del poeta Federico García Lorca, podemos decir que “Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda” (31).
Por ejemplo, en los primeros versos de la “Dedicatoria al duque de Béjar” de las Soledades, y ayudado del ingenio verbal, Góngora encuentra una nueva relación conceptual en consonancia entre los objetos poéticos (“cognoscibles”) de dictar e inspirar y en donde se relacionan explícitamente el dictado del ángel con la inspiración de la musa: “Pasos de un peregrino son errante/ Cuantos me dictó versos dulce Musa/ En soledad confusa,/ Perdidos unos, otros inspirados” (las cursivas son nuestras) (Góngora 2001, I: 182, 185, vv. 1-4). La aparente contradicción salta a los ojos de uno de los primeros lectores del gran poeta cordobés, el licenciado Francisco de Navarrete: “si dictavit, quomodo inspiravit?” (citado por Jammes en Góngora 2001, I: 184). Otro lector temprano suyo, Portichuelo, le responde a Navarrete anotando al lado: “dictando inspiravit, et inspirando dictavit” (citado por Jammes en Góngora, 2001, I: 184). ¿La musa de Góngora dicta o inspira? Nosotros pensamos que, más astuto que Navarrete y Portichuelo, el diablillo de Góngora intenta escapar, inferimos, a la inspiración de la musa y al dictado del ángel que la tradición platónica y aristotélica le habían heredado a su época y que sirve también, según el propio Góngora, para distinguir entre la profecía y la poesía; véase, por ejemplo, la famosa Carta de D. Luis de Góngora en respuesta de la que le escribieron, donde se compara el dictado del ángel en el profeta de la inspiración de la musa en el poeta: “¿han sido útiles al mundo las poesías y aun las profecías (que vates se llama el profeta como el poeta)?” (Góngora 1999: 2-3).10 Los versos están, antes que inspirados o dictados, conceptualizados.
El ojo agudo de esa águila en los conceptos verbales que es Góngora puede, como mirando por un lado de Il cannocchiale de Tesauro (Auget), observar desde lo lejos la Constelación de Tauro; y, al mismo tiempo, como viendo desde el otro lado del anteojo de larga vista (Minuit), puede ver también el modo en que el sol evapora las diminutas gotas de agua en los finos hilos del vestido del famoso peregrino del poema: “Y al Sol le extiende luego,/ Que, lamiéndole apenas/ su dulce lengua de templado fuego,/ Lento lo embiste, y con suave estilo/ La menor onda chupa al menor hilo” (Góngora 2001, I: 205, vv. 37-41). Es así que Góngora parece ser capaz de imaginar y describir las más diminutas percepciones sensibles de la experiencia, esas experiencias sensibles que Leibniz llamaba pequeñas percepciones, comparándolas también con un espejo anamórfico (“un certain miroir”) (Leibniz 1993: 208).11 Podemos usar como corolario de esto, una vez más, las palabras de García Lorca: “La musa […] puede tener la túnica de pequeños pliegues” (44). En fin, pervirtiendo la famosa frase con la que Leibniz critica a los cartesianos de pensamientos demasiado abstractos en favor de las diminutas observaciones de Leeuwenhoek, podemos incluso decir, claro que con algo de atrevimiento filológico, lo siguiente: “Prefiero un Góngora que me dice lo que ve, a un cartesiano que me dice lo que piensa”.
Se nos podrá objetar, y con mucha razón, que tanto Emanuele Tesauro como Baltasar Gracián se ocupan principalmente, en sus respectivos tratados, de la agudeza de la retórica y la poética; y, de modo secundario, atienden a la sutileza de la metafísica y la teología. Es verdad. No llamamos aquí a ningún engaño. Sin embargo, en aras de caracterizar mejor la diferencia esencial entre ambos tratados, hemos preferido fijar vocablos distintos sin traicionar por ello el núcleo complejo de sus pensamientos. En palabras de Gracián: el Ángel del ingenio mental “consiste más en la sutileza de pensar, que en las palabras” (Gracián, I: 58); mientras que la musa verbal del ingenio “es agudeza verbal, que consiste más en las palabras” (I: 49). De otro modo: “es la sutileza alimento del espíritu” (I: 49); “es la agudeza pasto del alma” (I: 49). La una “atiende la dialéctica [y] a la conexión de términos, para formar bien los argumentos, un silogismo, y [la otra atiende] la retórica al ornato de palabras, para componer una flor elocuente, que es un tropo, una figura” (I: 54). Lo que caracteriza propiamente la sutileza en Tesauro es lo puntiagudo, lo delgado, lo tenue, lo punzocortante y, en fin, todo aquello que apunta el pensamiento, empujado por la ligereza del arquetipo angélico, hacia lo alto de la reflexión filosófica y teológica; es decir, todo aquello que implica la teoría lingüística del ideal, esto es, el sentido trascendente flotando arriba de las palabras: “Válese la agudeza de tropos y figuras retóricas, como instrumentos para exprimir cultamente sus conceptos, pero continente ellos a la raya de fundamentos materiales de la sutileza, y cuando más, de adornos del pensamiento” (las cursivas son nuestras) (I: 45). Mientras que lo que caracteriza propiamente a la agudeza en Gracián es el equilibrio armónico métrico con la redondez del tropo y el sentido poético, es decir, lo que implica un arte de la significación en acto; significación que estaría encerrada en la esfera del ingenio verbal sin recurrir a las alturas del arquetipo o la idea trascendente. La agudeza implica pues un arte de la significación en acto (artificio). Por eso atiende más a “la contingencia de una circunstancia” (I: 95);12 es un arte de la invención de la significación que se reinventa en cada ocasión: “es como hidra bocal una dicción, pues a más de su propia significación, si la cortan o la trastruecan, de cada sílaba nace una sutileza y de cada acento un concepto” (II: 37); mientras que la sutileza implica una teoría del sentido ideal o arquetipo, por eso atiende más a la trascendencia de la sustancia: “[en los antiguos] eran los conceptos hijos más del esfuerzo de la mente que del artificio” (I: 47). En breve: ciertamente podríamos llamar agudo a lo sutil (o cono a la esfera; o Tesauro a Gracián, qué importan los rótulos); pero a condición de llamar esfera al cono (o sutil a lo agudo) para que la proporción entre esos dos polos opuestos del ingenio en el pensamiento de los siglos áureos se conserve, justo como la sequedad y la frialdad son dos polos opuestos en la teoría de los cuatro humores. Insistimos: las distinciones aquí propuestas no son completamente nítidas en los tratados analizados y en toda la época estudiada, sino que más bien se dan en términos graduales de más y menos.
El diablillo del temperamento corporal
La tercera tradición del ingenio que nosotros queremos identificar con el Diablillo o Ludión de Descartes, se trata del ingenio producido por la complexión particular de un cuerpo, esto es, el temperamento. Quizá su mejor formulación la encontramos, grosso modo, en el tratado de Examen de ingenios para las ciencias (1575) del médico español Juan Huarte de San Juan. Según Huarte de San Juan: “este nombre ingenio, desciende de uno de estos dos verbos latinos gigno, ingenero; y de este último parece que tiene más clara su descendencia” (Huarte: 17); y “quiere decir engendrar dentro de sí una figura entera y verdadera que representa al vivo la naturaleza del sujeto, cuya es la ciencia que se aprende” (20). Para Huarte de San Juan, en cada individuo el ingenio es único, pues depende de cada temperamento. El temperamento no es otra cosa sino la composición y disposición en un cuerpo de los cuatro humores, los ánimos, las pasiones e inclinaciones que lo constituyen en un tiempo y espacio determinados: constitutio corporis. Las inconstantes pasiones que se ordenan y desordenan, los fluctuantes humores que se componen y descomponen, los afectos que ascienden y descienden; estos últimos son semejantes, en la física, a un objeto sólido dentro de una sustancia líquida, es decir, al diablillo o Ludión de Descartes.13 Con asombro, Descartes se percata de que ciertos movimientos repentinos del cuerpo no dependen de la voluntad del alma; es como si ciertos miembros fueran movidos automáticamente por invisibles resortes en la máquina del cuerpo. Todos los bailarines de la época lo sabían: es como si un pequeño genio o diablillo moviera los resortes invisibles de la res extensa para que sus piernas, en el momento más inesperado, pudieran improvisar un poco. A riesgo de abusar del uso de las palabras del poeta, podemos decir una vez más con García Lorca: “El duende... ¿Dónde está el duende?”, “en las últimas habitaciones de la sangre” (García Lorca: 32). A esas pequeñas voluntades que se esconden en las últimas habitaciones de la sangre y que mueven el cuerpo de modo casi automático, el filósofo —como toda la medicina de la época— las llamaba espíritus animales. Espíritus animales que, según los médicos como Andrés Velásquez en su Libro de la Melancolía, habitan principalmente en la parte postrera del cerebro (28-29). Todos los niños también lo saben: es la secreta voluntad de un diablillo lo que levanta sus piernas apenas el médico golpea su rodilla con un diminuto martillo. Según Andrés Velásquez, son también esos espíritus animales los que dilatan y levantan el miembro genital masculino (41). Existen pues diablillos en las más pequeñas partes del cuerpo que se despiertan y adormecen sin que el alma intervenga.14 Podríamos relacionar también esta teoría del ingenio corporal de los siglos XVI y XVII con las agudezas (o sutilezas) de acción de Tesauro y Gracián, e incluso con la teoría de las pequeñas percepciones de Leibniz y la teoría de los afectos de Spinoza —de hecho existe una gran teoría del ingenium en el gran filósofo neerlandés—. De cualquier modo, según Huarte de San Juan, el temperamento corporal de cada individuo es aquello que lo inclinará más a unas ciencias y artes, pero lo hará más inepto para otras. Todos los bailarines de la época también lo sabían: hay quienes pueden bailar una precisa Sarabande, pero son muy torpes para ejecutar la viveza del pasacalle. Nadie puede bailar todos los ritmos, ni ser ducho en todas las ciencias y artes, pues “a que a cada diferencia de ingenio le corresponde, en eminencia, sola una ciencia y no más” (Huarte: 4). Por esa misma razón a cada cual corresponde procurar la ciencia que mejor se acomode al diablillo de su temperamento. Los frutos de este tipo de ingenio son las obras científicas, políticas y artísticas que el cuerpo de cada cual puede concebir y ejecutar. En breve: Huarte de San Juan sostiene que la noción de ingenium no se refiere únicamente a una capacidad mental y verbal para concebir y escribir en unas ciencias —ya sean teóricas o prácticas—, sino también al talento del cuerpo de un individuo que lo ha determinado a concebir y escribir. Para poder crear algo nuevo se requiere no solamente del ángel de la doctrina y de la musa de la práctica, sino también del diablillo de la “inspiración” corporal. García Lorca nos recuerda el siguiente juicio de Manuel Torres sobre un cantante de flamenco: “Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca, porque tú no tienes duende” (García Lorca: 29).15 De otro modo, también con las palabras del autor de Cancionero Gitano: “Ángel y Musa vienen de fuera; el Ángel da luces y la Musa da formas […] En cambio, al Duende —que nosotros llamamos aquí Diablillo— hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre” (32). Esta tradición del ingenio que habita en las últimas habitaciones del cuerpo es, pues, heredera directa del pensamiento de los médicos, tales como Hipócrates y Galeno.
Quizá quien mejor representa al diablillo del temperamento en los siglos áureos es Miguel de Cervantes. En efecto, el Quijote de Cervantes puede leerse como una enorme alegoría satírica de la tradición del ingenio corporal; ingenio que está basado, hemos ya dicho, en la teoría médica de los cuatro humores. En la novela, este ingenio parece estar emblematizado con el Bálsamo de Fierabrás: “salutífero bálsamo”, donde cada ingrediente representa uno de los cuatro humores -sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema, con sus respectivas cualidades de frío, calor, humedad y sequedad- hecho de “aceite, vino, sal y romero” (Cervantes, I: 219) y cocido “en su punto” (220). Muy probablemente bajo la influencia del Examen de ingenios para las ciencias (1575) de Juan Huarte de San Juan y del Libro de la Melancolía (1585) de Andrés Velázquez, Cervantes configura el perfil médico de su famoso personaje: “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro” (98). A grandes pinceladas, esa descripción calca el retrato que hacen Huarte de San Juan y Andrés Velásquez del temperamento de un individuo viejo en donde domina la bilis amarilla cuya cualidad es caliente y seca: “el hombre que es caliente y seco en el tercer grado tiene muy pocas carnes, duras y ásperas, hechas de nervios y murecillos, y las venas muy anchas; y por el contrario, tener muchas carnes, lisas y blandas, es indicio de haber humedad, por razón de la cual el calor natural todo lo dilata y ensancha” (Huarte: 275). Según Andrés Velásquez y Huarte de San Juan, quienes tienen este temperamento “son los más proclives a la melancolía” (Velásquez: 49; Huarte: 95). Decíamos que, para Huarte de San Juan, todo temperamento tiene su parte positiva que lo inclina a ciertas ciencias; los de este temperamento seco y caliente tienen buena inteligencia y excelente imaginación; son bastante discretos, perspicaces y memoriosos (Velásquez: 34), por eso “son dados a las letras y son sabios” (Huarte: 95). Sin embargo, también tienen su parte negativa: los de este ingenio, además de ser algo coléricos y melancólicos, son muy propensos a las manías o monomanías, como la de considerarse un caballero andante o también la de considerarse un hombre de cristal, de ladrillo, de queso u otra extravagancia. “Sin tener demonio” (Velásquez: 7), sino manía o furor, el rústico puede incluso llegar a hablar latín y filosofar con los más ingeniosos disparates (Huarte: 81). En el caso del Quijote, podemos decir, con palabras de Andrés Velásquez: “es una cosa que a mí me mueve a risa, de ver que un hombre tan docto, tan ingenioso y de tanta erudición, de tan mala causa” (44). Todo aquel que ha leído la novela de Cervantes sabe que el verdadero diablillo imaginativo del Quijote nace de su temperamento.
Además de los achaques de la vejez, el temperamento de don Quijote empeora por causa de una alimentación poco equilibrada, hasta hacerlo desembocar en su específico género de locura, es decir, la manía de considerarse caballero andante (Cervantes, I: 182), porque “la manía y la melancolía” son pasiones calientes del cerebro (Huarte: 101).16 En los capítulos XIV y XXI de su libro, Huarte de San Juan recomienda, como lo hacía Galeno, consumir alimentos precisos para poder engendrar en un hijo una buena armonía de los cuatro humores. Si lo que se desea tener es un buen entendimiento, se ha de comer aves para que pueda volar tan alto como las perdices: don Quijote comía “algún palomino de añadidura los domingos” (Cervantes, I: 97). Si lo que se desea poseer es una buena memoria, entonces se ha de consumir pescado para que sea ágil como las truchas: muy poco de peces se habla en la novela. Si lo que se busca es una buena imaginativa, entonces se ha de consumir vegetales y semillas para que pueda ser muy variada: don Quijote comía “Lentejas los viernes” (I: 97). Por el contrario, si lo que se desea tener es fuerza, valor y gallardía, entonces se debe consumir carnes: en la novela hay toda una discusión sobre los maleficios de la “olla podrida” y también se dice que don Quijote comía “una olla de algo más vaca que carnero” (I: 97). De cualquier modo, lo que, don Quijote o el señor Quesada, antes de ser armado caballero, disfrutaba mucho comer era, cuando no pasaba ayunos, el “salpicón”: “salpicón las más noches” (I: 97). Una vez armado un caballero andante, lo que el Caballero de la Triste Figura consume es: “cebolla, y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan […] y todo género de fruta seca” (I: 166). Esos son, con las “bellotas avellanadas” (I: 169), los alimentos de la Edad de Oro, edad en que el cuerpo de Adán poseía una perfecta armonía de temperamento (Huarte 1668: 8).17
De tal modo que incluso, siguiendo esa interpretación de la novela, podemos relacionar uno de los supuestos nombres del Quijote, el de Quesada, con la teoría de los humores. Cuando la leche de cabra (Huarte: 377) —que, acompañada con un poco de miel (fuego), es el alimento más equilibrado para conseguir un buen temperamento, pues el queso está compuesto de queso (tierra), suero (agua) y manteca (aire) (341)— se seca el suero y se descompone un poco su manteca se convierte en puro queso.18 La melancholia morbus, que depende también “del manjar” (Velásquez: 50), tiene un olor acedo, como el queso, porque se engendra en el hígado, pero pasa primero por el estómago. En los siglos áureos, el alimento forja el diablillo del temperamento: “la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”, dice Cervantes (II: 344). De cualquier modo, el Quijote parece ser una inmensa alegoría sobre la teoría de los cuatro humores que son los responsables de los ingenios particulares de los individuos, los cuales los inclinan a las distintas ciencias o los llevan por los caminos más disparatados de la existencia.19
Para concluir, debemos volver sobre nuestros pasos: es verdad que existe una multiplicidad de ingenios a los cuales no queremos negar su existencia de ningún modo; sin embargo, toda esa multiplicidad puede reducirse a las figuras del ángel, la musa y el diablillo que hemos ya dibujado. Para Huarte de San Juan, por ejemplo, así como existen tres grandes cualidades en el temperamento (humedad, sequedad y calor) relacionadas con la memoria, el entendimiento y la imaginativa, las cuales a su vez se relacionan con el ánima vegetal, animal y racional, del mismo modo existen tres grandes formas del ingenio: “de manera que no hay en el hombre más que tres diferencias genéricas de ingenio: porque no hay más de tres calidades de donde puede nacer” (Huarte: 101). Decíamos también que la musa de la agudeza, el ángel de la sutileza y el diablillo del temperamento no se excluyen entre sí, sino que, al distinguirse solamente en matices de “más” y “menos”, se presuponen recíprocamente, como se presuponen los oficios del jurista, clero y médico. Por ejemplo: en El Quijote encontramos las tres tradiciones, aunque la que sobrepuja sobre las demás es la tradición del ingenio corporal.20 En las Animadversiones contra Descartes también encontramos las tres tradiciones del ingenio, aunque la que sobresale es la del ingenio mental. En fin, en las Soledades de Góngora despunta el ingenio verbal. Sin embargo, las figuras aparecen siempre en constante tensión de “réplica, pique, repique por modo de un duelo de ingenio” (Tesauro 1741, II: 152).21
Parafraseando a Federico García Lorca: un individuo puede ser bendecido por el ángel y agraciado por la musa, pero si no hace surgir de las últimas habitaciones de su sangre al diablillo o duende, nunca podrá crear una obra verdaderamente ingeniosa, aquella que sea apropiada, proporcionada, sutil, aguda, nueva, única, breve y singular. Solamente aquel que pueda hacer convivir a las tres figuras será capaz de sacar, con precisión, velocidad y agilidad, algo limpio de sus experiencias, sus libros y sus papeles: “Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo”, dice García Lorca en su famoso ensayo Juego y teoría del duende, recordando al “maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla” (32).22
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