Razón y enfermedad. La locura del cogito y los límites de la ficción moderna

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Alejandro Sacbé Shuttera Pérez

Resumen

Descartes buscaba apartarse de las cosas sensibles para hallar un fundamento sólido para el conocimiento. Sin embargo, en ocasiones recurría a una ficción. Este tema se halla en una conocida polémica entre Foucault y Derrida y, a la vez, en una reciente discusión de Jean-Paul Margot de la lectura foucaultiana de Descartes. En este artículo examinamos estas posiciones con respecto al “gesto cartesiano” a la luz de las relaciones entre la locura y el nacimiento del Hospital, así como entre la locura, el arte y la filosofía.

…[aquella experiencia] en que se encuentran y se confrontan
a la vez el sentido y el no-sentido, la verdad y
el error, la sabiduría y la embriaguez, la luz del día y el
sueño centilante…
Foucault, Historia de la locura, I

No la duda, la certeza es lo que vuelve loco…
Nietzsche, Ecce homo

El problema cartesiano de la “extravagancia”

Como todas las grandes épocas, la historia de la modernidad deviene en una crisis de los sistemas de comprensión del mundo: a partir del siglo XVII-y ya desde el Renacimiento- los valores que anteriormente eran vinculantes comenzaron a dejar de serlo y la consecuencia directa fue la sospecha, la reserva o reacción escéptica, o, según la terminología de René Descartes, la duda. Si consideramos a Descartes como uno de los principales (si no es que el principal) promotores de la nueva episteme, se puede decir abiertamente que el escepticismo fue el mecanismo propulsor de la razón moderna, un signo de ruptura y recomienzo, de desconfianza por la vieja tradición, pero sobre todo de autonomía. En su afán por liberarse de las ataduras del modo de pensar medieval, lo que el siglo XVII buscaba era comprender el mundo más allá de cualquier argumento heterónomo representado por la apariencia o la costumbre, la autoridad celestial o la tradición. La tesis del intervencionismo mecanicista, llevada en el terreno de la fisiología por medio de prácticas como la disección anatómica, tiene su correlato metafísico y epistemológico en la duda como instrumento mental de revisión, como mecanismo aséptico de la razón. Se concibe como un recurso de puesta en guardia contra el error. Desde el inicio del programa escéptico, su necesidad se encuentra dispersa por todas partes: encontrar los errores y las fuentes de engaño; corregir el rumbo de la meditación; “rechazar como falso todo aquello de lo que podamos imaginar la menor duda” (Descartes 1995, I: 2); “desarraigar de mi espíritu cuantos errores puedan haberse deslizado anteriormente” (2011, III: 117), etcétera.

Si bien Descartes reconoce que en la medida en que alguien que duda es un ser “no del todo perfecto”, podría decirse que la economía intrínseca del método persigue un ideal de perfección, o al menos de optimización o máxima depuración;1 “empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si [quiero] establecer algo firme y constante en las ciencias” (1987, I: 20); “afianzarme en la verdad apartando la tierra movediza y la arena para hallar la roca o la arcilla” (2011, III: 117). Si queremos “fundar” de nuevo los cimientos del edificio de la ciencia habrá primero que “limpiar” el “terreno” intelectual de imperfecciones (o “prejuicios”) que impidan el trazado topográfico de la gran arquitectura del conocimiento; asegurarnos de que la superficie más “impecable” sea puesta a revisión a fin de desechar todo lo que comprometa (o “contamine”) la “pura” actividad de la razón. Por consiguiente, evitar todo aquello originado por su contrario, es decir, el campo de lo sensible, el proceder de aquellos que

no elevan nunca su espíritu por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo todo con la imaginación, que es un modo de pensar particular para las cosas materiales, que lo que no es imaginable les parece ininteligible (2011, III: 117).

“Imaginación” aquí se refiere, al parecer, a la composición de imágenes efectivamente percibidas por los sentidos. Hay otro tipo de imaginación, no obstante: la imaginación “inteligible”, ilustrada por la figura escéptica de un “ser muy astuto, que emplea toda su industria en engañarme” (1987, I: 20); es decir, la tesis del genio maligno, que no deja de entrañar una relación paradójica con la ficción. Como se afirma al inicio de la Segunda meditación, si para tomar el “camino recto” es necesario fingir que todas las opiniones “son falsas e imaginarias” (20),2 ¿cómo discernir entre el contenido de la ficción y el supuesto que la produce?; ¿cómo distinguir lo primero de la imaginación? Por otro lado, independientemente de que la ficción del genio maligno sea una “ficción racional” o simplemente “metodológica”, como la describe Jean-Paul Margot (121): “una idea ficticia, un ser mítico, un falso Dios, una especie de ídolo pagano […]; un personaje fabuloso que sólo existe en mi cabeza o, mejor, carente de toda pretensión existencial”; ¿cómo distinguir esto de la representación pagana de un dios, justamente por lo general a través de una imagen o “ídolo”? ¿O cómo distinguirlo en tanto “personaje fabuloso” del ejemplo de la quimera, ilustrado por Descartes al final del libro cuarto del Discurso del método?: “muy bien podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra sin que por eso haya que concluir que en el mundo existe la quimera; la razón no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero” (Descartes 2011, IV: 129).

Podría aducirse la distinción entre el “error voluntario” y el “engaño voluntario”: mientras uno representa ineptitud en el correcto seguimiento del método, por no regirse más que por la imaginación y las impresiones sensibles, el otro supone una falsificación absoluta pero provisional, necesaria para deshacerse de todas las opiniones y emprender exclusivamente el camino racional. El genio maligno no puede sostenerse a lo largo de toda la meditación, sin el riesgo de caer fuera de los límites del sistema.

Con relación a esto Michel Foucault proponía una “doble lectura”: “un conjunto de proposiciones que cada lector debe recorrer si desea verificar su verdad; y un conjunto de meditaciones que cada lector debe efectuar, y por los cuales cada lector debe ser afectado si, a su vez, quiere ser el sujeto que enuncia” (1999b: 358): lo que llamaba “sistema” y “ejercicio”. No se puede ir más allá de ciertos límites racionales en la práctica de la duda, incluso si ésta se cubre bajo el manto “ficticio” de la mayor extravagancia.

Descartes era consciente de ello. El escepticismo puede ser “extravagante”, y aun así sucumbir a las evidencias del cogito: “esta verdad -pienso, luego soy- era tan firme y segura que las suposiciones más extravagantes [extravagants] de los escépticos no eran capaces de conmoverla” (2011, IV: 122).3 Y no obstante,

quiero que sepan que todas las demás cosas que acaso crean más seguras -por ejemplo, que tienen un cuerpo, que hay astros y una tierra y otras semejantes- son, sin embargo, menos ciertas [que la existencia de Dios y del alma]. Porque si bien tenemos una seguridad moral de esas cosas tan grande que parece que, a menos de ser un extravagante [extravagant], no puede nadie ponerlas en duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre metafísica no se puede negar, a no ser [que] perdiendo la razón [au moins que d’être déraisonnable]… (2011, IV: 127).4

O en otra formulación de Los principios de la filosofía:

Esta certeza está fundamentada sobre un principio de la Metafísica muy asegurado y que afirma que, siendo Dios el soberano del bien y la fuente de toda verdad, puesto que él es quien nos ha creado, es cierto que la facultad que nos ha otorgado para distinguir lo verdadero de lo falso no se equivoca cuando hacemos un uso correcto de la misma (1995, IV: 412-413).

Este punto es interpretado por Foucault en Historia de la locura con relación a lo que considera el gesto o el “golpe de fuerza cartesiano”; y a la vez, se halla en el corazón de un debate abierto por Jacques Derrida a propósito de la misma interpretación. Por decirlo brevemente, el desacuerdo se halla alrededor del tema de la extravagancia y la “pérdida de razón” o más explícitamente, la locura. Para Foucault, Descartes excluye a la locura de la meditación y la confina al silencio, puesto que justo después de elaborar la hipótesis de la duda universal, el filósofo de la toga formula una especie de declaración de principios y señala que de lo que allí va a tratarse es de la razón y no de su opuesto; es de ella de lo que trata el proyecto meditativo y es ella la única capaz de realizarlo: “¿Cómo sería capaz de dudar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos…? […] Mas los tales son locos, y yo no sería menos extravagante si me guiara por su ejemplo” (Descartes 1987, I: 16-17). Según Foucault, esto equivale a la imposibilidad misma del cogito, a su noche amenazante, al peligro de un abismo que debe ser en consecuencia conjurado. Una vez consumado el gesto, el pensamiento cartesiano encuentra (y desarrolla) su modelo de duda radical, pero racionalmente tranquilizador, en el ejemplo del sueño.

Desde unas coordenadas distintas, en su respuesta a la lectura de Foucault ante el Colegio de Filosofía en 1963 Derrida (1998: 47-89) argumenta que la Primera meditación cartesiana no excluye a la locura sino al contrario: concibe su posibilidad al interior de la economía de la duda; incluso si estoy loco me es posible seguir meditando -un ejemplo de ello lo constituye la presencia amenazante del engañador universal-; la “loca audacia” del cogito consiste en que, “loco o no loco, cogito sum” (66). La locura no constituye para Derrida el ejemplo más afortunado o pedagógicamente efectivo, sino que adquiere su perfecta exposición en la experiencia del sueño, que es más común y más universal, y que constituye incluso una radicalización o una “exageración hiperbólica” de la locura, pues “en el sueño es ilusoria la totalidad de mis imágenes sensibles […], basta con examinar el caso del sueño para tratar, en el nivel en el que estamos en este momento, de la duda natural, del caso del error sensible en general” (69).5 Por otro lado, en el texto de Descartes, afirma Derrida, no se trata de la locura, sino tan sólo se mencionan ejemplos de extravagancia o desórdenes de lo sensible. Y además, el concepto de “extravagancia” no recibe ningún tratamiento especial a propósito de la locura, pues es invocado para hablar de diversas experiencias (como la imaginación “extravagante” de los pintores; la extravagante ficción del “maligno”, etcétera).6

Antes de pasar nuevamente a la postura foucaultiana -y más allá de evaluar la pertinencia de las críticas de Derrida-, quisiéramos hacer unas breves consideraciones leyendo nuevamente el pasaje de Descartes:

¿Cómo podría yo negar [se lee al final de la Primera meditación] que estas manos y este cuerpo son míos, si no, acaso, comparándome a ciertos insensatos [insanis] cuyo cerebro está de tal modo perturbado y ofuscado por los vapores negros de la bilis, que constantemente aseguran ser reyes cuando son muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura cuando están desnudos, o cuando imaginan ser cántaros o tener un cuerpo de vidrio? Pero esos son locos [amentes], y yo no sería menos extravagante [demens] si me guiara por su ejemplo (1987, I: 16-17).7

Independientemente de si se trata o no de la locura, de la cual constituye la razón genuina de la duda, de si representa la imposibilidad del ejercicio de la meditación o el objeto del pensamiento, hay algo que es significativo en cuanto al tema que nos ocupa: que la locura es descalificada (o “caracterizada” o “excluida”) en términos médicos, sin una previa racionalización dentro del proyecto; como el resultado de un “cerebro perturbado u ofuscado por los vapores negros de la bilis”. Es decir, hay un “conocimiento” anterior o un supuesto epistemológico, de tipo médico, del que no se duda. Descartes no se molesta en pasar dicha definición o descripción causal de la locura o la insensatez por ningún tipo de filtro escéptico; antes bien, si podemos hablar, con Foucault, de un rechazo de la locura, es en gran medida en virtud de esas rápidas y contundentes palabras, que arrasan con implacable fuerza todo rastro de pertinencia en la meditación. Por otro lado, resulta igualmente paradójico (por no decir que inconsecuente) según los principios médico-fisiológicos de Descartes, que éste recurra al modelo retórico de una teoría humoral de fuertes resonancias galénicas, en vez de a la hipótesis de la glándula pineal, cuyo funcionamiento en el cerebro opera supuestamente según un modelo hidráulico-mecánico.

Foucault hace notar que la “perturbación mental” a la que alude Descartes mediante esos tres términos tiene una significación discursiva distinta: primeramente, señala el origen médico del primer término (in-sanis), pero lo hace definiéndolo como un término caracterizante: “tomarse por lo que no se es, creer en quimeras, ser víctima de ilusiones: ésos son los signos. En cuanto a las causas, es tener el cerebro nublado de vapor” (Foucault 1999b: 352). Los otros dos términos (amentes, demens) son tomados por términos descalificantes, según una definición abiertamente jurídica: “designan toda una categoría de gentes incapaces de ciertos actos religiosos, civiles, judiciales: […] no disponen de la totalidad de sus derechos, cuando se trata de hablar, de prometer, de comprometerse, de firmar, de intentar una acción, etc.” (1999b: 352).

En ningún lado se reproduce esta misma serie de términos, pues las otras obras que ejemplifican usos similares fueron escritas en francés. Lo que es notorio (y Foucault lo señala) es que los otros casos de “extravagancia” de las Meditaciones (tanto la de los pintores como la relacionada con el genio), son fundamentalmente adiciones de la traducción francesa (Derrida no citó al mostrar su argumento la edición latina que sí utilizó en la paráfrasis del pasaje inicial).8 La noción de amentes-demens como equivalente a fous-extravagant no figura en el resto del texto (ni, hasta donde se sabe, en otros testimonios).

Por otro lado, el pasaje de Descartes citado más arriba (2011, IV: 127) es claro en la suposición de que el ejemplo de la locura es “superior” a la economía práctica de la duda y un ejemplo, por consiguiente, epistemológicamente imposible; se encuentra, en fin, lejos de toda ficción escéptica, incluso la más “extravagante”.9 Por esto, no podría fácilmente suscribirse la tesis de que en la lectura de Foucault hay una “identificación” entre la hipótesis del genio maligno y la locura, como lo hace por ejemplo Jean-Paul Margot cuando afirma que Foucault “se equivoca cuando […] asimila la locura al genio maligno” (198); tesis que se derrumba cuando se admite que la hipótesis del genio maligno constituye tan sólo otra forma de “extravagancia” [extravagance], esta vez ficticia, metodológicamente necesaria para el ejercicio de la meditación, como concede Margot (196) (contraria a “insensatos” [insensez] que bloquea el mecanismo de la suposición escéptica y por lo tanto la imposibilita). Hasta donde nuestra lectura permite ver, Foucault nunca ha negado la hipótesis del genio maligno como una “ficción metodológica” indispensable para el ejercicio de la duda, y, más aún, nunca la ha identificado con la locura. Una rápida revisión del pasaje de Foucault permite comprobarlo: “El genio [maligno] engaña, [pero] es algo totalmente distinto de la locura. Hasta podría decirse que es lo contrario, puesto que en la locura yo creo que una púrpura ilusoria cubre mi desnudez y miseria, en tanto que la hipótesis del genio [maligno] me permite no creer que existen este cuerpo y estas manos […]; genio [maligno] y demencia se oponen rigurosamente” (1999b: 354). Por ello, Margot “se equivoca” cuando cree refutar a Foucault al afirmar que “en el camino de la duda, el genio maligno no es la locura [sic] sino un recurso metodológico que permite al sujeto […] perseverar en su desconfianza […] de los sentidos. Al mantener la actualidad de la duda, el genio maligno permite adentrarse aún más en la ficción del engaño divino, de la locura [sic] divina” (200).

Por lo tanto, podemos ser “extravagantes” aun en la más extrema manifestación de la duda, pero llegado el punto no podemos negar la certidumbre del cogito “a no ser que perdiendo la razón”, es decir, sin abrir al mismo tiempo la puerta a la locura. Más que una variante de posibilidad hiperbólica de la duda, la locura constituye su antítesis en el error, según esa misma retórica reinante en el mecanicismo que la percibe en oposición a la verdad: “En la experiencia clásica el hombre se comunicaba con la locura por la vía del error, es decir, la conciencia de la locura necesariamente implicaba una experiencia de la verdad. La locura era el error por excelencia, la pérdida absoluta de la verdad” (Foucault 1999b: 64). Por consiguiente, siguiendo a Foucault, hay entre locura y cogito una incompatibilidad esencial, absoluta, que se expresa a través del peligro amenazante de un abismo mental que haría fracasar toda la empresa de la meditación y, por lo tanto, el proyecto mismo de la razón; “razón” por la cual, a su vez, aquélla debe ser excluida.

Del encierro generalizado al saber médico

El “gesto cartesiano” que confina a la locura fuera de los márgenes de la meditación es el símbolo de una serie de consecuencias decisivas para la cultura occidental: en primer lugar, configura -o corre con-comitantemente con- una nueva ética del trabajo que de golpe (“por un extraño coup de force”) desacraliza la antigua mitología cristiana ligada al fenómeno de la miseria, bajo cuyo manto oscuro la figura del loco encontraba cobijo en la era medieval. Estamos aquí bajo la influencia de la Reforma y el capitalismo protestante: todos aquellos ociosos, violentos, particularmente los incapaces para el trabajo (y la locura es la “incapacidad” por excelencia) debían ser segregados para impedir la perturbación del orden social. Si el fenómeno de las disciplinas exigía la manipulación del cuerpo individual con el fin de maximizar su fuerza productiva y reducir (o silenciar) la incidencia de la enfermedad (vista como la “incapacidad” provisional al trabajo), la conciencia de la época no podía tolerar más la existencia de lugares destinados a la santificación de la miseria, la hospitalidad hacia los menesterosos, mucho menos a los locos, cuya figura representaba su manifestación extrema. Para ellos no ya la hospitalidad cristiana, sino el Hospital;10 es decir, “una región neutral, una página en blanco donde la vida real de la ciudad se suspende: el orden no afronta ya el desorden, y la razón no intenta abrirse camino por sí sola, entre todo aquello que puede esquivarla, o que intenta negarla. Reina en estado puro, gracias a un triunfo, que le ha sido preparado de antemano, sobre una razón desencadenada” (Foucault 1999a: 124-125).

El nacimiento del Hospital responde a una nueva sensibilidad social que no se orienta ya a lo religioso o lo estrictamente médico, sino que se identifica con un fenómeno de “policía” (posteriormente lo será de “policía médica”, cuando el problema de la salud de las poblaciones se convierta en uno de los principales, si no es que en el principal problema político de los Estados);11 es decir, el conjunto de las medidas que garantizan el trabajo y vigilan la reproducción del orden social. El edicto del establecimiento del Hôpital Général de París, en 1657 (poco después de la muerte de Descartes, en 1650), inaugura esta época, que Foucault denomina como el Gran Encierro. Foucault cita el Edicto del Rey sobre el establecimiento del Hospital General para el encierro de los pobres mendigos de la ciudad y de los alrededores de París (en 1999b: 309): “habiéndose aumentado el mal por la licencia pública y por el desorden de las costumbres, reconocióse que el principal defecto […] provenía de que los mendigos tenían la libertad de vagar por doquier […]. Sobre ese fundamento fue proyectado y ejecutado el loable designio de encerrarlos”. La locura no es la única, pero en virtud de su “modelo” (que en cierta medida podría ser cartesiano), “por un acto de expulsión que los confunde, [se encierra] a los miserables, ociosos, licenciosos, profanadores y libertinos, a aquellos que piensan mal” (Blanchot: 322). Nos dice Foucault:

La importancia del internamiento no está en que sea una nueva forma institucional, sino en que resume y manifiesta una de las dos mitades de la experiencia clásica de la locura: aquella en que se organizan en la coherencia de una práctica la inquietud de la conciencia y la repetición del ritual de la separación (1999a: 268).

Si bien por entonces se trata de seguir un proyecto político-social a la vez que filosófico-moral, más que un principio sanitario, uno de los factores que intervienen en la lógica del internamiento es el fenómeno del contagio, que suscita todo tipo de prácticas (y retóricas) de purificación; el peligro de ser impregnado por esos “vapores atrabiliarios que descomponen el juicio” (Mercier citado por Foucault 1999b: 307) y por los cuales se busca librar a los “razonables” de todo tipo de “agentes contaminantes”. Pese a no haber una intervención médica directa o argumentos extraídos directamente de la medicina en la fundación del Hospital,12 la retórica extraída de la praxis médica fundamenta el encierro como si se tratase de una práctica de “salud” y de defensa del cuerpo (y el alma) social, una política de “segregación y purificación” contra ese “conjunto de degradación […]; úlcera terrible sobre el cuerpo político, úlcera grande, profunda, icorosa, que no podemos imaginar sino volviendo las miradas” (Mercier en Foucault 1999b: 306).

Paradójicamente, ya en los albores del siglo XVIII las mismas razones producirán el efecto inverso: en la conciencia de la gente, el Hospital ya no guardará del riesgo de esos “vapores malignos” sino que se convierte en un caldo de cultivo y un foco de infección-transmisión que da lugar a todo tipo de imágenes mórbidas y metáforas “de espanto”: “sitio espantoso donde fermentan todos los crímenes reunidos, y esparcen, por decirlo así, alrededor de ellos, por la fermentación, una atmósfera contagiosa, que respiran y que parece incorporarse a aquellos que habitan allí […]; receptáculo de todo lo que tiene la sociedad de más inmundo y más vil” (De la Pagne en Foucault 1999b: 308). La evidencia de fiebres en las prisiones, la presencia de escorbuto en las ciudades, provocan que se reavivan viejos miedos que reactivan la “memoria del leprosario”: los horrores del infierno terrenal, condensación de toda clase de males y podredumbre. En cierto sentido es esta reacción popular contra el espacio del internamiento como fenómeno político fundamental de la modernidad lo que provoca el ingreso de la conciencia médica en el campo de la sinrazón y la emergencia de políticas de prevención y control sanitario.

Así pues, en lo fantástico y no en el rigor del pensamiento médico es donde la sinrazón afronta a la enfermedad y se aproxima a ella. Mucho antes de que sea formulado el problema de saber en qué medida lo irrazonable es patológico, se había formado, en el espacio de confinamiento y por una alquimia que le era propia, una mezcla entre el horror de la sinrazón y las viejas obsesiones de la enfermedad. Desde muy lejos las viejas confusiones sobre la lepra siguen vigentes; y el vigor de estos temas fantásticos ha sido el primer agente de la síntesis entre el mundo de la sinrazón y el universo médico (Foucault 1999a: 31).

Esta síntesis, realizada con plena conciencia en el siglo XIX bajo la influencia del positivismo, es resultado de lo que Foucault llama una conciencia crítico-analítica de la locura, es decir, cuando la locura sale del ámbito de la fascinación literaria o pictórica -bajo el aspecto inquietante que tenía con las representaciones pictórico-literarias de Bosch, Brueghel o Shakespeare, o bien cuando pierde el aspecto aterrador que producía en los moralistas o el lastre que representaba para la mirada del humanista- y se expone a la calma de un saber objetivo que reduce las diversas experiencias con las que estaba ligada al concepto genérico de “enfermedad mental”.13 Esta conciencia borra toda remisión dialéctica hacia la sinrazón, “se cierra el silencio del diálogo: ya no hay rito ni lirismo, los fantasmas toman su verdad, los peligros de la contra-naturaleza se convierten en signos y manifestaciones de una naturaleza; lo que evocaba el horror no llama más que a la técnica de la supresión” (Foucault 1999a: 265).

Pero al mismo tiempo es una conciencia que denuncia, con un grito pragmático y seguro de sí mismo, la oposición que representa con respecto a su “otro”: la locura; que insiste sobre el halo de “afección” mental que la obnubila. “Conciencia que no define…” Es el gesto de Descartes, desdeñando su modelo del programa escéptico: “¡y qué; se trata de locos! Y yo no sería menos extravagante si…” Bajo esta conciencia o racionalidad, que representa una curiosa síntesis entre el modelo clásico del internamiento y el saber psiquiátrico del siglo XIX, la locura se encuentra “totalmente excluida, por una parte, totalmente objetivada, por la otra” (Foucault 1999a: 270). Su “verdad” nunca se ha manifestado con “un lenguaje que le sea propio” (1999a: 21) sino que ha sido rigurosa y sistemáticamente confinada al silencio.

Es curioso cómo bajo esta “conciencia crítica” la medicina positiva del siglo XIX aplicada a las “enfermedades mentales” adopta un método de tratamiento que a nivel corporal coincide con los principios homeopáticos (similia similibus curantur), presentes ya desde los tiempos de Hipócrates y tan cuestionados por la medicina “moderna”. Bajo el modelo de encierro propuesto por médicos como Charcot o Esquirol (positivistas, por lo general) se trataba de curar la enfermedad a través de evidenciar en la voluntad del enfermo la máxima resistencia hacia lo que se le imponía como “normal”, y oponerle a su vez la máxima resistencia de la salud. Por ejemplo, Esquirol enunciaba su “credo” terapéutico del siguiente modo: “Es preciso aplicar un método perturbador, quebrar el espasmo con el espasmo […] hay que subyugar el carácter entero de algunos enfermos, vencer sus pretensiones, domar sus arrebatos, romper su orgullo a la vez que es necesario excitar y promover lo contrario” (en Foucault 1996: 57).

En esta clase de procedimientos por un lado se regulariza, se codifican niveles de perturbación cuantificables médicamente según determinados estándares, pero paradójicamente al enfermo se le sigue viendo como un opuesto cualitativo, como una desviación esencial de la especie, por otro lado imposible de curar completamente. El hospital psiquiátrico, así, es sobre todo un espacio de enfrentamiento, “campo institucional en el que está en cuestión la victoria y la sumisión” (1996: 53). Según esta lógica, de lo que se trata es de completar el círculo de los conceptos (o “intuiciones”) preformados del saber médico, desde un inicio organizados parcialmente por medio de la lectura de un conjunto de síntomas dispersos; esto es, enunciar la enfermedad en su verdad y, si es preciso, producirla, a través de su reconocimiento en la voluntad del enfermo por un mecanismo complejo de relaciones de sumisión, “de vasallaje, de posesión, de domesticación, y a veces de servidumbre” (1996: 54-55) entre el médico y el enfermo; dominar la enfermedad, aplacarla y “controlarla” (o “normativizarla”, “domesticarla”) tras haberla desencadenado sabiamente, mostrando su dimensión hipertrófica.

Pero esta producción de enfermedad no es meramente un problema de eficacia terapéutica, sino que tiene lugar en una época en que el conjunto de saberes institucionales tenían que estar validados en un todo orgánico de conocimientos que representara la tensa arquitectura del progreso. Por lo mismo, era fundamental que los trastornos psicológicos se asociaran de algún modo con la enfermedad orgánica, es decir, se arraigaran al cuerpo, puesto que la experimentación y los principios modernos exigían la comprobación observable, cuantificable y reproducible de los fenómenos mórbidos. De ahí los diversos esfuerzos por volver a ligar en el campo psiquiátrico las afecciones del alma con el cuerpo, o en otros términos, poner de relieve la dimensión psico-somatológica de la enfermedad.

Dado esto, según la tradición occidental -modulada por esta intervención médica- pareciera como si las relaciones entre el cuerpo y el alma se valoraran jerárquicamente según el siguiente esquema:

Salud del alma (recto juicio; virtud moral; plena soberanía del sujeto). Salud del cuerpo (premisa de producción; disposición al conocimiento subjetivo). Enfermedad del cuerpo (objeto de intervención y conocimiento médico). Enfermedad del alma (pérdida de individuación; necesidad del cuerpo para la justificación epistemológica).

Experiencias de locura

Para la mentalidad positivista, según lo que acabamos de ver, la locura o insensatez representa el peldaño más bajo en la “ontología médica” (si se nos permite hablar platónicamente), pues empaña los horizontes de claridad epistemológica y opera como un contraejemplo de la victoria de la razón y el progreso de la Ilustración. Por consiguiente, debe ser apartada lo más posible, silenciada, a modo que su lenguaje no interrumpa el coro armonioso y optimista de los cantores de la nueva episteme. A eso es precisamente a lo que responde el interés de Foucault: tratar de “liberar” ese “otro” lenguaje que nunca se ha manifestado con “un lenguaje que le sea propio” sino que, por el contrario, ha sido rigurosa y sistemáticamente sometido al “silencio” (1999a: 21).14

Pero, si hubiese de ser escuchada, si le fuese permitido expresar a la locura su “verdad”, ¿es que acaso tiene lenguaje? Y de ser así, ¿cuál es ese modo particular de lenguaje, su lenguaje? Estas preguntas estaban formuladas en la crítica de Derrida, bajo la premisa de que no se puede hacer hablar al silencio más que con las herramientas del lenguaje o pretender hacer una operación contra el logos fuera de los límites de su “lógica”. Desde la lectura de Derrida hay solamente dos opciones: a) callarse con un cierto “silencio cómplice” o con un lenguaje que “simula callarse”, o bien b) “seguir al loco en el camino de su exilio” (53). El argumento en términos generales es el siguiente:

No hay caballo de Troya del que no dé razón la Razón (en general). La magnitud insuperable, irremplazable, imperial, del orden de la razón, lo que hace que ésta no sea un orden o una estructura de hecho, una estructura histórica determinada, una estructura entre otras posibles, es que, contra ella, sólo se puede apelar a ella, que sólo se puede protestar contra ella en ella, que sólo nos deja, en su propio terreno, el recurso a la estratagema y a la estrategia (54).

Por lo tanto, ¿se podría decir que hay palabras propias en un “lenguaje” que es completamente ajeno, absolutamente “hetero-nómico”?

Foucault hace mover un giro de tuerca más: frente al exilio y el confinamiento al silencio que la “razón clásica” y la “conciencia crítica” del siglo XIX han operado sobre la locura; frente al desplazamiento que borra los rastros de la “experiencia trágica” por medio del eco de esas “figuras fascinantes” que el Renacimiento nos ha entregado a través de los cuadros del Bosco o de Brueghel, o de los residuos trágicos que la locura tenía en los griegos a través de conceptos (o “experiencias”) como los de manía,15 la época contemporánea presenta un nuevo repliegue que permite, en el “caso” de la locura, intentar escuchar no sólo su voz trémula y exaltada sino la fuerza de su universo simbólico. Si bien no se puede hacer una racionalización de la locura desde el lenguaje de la razón, se puede tratar de escuchar su voz por medio de la experiencia de escritores, artistas, que se desplazan en el límite de los dos lenguajes, nombres “que fascinan por el atractivo de la locura que han experimentado, que han sufrido, pero también por la relación que cada una de ellas parece haber mantenido entre el saber oscuro de la Falta de Razón y lo que el saber claro, el de la ciencia, llama locura” (Blanchot: 325).

Foucault apela aquí a una especie de imperativo hermenéutico o una ética (o código) de lectura que nos permita “liberar” aquellas experiencias de la carga patológica mediante la que el siglo XIX, “en su espíritu de seriedad”, las ha “desgarrado”; es decir, “despatologizarlas”, regresar (mediante una “ficción metodológica”, por un “extraño golpe de fuerza”, quizá) al momento previo a la separación, al abismo de lo indiferenciado, pues “si se trata de comprender [esas experiencias] a partir de una concepción positivista […], sólo se [nos] puede ofrecer un sentido alterado y superficial” (1999a: 21). Y en una nueva alusión a Descartes, Foucault ironiza sobre aquella ficción, pero no ya desde el punto de vista epistemológico sino desde el literario; no del lado de la percepción y la crítica de lo sensible, sino de la expresión y de los poderes limítrofes y exasperantes del lenguaje:

La sinrazón toma entonces la figura de otro genio [maligno], ya no aquel que exilia al hombre de la verdad del mundo, sino de aquel que al mismo tiempo mistifica y desmistifica, encanta hasta el extremo desencanto esta verdad de sí mismo que el hombre ha confiado a sus manos, a su rostro, a su palabra, un genio [maligno] que ya no opera cuando el hombre quiere acceder a la verdad, sino cuando quiere restituir al mundo una verdad que es la suya propia y que, proyectada en la ebriedad sensible en que se pierde, finalmente permanece “inmóvil, estúpido, asombrado” (1999b: 19-20).16

Habrá que situar aquí históricamente el texto y los intereses de Foucault. Luego de publicar Historia de la locura en 1961, entre 1962 y 1966 fluyen profusamente una serie de artículos y entrevistas dedicadas a la literatura. Se trata de textos aparecidos en revistas especializadas (Critique, Tel Quel), algunas veces dentro de semanarios o periódicos de mayor difusión (Libération, Quinzaine Littéraire), escritos a modo de “crítica literaria”. Entre ellos pueden citarse “Prefacio a la transgresión”, dedicado a Georges Bataille (aparecido inicialmente en Critique, 1963); “El lenguaje al infinito”, cercano a los planteamientos de Maurice Blanchot (Tel Quel, otoño, 1963); “Lenguaje y literatura”, conferencia pronunciada en la Universidad Saint-Louis de Bruselas, en mayo de 1964; “Jean Laplanche: Hölderlin y el no/mbre del padre”, conferencia inédita de 1962; “La prosa de Acteon”, dedicado a Pierre Klossowski (La Nouvelle Revue Française, marzo de 1964); “La tras-fábula”, sobre Jules Verne (L’Arc, mayo, 1966); “El pensamiento del afuera”, en homenaje a M. Blanchot (Critique, junio de 1966), entre varios otros.

Estos autores, dice Foucault, son ejemplos de libros-cuerpo que muestran de manera muy peculiar estas relaciones entre locura, lenguaje y literatura; “testimonios suficientes de que todas las otras formas de conciencia de la locura aún viven en el núcleo de nuestra cultura” (1999b: 25). Se trata de casos como el de Sade, a quien en 1970 dedicará una conferencia (inédita) en la Universidad de Búfalo;17 del ya mencionado Hölderlin (“Hölderlin y el nombre del padre”, de 1962), de Raymond Roussel (Raymond Roussel, 1963), de Nerval, Van Gogh, Strindberg, de Artaud… pero sobre todo, de Nietzsche, quizá el más claro y paradigmático, en la medida en que su “caso” representa un quiebre de difícil encubrimiento para la “ideología médica” del siglo XIX.

El caso de Nietzsche es emblemático, puesto que en un tiempo en que la medicina, por la influencia positivista, asumía conocer lo que en todos los lugares y en todos los tiempos debía ser considerado como enfermedad, difícilmente tanto locura como enfermedad adquirirán en otro momento de la historia de la filosofía y de la literatura un carácter tan inquietante. Si la locura era imposible en la filosofía en el siglo XVII era porque estaba afuera de las reglas del pensamiento y el lenguaje racional, cotidiano; ahora, cuando la práctica filosófica comienza a cruzarse con las fronteras de lo lírico, de lo fragmentario, cuyo lenguaje por antonomasia excede lo cotidiano, surge la posibilidad de repensar estas relaciones y ponerlas en cuestión. Foucault pone en relación el caso de Nietzsche con Descartes en una entrevista de 1969, dando cuenta de estos cruces paradójicos entre epistemología y ficción, entre filosofía y locura, entre razón y literatura: “El hecho de que en el interior, y desde el principio mismo, se hubieran colocado unas minas con el nombre de locura era algo que Descartes no podía ver de frente y, si llegaba a hacerlo, era algo que enseguida rechazaba. […] Pero con Nietzsche se llega al fin a ese momento en el que el filósofo dirá: ‘Finalmente, tal vez, estoy loco’” (1999d: 378).

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Detalles del artículo

Cómo citar
Shuttera Pérez, A. S. «Razón Y Enfermedad. La Locura Del Cogito Y Los límites De La ficción Moderna». Acta Poética, vol. 38, n.º 2, junio de 2017, pp. 63-84, doi:10.19130/iifl.ap.2017.2.801.
Sección
Varia
Biografía del autor/a

Alejandro Sacbé Shuttera Pérez, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas

Doctor en Filosofía y Estudios Culturales (2011-2015) por la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad de California, Berkeley, con una tesis sobre los dispositivos de apropiación del discurso médico en el lenguaje de la filosofía. Ha estudiado las relaciones entre Filosofía y Literatura en el panorama filosófico francés, especialmente en la obra de Roland Barthes y Michel Foucault. Entre otros intereses ha incursionado profesionalmente en el área de la edición, donde se ha especializado en gestión digital de publicaciones periódicas. Desde 2013 coordina el proyecto de investigación y rescate filológico de la obra de Victoriano Salado Álvarez (PAPIIT IN-400316), desarrollado en el Instituto de Investigaciones Filológicas bajo la responsabilidad del doctor Alberto Vital Díaz. En este proyecto ha coordinado los siguientes volúmenes: Obras I. Narrativa breve (2012), Obras II. Diálogos y escenas (2015) y Obras III, dedicado al primer tomo de los Episodios nacionales mexicanos, actualmente en proceso de publicación. Sus líneas de investigación son: Filosofía francesa contemporánea; relaciones entre Filosofía y Literatura; Análisis retórico del discurso; Filología y rescate documental; Literatura mexicana del entresiglos XIX-XX; Victoriano Salado Álvarez.

Citas

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Szasz, Thomas S. Ideología y enfermedad mental. Buenos Aires: Amorrortu, 2001.

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…[aquella experiencia] en que se encuentran y se confrontan
a la vez el sentido y el no-sentido, la verdad y
el error, la sabiduría y la embriaguez, la luz del día y el
sueño centilante…
Foucault, Historia de la locura, I
No la duda, la certeza es lo que vuelve loco…
Nietzsche, Ecce homo

El problema cartesiano de la “extravagancia”

Como todas las grandes épocas, la historia de la modernidad deviene en una crisis de los sistemas de comprensión del mundo: a partir del siglo XVII-y ya desde el Renacimiento- los valores que anteriormente eran vinculantes comenzaron a dejar de serlo y la consecuencia directa fue la sospecha, la reserva o reacción escéptica, o, según la terminología de René Descartes, la duda. Si consideramos a Descartes como uno de los principales (si no es que el principal) promotores de la nueva episteme, se puede decir abiertamente que el escepticismo fue el mecanismo propulsor de la razón moderna, un signo de ruptura y recomienzo, de desconfianza por la vieja tradición, pero sobre todo de autonomía. En su afán por liberarse de las ataduras del modo de pensar medieval, lo que el siglo XVII buscaba era comprender el mundo más allá de cualquier argumento heterónomo representado por la apariencia o la costumbre, la autoridad celestial o la tradición. La tesis del intervencionismo mecanicista, llevada en el terreno de la fisiología por medio de prácticas como la disección anatómica, tiene su correlato metafísico y epistemológico en la duda como instrumento mental de revisión, como mecanismo aséptico de la razón. Se concibe como un recurso de puesta en guardia contra el error. Desde el inicio del programa escéptico, su necesidad se encuentra dispersa por todas partes: encontrar los errores y las fuentes de engaño; corregir el rumbo de la meditación; “rechazar como falso todo aquello de lo que podamos imaginar la menor duda” (Descartes 1995, I: 2); “desarraigar de mi espíritu cuantos errores puedan haberse deslizado anteriormente” (2011, III: 117), etcétera.

Si bien Descartes reconoce que en la medida en que alguien que duda es un ser “no del todo perfecto”, podría decirse que la economía intrínseca del método persigue un ideal de perfección, o al menos de optimización o máxima depuración;1 “empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si [quiero] establecer algo firme y constante en las ciencias” (1987, I: 20); “afianzarme en la verdad apartando la tierra movediza y la arena para hallar la roca o la arcilla” (2011, III: 117). Si queremos “fundar” de nuevo los cimientos del edificio de la ciencia habrá primero que “limpiar” el “terreno” intelectual de imperfecciones (o “prejuicios”) que impidan el trazado topográfico de la gran arquitectura del conocimiento; asegurarnos de que la superficie más “impecable” sea puesta a revisión a fin de desechar todo lo que comprometa (o “contamine”) la “pura” actividad de la razón. Por consiguiente, evitar todo aquello originado por su contrario, es decir, el campo de lo sensible, el proceder de aquellos que

no elevan nunca su espíritu por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo todo con la imaginación, que es un modo de pensar particular para las cosas materiales, que lo que no es imaginable les parece ininteligible (2011, III: 117).

“Imaginación” aquí se refiere, al parecer, a la composición de imágenes efectivamente percibidas por los sentidos. Hay otro tipo de imaginación, no obstante: la imaginación “inteligible”, ilustrada por la figura escéptica de un “ser muy astuto, que emplea toda su industria en engañarme” (1987, I: 20); es decir, la tesis del genio maligno, que no deja de entrañar una relación paradójica con la ficción. Como se afirma al inicio de la Segunda meditación, si para tomar el “camino recto” es necesario fingir que todas las opiniones “son falsas e imaginarias” (20),2 ¿cómo discernir entre el contenido de la ficción y el supuesto que la produce?; ¿cómo distinguir lo primero de la imaginación? Por otro lado, independientemente de que la ficción del genio maligno sea una “ficción racional” o simplemente “metodológica”, como la describe Jean-Paul Margot (121): “una idea ficticia, un ser mítico, un falso Dios, una especie de ídolo pagano […]; un personaje fabuloso que sólo existe en mi cabeza o, mejor, carente de toda pretensión existencial”; ¿cómo distinguir esto de la representación pagana de un dios, justamente por lo general a través de una imagen o “ídolo”? ¿O cómo distinguirlo en tanto “personaje fabuloso” del ejemplo de la quimera, ilustrado por Descartes al final del libro cuarto del Discurso del método?: “muy bien podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra sin que por eso haya que concluir que en el mundo existe la quimera; la razón no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero” (Descartes 2011, IV: 129).

Podría aducirse la distinción entre el “error voluntario” y el “engaño voluntario”: mientras uno representa ineptitud en el correcto seguimiento del método, por no regirse más que por la imaginación y las impresiones sensibles, el otro supone una falsificación absoluta pero provisional, necesaria para deshacerse de todas las opiniones y emprender exclusivamente el camino racional. El genio maligno no puede sostenerse a lo largo de toda la meditación, sin el riesgo de caer fuera de los límites del sistema.

Con relación a esto Michel Foucault proponía una “doble lectura”: “un conjunto de proposiciones que cada lector debe recorrer si desea verificar su verdad; y un conjunto de meditaciones que cada lector debe efectuar, y por los cuales cada lector debe ser afectado si, a su vez, quiere ser el sujeto que enuncia” (1999b: 358): lo que llamaba “sistema” y “ejercicio”. No se puede ir más allá de ciertos límites racionales en la práctica de la duda, incluso si ésta se cubre bajo el manto “ficticio” de la mayor extravagancia.

Descartes era consciente de ello. El escepticismo puede ser “extravagante”, y aun así sucumbir a las evidencias del cogito: “esta verdad -pienso, luego soy- era tan firme y segura que las suposiciones más extravagantes [extravagants] de los escépticos no eran capaces de conmoverla” (2011, IV: 122).3 Y no obstante,

quiero que sepan que todas las demás cosas que acaso crean más seguras -por ejemplo, que tienen un cuerpo, que hay astros y una tierra y otras semejantes- son, sin embargo, menos ciertas [que la existencia de Dios y del alma]. Porque si bien tenemos una seguridad moral de esas cosas tan grande que parece que, a menos de ser un extravagante [extravagant], no puede nadie ponerlas en duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre metafísica no se puede negar, a no ser [que] perdiendo la razón [au moins que d’être déraisonnable]… (2011, IV: 127).4

O en otra formulación de Los principios de la filosofía:

Esta certeza está fundamentada sobre un principio de la Metafísica muy asegurado y que afirma que, siendo Dios el soberano del bien y la fuente de toda verdad, puesto que él es quien nos ha creado, es cierto que la facultad que nos ha otorgado para distinguir lo verdadero de lo falso no se equivoca cuando hacemos un uso correcto de la misma (1995, IV: 412-413).

Este punto es interpretado por Foucault en Historia de la locura con relación a lo que considera el gesto o el “golpe de fuerza cartesiano”; y a la vez, se halla en el corazón de un debate abierto por Jacques Derrida a propósito de la misma interpretación. Por decirlo brevemente, el desacuerdo se halla alrededor del tema de la extravagancia y la “pérdida de razón” o más explícitamente, la locura. Para Foucault, Descartes excluye a la locura de la meditación y la confina al silencio, puesto que justo después de elaborar la hipótesis de la duda universal, el filósofo de la toga formula una especie de declaración de principios y señala que de lo que allí va a tratarse es de la razón y no de su opuesto; es de ella de lo que trata el proyecto meditativo y es ella la única capaz de realizarlo: “¿Cómo sería capaz de dudar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos…? […] Mas los tales son locos, y yo no sería menos extravagante si me guiara por su ejemplo” (Descartes 1987, I: 16-17). Según Foucault, esto equivale a la imposibilidad misma del cogito, a su noche amenazante, al peligro de un abismo que debe ser en consecuencia conjurado. Una vez consumado el gesto, el pensamiento cartesiano encuentra (y desarrolla) su modelo de duda radical, pero racionalmente tranquilizador, en el ejemplo del sueño.

Desde unas coordenadas distintas, en su respuesta a la lectura de Foucault ante el Colegio de Filosofía en 1963 Derrida (1998: 47-89) argumenta que la Primera meditación cartesiana no excluye a la locura sino al contrario: concibe su posibilidad al interior de la economía de la duda; incluso si estoy loco me es posible seguir meditando -un ejemplo de ello lo constituye la presencia amenazante del engañador universal-; la “loca audacia” del cogito consiste en que, “loco o no loco, cogito sum” (66). La locura no constituye para Derrida el ejemplo más afortunado o pedagógicamente efectivo, sino que adquiere su perfecta exposición en la experiencia del sueño, que es más común y más universal, y que constituye incluso una radicalización o una “exageración hiperbólica” de la locura, pues “en el sueño es ilusoria la totalidad de mis imágenes sensibles […], basta con examinar el caso del sueño para tratar, en el nivel en el que estamos en este momento, de la duda natural, del caso del error sensible en general” (69).5 Por otro lado, en el texto de Descartes, afirma Derrida, no se trata de la locura, sino tan sólo se mencionan ejemplos de extravagancia o desórdenes de lo sensible. Y además, el concepto de “extravagancia” no recibe ningún tratamiento especial a propósito de la locura, pues es invocado para hablar de diversas experiencias (como la imaginación “extravagante” de los pintores; la extravagante ficción del “maligno”, etcétera).6

Antes de pasar nuevamente a la postura foucaultiana -y más allá de evaluar la pertinencia de las críticas de Derrida-, quisiéramos hacer unas breves consideraciones leyendo nuevamente el pasaje de Descartes:

¿Cómo podría yo negar [se lee al final de la Primera meditación] que estas manos y este cuerpo son míos, si no, acaso, comparándome a ciertos insensatos [insanis] cuyo cerebro está de tal modo perturbado y ofuscado por los vapores negros de la bilis, que constantemente aseguran ser reyes cuando son muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura cuando están desnudos, o cuando imaginan ser cántaros o tener un cuerpo de vidrio? Pero esos son locos [amentes], y yo no sería menos extravagante [demens] si me guiara por su ejemplo (1987, I: 16-17).7

Independientemente de si se trata o no de la locura, de la cual constituye la razón genuina de la duda, de si representa la imposibilidad del ejercicio de la meditación o el objeto del pensamiento, hay algo que es significativo en cuanto al tema que nos ocupa: que la locura es descalificada (o “caracterizada” o “excluida”) en términos médicos, sin una previa racionalización dentro del proyecto; como el resultado de un “cerebro perturbado u ofuscado por los vapores negros de la bilis”. Es decir, hay un “conocimiento” anterior o un supuesto epistemológico, de tipo médico, del que no se duda. Descartes no se molesta en pasar dicha definición o descripción causal de la locura o la insensatez por ningún tipo de filtro escéptico; antes bien, si podemos hablar, con Foucault, de un rechazo de la locura, es en gran medida en virtud de esas rápidas y contundentes palabras, que arrasan con implacable fuerza todo rastro de pertinencia en la meditación. Por otro lado, resulta igualmente paradójico (por no decir que inconsecuente) según los principios médico-fisiológicos de Descartes, que éste recurra al modelo retórico de una teoría humoral de fuertes resonancias galénicas, en vez de a la hipótesis de la glándula pineal, cuyo funcionamiento en el cerebro opera supuestamente según un modelo hidráulico-mecánico.

Foucault hace notar que la “perturbación mental” a la que alude Descartes mediante esos tres términos tiene una significación discursiva distinta: primeramente, señala el origen médico del primer término (in-sanis), pero lo hace definiéndolo como un término caracterizante: “tomarse por lo que no se es, creer en quimeras, ser víctima de ilusiones: ésos son los signos. En cuanto a las causas, es tener el cerebro nublado de vapor” (Foucault 1999b: 352). Los otros dos términos (amentes, demens) son tomados por términos descalificantes, según una definición abiertamente jurídica: “designan toda una categoría de gentes incapaces de ciertos actos religiosos, civiles, judiciales: […] no disponen de la totalidad de sus derechos, cuando se trata de hablar, de prometer, de comprometerse, de firmar, de intentar una acción, etc.” (1999b: 352).

En ningún lado se reproduce esta misma serie de términos, pues las otras obras que ejemplifican usos similares fueron escritas en francés. Lo que es notorio (y Foucault lo señala) es que los otros casos de “extravagancia” de las Meditaciones (tanto la de los pintores como la relacionada con el genio), son fundamentalmente adiciones de la traducción francesa (Derrida no citó al mostrar su argumento la edición latina que sí utilizó en la paráfrasis del pasaje inicial).8 La noción de amentes-demens como equivalente a fous-extravagant no figura en el resto del texto (ni, hasta donde se sabe, en otros testimonios).

Por otro lado, el pasaje de Descartes citado más arriba (2011, IV: 127) es claro en la suposición de que el ejemplo de la locura es “superior” a la economía práctica de la duda y un ejemplo, por consiguiente, epistemológicamente imposible; se encuentra, en fin, lejos de toda ficción escéptica, incluso la más “extravagante”.9 Por esto, no podría fácilmente suscribirse la tesis de que en la lectura de Foucault hay una “identificación” entre la hipótesis del genio maligno y la locura, como lo hace por ejemplo Jean-Paul Margot cuando afirma que Foucault “se equivoca cuando […] asimila la locura al genio maligno” (198); tesis que se derrumba cuando se admite que la hipótesis del genio maligno constituye tan sólo otra forma de “extravagancia” [extravagance], esta vez ficticia, metodológicamente necesaria para el ejercicio de la meditación, como concede Margot (196) (contraria a “insensatos” [insensez] que bloquea el mecanismo de la suposición escéptica y por lo tanto la imposibilita). Hasta donde nuestra lectura permite ver, Foucault nunca ha negado la hipótesis del genio maligno como una “ficción metodológica” indispensable para el ejercicio de la duda, y, más aún, nunca la ha identificado con la locura. Una rápida revisión del pasaje de Foucault permite comprobarlo: “El genio [maligno] engaña, [pero] es algo totalmente distinto de la locura. Hasta podría decirse que es lo contrario, puesto que en la locura yo creo que una púrpura ilusoria cubre mi desnudez y miseria, en tanto que la hipótesis del genio [maligno] me permite no creer que existen este cuerpo y estas manos […]; genio [maligno] y demencia se oponen rigurosamente” (1999b: 354). Por ello, Margot “se equivoca” cuando cree refutar a Foucault al afirmar que “en el camino de la duda, el genio maligno no es la locura [sic] sino un recurso metodológico que permite al sujeto […] perseverar en su desconfianza […] de los sentidos. Al mantener la actualidad de la duda, el genio maligno permite adentrarse aún más en la ficción del engaño divino, de la locura [sic] divina” (200).

Por lo tanto, podemos ser “extravagantes” aun en la más extrema manifestación de la duda, pero llegado el punto no podemos negar la certidumbre del cogito “a no ser que perdiendo la razón”, es decir, sin abrir al mismo tiempo la puerta a la locura. Más que una variante de posibilidad hiperbólica de la duda, la locura constituye su antítesis en el error, según esa misma retórica reinante en el mecanicismo que la percibe en oposición a la verdad: “En la experiencia clásica el hombre se comunicaba con la locura por la vía del error, es decir, la conciencia de la locura necesariamente implicaba una experiencia de la verdad. La locura era el error por excelencia, la pérdida absoluta de la verdad” (Foucault 1999b: 64). Por consiguiente, siguiendo a Foucault, hay entre locura y cogito una incompatibilidad esencial, absoluta, que se expresa a través del peligro amenazante de un abismo mental que haría fracasar toda la empresa de la meditación y, por lo tanto, el proyecto mismo de la razón; “razón” por la cual, a su vez, aquélla debe ser excluida.

Del encierro generalizado al saber médico

El “gesto cartesiano” que confina a la locura fuera de los márgenes de la meditación es el símbolo de una serie de consecuencias decisivas para la cultura occidental: en primer lugar, configura -o corre con-comitantemente con- una nueva ética del trabajo que de golpe (“por un extraño coup de force”) desacraliza la antigua mitología cristiana ligada al fenómeno de la miseria, bajo cuyo manto oscuro la figura del loco encontraba cobijo en la era medieval. Estamos aquí bajo la influencia de la Reforma y el capitalismo protestante: todos aquellos ociosos, violentos, particularmente los incapaces para el trabajo (y la locura es la “incapacidad” por excelencia) debían ser segregados para impedir la perturbación del orden social. Si el fenómeno de las disciplinas exigía la manipulación del cuerpo individual con el fin de maximizar su fuerza productiva y reducir (o silenciar) la incidencia de la enfermedad (vista como la “incapacidad” provisional al trabajo), la conciencia de la época no podía tolerar más la existencia de lugares destinados a la santificación de la miseria, la hospitalidad hacia los menesterosos, mucho menos a los locos, cuya figura representaba su manifestación extrema. Para ellos no ya la hospitalidad cristiana, sino el Hospital;10 es decir, “una región neutral, una página en blanco donde la vida real de la ciudad se suspende: el orden no afronta ya el desorden, y la razón no intenta abrirse camino por sí sola, entre todo aquello que puede esquivarla, o que intenta negarla. Reina en estado puro, gracias a un triunfo, que le ha sido preparado de antemano, sobre una razón desencadenada” (Foucault 1999a: 124-125).

El nacimiento del Hospital responde a una nueva sensibilidad social que no se orienta ya a lo religioso o lo estrictamente médico, sino que se identifica con un fenómeno de “policía” (posteriormente lo será de “policía médica”, cuando el problema de la salud de las poblaciones se convierta en uno de los principales, si no es que en el principal problema político de los Estados);11 es decir, el conjunto de las medidas que garantizan el trabajo y vigilan la reproducción del orden social. El edicto del establecimiento del Hôpital Général de París, en 1657 (poco después de la muerte de Descartes, en 1650), inaugura esta época, que Foucault denomina como el Gran Encierro. Foucault cita el Edicto del Rey sobre el establecimiento del Hospital General para el encierro de los pobres mendigos de la ciudad y de los alrededores de París (en 1999b: 309): “habiéndose aumentado el mal por la licencia pública y por el desorden de las costumbres, reconocióse que el principal defecto […] provenía de que los mendigos tenían la libertad de vagar por doquier […]. Sobre ese fundamento fue proyectado y ejecutado el loable designio de encerrarlos”. La locura no es la única, pero en virtud de su “modelo” (que en cierta medida podría ser cartesiano), “por un acto de expulsión que los confunde, [se encierra] a los miserables, ociosos, licenciosos, profanadores y libertinos, a aquellos que piensan mal” (Blanchot: 322). Nos dice Foucault:

La importancia del internamiento no está en que sea una nueva forma institucional, sino en que resume y manifiesta una de las dos mitades de la experiencia clásica de la locura: aquella en que se organizan en la coherencia de una práctica la inquietud de la conciencia y la repetición del ritual de la separación (1999a: 268).

Si bien por entonces se trata de seguir un proyecto político-social a la vez que filosófico-moral, más que un principio sanitario, uno de los factores que intervienen en la lógica del internamiento es el fenómeno del contagio, que suscita todo tipo de prácticas (y retóricas) de purificación; el peligro de ser impregnado por esos “vapores atrabiliarios que descomponen el juicio” (Mercier citado por Foucault 1999b: 307) y por los cuales se busca librar a los “razonables” de todo tipo de “agentes contaminantes”. Pese a no haber una intervención médica directa o argumentos extraídos directamente de la medicina en la fundación del Hospital,12 la retórica extraída de la praxis médica fundamenta el encierro como si se tratase de una práctica de “salud” y de defensa del cuerpo (y el alma) social, una política de “segregación y purificación” contra ese “conjunto de degradación […]; úlcera terrible sobre el cuerpo político, úlcera grande, profunda, icorosa, que no podemos imaginar sino volviendo las miradas” (Mercier en Foucault 1999b: 306).

Paradójicamente, ya en los albores del siglo XVIII las mismas razones producirán el efecto inverso: en la conciencia de la gente, el Hospital ya no guardará del riesgo de esos “vapores malignos” sino que se convierte en un caldo de cultivo y un foco de infección-transmisión que da lugar a todo tipo de imágenes mórbidas y metáforas “de espanto”: “sitio espantoso donde fermentan todos los crímenes reunidos, y esparcen, por decirlo así, alrededor de ellos, por la fermentación, una atmósfera contagiosa, que respiran y que parece incorporarse a aquellos que habitan allí […]; receptáculo de todo lo que tiene la sociedad de más inmundo y más vil” (De la Pagne en Foucault 1999b: 308). La evidencia de fiebres en las prisiones, la presencia de escorbuto en las ciudades, provocan que se reavivan viejos miedos que reactivan la “memoria del leprosario”: los horrores del infierno terrenal, condensación de toda clase de males y podredumbre. En cierto sentido es esta reacción popular contra el espacio del internamiento como fenómeno político fundamental de la modernidad lo que provoca el ingreso de la conciencia médica en el campo de la sinrazón y la emergencia de políticas de prevención y control sanitario.

Así pues, en lo fantástico y no en el rigor del pensamiento médico es donde la sinrazón afronta a la enfermedad y se aproxima a ella. Mucho antes de que sea formulado el problema de saber en qué medida lo irrazonable es patológico, se había formado, en el espacio de confinamiento y por una alquimia que le era propia, una mezcla entre el horror de la sinrazón y las viejas obsesiones de la enfermedad. Desde muy lejos las viejas confusiones sobre la lepra siguen vigentes; y el vigor de estos temas fantásticos ha sido el primer agente de la síntesis entre el mundo de la sinrazón y el universo médico (Foucault 1999a: 31).

Esta síntesis, realizada con plena conciencia en el siglo XIX bajo la influencia del positivismo, es resultado de lo que Foucault llama una conciencia crítico-analítica de la locura, es decir, cuando la locura sale del ámbito de la fascinación literaria o pictórica -bajo el aspecto inquietante que tenía con las representaciones pictórico-literarias de Bosch, Brueghel o Shakespeare, o bien cuando pierde el aspecto aterrador que producía en los moralistas o el lastre que representaba para la mirada del humanista- y se expone a la calma de un saber objetivo que reduce las diversas experiencias con las que estaba ligada al concepto genérico de “enfermedad mental”.13 Esta conciencia borra toda remisión dialéctica hacia la sinrazón, “se cierra el silencio del diálogo: ya no hay rito ni lirismo, los fantasmas toman su verdad, los peligros de la contra-naturaleza se convierten en signos y manifestaciones de una naturaleza; lo que evocaba el horror no llama más que a la técnica de la supresión” (Foucault 1999a: 265).

Pero al mismo tiempo es una conciencia que denuncia, con un grito pragmático y seguro de sí mismo, la oposición que representa con respecto a su “otro”: la locura; que insiste sobre el halo de “afección” mental que la obnubila. “Conciencia que no define…” Es el gesto de Descartes, desdeñando su modelo del programa escéptico: “¡y qué; se trata de locos! Y yo no sería menos extravagante si…” Bajo esta conciencia o racionalidad, que representa una curiosa síntesis entre el modelo clásico del internamiento y el saber psiquiátrico del siglo XIX, la locura se encuentra “totalmente excluida, por una parte, totalmente objetivada, por la otra” (Foucault 1999a: 270). Su “verdad” nunca se ha manifestado con “un lenguaje que le sea propio” (1999a: 21) sino que ha sido rigurosa y sistemáticamente confinada al silencio.

Es curioso cómo bajo esta “conciencia crítica” la medicina positiva del siglo XIX aplicada a las “enfermedades mentales” adopta un método de tratamiento que a nivel corporal coincide con los principios homeopáticos (similia similibus curantur), presentes ya desde los tiempos de Hipócrates y tan cuestionados por la medicina “moderna”. Bajo el modelo de encierro propuesto por médicos como Charcot o Esquirol (positivistas, por lo general) se trataba de curar la enfermedad a través de evidenciar en la voluntad del enfermo la máxima resistencia hacia lo que se le imponía como “normal”, y oponerle a su vez la máxima resistencia de la salud. Por ejemplo, Esquirol enunciaba su “credo” terapéutico del siguiente modo: “Es preciso aplicar un método perturbador, quebrar el espasmo con el espasmo […] hay que subyugar el carácter entero de algunos enfermos, vencer sus pretensiones, domar sus arrebatos, romper su orgullo a la vez que es necesario excitar y promover lo contrario” (en Foucault 1996: 57).

En esta clase de procedimientos por un lado se regulariza, se codifican niveles de perturbación cuantificables médicamente según determinados estándares, pero paradójicamente al enfermo se le sigue viendo como un opuesto cualitativo, como una desviación esencial de la especie, por otro lado imposible de curar completamente. El hospital psiquiátrico, así, es sobre todo un espacio de enfrentamiento, “campo institucional en el que está en cuestión la victoria y la sumisión” (1996: 53). Según esta lógica, de lo que se trata es de completar el círculo de los conceptos (o “intuiciones”) preformados del saber médico, desde un inicio organizados parcialmente por medio de la lectura de un conjunto de síntomas dispersos; esto es, enunciar la enfermedad en su verdad y, si es preciso, producirla, a través de su reconocimiento en la voluntad del enfermo por un mecanismo complejo de relaciones de sumisión, “de vasallaje, de posesión, de domesticación, y a veces de servidumbre” (1996: 54-55) entre el médico y el enfermo; dominar la enfermedad, aplacarla y “controlarla” (o “normativizarla”, “domesticarla”) tras haberla desencadenado sabiamente, mostrando su dimensión hipertrófica.

Pero esta producción de enfermedad no es meramente un problema de eficacia terapéutica, sino que tiene lugar en una época en que el conjunto de saberes institucionales tenían que estar validados en un todo orgánico de conocimientos que representara la tensa arquitectura del progreso. Por lo mismo, era fundamental que los trastornos psicológicos se asociaran de algún modo con la enfermedad orgánica, es decir, se arraigaran al cuerpo, puesto que la experimentación y los principios modernos exigían la comprobación observable, cuantificable y reproducible de los fenómenos mórbidos. De ahí los diversos esfuerzos por volver a ligar en el campo psiquiátrico las afecciones del alma con el cuerpo, o en otros términos, poner de relieve la dimensión psico-somatológica de la enfermedad.

Dado esto, según la tradición occidental -modulada por esta intervención médica- pareciera como si las relaciones entre el cuerpo y el alma se valoraran jerárquicamente según el siguiente esquema:

  1. Salud del alma (recto juicio; virtud moral; plena soberanía del sujeto).

  2. Salud del cuerpo (premisa de producción; disposición al conocimiento subjetivo).

  3. Enfermedad del cuerpo (objeto de intervención y conocimiento médico).

  4. Enfermedad del alma (pérdida de individuación; necesidad del cuerpo para la justificación epistemológica).

Experiencias de locura

Para la mentalidad positivista, según lo que acabamos de ver, la locura o insensatez representa el peldaño más bajo en la “ontología médica” (si se nos permite hablar platónicamente), pues empaña los horizontes de claridad epistemológica y opera como un contraejemplo de la victoria de la razón y el progreso de la Ilustración. Por consiguiente, debe ser apartada lo más posible, silenciada, a modo que su lenguaje no interrumpa el coro armonioso y optimista de los cantores de la nueva episteme. A eso es precisamente a lo que responde el interés de Foucault: tratar de “liberar” ese “otro” lenguaje que nunca se ha manifestado con “un lenguaje que le sea propio” sino que, por el contrario, ha sido rigurosa y sistemáticamente sometido al “silencio” (1999a: 21).14

Pero, si hubiese de ser escuchada, si le fuese permitido expresar a la locura su “verdad”, ¿es que acaso tiene lenguaje? Y de ser así, ¿cuál es ese modo particular de lenguaje, su lenguaje? Estas preguntas estaban formuladas en la crítica de Derrida, bajo la premisa de que no se puede hacer hablar al silencio más que con las herramientas del lenguaje o pretender hacer una operación contra el logos fuera de los límites de su “lógica”. Desde la lectura de Derrida hay solamente dos opciones: a) callarse con un cierto “silencio cómplice” o con un lenguaje que “simula callarse”, o bien b) “seguir al loco en el camino de su exilio” (53). El argumento en términos generales es el siguiente:

No hay caballo de Troya del que no dé razón la Razón (en general). La magnitud insuperable, irremplazable, imperial, del orden de la razón, lo que hace que ésta no sea un orden o una estructura de hecho, una estructura histórica determinada, una estructura entre otras posibles, es que, contra ella, sólo se puede apelar a ella, que sólo se puede protestar contra ella en ella, que sólo nos deja, en su propio terreno, el recurso a la estratagema y a la estrategia (54).

Por lo tanto, ¿se podría decir que hay palabras propias en un “lenguaje” que es completamente ajeno, absolutamente “hetero-nómico”?

Foucault hace mover un giro de tuerca más: frente al exilio y el confinamiento al silencio que la “razón clásica” y la “conciencia crítica” del siglo XIX han operado sobre la locura; frente al desplazamiento que borra los rastros de la “experiencia trágica” por medio del eco de esas “figuras fascinantes” que el Renacimiento nos ha entregado a través de los cuadros del Bosco o de Brueghel, o de los residuos trágicos que la locura tenía en los griegos a través de conceptos (o “experiencias”) como los de manía,15 la época contemporánea presenta un nuevo repliegue que permite, en el “caso” de la locura, intentar escuchar no sólo su voz trémula y exaltada sino la fuerza de su universo simbólico. Si bien no se puede hacer una racionalización de la locura desde el lenguaje de la razón, se puede tratar de escuchar su voz por medio de la experiencia de escritores, artistas, que se desplazan en el límite de los dos lenguajes, nombres “que fascinan por el atractivo de la locura que han experimentado, que han sufrido, pero también por la relación que cada una de ellas parece haber mantenido entre el saber oscuro de la Falta de Razón y lo que el saber claro, el de la ciencia, llama locura” (Blanchot: 325).

Foucault apela aquí a una especie de imperativo hermenéutico o una ética (o código) de lectura que nos permita “liberar” aquellas experiencias de la carga patológica mediante la que el siglo XIX, “en su espíritu de seriedad”, las ha “desgarrado”; es decir, “despatologizarlas”, regresar (mediante una “ficción metodológica”, por un “extraño golpe de fuerza”, quizá) al momento previo a la separación, al abismo de lo indiferenciado, pues “si se trata de comprender [esas experiencias] a partir de una concepción positivista […], sólo se [nos] puede ofrecer un sentido alterado y superficial” (1999a: 21). Y en una nueva alusión a Descartes, Foucault ironiza sobre aquella ficción, pero no ya desde el punto de vista epistemológico sino desde el literario; no del lado de la percepción y la crítica de lo sensible, sino de la expresión y de los poderes limítrofes y exasperantes del lenguaje:

La sinrazón toma entonces la figura de otro genio [maligno], ya no aquel que exilia al hombre de la verdad del mundo, sino de aquel que al mismo tiempo mistifica y desmistifica, encanta hasta el extremo desencanto esta verdad de sí mismo que el hombre ha confiado a sus manos, a su rostro, a su palabra, un genio [maligno] que ya no opera cuando el hombre quiere acceder a la verdad, sino cuando quiere restituir al mundo una verdad que es la suya propia y que, proyectada en la ebriedad sensible en que se pierde, finalmente permanece “inmóvil, estúpido, asombrado” (1999b: 19-20).16

Habrá que situar aquí históricamente el texto y los intereses de Foucault. Luego de publicar Historia de la locura en 1961, entre 1962 y 1966 fluyen profusamente una serie de artículos y entrevistas dedicadas a la literatura. Se trata de textos aparecidos en revistas especializadas (Critique, Tel Quel), algunas veces dentro de semanarios o periódicos de mayor difusión (Libération, Quinzaine Littéraire), escritos a modo de “crítica literaria”. Entre ellos pueden citarse “Prefacio a la transgresión”, dedicado a Georges Bataille (aparecido inicialmente en Critique, 1963); “El lenguaje al infinito”, cercano a los planteamientos de Maurice Blanchot (Tel Quel, otoño, 1963); “Lenguaje y literatura”, conferencia pronunciada en la Universidad Saint-Louis de Bruselas, en mayo de 1964; “Jean Laplanche: Hölderlin y el no/mbre del padre”, conferencia inédita de 1962; “La prosa de Acteon”, dedicado a Pierre Klossowski (La Nouvelle Revue Française, marzo de 1964); “La tras-fábula”, sobre Jules Verne (L’Arc, mayo, 1966); “El pensamiento del afuera”, en homenaje a M. Blanchot (Critique, junio de 1966), entre varios otros.

Estos autores, dice Foucault, son ejemplos de libros-cuerpo que muestran de manera muy peculiar estas relaciones entre locura, lenguaje y literatura; “testimonios suficientes de que todas las otras formas de conciencia de la locura aún viven en el núcleo de nuestra cultura” (1999b: 25). Se trata de casos como el de Sade, a quien en 1970 dedicará una conferencia (inédita) en la Universidad de Búfalo;17 del ya mencionado Hölderlin (“Hölderlin y el nombre del padre”, de 1962), de Raymond Roussel (Raymond Roussel, 1963), de Nerval, Van Gogh, Strindberg, de Artaud… pero sobre todo, de Nietzsche, quizá el más claro y paradigmático, en la medida en que su “caso” representa un quiebre de difícil encubrimiento para la “ideología médica” del siglo XIX.

El caso de Nietzsche es emblemático, puesto que en un tiempo en que la medicina, por la influencia positivista, asumía conocer lo que en todos los lugares y en todos los tiempos debía ser considerado como enfermedad, difícilmente tanto locura como enfermedad adquirirán en otro momento de la historia de la filosofía y de la literatura un carácter tan inquietante. Si la locura era imposible en la filosofía en el siglo XVII era porque estaba afuera de las reglas del pensamiento y el lenguaje racional, cotidiano; ahora, cuando la práctica filosófica comienza a cruzarse con las fronteras de lo lírico, de lo fragmentario, cuyo lenguaje por antonomasia excede lo cotidiano, surge la posibilidad de repensar estas relaciones y ponerlas en cuestión. Foucault pone en relación el caso de Nietzsche con Descartes en una entrevista de 1969, dando cuenta de estos cruces paradójicos entre epistemología y ficción, entre filosofía y locura, entre razón y literatura: “El hecho de que en el interior, y desde el principio mismo, se hubieran colocado unas minas con el nombre de locura era algo que Descartes no podía ver de frente y, si llegaba a hacerlo, era algo que enseguida rechazaba. […] Pero con Nietzsche se llega al fin a ese momento en el que el filósofo dirá: ‘Finalmente, tal vez, estoy loco’” (1999d: 378).

Bibliografía

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La “perfección” entendida al menos como supuesto metodológico más que como cualidad metafísica; como una voluntad por eliminar las “imperfecciones” de razonamiento más que como una búsqueda de “divinización” de la razón humana. Pese a que Descartes lo niegue explícitamente -por un lado a) para soportar la segunda de sus “evidencias metafísicas” (a saber, la existencia de Dios), pero también b) para no ser interpretado heréticamente-, podría decirse en el fondo que esta “perfección” es el ideal que subyace, así como sus consecuencias históricas.
Todos los subrayados de los pasajes de Descartes son nuestros.
Cabe mencionar que, en este ejemplo, tanto como en el que se citará inmediatamente abajo, el término utilizado en la edición original en francés es extravagant, que no será el mismo (o el estrictamente equivalente) cuando Descartes lo utilice en un contexto parecido en las Meditaciones, escritas originalmente en latín y traducidas al francés poco antes de la muerte del autor, en 1649. Llegaremos a esto un poco más adelante. Para la traducción, cfr. Descartes 1982a, VI: 32, 37-38.
En este contexto “seguridad moral” significa certeza suficiente para la vida práctica. Al final de Los principios de la filosofía Descartes aclara esta distinción: “Distinguiré aquí dos clases de certeza. La primera se llama moral, es decir, suficiente para regular nuestras costumbres, o tan grande como la de aquellas cosas de que no solemos dudar cuando se trata de la dirección de la vida, aunque sepamos que puede suceder, absolutamente hablando, que sean falsas. Así, los que nunca han estado en Roma no dudan de que es una ciudad de Italia, aunque podría suceder que les hubiesen engañado todos los que así se lo han dicho” (1995, IV: 411-412).
Hay varias otras críticas que merecen atención por parte de Derrida como, por ejemplo, que Foucault “esencializa” la locura al calificarla como “ausencia de obra” (77); que “diviniza” al personaje del loco e intenta restaurar un silencio imposible de restaurar, pues no puede hablar el “lenguaje” de la “sinrazón”, entre otras. Como lo resume sobre este último punto: “La locura es efectivamente por esencia y en general el silencio, la palabra cortada, en una cesura y una herida que encantan realmente la vida como historicidad en general. Silencio no determinado, no impuesto en tal momento antes que en tal otro, sino ligado esencialmente a un golpe de fuerza, a una prohibición que inauguran la historia y el habla” (77).
Cfr., además del pasaje referido, el de los pintores (Descartes 1987, I: 17-18), el del genio maligno (1987, I: 18), etcétera.
Para la traducción, Descartes 1983, VII: 18-19. Para los términos: insensatos [insanis], locos [amentes], extravagante [demens], la edición francesa de 1649 registra respectivamente: insensez, fous, extravagant (Descartes 1982b, IX: 14).
“Si bien tenemos una seguridad moral de esas cosas tan grande que parece que, a menos de ser un extravagante [extravagant], no puede nadie ponerlas en duda; sin embargo, cuando se trata de una certidumbre metafísica no se puede negar, a no ser [que] perdiendo la razón [être déraisonnable]”.
El edicto de creación del Hôpital Général de París establecía estricta prohibición a las intenciones de ayuda a los menesterosos: “Hacemos prohibición e inhibición a todas las personas de cualesquiera condiciones o cualidades que sean, de dar limosna manualmente a los mendigos en las calles y lugares mencionados, pese a todo motivo de compasión, necesidad apremiante u otro pretexto que pudiera ser, bajo pena de 4 libras de multa aplicable a beneficio del Hospital”. Edicto del Rey sobre el establecimiento del Hospital General para el encierro de los pobres mendigos de la ciudad y de los alrededores de París, cláusula XVII, en Foucault 1999b, Anexos: 308-313; l. cit.: 312.
El auge de los controles de higiene y del fenómeno de la “salud pública”, o cuando la vida de las poblaciones comenzó a ser relevante como premisa de reproducción estatal, tiene uno de sus antecedentes más claros en el siglo XVIII, en Francia, Inglaterra y sobre todo en Alemania, donde bajo el concepto de Staatwissenschaft se organizó toda una “ciencia de Estado” cuyo objetivo era la elevación del nivel de salud de la población. En Francia e Inglaterra se empezaron a registrar los índices de natalidad y morbilidad, a la par del desarrollo de un nuevo modelo de control y prevención social de las enfermedades, pero en estos países el objetivo era ante todo el control demográfico. A diferencia de estos países, en Alemania se produjo un auténtico modelo de “policía médica” o Medizinischepolizei, bajo el que el Estado tenía a su cargo todas las instituciones médico-sanitarias, sobre las que ejerció una compleja organización administrativa de “normalización”. Desde ese entonces, paulatinamente todo lo relativo a la salud comenzó a ser objeto de una rigurosa intervención política (cfr. Foucault 1999d: 363-384). El modelo alemán es considerado por Foucault como uno de los más claros antecedentes del “despegue histórico” del fenómeno de la “medicalización”, sobre todo hacia mediados del siglo XIX, que constituirá uno de los elementos bajo los que se caracterizará la política de los Estados actuales como una “biopolítica de las poblaciones”.
“El internamiento […] no ha sido de ninguna manera una práctica médica, y el rito de exclusión al que procede no se abre sobre un espacio de conocimiento positivo” (Foucault 1999a: 269).
El psicólogo y sociólogo Thomas S. Szasz, una de las figuras más reconocidas del círculo de la antipsiquiatría, desarrolla una crítica del concepto de “enfermedad mental”, tal como comenzó a ser acuñado desde el siglo XIX, con el propósito de buscar los lazos de comunicación entre los síntomas de “locura” y las enfermedades orgánicas. En “El mito de la enfermedad mental”, Szasz enuncia lo que considera los problemas teóricos de la acuñación del concepto: “[Mientras que] las enfermedades mentales se consideran básicamente similares a otras enfermedades […] esta concepción se basa en dos errores fundamentales. En primer lugar, una enfermedad cerebral, análoga a una enfermedad de la piel o de los huesos, es un defecto neurológico, no un problema de la vida. Por ejemplo, es posible explicar un defecto en el campo visual de un individuo relacionándolo con ciertas lesiones del sistema nervioso. En cambio, una creencia del individuo -ya se trate de su creencia en el cristianismo o en el comunismo, o de la idea de que sus órganos internos se estén pudriendo o de que su cuerpo esté muerto- no puede explicarse por un defecto o enfermedad del sistema nervioso […] El segundo error […] consiste en interpretar las comunicaciones referentes a nosotros mismos y al mundo que nos rodea como síntomas de funcionamiento neurológico […]; el error radica aquí en establecer un dualismo entre los síntomas físicos y mentales, dualismo que es un hábito lingüístico y no el resultado de observaciones empíricas” (23-24).
Este argumento es el que motivaba aquella muy citada fórmula inicial de Foucault de hacer de su libro no precisamente la historia de un lenguaje sino la “arqueología de un silencio”, que aparecía en el prefacio a la primera edición de 1961. Ese prefacio no fue integrado en la segunda edición ampliada de 1972, muy probablemente porque dichas intenciones fueron el blanco de diversas críticas formuladas desde su defensa doctoral (cfr. Eribon: 154-162) hasta la conocida intervención de Derrida.
La manía para los griegos está relacionada con una experiencia violenta de posesión divina, un ataque repentino enviado por algún dios que por lo general se manifiesta a través de un “poder mental intensificado” (Burkert: 162), que sin embargo casi siempre tiene un desenlace trágico (como la “fuerza” que hace a Heracles asesinar a los niños; como el impulso de mordedura de Orestes de su propio dedo). Está ligada también con la “furia” y las Euménides, pero también puede asociarse con el frenesí erótico, como equivalente de oistros o lyssa, principalmente (cfr. Padel: 38-50). En el Fedro se hace alusión de manera enigmática a los “poderes” mentales o intelectuales de la manía, donde Sócrates afirma: “no tenemos por qué asustarnos, ni dejarnos conturbar por palabras que nos angustien al decir que hay que preferir el amigo sensato y no el insensato […], [pues] más bella es la manía (manian sophrosyne) que la sensatez, ya que una nos la envían los dioses, y la otra es cosa de los hombres” (Platón: 244e-245a).
Foucault cita en estas últimas palabras el Neveau de Rameau de Diderot.
“Sade”, Conferencia impartida en la Universidad de Búfalo, Nueva York, en Archives Michel Foucault, Institut Mémoires de l’Edition Contemporaine, Cote D15r.

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ACTA POÉTICA (número 45-2, julio-diciembre, 2024) es una publicación semestral, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfono 56 22 74 92. URL: https://revistas-filologicas.unam.mx/acta-poetica. Correo electrónico: actapoet@unam.mx. Editor responsable: Dra. Elsa del Carmen Rodríguez Brondo. Certificado de Reserva de Derechos al uso Exclusivo del Título No.  04-2015-041309023000-203, eISSN: 2448-735X, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Certificado de Licitud de de Título y Contenido núm. 4468 y 3224, otorgado por la comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Responsable de la última actualización de este número: Dr. Alejandro Sacbé Shuttera, Aula 2, cubículo 1. Instituto de Investigaciones Filológicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México.  Fecha de la última modificación: 22 de julio de 2024.

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