Dramaturgia popular mexicana Teatro del Porfiriato Teatro de Género Chico en México Teatro
Contenido principal del artículo
Rey Fernando Vera García
Maestría en Letras Mexicanas
Resumen
En el siguiente trabajo se da cuenta de una pieza para títeres de Constancio S. Suárez, dramaturgo de corte popular, activo en la ciudad de Mé- xico a principios del siglo xx. En una breve semblanza del autor, anotando los datos mínimos que se conocen sobre su vida se destaca su quehacer literario en la famosa imprenta de Vanegas Arroyo y en los diarios de la época. Posterior- mente, se presenta la edición comentada de una de sus mejores obras para títeres o niños, El santo de mi papá, la cual gozó en su época de diversas ediciones. El propósito último de este trabajo es la difusión de la obra de un prácticamente desconocido dramaturgo popular mexicano, la cual puede situarse dentro de la historia general del teatro en México.
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Vera García, R. F. (2015). Una comedia de muñecos de Constancio S. Suárez. Literatura Mexicana, 26(2), 31-51. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.26.2.2015.787
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Sombrío y enigmático autor, nacido probablemente durante el último cuarto del siglo XIX, publicó la mayor parte de su trabajo literario en la Testamentaria de Vanegas Arroyo. Sus trabajos, como muchos de los opúsculos de dicha imprenta, tuvieron una portada ilustrada por José Guadalupe Posada y quizá por ese detalle sea que lograron trascender en el tiempo.
John Nomland fue el primero en mencionar que varias de las piezas contenidas en Galería del Teatro Infantil, de la testamentaria Vanegas Arroyo, son, de hecho, obras de Constancio S. Suárez. Así por ejemplo, señala Sacrificio de amor, Un chasco furibundo, Los pulques mexicanos, Contra la corriente, Por Fingir Espantos y Fregoli (Nomland 1967: 25-29). Por su parte, Margarita Mendoza López es la segunda en mencionarlo como un autor mexicano de teatro; señala, además de las comedias ya citadas por Nomland, los siguientes títulos: Antes del baile, Caída y redención, El cura hidalgo, Honra y pobreza, Los muertos antes de muertos, Pasión eterna y Por Josefina (Mendoza López, 1988). En último lugar, y de manera muy reciente, se publicó un artículo en el sitio Wikipedia donde se aborda la figura de Constancio S. Suárez. Resulta curiosa dicha entrada de la enciclopedia electrónica por estar escrita en alemán y no en español como era de esperarse; además, ofrece la localización de algunas ediciones contemporáneas publicadas en la revista Tramoya, publicación de la Universidad Veracruzana y la Rutgers University Camden. Salvo por este último detalle, el artículo no tiene ningún sustento documental y como sea no ofrece ningún dato relevante (“Constancio S. Suárez”, en Wikipedia).
Así pues, la oscuridad que cubre la figura de S. Suárez resulta desconcertante, toda vez que el autor gozó de cierto prestigio como poeta en la prensa de su época e incluso se le llegó a reconocer un mediano éxito como autor teatral. Debió haber sido así, pues Ignacio B. del Castillo, sin dar cuenta de ningún documento que lo avale, afirma que nuestro autor solía firmar los trabajos que daba a la prensa con las iniciales C.S.S. (Castillo: 32). Desgraciadamente nosotros no hemos podido localizar ningún texto periodístico firmado con dichas iniciales. Y más aún, para nuestra sorpresa, ni Enrique de Olavarría y Ferrari, Armando de María y Campos o Luis Reyes de la Maza mencionan nada sobre el autor. Caso curioso este de Constancio S. Suárez de quien no existe mayor conocimiento sobre su vida ni obra, aunque de esta última y para desagravio nuestro, han llegado a nuestros días un nutrido número de sus piezas dramáticas, que no carecen de valor literario ni teatral a pesar de su sencillez.
Pero, como bien señala Eduardo Contreras Soto, “al hablar de la sencillez de estas obras, no deberíamos llegar, por ende, a una conclusión fácil pero superficial, de menospreciar o ignorar este repertorio”. Esto porque como sea, el teatro de los jacalones, el teatro de aficionados o el teatro de títeres formaron parte de la inmensa oferta teatral de las primeras décadas del siglo XX y contribuyeron de una forma aún no plenamente estudiada, pero evidente, a la configuración de las distintas dramaturgias que vendrían luego. “Como una advertencia ilustrativa y significativa, podríamos incluir entre estas obras supuestamente sencillas a toda la producción de Constancio S. Suárez del que apenas conocemos haber sido escritor de planta de Vanegas Arroyo” (Contreras Soto: 18).
En efecto, cierto es que gran parte de la obra dramática de Constancio S. Suárez fue publicada bajo la testamentaria de Vanegas Arroyo, sin embargo, no debe caerse en la peligrosa generalidad de algunos críticos que hacen de S. Suárez el autor de las docenas de papeles anónimos publicados por Vanegas Arroyo. Por las escasas evidencias documentales que tenemos, los legítimos trabajos de Constancio S. Suárez siempre se imprimían ostentando la firma de su autor.
Ahora bien, este escritor no fue un dramaturgo de escritorio, sino que estuvo involucrado en el ámbito teatral. Parece ser que conocía bien las dinámicas de la vida escénica popular y, es más, llegó a tener incluso algunas representaciones públicas no sólo en la capital, sino también en provincia, tal como lo atestigua la siguiente noticia, donde se anuncia la representación pública, por un grupo de aficionados, de la obra Caridad y redención en el marco de algunas celebraciones populares:
En uno de los más pintorescos sitios de Tixtla, fueron obsequiadas con una tamalada, por los señores filarmónicos, las señoritas que tomaron participación en la kermesse organizada para aquellos, el día de Santa Cecilia, patrona de los músicos. / El domingo 5 de diciembre se puso en escena, por una compañía de aficionados, el drama Caridad y Redención de don Constancio S. Suárez. Después del drama se representó el juguete cómico Los Pontalones. / Los productos líquidos de la función se destinarán a la beneficencia pública de la ciudad de Tixtla (“Guerrero”, en La Patria, 11 de diciembre de 1909).
En relación directa con su actividad literaria, Constancio S. Suárez también escribió poesía. Más allá del supuesto de redactar calaveritas y devocionarios para Vanegas Arroyo, lo cierto es que contaba con cierta aptitud poética. Sus trabajos fueron dados a la prensa. La manufactura de la composición está bien lograda y puede notarse un ejercicio preciso de la versificación. Como en el caso de algunos de sus trabajos dramáticos, su poesía pudo haber sido de corte romántico y con pretensiones metafísicas y religiosas. No es posible detenerse en el análisis completo de su poesía pues este no es el lugar adecuado, y, además, no poseemos sino dos sonetos publicados en 1904 que colocamos como evidencia de la obra y semblanza del autor (“Dos sonetos para el Diario del Hogar”, en El Diario del Hogar, 22 de mayo de 1905):
La luna y el alma
Nace la luna con la faz sombría
y ya le espera tenebroso velo:
obscuras nubes cual crespín de duelo
cercan su ruta silenciosa y fría.
Pasando va tras la nublada vía.
Mas raya al fin en luminoso vuelo,
y libre ya, por la región del cielo
refleja pura el esplendor del día.
Así el alma también, desde la cuna,
las desdichas enlutan su carrera
y atraviesa por ellas una a una.
Así se purifica y regenera
hasta quedar como blanca luna,
radiosa [sic] y libre en la brillante estera.
El sueño
A Fernando de la Paz Álvarez
Cual un consuelo del amor divino,
el sueño pone su intangible beso
al ser humano, que en la carne preso,
está cumpliendo su fatal destino.
Dulce caricia, aliento peregrino
toca los ojos con amante exceso
y desprendida del terreno peso,
el alma busca sideral camino.
Feliz y libre con delicia siente
afán sublime de escalar la altura,
y vuela por el éter transparente.
Mil goces halla, sin igual ventura
y a Dios vislumbra entre la luz ardiente
del estrellado cielo que fulgura.
UNA PIEZA PARA MUÑECOS. EL SANTO DE MI PAPÁ, OBRA Y COMENTARIO
El santo de mi papá es un sainete costumbrista, compuesto por 214 versos preponderantemente octosílabos de rima asonante. La forma que persiste en toda la pieza es el romance. Algunos de los versos no alcanzan el número de sílabas exacto, pero se compensan dado que mantienen el ritmo de la pieza. Existen otros versos de 4 sílabas que suponemos debieron ser parte de veloces pasajes hablados. Siendo en verso la composición, asumimos que sugería un acompañamiento musical durante prácticamente toda la obra. El pie de imprenta señala 1909 como el año de publicación del libreto. La pieza, debido a su versatilidad, también fue incluida en la colección El placer de la niñez, colección completa de comedias para jóvenes y señoritas, sin fecha, colección formada por obras de S. Suárez exclusivamente y publicada en la testamentaría Vanegas Arroyo. No ha sido posible encontrar constancia documental acerca de representaciones públicas, pero debieron existir, al menos en ámbitos privados y en teatro de aficionados, pues la pieza tuvo varias impresiones.
En cuanto a la fábula, El santo de mi papá recrea el diálogo entre dos jovencitos, Albertito de 10 años y Rosaura de 12. El primero ha invitado a la segunda a su casa para mostrarle sus juguetes nuevos, mientras pasa el tiempo encerrado en su alcoba, debido a que en la sala se celebra el cumpleaños de su padre, don Pompeyo, un hombre de alta estima que ha sido visitado por una considerable cantidad de personas. Rosaura llega tarde a la cita, pero tan pronto aparece, asume su labor como compañera de juegos, soportando todas las desavenencias y groserías que al ladino de Albertito se le van ocurriendo. Los maltratos del muchacho se van mezclando con su arrogancia y presunción. Conocemos entonces que ambos chiquillos forman parte de estratos sociales diferentes y que Rosaura realmente hace el papel de criada de Alberto. Luego de los juegos, ambos chiquillos comienzan a aburrirse, es entonces cuando a Alberto se le ocurre preguntar si acaso a ella le gustaría “tomar una copa”. Rosaura, que se había mantenido recatada, puntualiza que mientras la copa “sea de vino” ella no tiene inconveniente. Puestos de acuerdo, por fin, en un juego que agrada a ambos, Alberto sale disparado hacia la sala, donde no debería estar, para hacerse de una botella de coñac de las muchas que hay sobre la mesa. En poder de los chiquillos, la botella comienza a vaciarse entre bromas y disparates, hasta que finalmente la han consumido y ambos niños terminan por completo ebrios.
La comedia está dividida en seis escenas determinadas por la entrada de los personajes en diferentes momentos de la obra. Siendo una comedia de costumbres, ninguno de los caracteres de los niños está plenamente desarrollado, sino que corresponden a acciones tipificadas y en consonancia con la imagen que se tenía de los niños a principios de siglo XX. A propósito, vale señalar una vez más que el epíteto de comedia de niños no debe tomarse de manera literal, interpretando que se trata de teatro dirigido a la infancia. Como hemos ya explicado, son comedias para ser representadas por títeres, niños o jóvenes para solaz y entretenimiento de adultos. Ciertamente, existen marcas de picardía y doble sentido en la comedia que no aparecen en la primera literatura especialmente dedicada a la infancia, por muy popular que esta fuera, entonces no puede ser éste ejemplo de teatro infantil. Una de las marcas dentro de la comedia, la más evidente, es la embriaguez de los niños; y la segunda, el juego del torito, que se inicia con la inocente e ingenua advertencia de Albertito de ser un juego muy simpático, tanto que incluso sus padres lo llevan a cabo. Considero que no es necesario explicar el doble sentido del juego (vv. 88-97).
Junto con Por fingir espantos, El santo de mi papá es otra de las comedias de S. Suárez que usan al niño como personaje. Dentro de la dramaturgia del autor, así como dentro de la literatura dramática en general, pero en particular sobre la popular para muñecos, esto es significativo, pues si bien todas las obras con las que componemos nuestro corpus anuncian ser para niños o títeres, tan sólo estas dos de S. Suárez, Policarpito y A fotografía instantánea de Ildefonso T. Orellana, le dan voz por completo a los personajes niños. Sin embargo, dicha voz corresponde a la imagen que se tenía de la infancia en los primeros años del siglo XX. María Eugenia Negrín ha inventariado las múltiples voces y cualidades que se hacen de los niños en la literatura. En general, llega a afirmar que se tenía una imagen extremista de la figura de la infancia. La primera correspondía con un niño angelical dotado de virtudes enteramente buenas y la otra, la de un niño perverso de comportamiento inadecuado y socialmente reprobable. Aunque, a decir verdad, de esta última caracterización ofrece pocos ejemplos, pese a que fue una de las imágenes más socorridas durante principios del XX (Negrín Muñoz: 198-228).
Siendo un sainete costumbrista, uno de los objetivos del Santo de mi papá sería reflejar mediante la caricatura y la parodia el comportamiento de la sociedad, a través de la exposición cruda y grotesca de los vicios humanos. El hecho de mostrar la embriaguez de los niños tiene la función de acentuar la iniquidad de los adultos mediante el asombro e indignación que podría caber en la representación de niños malcriados con comportamientos impropios a su edad. De algún modo, la fractura del estereotipo del niño como un ser bueno y angelical crea una tensión dramática cuyo objetivo primordial es la reprimenda moral del adulto espectador. Todo esto se realiza mediante el juego y la risa, lo cual si bien suaviza el discurso, pues no se trata de una apología, sino de un divertimento, también vuelve el discurso mucho más efectivo. Pero también debe pensarse que como sainete, El santo de mi papá podría tomarse como un texto documental de los problemas sociales de la época. Ciertamente que el tono de la comedia es intimista y que el cuadro revela un ambiente estrictamente privado de una familia de la clase media culta porfiriana y/o de la calle, pero tomando en cuenta que la pieza se montaba en ambientes festivos precisamente de esta clase social, entonces los espectadores recibían plenamente el mensaje y podían centrar su atención en la censura que en la pieza se hace de su comportamiento como individuos o de su postura hacia la infancia.
Ya desde el siglo XIX, en la narrativa costumbrista se menciona con cierta alarma la tendencia de los grupos de niños a volverse delincuentes y borrachos. María Eugenia Negrín, en este sentido, cita pasajes de “La mesa chica” de Ángel de Campo en que un grupo de chiquillos y adolescentes son desplazados y relegados a la parte menos accesible de la casa para que no interrumpan las reuniones sociales de los adultos. Aún así, se dan sus mañas para hacerse de buenos confites y pasteles y por su puesto vinos y coñac, que son su mayor proeza (Negrín Muñoz: 223). Por cierto que vale la pena decir que este texto de Ángel de Campo tiene cierta afinidad temática y de caracterización de los niños con El santo de mi papá. En ambas obras los niños son desplazados, retirados de las reuniones importantes, las de los adultos, por temor a su comportamiento y villanía; además, en ambos relatos, el niño se muestra ladino y sumamente inteligente, pues conoce la manera de evitar todos los castigos y granjearse, como si de un botín se tratara, de los mejores manjares de la mesa. Veamos:
Pedro y Antonio, enojados porque se les había expulsado ignominiosamente de la congregación de los formales, se aislaban en un rincón improvisando su mesa en una silla y escondiendo debajo de un viejo tocador el fruto de robos disimulados: rebanadas de queso y de jamón, no pocos pasteles, frutas secas y hasta media botella de coñac (Campo: 10).
Por su parte, en El santo de mi papá ocurre una acción parecida a la descrita por Micrós, tomando en cuenta que a Albertito su padre lo envía a su cuarto, como medida ante su comportamiento inadecuado. Y de ahí, el robo de la comida representa una suerte de venganza ante el desplante del padre, pero también una reivindicación a su dignidad y orgullo, pues si el santo del padre está siendo magnífico, en cambio el suyo apenas tuvo presencia, sin decir que lo que más recuerda es la azotaina que le dieron por malcriado. Por esta razón, el robo del coñac está justificado (vv. 129.153).
Por otra parte, la forma del sainete de la pieza nos hace preguntarnos sobre el contenido social que pudiera tener. El aspecto, sin duda, que más resalta es el comportamiento y la caracterización de los personajes niños que representan. Así pues, Rosaurita es la representación de la criada de juegos o compañera de juegos. Era costumbre en la época que los hijos de la servidumbre de una casa terminaran sirviendo a los más pequeños de la misma, a veces como verdaderos sirvientes y otras como amigos forzados, dado el sueldo de sus padres. Estos compañeros de juegos se encargaban de hacer compañía y entretener a los infantes amos de la casa y algunas veces se les otorgaba una educación y cuidado similar a la de sus amitos.
Es evidente que Alberto y Rosaura pertenecen a clases sociales diferentes. Alberto es el hijo mimado de don Pompeyo, un respetable hombre de clase media alta, mientras que Rosaurita es la criada de juegos, pobre, contratada especialmente para evitar que el niño tome rumbos ajenos a su formación y posición social, aunque de nada sirve, pues no necesita de amigos del “colegio” para aprender mañas y hacer fechorías, los criados de su casa le sirven de mentores al respecto. Sabemos que Rosaurita ejerce un contraste extremo con relación a Albertito, pues la niña se asombra de la diversidad de juguetes de su amigo (vv. 77-86).
La dinámica que existía entre los niños de clases sociales distintas consistía en la protección que los ricos ejercían sobre los pobres (Castillo Troncoso: 83-112). Y aunque, de alguna manera, la pobreza era sinónimo de perversión y debía ser erradicada mediante el apoyo de los que más tenían, lo cierto es que, en la comedia, existe la impresión de la pobreza como depositaria de los más altos valores morales. El padre de Alberto no permite que éste se junte con compañeros del colegio, pues conoce de antemano que son unos granujas; en cambio, de Rosaurita, la compañera de juegos, no puede sospechar nada, cuanto más que es niña. Aquí ocurren dos cosas importantes de señalar que generan la tensión dramática de la pieza y la extrañeza del público. Por una parte, se cree antes de la escena que Alberto es la imagen tradicional del niño puro, asexuado, bueno y obediente y por la otra que Rosaurita, al ser pobre y desprotegida no puede albergar pensamientos inicuos. Pero al transcurrir la pieza esto se revela como falso: Alberto es un chico sumamente travieso y grosero, y Rosaura, pese a su recato y buen comportamiento, termina por incitar al jovencito a robar el coñac.
El otro aspecto social a resaltar de la comedia es el consumo de alcohol por parte de los niños. Ya en los años en que se publica la comedia, había ciertas voces escandalizadas por el consumo de alcohol entre los niños. Era habitual, sin embargo, que se comenzara a ingerir bebidas embriagantes durante la niñez, pues no existían leyes efectivas en contra de la práctica. Así por ejemplo, en 1904, la prensa de la ciudad de México traía a la capital la indignante noticia de un periódico de Guaymas sobre el alcoholismo en menores de edad. Curiosamente no señala a los padres como responsables, sino al Estado, a través de la policía que no sabía poner orden en el asunto:
Se queja un periódico de Guaymas del horroroso incremento que está tomando en aquel puerto la embriaguez en los menores de edad y culpa muy especialmente a la policía que permite la entrada de los menores a las cantinas y a los dueños de los referidos establecimientos. El mal parece que es general, pues aquí es común y corriente ver a cada paso, principalmente los días de fiesta, a muchos menores iluminados por el alcohol y hablando un lenguaje capaz de ruborizar el pudor más empedernido. El correctivo de ese desbordamiento, no es ni puede ser otro que una activa y eficaz vigilancia por parte de la policía e imponer penas severas pero durísimas a los cantineros que vendan a los menores licores embriagantes (“Niños Borrachos”, en La Patria, 21 de abril de 1904).
En efecto, el consumo de alcohol entre menores era general en toda la República y aún más en la ciudad de México, donde el contraste entre clases estaba (y sigue estando) dolorosamente marcado. Luis G. Urbina en 1913 focalizaba el consumo de alcohol entre los menores de clases sociales bajas, debido a que sus padres, en su ignorancia casi bestial no podían hacer otra cosa sino corromper a sus hijos permitiéndoles el “pulque”, bebida sin la cual la miseria de sus vidas no podría ser llevadera:
¡Cómo! ¿Hay niños borrachos, y son los padres los que ponen en sus manos temblonas el primer vaso de pulque, y en sus cerebros, todavía inconscientes, el primer deseo de hallar en la embriaguez un regocijo? Sí, hay niños borrachos y son los padres los que se dedican a esas diabólicas enseñanzas. Pueden verse en la calle los efectos de esta abominable perversidad. Van por esos mundos raquíticos, escrofulosos, endebles, muchos chiquillos que llevan marcado el estigma de su origen, la huella repugnante de la miseria y del vicio de quienes les dieron el ser. Estos infelices no pidieron la vida, y no reniegan de ella, sino que la soportan y hasta suele parecerles placentera (Urbina 1913).
Ciertamente que el consumo de alcohol, como hasta nuestros días, no era exclusivo de los estamentos bajos de la sociedad. Como ya lo ejemplificamos con la cita de Ángel de Campo (“La mesa chica”), entre las familias de la clase media era algo frecuente, y también entre escola-res de la época; así lo atestigua una carta de cierto maestro de escuela, don Donato Martínez, enviada a la redacción de El Siglo Diez y Nueve con motivo de la acusación que se le hace de haberse encontrado un par de estudiantes alcoholizados en su escuela a la hora de salida:
Acerca de los niños borrachos que se encontraron en la escuela, espero que pruebe que se encontraron en la escuela, por quién, cuándo y a qué hora: le hago el [en]cargo anterior y voy a referir lo acontecido: el jueves 11 de mayo del año pasado, faltaron a la escuela por la tarde los niños Pedro García, Felipe Valdovinos y Amado Hilario. A las cinco trataron de incorporarse con los otros que salían, para no hacer notable su falta, pero los que asistieron, viendo que no estuvieron presentes y sabiendo que se les había anotado en el registro de faltas y más que todo, causándoles novedad o más bien escándalo, el estado de embriaguez en que se hallaban, cuando salía me dieron parte de la ocurrencia en la misma calle (“Remitido”, en El Siglo Diez y Nueve, 7 de abril de 1844).
Es precisamente en el escándalo que causa ver a dos menores bebiendo hasta la embriaguez y solazándose de ello en lo que está basado el humor de El santo de mi papá. Ciertamente el tema está más cercano con el costumbrismo del teatro popular que con el didactismo del primer teatro para niños. De ahí que sigamos insistiendo en que no se trata de un teatro infantil, sino para públicos adultos.
NUESTRA EDICIÓN
Siendo el propósito primordial de este trabajo la difusión de uno de los más brillantes dramaturgos del teatro popular de principios del siglo XX, es entonces que hemos querido presentar una edición reformada para un público actual. Así pues, se ha actualizado tanto la ortografía como el uso de signos de puntuación. En corchetes se colocan los añadidos. Sin embargo se ha conservado la disposición y sentido de las acotaciones que escribió el autor.