Si hay un camino que conecta la práctica musical, filosófica y poética en Leda Valladares
(1919-2013) es la idea de que un ámbito primigenio y seminal precede al desarrollo
histórico. Su escritura está articulada desde una percepción del mundo caracterizada
por la ilusión de que esa instancia atemporal podría ser restaurada mediante la
experiencia poética. Latente en el trasfondo de todo lo visible, mantendría la
potencia vital en estado puro y estaría imbuida de un sentido sagrado. Esa
concepción pre-ontológica del mundo toma forma sobre todo a partir del encuentro con
el canto con caja en los valles calchaquíes, al norte de Argentina, alrededor de
1942, y con los tambores de la macumba en San Salvador de Bahía, al regresar del
primer viaje que hizo a Europa en 1948 (Valladares
1992). Según recuerda la escritora, esas experiencias le impusieron un
distanciamiento iniciático y la llevaron a buscar una “virginidad cultural” en
prácticas musicales alejadas de la tecnología. Asimismo, emprende su tarea poética
bajo la premisa de que a la vida “tenía que agarrarla desde el cero, desde el
silencio y la prehistoria” (1978: 21).1
El resultado es una poesía mística a contra mano, en la que la experiencia de lo sagrado se
presenta como su propia negación (Milone
2013), según puede notarse en la selección publicada en la revista
Cántico (1940) y en los libros Se llaman llanto o
abismo (1944) y Yacencia (1954), que se hace eco del
ambiente intelectual de París, donde vivió junto a María Elena Walsh desde 1952
hasta 1956 (Dujovne 1982; Walsh: 125-129; Valladares 1992: 51). Una segunda etapa -a ser considerada en un
artículo posterior- se extiende entre los años sesenta y setenta, cuando escribe
Camalma (1972), las canciones del disco
Solamente (1964), reeditado con el nombre de Canciones
de Leda Valladares (1972), y la colección de microrrelatos
Mutapetes (1964).2 En 1978 la Universidad Nacional de Tucumán publica
Autopresentación (1978), autobiografía breve presentada en una
conferencia pronunciada en un ciclo organizado por el Instituto de Pensamiento
Argentino de la Facultad de Filosofía y Letras.
Según se espera mostrar, la obra poética de esta artista se ubica en el reducido espectro de
la poesía mística argentina del siglo XX, que, de acuerdo al salteño Santiago
Sylvester, no cuenta con muchos cultores porque “Dios ya no tiene revelación”. Entre
los que persisten reconoce a Héctor Viel Temperley, Jacobo Fijman y Ricardo Molinari
(Sylvester: 138), mientras que la
investigadora María Gabriela Milone (2014) incorpora también a Hugo Mujica, Hugo
Padeletti y Óscar del Barco. Estos autores se ubican en un paradigma
post-nietzscheano en el que prima la idea de la “muerte de Dios” según la
articulación que hace Georges Bataille en el poemario Lo
arcangélico (1944) y en la Summa ateológica, compuesta
por La experiencia interior, El culpable (ambos de
1943) y Sobre Nietzsche (1945). Sobre el precedente de los poetas
malditos, la inscripción de esa nueva mística, que Bataille se resiste a nombrar
como tal (1973) tiene lugar en el cruce entre el dolor, la culpa y el goce.
En esa línea, Milone sostiene que la experiencia religiosa contemporánea se da en el “vaciamiento de lo sagrado, en el afuera de las religiones y de sus prácticas específicas”, destacando que en los poetas por ella seleccionados se da un “viraje de la razón hacia su lado oculto, desconocido e innominado por el lenguaje conceptual” (2014: 11) Por el contrario, la poesía religiosa convencional afirma la creencia en una comunicación con lo trascendente (12 y 16).
La poética de Valladares se inscribe en el nuevo paradigma, aun cuando no se ubique en una
corriente específica: “Escribo poesía porque creo que sólo este género se hace cargo
de la vida profunda, que no es conversable y ni siquiera narrable. Nunca me han
preocupado los ismos. Mis versos no pretenden el ingenio ni la originalidad, sino
iluminar ese misterio total que padecemos a ciegas y a locas, recoger esa agonía.
Cada palabra es un tacto en la tiniebla […] la misión de la poesía no es otra que
acompañar en lo inconsolable” (cit. en Colombres:
7). Tal reflexión transparenta una mística tensada entre la fe religiosa
que ciertamente profesaba y una angustia existencial generada por el fin de las
certezas, confluencias expresadas en estéticas occidentales -existencialismo y
surrealismo-, asimiladas desde una identidad provinciana atraída por el trasfondo
andino de su región.
La religiosidad para ella se manifestaba en un lenguaje nutrido en palabras que remitían a lo sagrado y en la creencia de que los espacios agrestes conservaban prácticas primigenias que habían sido pervertidas por la cultura urbana (Rébori ca. 1995; Valladares 1978 y 1992). Consultada en una ocasión sobre su actitud ante la vida, respondió que era “totalmente metafísica y religiosa” y que el dominio de la información y la técnica se debía a una decadencia “de los instintos metafísicos del hombre” y de la cultura “esotérica, primitiva, cósmica, ancestral”, que para ella remitía “a las fuerzas del Cosmos” y sobrevivía en regiones a salvo de la civilización (Mozas 1978). Sentía dolor por la pérdida del vínculo seminal con lo divino y de alguna forma concebía el acto poético como una vía ritual para que esa religazón con el Universo volviera a ocurrir. Sin embargo, la imposibilidad de revivir totalmente esa armonía le producía una sensación de intemperie y carencia, de no-saber y estar “en medio del páramo absoluto”: “No me justifico mi Dios. / Escribo como el terror manda, / aprendo como de paso, / sufro como si fuera para siempre. Y no sé / Nunca sabré” (Valladares 1978: 22).
Ese núcleo de sentido reviste a su vez un cariz autopoiético, en cuanto se regenera mediante
interrelaciones dinámicas que buscan “conocer el conocer” y reflexionar sobre la
propia práctica.3 Valladares
sostiene que la poesía “no libera sino aguza” y que se puede “estar escribiendo años
con los mismos síntomas, con las mismas opulencias y carencias”, porque “el ser
siempre insiste en agravarse” (1978: 10). Por
eso desde Yacencia sus libros nacen a partir de poemas publicados
previamente, que dan lugar a otros, ampliando el universo preexistente.
Antes de internarnos en las obras nótese que el hecho de que esta escritora se mantuviera al
margen de corrientes estéticas y grupos literarios -incluso de “La Carpa”, formado
en 1944 y fundamental para el noroeste-, optando por una práctica individual y una
posterior entrega al estudio de músicas ancestrales, hizo que su obra poética no se
difundiera en forma consistente. Ha sido incluida en algunas antologías de su
provincia y su región, mientras que a nivel nacional solamente integra La
erótica argentina, compilada por Daniel Mujica.4 En efecto, la mística de la poeta tucumana por
momentos se manifiesta en ese tono poco frecuente en la literatura argentina,
excepto por algunos autores entre los que destacan Silvina Ocampo y Alejandra
Pizarnik (Piña 2012: 125 y 126 ).
Joven vanguardista en provincia
Leda Valladares nació en una familia tradicional dada al canto popular y la poesía y
rápidamente se convirtió en representante emblemática del auge cultural de su
provincia.5 Integró la
primera camada de alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Nacional de Tucumán, institución que al crearse, en 1939, impulsó la formación
de un campo literario pujante y recibió a profesores provenientes de las
universidades de La Plata, Buenos Aires y ciudades europeas que sufrían los
efectos de la Segunda Guerra Mundial (Martínez
Zuccardi 2012). Después de cursar el primer año de la carrera de
inglés cambió a Filosofía y Pedagogía, asistiendo a clases de docentes
reconocidos, como Eugenio Pucciarelli, Aníbal Sánchez Reulet, Marcos Morínigo,
Enrique Anderson Imbert, Renato Treves, Lore Terracini, Clemente Balmori,
Luzuriaga, Risieri y Arturo Frondizi y Elsa Tabernig (Valladares 1992: 47). Esos años, recordados por ella como
de “felicidad intelectual, un gozo de pensar y de crecer” (1978: 11), significaron el contacto sistemático no sólo con
el pensamiento contemporáneo europeo, sino también con la literatura española y
la literatura francesa, sobre todo con el simbolismo y el surrealismo.
A su vez, su espíritu rebelde y creativo la llevó a explorar tanto la poesía como la música
popular, gusto que compartía con su hermano Rolando -conocido por el sobrenombre
de “Chivo”- lo que la puso en contacto con otros jóvenes que se convertirían más
tarde en referentes nacionales del jazz y el folclore, como el salteño Gustavo
“Cuchi” Leguizamón, el santiagueño Adolfo Abalos y los bonaerenses Lois Blue,
Rodrigo Montero y Enrique “Mono” Villegas (Valladares 1992: 43). Hijos de familias connotadas, entre todos
daban vida a una bohemia que se delineaba a contracorriente de las preferencias
culturales de su clase. Dirimiéndose entre tradición y vanguardia, Leda
Valladares alternaba el aprendizaje de clarinete y el canto de blues con la
participación en un cuarteto femenino dedicado a la música renacentista.6 Pronto su encuentro con el canto
con caja, estigmatizado por la estética burguesa, significó una “seducción de la
barbarie”, ya que se sintió subyugada por el carácter “salvaje” que percibía en
ese tipo de música (1992: 45-46 y
54-57).
Al mismo tiempo comenzó a sentir la urgencia de “escribir lo inconversable, las taquicardias
y oquedades de la vida”, sacándose lo que llamaba “la congestión de existir”
(1978: 10). Sus primeras
publicaciones aparecieron en las revistas Tucumán, en 1940, y
El mar y la pirámide, en 1941 (Billone y Marrochi: 29 y 32), aunque son los siete poemas
incluidos en el primer número de la revista Cántico, junto a
otros de Guillermo Orce Remis, los que consiguen un cierto reconocimiento. Si
bien esta revista sólo llegó a lanzar tres números, alcanzó relevancia por estar
dedicada a los jóvenes de provincias. Su fundador, Marcos Morínigo, se había
formado en el Instituto de Filología Amado Alonso de la Universidad de Buenos
Aires -ámbito de renovación y especialización de la crítica literaria argentina-
y había realizado destacadas estancias en el exterior (Martínez Zuccardi 2010). Su ingreso a la Universidad
Nacional de Tucumán respondía a su decisión de fortalecer las literaturas
relegadas por las reglas de circulación y legitimación imperantes, para lo cual
promovió entre sus alumnos el ejercicio intelectual y creativo, teniendo como
modelo el patrón cultural en el que se había formado; Valladares dice de él: “me
encendía la chispa y me prestaba su saber” (1978: 11). En esta tarea estaba acompañado por el escritor Enrique
Anderson Imbert, quien había estudiado en la Universidad Nacional de La Plata y
organizaba tertulias en su casa para acercar el ambiente cultural tucumano al
más cosmopolita de Buenos Aires.
El gran desafío de Morínigo consistió en hacer que las revistas literarias argentinas, interesadas sólo en lo que ocurría en el exterior, conociesen a los escritores emergentes en el resto del país. En el “Pórtico”, incluido en el primer número de Cántico, pide a intelectuales notables
-Ricardo Rojas, Francisco Romero, Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña, Victoria Ocampo, Juan
Alfonso Carrizo, Juan Carlos Dávalos, Bernardo Canal Feijóo, Juan Mantovani, los
tucumanos Alberto Rougés, Ernesto Padilla y Alfredo Coviello, entre otros- que
contribuyan a extender el espectro literario más allá de Buenos Aires. Para él
la crítica literaria, lejos de constituir el ejercicio de un gusto reproductivo
del canon, debía ser capaz de modificar los criterios de constitución del mismo,
multiplicando los centros de interés y modificando el modelo geo-literario
vigente: “Contrariamente a lo que suelen publicar las revistas literarias
argentinas, que dan toda clase de noticias acerca de lo que ocurre en todo el
mundo y descuidan lo que sucede en las provincias, Cántico aspira a reflejar en
sus páginas las actividades poéticas del interior” (1940: 3).
El empeño no fue en vano: la publicación recibió la felicitación de Francisco Romero y
contribuyó a que Frida Schultz y Juan Mantovani, de quienes la tucumana señala
que fueron “un amparo y una esperanza que exigía” (1978: 11), impulsaran la aparición de su primer libro. Por
su parte, el crítico David Lajmanovich, discípulo de Morínigo en la Universidad
Nacional de Tucumán, estudió a los poetas de Cántico en
paralelo con la “generación del cuarenta”, que reunía a los escritores nucleados
en la revista Canto, editada el mismo año en Buenos Aires.
Mientras éstos buscaban su propio perfil sin lograr desprenderse de la huella
del grupo Martín Fierro, los de Cántico admiraban al modernista
boliviano Ricardo Jaimes Freyre, residente en Tucumán a principios del siglo XX,
al tiempo que buscaban características propias. Más allá de las diferencias
derivadas de los contextos locales, ambos grupos compartían una sensibilidad
articulada en torno a la angustia generada por la Segunda Guerra Mundial y el
avance del fascismo (Lajmanovich: 5 y
12). En ese clima, los intelectuales españoles exiliados del franquismo
se vincularon a dos revistas culturales, la mexicana Cuadernos
Americanos y la argentina Realidad. En ellas
publicaron, entre otros, Risieri Frondizi y Fryda Schultz de Mantovani, de la
Universidad Nacional de Tucumán, y Juan Ramón Jiménez (González Neira: 16-17), uno de los mayores referentes de
este momento.
La afinidad entre Canto y Cántico se vio corroborada en la
relación que se estableció a fines de la década del cuarenta entre Leda
Valladares y María Elena Walsh. Ésta había frecuentado desde muy joven a los
miembros de la generación del cuarenta, y se había consagrado con la publicación
de Otoño imperdonable (1948). Por este libro Jiménez la invitó
a residir en su casa en Riverdale, en Estados Unidos, donde le enseñó diversos
caminos hacia la poesía, entre ellos el del sustrato que proviene del folclore
(Copello: párr. 15). Éste fue uno de
los aspectos compartidos por las artistas, además de la admiración por la obra
del andaluz y el disfrute generado por la lectura de Otoño
imperdonable en Valladares, motivo del inicio de la correspondencia
postal que derivaría en el viaje a Francia.
En el tango El 45, versión femenina de Tiempos viejos, de
Manuel Romero y Francisco Canaro, Walsh describe en pocos trazos el clima social
y político de la década, haciendo referencia no sólo a la sociabilidad de
entonces, sino también a Juan Domingo Perón y a la bomba lanzada en
Hiroshima.7 En ese marco, y
en un momento de auge económico para Argentina, estas jóvenes se lanzaban a la
exploración artística, aun en contra del mandato familiar y del modelo femenino
que las relegaba al ámbito doméstico.8 Sin embargo, ello no modificaba la adscripción política
de la élite social a la que pertenecían, profundamente antiperonista; de hecho
Walsh señala que el viaje emprendido en 1952 había sido pensado como una
aventura y como un “auto exilio de una tierra que se le hacía irrespirable”
(Dujovne: 45). El regreso, en 1956,
estuvo en parte motivado por el golpe de 1955 y el exilio de Perón, que se
asociaba a la posibilidad de un “renacimiento cultural”. La realidad fue
distinta y el dúo terminó por separarse.
Una impronta místico-existencial
Mientras que la práctica musical, investigativa y docente de Leda Valladares está animada por un sentido afirmativo y celebratorio del canto ancestral, su poética conlleva una tensión entre la gravitación de lo telúrico, el sentido religioso de la vida y la duda existencial. En ese sentido, a su escritura le cabe la atribución que hace Lajmanovich a la obra de Orce Remis, de una “alta” y “ascética belleza”, de un hermetismo permeado por la nostalgia por “un Dios no siempre fácil” y un aliento metafísico inserto “en el vivo meollo de lo poético” (2010 [1974]: 404). Hemos señalado ya su vínculo con corrientes contemporáneas de pensamiento, a las que se deben sumar referentes literarios reconocidos por ella, como el Pablo Neruda de Residencia en la tierra, Federico García Lorca, Rainer María Rilke, Arthur Rimbaud (Valladares 1978: 12 y 29) y el ya mencionado Jiménez. Sin ceñirse a un movimiento estético específico, su universo emana un aire de familia con la poética de Olga Orozco y Pizarnick, con quienes comparte la admiración por Rimbaud y a quienes conocerá cuando se traslade a vivir a Buenos Aires.9
Adentrándonos en los poemas de Cántico, se advierte la ausencia de referencias directas al paisaje local, ya que, apartada de cualquier estética regionalista, la escritora elabora una propuesta más sutil, anudando elementos inanimados que remiten a un trasfondo anterior al tiempo del hombre: la roca, las hojas resecas, el viento y las nubes. El impulso metafísico y el sentimiento místico secularizado se expresan a menudo a través de elementos del reino mineral. En “Vértigo”, que abre la serie, expresa la angustia existencial causada por la propia condición intelectual, ante la que se opone el deseo de un afuera de la vida que es pensado en clave romántica: “Si yo pudiera arrancarme el pensamiento…! / Convertirlo en algo inerte y arrojarlo / en un abismo de paz y olvido / Incrustarlo en un paisaje de neblina / y dejarlo dormir en la indiferencia de lo estático…”
Ese estado de angustia motivado por una causa indefinida parece vincularse con un deseo que
no se concreta y cuya posibilidad, que a su vez se teme, articula el poema en
forma de auto-figuraciones que se proyectan en elementos inertes del paisaje:
“Amortajada en silencio y quietud / lejos de la esperanza / Quizás podría llegar
a ser piedra. Hoja seca. Ceniza. / Piedra… ¡Y fundirme en lo insensible! / Hoja
seca… ¡Y columpiarme en el viento! / Ceniza… ¡Y embriagarme de espacio! /
¡Ceniza y ráfaga para adentrarme en la nada! / […] / ¡Ser suspiro de viento y
deslizamiento de nube!” Una característica que persistirá en obras posteriores,
consiste en una conciencia absorta ante el hecho de la vida y la existencia de
todas las cosas, que la lleva a elaborar una instancia que se piensa como
no-lugar y a la vez como ombligo del mundo o pre-tiempo en el que nada tiene
nombre aún y al que se puede regresar mediante el lenguaje poético, como en “Al
fondo”: “Detrás de las cosas… / donde las ideas no existen, donde se pierden los
nombres […] / Donde la mordaza de las formas nunca ha vivido; / Y donde las
almas se contemplan en la intuición / Allí, he recorrido impetuosamente” (1940: 8). Si por un lado la palabra poética
nace del ensimismamiento y la caída en las profundidades del yo, ese sentimiento
es a la vez expresión de un impulso metafísico que lleva al propio
desdoblamiento, como en “Incorporación”: “Ayer existía o estaba impávidamente
amontonada? […] / No quiero saber si era ausencia mía o de la vida […] / Sólo sé
de este coágulo de tiempo, / este momento de vida espesamente humano […] / … la
intimidad de lo extraño / está estrujándome hondo” (1940: 7)
Así, la colección incluida en Cántico despliega los ejes de su creación futura: la búsqueda del origen del lenguaje en una especie de instancia pre-lingüística y pre-sonora; la percepción asombrada de la propia existencia; la identificación con elementos del paisaje como pa-liativo ante la angustia que produce la percepción del tiempo, captado en la forma del “movimiento de lo quieto”, el peso de los pensamientos y la “tirantez de la idea”.
La obra siguiente, Se llaman llanto o abismo, va precedida por un epígrafe extraído del poema “Navegante”, de Juan Ramón Jiménez: “Me impongo a la oscuridad / libre (no quiero la estrella) / Cara a lo negro infinito, lo negro inmenso me orienta”. A continuación, se lee un epígrafe de la autora en el que reafirma el perfil existencialista ya manifiesto en Cántico: “Somos, si tenemos quien nos mire. / A los que me han mirado”.10 El párrafo siguiente subsume esa angustia en una concepción religiosa de la creación, representada mediante una dimensión figurativa de lo sobrehumano: “Hay una grieta honda y dolorida”, que provendría de una perforación profunda y llegaría hasta los cielos: “De ella surgen vapores rojizos, azules vientos que se agitan como una llamarada de voces desconocidas”; en esa grieta asoma un rostro vacilante, que “gira en su vértigo” sin dejarse consumir por “la llama sagrada”. En referencia a ese rostro concluye: “Su lucidez tiene la materia de un corazón humano y la incorporeidad de un ángel” (Valladares 1944: s/p)
Es posible desarmar el hermetismo de la imagen mediante la referencia a la imaginería cristiana -representaciones figurativas de Dios y los ángeles en los cielos- y la andina, en la representación del viento y la presencia de la tierra como factor generador de sentimiento. En efecto, la conexión con el mundo calchaquí se vuelve manifiesta cuando se tienen presentes las descripciones del folclorólogo Adán Quiroga: Huayrapuca “quiere decir Viento colorado, que para la gente de los valles vale como ‘remolino de viento en días de tempestad’, el cual remolino aparece de color rojizo porque levanta a los aires el polvo gredoso de los terrenos secos y áridos” y se caracteriza por su capacidad de fertilizar (1929: 38). La tierra -y su grieta misteriosa, que remite al mito de la Salamanca-, el viento y el fuego divino -Illapa- se entrelazan para enmarcar el estado de angustia que sufre el sujeto impregnado en el pensamiento contemporáneo, cuyo Dios es tan perenne como vacilante, grave y lúcido a la vez que humano en su corazón, pasible de sentir el vértigo que le causa esa fuerza vital irreprimible que se encarna en el viento y la emanación antigua de la Pachamama. La poética de Valladares se inserta así en una cosmogonía en la que lo sagrado calchaquí se entrelaza con lo sagrado cristiano, coexistiendo simultáneamente y quedando ambas cosmovisiones sujetas a la deriva de los paradigmas filosóficos de su tiempo. Lejos de cualquier relación armónica con el universo, los elementos del reino mineral y vegetal remiten a una especie de paraíso perdido.
El conjunto de textos introductorios se cierra con unas palabras de Fryda Schultz, quien define a la escritora como “el alma suspendida sobre su propio abismo de poesía”. Por su parte, ésta concluye su libro agradeciendo al matrimonio Mantovani por haber inspirado la impresión de los 160 ejemplares numerados y firmados. El conjunto de catorce poemas, algunos de los cuales serán incluidos en libros posteriores, retoma la angustia metafísica para entrelazarla con una especie de animismo que se constituye en paralelo con el gusto por el canto andino, que comienza a hacerse presente. Pero, sobre todo, se intensifica la enunciación mística, como se puede advertir desde los títulos de los poemas: “Cariátide”, “Mano de la ansiedad”, “Égloga”, “A la inminente”, “Convocación de las sombras”, “Para la seriedad del ángel”, “Retorno”, “Te escucho entre lo que nunca muere”, “La que es de Dios”, “Me sostiene el mundo”, “El inmóvil”, “Lento”, “Rostro velado” y “Ojos de la poesía”. Para dar una idea del conjunto, a continuación se señalan algunos lineamientos en el primer poema y se destacan las marcas preponderantes en el corpus restante.
Cariátide” se interna en una instancia de despojo habitada por el vacío, las sombras, la monstruosidad y el sueño, asumidos como partes de una dimensión del universo. La capacidad de presentir ese caos original como una dimensión metafísica genera el efecto poético: “Voy hacia el viento que perturba / hacia la monstruosidad del sueño / Se mira tan hondo que se ve sólo el vacío / y la noche despedazada, llorando entre las sombras / Algo fatal transcurre / la sonrisa que se tuerce, la quietud, el universo. / Algo que es sollozo entre las cosas queridas” (Valladares 1944: s/p). Esta línea creativa se mantiene como una constante, al punto que en la conferencia pronunciada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán en 1978 se refiere al proyecto “Precanto a orillas del canto”, desarrollado con Francisco Kroepfl y basado en una “estética del vacío” que concibe la existencia de “marañas prenatales, ancestrales sonoridades psíquicas” (20).
Formada en la religión católica, el misticismo de Leda se manifiesta dentro de ese universo emocional y se construye en función de referencias literarias renacentistas que incluyen la simbología bíblica, sobre todo del Cantar de los cantares, en la reinterpretación de san Juan de la Cruz. Es así como el universo poético se teje sobre una serie de palabras recurrentes: ante todo, el alma, a la que se asocian emociones, acciones o imágenes que dejan aflorar la angustia ante lo infinito: tristeza, dolor, delirio, locura, mirada, vértigo, viento, oscuridad, sombras, tiniebla, desesperación, llanto, sollozo, pena, incertidumbre, turbación, desconsuelo, soledad, angustia, escalofrío, estremecimiento, ferocidad, desolación, nostalgia, muerte; otra serie se relaciona con espacios que ponen en riesgo la precaria sensación de seguridad de la experiencia humana: lo inmenso, lo entreabierto, lo profundo, lo hondo, lo desconocido; el desorden, el pozo, el túnel, el entubamiento, el abismo; otra línea semántica tiene que ver con el tiempo: el principio, el alba, lo infinito, lo eterno, la noche, lo provisorio, el retorno; otra, con el universo sonoro: el silencio, el grito, el llamado y la voz para comunicarse con lo divino; el último grupo remite al culto católico: la culpa, la mortificación, el presagio, la profecía, lo angélico, el huerto (la nostalgia por el edén), la emanación, el velo, el altar, el advenimiento y el goce.
Esta organización en universos semánticos muestra que la inspiración religiosa se quiebra ante la falta constituyente de la subjetividad contemporánea. Después de la “muerte de Dios”, la mística se define por su propia imposibilidad. Sin embargo, la obra que nos ocupa no da por sentada esa ausencia, sino que se enuncia desde una voz que se pronuncia al límite mismo de su propia creencia, en la tensión entre la experiencia mística y la evidencia de vacío, lo que produce el sentimiento de lo inconsolable (las sombras, la desesperación, la muerte). En algunos poemas es posible constatar la búsqueda de amparo, como en “Te escucho entre lo que nunca muere”, donde la confianza en lo divino da lugar a la experiencia del goce místico como tal: “Primero ha sido tu alma y después el principio / tu huella sobre el verbo y la humedad del mundo // Has advenido y no sé cómo nombrarte / indicio de cielo / estrépito invisible / presencia”.
En este tono se desenvuelve también “La que es de Dios”, aunque ya la obsesión por “el alma” comienza a mostrar las contradicciones: “Todo esto que no tiene nombre / todo esto que está íntegro y desmenuzado / rellenando el alba y la nostalgia / con cuerpo de escalofrío y mirada de pozo / […] / que sufre y es lo insoportable”. La respuesta recrea el éxtasis místico uniendo placer y dolor en un solo movimiento, concatenando imágenes que aluden sutilmente al sexo femenino y al acto sexual en una sostenida intensidad rítmica: “Esa pulpa de látigo y acero / que es aureola, que es golpe y es entraña / nos ha hundido en un incendio de palabras y de fuerzas / para saber cómo sale y cómo llega / cómo exprime y cómo expande / aquello que llamamos alma”. El vínculo entre lo erótico, lo sádico y lo sagrado participa del campo semántico de Bataille, tensado por Eros y Tanatos.
El rezo esperanzado del Cántico espiritual reaparece en “Retorno” que presenta la posibilidad de una religazón con lo divino: “Hombre / hijo de Dios / ponte a desnudar tu corazón / alarga tu voz / naciendo / y vuelve a rondar tu ser. / […] / Ponte escuchando en la señal / y lleno de silencio, llama, / no ceses de llamar, / por entre ti, / por entre la última hosquedad del desorden / Hombre, / hijo de Dios, / porque en siendo / tienes que partir y llamar y hacer una voz”. Pero la plegaria entra en crisis ante la evidencia de la dependencia del Otro para existir. Así en “Me sostiene el mundo”: “Es raro / cuando me miran / recuerdo mi alma // Es triste / pero necesito miradas / y el apoyo de las tardes que se mueren. // Sufro la oscuridad y el viento / lo que se aleja sin mí y pasa / siendo lo inaccesible // […] // Es desoladamente triste / yo sé que tengo alma / por los que me han olvidado”. La voz poética es aquí la de un sujeto secular que percibe el vacío interior y la sensación de la propia extrañeza que genera ese estado, como en “El inmóvil”: “Porque silencio / es entubamiento de locura […] Como sentirse entraña y letargo / y ensimismado goce / y oscuridad temblando”. En “Lento”, la interpelación ya no es a Dios, sino que se produce un desdoblamiento de la propia subjetividad, dando lugar a un diálogo en el que se prescinde del destinatario divino para dejar salir la angustia en estado puro: “Hacia el modo de lo triste te me vas alma / hacia lo susceptible y desnudo / demasiado grave / como en despedida / como en silencio de niña atormentada y oscura / dolorosamente rara”.
En “Rostro velado” la voz poética vuelve a interpelar la zona de la propia subjetividad que ha entrado en la incertidumbre: “Es la tristeza. //Busca su corredor de incertidumbre / su empecinamiento / su túnel de frío”. Y concluye con el propio distanciamiento y la escisión definitiva, en versos que remitirían a Alejandra Pizarnik, si no fuera porque ésta comienza a publicar una década después: “Que de ella se diga: es la incomprensible / la que calla / la que sola se turba // Nada necesita ansiándolo todo. / Es la inconsolable”. Y en ese tono termina el libro, cuando “Ojos de la poesía” pone de manifiesto la presencia viva del surrealismo y cancela la plegaria esperanzada de Retorno: “No he dicho aún por qué nace tu mirada / en qué se nutre para derramar lo extraño / para encender el secreto del mundo // Ah, tus ojos / espacios de soledad / de alma, tenebrosos / y translúcidos en el desasosiego / están amenazando al universo / y son solos // No he dicho aún por qué existen tan míos / tan rotundos en su angustia / No he dicho aun si se llaman llanto o abismo”.
La escritura desplegada en Se llaman canto o abismo no hace sino constatar la dimensión inconsolable del sujeto ante el infinito. María Gabriela Milone (59) en referencia a Nancy, señala que “no hay más que falta, y es esa ausencia misma lo que constituye lo sagrado”; siguiendo a Bataille, se explaya:
Ese espacio, el único espacio vacío y paradojal de la divinidad, queda entonces como el lugar de lo imposible, de lo indecible, de lo imponderable, de lo impensable […] un despojo de nombres, una de conceptos, una salida de sí de las predeterminaciones, un afuera de las representaciones. Lo que acontece en la intemperie de lo sagrado, se hace como una experiencia frente a lo que hay en el mundo, esa inmediatez que yace innominada, en el fondo de lo posible (53).
En concordancia con esa estructura del sentir, estos poemas se inscriben en una mística agónica en la que la búsqueda de comunicación con lo divino termina por encontrar una intemperie irremediable. El siguiente libro, Yacencia, se publica como sobretiro de Cuadernos Americanos. Si bien su autora no proporciona detalles sobre la vía que la condujo a esa destacada publicación, podría haber sido a través de Fryda Schultz, quien había publicado en esa revista una nota sobre La Edad de Oro, de José Martí, en 1953.
Este libro lleva como subtítulo “Poemas con una cantata final” e incluye una extraña dedicatoria: “Al dolor, perverso Dios de la lucidez”. Ésta pone al lector en el tono de la obra, que coincide con la concepción del mencionado escritor francés sobre la mística como experiencia interior escindida ya de cualquier certeza.
Siguiendo la idea de que se puede “estar escribiendo años con los mismos síntomas” y de que “el ser siempre insiste en agravarse”, Leda inicia Yacencia con partes de “Mano de la ansiedad” y “Cariátide” e intercala después otros poemas publicados en Se llaman llanto o abismo, ubicándolos en una sucesión que sólo marca los comienzos de cada unidad mediante el aumento tipográfico de la palabra inicial. Se incluyen por poemas “Convocación de las sombras”, “Me sostiene el mundo”, “La que es de Dios”, “A la inminente”, “Ojos de la poesía”, “El inmóvil”, “Égloga” y “Rostro velado”. Por su parte, los poemas nuevos permiten apreciar que la incidencia de las antiguas culturas y del existencialismo genera interpelaciones polémicas con la mística de san Juan de la Cruz. El encuentro con la copla calchaquí y la macumba en San Salvador de Bahía hace que las imágenes idílicas del Cantar de los cantares sean recreadas desde una subjetividad no-occidental en la que lo sagrado cristiano es sacudido por una identidad ancestral que reclama su lugar. Aparece así la aceptación de las características atribuidas al colonizado, practicante de estados de transe condenados por el cristianismo y catalogados como bárbaro o salvaje por los defensores de la civilización: “En tambores lanzo agonía, / paroxismo que me corrompe. / Y tocando el furioso y lúgubre ritmo / viene el hermoso a escucharme / y el demonio a morder su vientre. // Para embrutecerme es que canto, / para oírme las raíces” (Valladares 1944: 4). Más adelante se expresa una explicación del cambio experimentado en una invocación que descree de las del Jardín de las delicias y se torna desafiante: “Porque al fin lo sublime, dónde está?” y “Quería morir como una hermosa / quería decir adiós hasta morir. / Hubo acaso un río? / Alguien vino por mi alma?”
Esa sensación se intensifica y el “orgullo de existir” se pulveriza, dando lugar a un
sentimiento que rechaza el don de lo creado: “Sólo guardo un odioso silencio /
una imposible venganza / contra todo lo que existe […] Que alguien se dé cuenta:
/ del mundo no me apiado. / Ah ¡el desprecio más raro! / ¡La sonrisa glacial del
deseo!” (1944: 8 y 9). Sin embargo, la
intensidad de la caída no abandona totalmente el lado religioso del sujeto
poético, que retoma el tono de confesión, aunque sea ya por fuera de la
estructura tradicional de la fe, como lo opuesto al modelo esperado; aun así
reclama comprensión apelando al vínculo con lo sagrado:
Dios mío:
Yo soy un alma atroz.
Un silencio de bárbara tristeza,
Una ternura hecha pedazos contra el pecho, un pánico de amor.
Yo subo como un cántico de ira.
Yo caigo en precipicios gritándole a tus astros que me muero.
Mi alma estalla en el espacio,
Muerde el vértigo en lo súbito del viento,
Y frente a tus estrellas, frente al mar que me subleva
Me alzo en labios indignados
Para proferir lo infernalmente misterioso,
Lo que muda con escándalo de llanto en improperio
Estoy Dios mío, estoy entre tus cosas,
Y aquí en la oscuridad de lo sublime
Me espanto y quedo murmurando:
Aire, álgido aire para ser inmensamente lo que soy:
Un infierno de sonrisas solitarias,
Una inmóvil catástrofe del alma,
Esa credibilidad lacerada se presenta como resultado de la angustia existencial que se impone
como estructura de sentimiento epocal dominante, con la obsesión de la muerte
como trasfondo: “Cuando llegue la enorme / llamaré a todos mis tiempos para
mirarla, / para asestarle mi vida y bestia de sombra. / Que mi horror del mundo,
/ que mi espanto de nadas eternas / encaje en su hambre”.11 La construcción de las imágenes remite a
César Vallejo al tratar conceptos abstractos como “muerte”, “vida”, “nada” y
“tristeza” como si tuvieran entidad material. Una religiosidad lúgubre y límite
conserva el ritual de la invocación a una divinidad, pero hace de la alabanza un
lamento: “Rezad todo el espanto de vivir / rezad furiosamente en catacumbas del
alma / Moved las lenguas y la asfixia de ser” (1944: 12). La muerte, devenida en protagonista de época por efecto
de la Segunda Guerra Mundial, ejerce una seducción paralela a la del amor, como
muestra de aceptación del lado oscuro de los designios sagrados: “No me habléis
de la esperanza. / Un rumor de tragedias invisibles, / de extrañas y lívidas
desgracias / me tiene enamorada”. Las imágenes provenientes del Jardín de las
delicias (la embriaguez, los violines) son retomadas y resignificadas en la
línea del decadentismo y los poetas malditos.
Finalmente, Yacencia toma la forma de prosa para entroncar la idea de la nada con la del “estar”, el “yacer” y “el mirar”. El concepto del “estar” remite a la filosofía de Martín Heidegger y articula también la filosofía del argentino Rodolfo Kusch, quien comienza a publicar sus ensayos en esos años y con el que Leda establecerá contacto un tiempo después. La idea de “yacencia” alude a que la permanencia suprime toda acción y exacerba los sentidos, otorgando a los objetos una relevancia metafísica: “Me quedaré entre sillas a oír, entre cortinas a respirar. Me quedaré a estar. Como un llanto entre las puertas, como un sufrimiento”. Por momentos aparece el deseo de una actitud contemplativa que resguarde al ser humano de su historia y lo cobije en el ámbito divino: “Mirar es yacer, es residir en un secreto de dioses. El que ha mirado como hombre se ha vuelto atroz y maldito, peligro inmóvil y se ha preñado de noche para siempre” (1954:17). En clave existencial, entonces, el impulso místico reinterpreta la idea de que la humanidad parte del pecado de haber perdido la condición divina y experimenta el “pánico terrestre”, expresado mediante imágenes vallejianas: “Las iras sólo aman lo trágico y salvaje. El golpe de la vida. […] La vida es lo que duele. La muerte lo que humilla” (1954: 17). En ese tono la voz poética afirma su voluntad de “asestarle” su mirada y su “silencio ennegrecido” a la muerte, irse hacia la nada, “buscar el aullido del alma” y reiterar su deseo más potente: “Que yo exista por aquellos que me miran” (1954: 20).
De este modo, el recorrido emprendido a través de las tres obras poéticas publicadas por Leda Valladares da cuenta de su singularidad creativa, al tejer una voz que articula sus vivencias tucumanas con las parisinas, participando en la estética y filosofía surrealista y existencialista desde su propio locus de enunciación. Es así como apela a las formas ancestrales de la cultura para intervenir y renovar el paradigma literario que le es contemporáneo, confrontando la mística de tradición cristiana a la angustia vital que atraviesa a su generación y a formas de religiosidad atribuidas al colonizado.