Esther Cohen. 'El silencio del nombre'. Buenos Aires: IIFL-UNAM / Ediciones Godot, 2016.

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Ana María Martínez de la Escalera

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Reseña. Esther Cohen. El silencio del nombre. Buenos Aires: IIFL-UNAM / Ediciones Godot, 2016.

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Martínez de la Escalera, A. M. «Esther Cohen. ’El Silencio Del nombre’. Buenos Aires: IIFL-UNAM / Ediciones Godot, 2016.». Acta Poética, vol. 38, n.º 1, enero de 2017, pp. 153-6, doi:10.19130/iifl.ap.2017.1.789.
Sección
Reseña

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1.-Desde que leí El silencio del nombre, una cuestión ha estado dándome vueltas en la cabeza: ¿qué es lo peculiar de la escritura de Esther Cohen , que parece inclinarse hacia la estrategia antes que hacia el estilo? Lo cual no sólo explicaría este libro que estamos considerando, sino a los anteriores por igual. Empero, si he interrogado a este texto en particular es porque posee la virtud de la madurez, de la consolidación de un oficio que admiro.

2. En efecto, este volumen define la tensión entre la academia (pensable como la universidad) y la cultura (sustituible a su vez por la seriedad), por la que las demandas de la segunda se conviertan en fermento crítico de la primera. Esta tensión, esta fuerza deriva en una suerte de tirantez limítrofe entre mundos creativos y diversos y entre varios tipos de creación. Tensa frontera, cada vez más visitada a últimas fechas, entre la creación y la reflexión. Difícil equilibrio en el cual se mantienen el pensamiento y el arte, que si bien los lectores recibimos con beneplácito como una brisa refrescante que atravesara la academia, nos deja igualmente sedientos. Poco prejuiciosa, escasamente medida, la escritura de Esther Cohen se atreve a decirlo todo como la literatura, pero aun así nos hace sentir que la totalidad jamás estará colmada. Tenuemente ortodoxa, la crítica viste la creación. Sin embargo, la indefensión de su escritura es un dolor palpable.

3.- Bien podría decirse que estos diez ensayos son territorios intermedios de la cultura. En su aparente pluralidad se delinean los rasgos básicos del discurso contemporáneo: preocupación por el lenguaje, pérdida de la referencialidad, predominancia de la interpretación. Existe en la escritura de Esther Cohen, en relación con estos tres puntos, una decisión que la homogeniza con la pintura de Eduardo, su hermano pintor, ya fallecido. En ambos gobierna un elemento de integración que se llama texto, es decir, un arte de la caligrafía. En algunos destacados ejemplos del oficio de Eduardo Cohen -sus profetas- palpitan las letras del alfabeto hebreo, más vivas si se quiere que la propia historia de la tribu, que tienen el deber de relatar, de registrar. Los Cohen han hecho de su ejercicio de escritor una forma de arte, y del arte un modo muy agudo de escritura.

En Esther la historia, antes de traducirse en memoria, en firmamentos de luz y de oscuridad, es contemporaneidad para la vida. Vida que se trastoca en texto, en escritura cuasi poética, es decir, cuasi trascendental, como en el caso del nombre propio. En Eduardo el arte es ideograma, instrumento que se absolutiza con moderación. La mirada descubre que la moderación practicada por su mano de dibujante es ritual, cultual como el duelo judío al que describe en líneas básicas y del que es parte doliente y no observador distante. En ambos hermanos Cohen la escritura, de imágenes y de ensayos poéticos, es una fuerza de reconciliación con la memoria. Memoria infantil, me parece. Es decir impresionable y al mismo tiempo valiente, pues se enfrenta con la muerte y decide convivir con ella bajo la protección de los adultos, la familia, traducidos en ritual que lima las agudezas del dolor.

4.- Porfía Esther Cohen en una cierta fidelidad al tiempo que tiene por corolario unir a la modernidad con la tradición. O debiera decir con la memoria, que es más que la primera. No se detiene en la memoria íntima y personal que nos confirma y es el espacio de la identidad del individuo. Al igual que Walter Benjamin y Jacques Derrida, a quienes cita, se rehúsa a legitimar el psicologismo. La memoria es plural, es colectiva y se escribe. No es el país de la identidad colectiva o nacional. Hay, como firmamentos de luz y oscuridad, memorias que nos conmueven, nos ensombrecen, nos hacen estallar en lágrimas. Pero siempre, porque no es sino la única salida de nosotros los seres humanos, una memoria que es el recurso para pensar y anticipar la redención. La posibilidad de lo mejor. Si Esther Cohen se decidiera por la filosofía lo haría por la kantiana, para ella la memoria es donde el ideal racional habita, fuera del tiempo y del espacio de la experiencia, vivida: la memoria es la posibilidad del cambio. Está hecha de momentos entrelazados como los ensayos de este libro, algunos de ellos estallan en un instante y permiten imaginar cómo será el futuro, lo justo le llamará Benjamin. Pero ese instante no es naturalmente bello, o bueno o verdadero, sino cuando la memoria lo toma y lo trabaja con sus manos.

Pero, ¿qué será esta memoria? ¿Será griega y mítica, o la memoria hebrea, la de la tribu, la cotidiana y la del relato sin héroes? Esther Cohen lo habrá de pensar más tarde, si bien lo prefigura en uno de sus ensayos. No cabe duda que une a los textos de El silencio del nombre una misma pasión de conocimiento en la memoria del tiempo, que arrastra la propia sangre al mundo.

5.- Hoy cuando todavía se comenta -quizá con exceso- la crisis de la representación y del punto de vista único del sujeto, hemos pasado sin darnos cuenta de la ficción de la verdad a la verdad de la ficción, igualmente peligrosa. Sólo el relato memorioso y memorable nos vuelve a nuestros sentidos: contra el exceso es responsable de echar a andar la lengua. Hay en el significante, en la ficción del arte de la escritura una tiranía que ni la intención del autor, de la obra o del lector podrían explicar de manera completa. Sólo la memoria, cual máquina de discurso, sabrá cómo hacerlo. En ello consiste la postura del texto de Cohen, si es que postura, palabra un tanto rígida, comporta el sentido de defensa rendida del papel del nombre.

6.- Hasta este momento no me había percatado de que este libro dibuja un camino sobre una topología sentimental de las moradas del hombre: la historia que habitamos y el nombre con el cual debemos vivir. Y como todo camino que tiene en Dante a su forjador primigenio, es también una experiencia cognoscitiva que muestra al mundo, aquel de las palabras, como objeto de deseo. El nombre es el motivo oculto y, sin embargo, poderoso de los ensayos. No basta decir que en ellos se medita una teoría idealista del nombre. Habrá que leer con el mismo cuidado que Esther Cohen ha puesto en estas palabras para ver asomarse un posible futuro: en ello consiste el trabajo de renombrar, de poner en cuestión la lengua por la cual nos decimos humanos. Porque el nombre remite a la ley, al nomos griego y a la convención, pero también a la fuerza de la ley, a su poética hebrea originaria, que es su necesidad. El nombre como la ley son indispensables, en su ausencia estaríamos faltos de sabiduría. Esther Cohen devuelve una cierta pureza al habla. Tomo el significado a contrapelo, como muestra de respeto al mandato de Walter Benjamin respecto de la historia. Por el nombre propio es ley e identidad, pero en tanto palabra falla, vacila, excluye, y al hacerlo se vuelve un mero signo de otra cosa irremediablemente perdida. Es lenguaje porque falla; mas no así el nombre. En él estalla la pureza de la lengua, ese Big Bang que reinicia la recuperación del habla con la cual hablar a los otros, o dar voz a los que han sido privados, obligados a callar, y así nombrar la violencia y recordar a las víctimas. Ahí reside la esperanza y ella va vestida de porvenir.

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