Esther Martínez Luna. Soñadores, espectadores, sabias y pirracas. Figuras y discursos literarios en los albores del siglo XIX en México. México: Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Filológicas, 2022.

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Ramón Jiménez Gómez

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Jiménez Gómez, R. . (2025). Esther Martínez Luna. Soñadores, espectadores, sabias y pirracas. Figuras y discursos literarios en los albores del siglo XIX en México. México: Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Filológicas, 2022. Literatura Mexicana, 35(2), 259-263. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2024.2/00SW17S0X8480
Sección
Reseñas

Desde que comenzó el nuevo milenio, aprovechando la coyuntura que supuso la celebración del bicentenario de la Independencia de México, varios académicos han vuelto a examinar los últimos años del virreinato de la Nueva España y el devenir de esta revolución, con lo cual han podido ofrecer nuevas interpretaciones; replantear postulados que seguía sosteniendo acríticamente la historiografía; dar a conocer fuentes documentales e iconográficas inéditas, y proponer novedosas metodologías y perspectivas de estudio. Gracias a ello, hoy contamos con numerosas publicaciones que enfatizan la importancia de contextualizar el movimiento independentista novohispano en el marco de la desintegración de la monarquía hispánica; de compararlo con los acaecidos en otras latitudes latinoamericanas; de calibrar el impacto real que tuvieron las reformas borbónicas; de comprender mejor las últimas décadas del siglo XVIII, y de analizar este periodo con base en otros enfoques, mismos que van desde la historia sociocultural de la guerra hasta el estudio de los lenguajes políticos.

Con todo, aún existen muchas lagunas y campos que han sido poco atendidos. Tal es el caso del literario, pues, salvo por escritores puntuales como Lucas Alamán, Carlos María Bustamante o el afamado José Joaquín Fernández de Lizardi, poco se sabe de los géneros que se desarrollaron durante ese periodo; de los autores que los cultivaron; de las polémicas que se suscitaron en torno a ellos, y de cómo y en qué medida esta literatura ayudó a reafirmar una identidad -primero americana y después nacional- que sería fundamental en las guerras de independencia y en la conformación de los nuevos países. Una de las pocas investigadoras que se ha preocupado por solventar esta ausencia es Esther Martínez Luna, quien, desde hace varios años, a través de sus estudios y ediciones críticas del Diario de México y de sus trabajos sobre la prensa dieciochesca y la Arcadia de México, ha ido perfilando el horizonte literario de aquel puente entre siglos. Los resultados de sus pesquisas y el cúmulo de reflexiones que ha articulado a lo largo de su trayectoria se conjugan, de manera magistral, en su último libro que aquí nos ocupa.

Soñadores, espectadores, sabias y pirracas. Figuras y discursos literarios en los albores del siglo XIX en México es una obra historiográfica y de crítica literaria que está estructurada en dos partes. La primera de ellas, titulada “Modelos literarios”, se enfoca en los tres grandes géneros -o subgéneros, según el criterio que se aplique- que se practicaron en Nueva España entre finales del siglo XVIII y los primeros años del XIX; a saber: la carta, el sueño literario y el género del espectador. Asimismo, centra su atención en cómo dichos géneros ayudaron a crear “una nueva forma de comunicación” entre autores y lectores, mucho más pública, “abierta y creativa”, y que incluso llegó a burlar la censura virreinal y a estar al margen de la estructura social del Antiguo Régimen (1213). Por otra parte, la segunda sección, denominada “Configuraciones identitarias” nos deja ver cómo en esta época aparecieron en el horizonte literario nuevos actores sociales con características e identidades propias, a veces con el apoyo e impulso de los letrados -como fue el caso de las mujeres- o de manera independiente y en contraposición a ellos, como sucedió con “los llamados currutacos o petimetres” (14). Aunado a ello, muestra que el surgimiento y la participación activa de estos sujetos era síntoma de los cambios que se estaban produciendo en todo el mundo hispánico: la antigua erudición dieciochesca empezaba a desaparecer y daba paso a la configuración de nuevas comunidades letradas que poseían sus propios espacios, hábitos, símbolos identitarios y mecanismos de sociabilidad.

Para llevar a cabo este trabajo, además de entablar un diálogo crítico y pertinente con la historiografía, Martínez Luna acudió a la prensa del periodo, sobre todo al Diario de México, cuyo primer número apareció en la capital novohispana en 1805. Aunque se trata de un periódico muy conocido y al cual han acudido varios investigadores, la autora evidencia que aún no ha sido lo suficientemente estudiado como fuente de primera mano para conocer la historia literaria de los albores del siglo XIX, ya que en él se publicaron toda clase de textos, desde poemas y relatos breves hasta discursos y artículos de opinión que trataban una amplia gama de temas, entre los que encontramos historia, filosofía, ciencia, educación o lengua. No obstante, nos advierte que para poder aprovechar sus páginas es indispensable comprenderlo -al igual que las expresiones literarias que en él aparecieron- en su propio contexto y en sus propios términos; esto con la finalidad de evitar anacronismos y juicios acríticos.

A partir de este enfoque, y siempre con un lenguaje claro y ameno, Martínez Luna explica en el primer capítulo que alrededor del Diario de México se constituyeron nuevas sociedades letradas, resultado de que los editores invitaban a sus lectores a enviar cartas al periódico -abordando cualquier cuestión que les preocupara- para que fueran publicadas y generaran espacios de discusión. Con ello, de ser un medio de comunicación cerrado y de carácter privado, la carta se convirtió en un género abierto, dinámico y público, capaz de propiciar debates mucho más libres entre los ciudadanos letrados, sin importar si éstos eran abogados, médicos, clérigos o funcionarios, con lo cual fueron quedando atrás las antiguas jerarquías virreinales e ilustradas. No obstante, a pesar de estos cambios, el eco del Siglo de las Luces siguió presente, pues buena parte de los colaboradores que mandaron misivas al Diario decidieron polemizar con temáticas relacionadas con el bien común, la buena conducta moral, los malos hábitos de la plebe novohispana y todas aquellas reformas que ayudarían a lograr la felicidad de los americanos españoles.

En el segundo capítulo -que, desde mi perspectiva, es el más interesante de la primera parte del libro- la autora demuestra que en este puente entre siglos, contrario a lo que puede suponerse, uno de los géneros más cultivados fue el sueño literario. Aunque dicha manifestación está mayoritariamente vinculada con el “barroco hispánico”, teniendo a Francisco de Quevedo, Pedro Calderón de la Barca o sor Juana Inés de la Cruz como sus máximos representantes, en los albores del siglo XIX varios pensadores decidieron hacer uso de la experiencia onírica para expresar sus ideas, las cuales, al igual que las cartas, tenían que ver con cuestiones moralizantes. Con gran acierto, Martínez Luna argumenta que la importancia de estudiar estos sueños radica en tres puntos. Primero, ayuda a desterrar el presupuesto de que un género literario no puede florecer en una época distinta a la que la crítica lo ha asociado. Segundo, posibilita entrever el juego de originalidad e intertextualidad de los sueños que aparecieron en el Diario, ya que unos se compusieron explícitamente para ser publicados en él y otros fueron refundidos a partir de los que ya se habían impreso con anterioridad en España. Y, finalmente, permite advertir cómo los autores de dichos sueños decidieron llevarlos a la esfera pública, conjugando un interés estético con uno pedagógico, ya que buscaban cambiar las costumbres que ellos consideraban nocivas de su sociedad con la difusión de tales escritos.

El último de los géneros que practicaron los letrados de esta época, y que no ha sido atendido por la historiografía mexicana, es el del “espectador”. Influidos por los principales periódicos ingleses del siglo XVIII ̶como The Tatler, The Spectator o The Guardian̶ y por la labor de los propios editores del Diario (especialmente Jacobo de Villaurrutia), los autores que incursionaron en este género también lo emplearon para debatir sus programas moralizantes y de reforma de las costumbres. Sin embargo, a diferencia de las cartas y los sueños, en donde podían existir alegorías o referencias a la tradición grecolatina, estos textos fueron más sencillos y menos eruditos; incluso, llegaron a utilizar el humor y a evocar lugares pintorescos -cafés, tertulias, pulperías, etc.- al momento de hacer su crítica. Su verosimilitud y grado de autoridad radicaba en que sus autores, en tanto narradores en primera persona, se mostraban como actores, testigos y espectadores (de ahí el nombre) de la escena que estaban describiendo. Un aporte más de la autora en este tercer apartado es que evidencia que muchos de los letrados que cultivaron este género decidieron ocultar su identidad y firmar con otro nombre, no por miedo a represalias o a la censura como podría creerse, sino para crear una “personalidad ficcional” (64) que evocara, desde un principio, la actividad que desempeñaban o el grupo social al cual iría dirigida su crítica. En este tenor, varios de estos escritores, que querían dirigirse hacia las mujeres, empezaron a firmar con pseudónimos femeninos, tales como “Barbarita Lazo”, “La Descocadilla”, “Inés Gadifallo” o “Pepita Gamunz” (96-97). Desde luego, esta conclusión es un aporte significativo que vale la pena destacar, pues todavía, a la fecha, pervive una historiografía que considera que estos autores fueron verdaderas mujeres, y que ellas también colaboraron con el Diario de México u otros periódicos.

En consonancia con el tema de las mujeres, en el cuarto capítulo, Martínez Luna analiza cómo los letrados las introdujeron en el discurso ilustrado, pues consideraban que su papel era fundamental en la nueva sociedad que estaban promoviendo. Así, las páginas del Diario se convirtieron en un espacio propicio para la discusión de ideas, muchas veces antagónicas, sobre el rol que deberían jugar las mujeres, los espacios que podían ocupar, las actividades que tenían que realizar y el tipo de educación que mejor les convenía. Inspirados en las obras de Benito Jerónimo Feijoo, pero sobre todo en las del teólogo francés François Fénelon, estos escritores se dieron a la tarea de emitir una serie de consejos para sus lectoras. Como ya se mencionó, para “conseguir mayor empatía y complicidad” con ellas, decidieron firmarlos con pseudónimos femeninos (96). Si bien la imagen de la mujer que se halla en el Diario es una idealización construida con base en estereotipos masculinos, el hecho de que fueran consideradas como sujetos activos sí constituyó un cambio de paradigma muy signficativo.

Otros personajes que también aparecieron retratados en el Diario, aunque con características negativas, fueron los llamados “currutacos”, “petimetres”, “pisaverdes”, “pirracas” o “manojitos”. Para los hombres de letras de principios del siglo XIX, estos individuos constituían un cáncer social, pues, además de que su vestimenta era extravagante y su comportamiento extrovertido, gustaban de la lengua y de la cultura francesas, por lo cual eran considerados unos traidores a su patria. Además, apelaban a un tipo de conocimiento más llano que iba en contra de toda una tradición: por ejemplo, preferían las lenguas francas al latín y el griego, y aquellas lecturas que fueran útiles en la vida práctica y no las meramente eruditas. Martínez Luna expone en el quinto capítulo que esta crítica hacia los currutacos es síntoma de que, en esas décadas, estaba surgiendo otra forma de sociabilidad que amenazaba a los letrados tradicionales que querían seguir siendo los únicos “voceros de su sociedad”.

Finalmente, en el último capítulo, la autora plantea una de las tesis que, a mi modo de ver, es de las más relevantes del libro. Ésta es que, desde mucho antes de que se publicara la Gramática de la lengua castellana destinada para el uso de los americanos del venezolano Andrés Bello, y de que pensadores como Fernández de Lizardi propugnaran por una emancipación literaria de la Metrópoli, los letrados criollos ya estaban discutiendo la validez de tener su propia pronunciación, ya que seguir considerando que la única enunciación correcta del castellano era la que privaba en España equivalía a un acto de sumisión. Indudablemente, para aquellos españoles americanos, la lengua se convirtió en un símbolo identitario con el cual pretendieron diferenciarse y al que defendieron en acaloradas polémicas que también tuvieron lugar en el Diario de México y en otros periódicos. Para ellos, que llegaron firmar con pseudónimos como “El Criollo Mexicano”, “El Criollo Poblano” o “El Payo Tierradentreño” (146), América tenía el derecho de poseer “su propia pronunciación, su propia entonación y su propio vocabulario” (153).

Como habrá podido observar el lector, el libro de Martínez Luna constituye una notable aportación a la historiografía y a la crítica literaria, pues, además de que propone tesis novedosas, sustentadas en argumentos sólidos y en una amplia revisión documental, viene a llenar un vacío que había quedado olvidado por años, incluso, durante la coyuntura que supuso la conmemoración del bicentenario de la Independencia de México. Soñadores, espectadores, sabias y pirracas. Figuras y discursos literarios en los albores del siglo XIX en México es una obra de obligada consulta para todos aquellos que deseen conocer y comprender la historia literaria de un puente entre siglos, de una época que anunciaba el ocaso del virreinato de la Nueva España y el surgimiento de la nueva nación mexicana

Bibliografía consultada

  1. (). . . México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas. .