Introducción
Uno de los debates centrales dentro del campo de la filosofía de la historia tiene que ver con el estatus ontológico del pasado. Es decir, se cuestiona la idea de si el pasado es algo que está estructurado y tiene sentido por sí mismo, o si es el historiador quien le otorga estructura y por lo tanto sentido. Actualmente, podemos reconocer por lo menos dos posturas dominantes que abordan dicho debate; por un lado, tenemos la postura realista que afirma que el pasado es algo descubierto, que los hechos son entidades dadas y que las historias son conexiones contenidas dentro de los hechos mismos.1 Por otro lado, tenemos una postura antirrealista que rechaza la idea de que el significado del pasado sea descubierto. Los antirrealistas afirman que el pasado es algo construido, que los hechos son abstracciones concebidas por los historiadores y que las conexiones entre episodios del pasado son creadas y establecidas por el historiador.2
Uno de los enfoques particulares que este debate ha generado tiene que ver con la constante resignificación que le damos al pasado. Si los realistas tienen razón, entonces ¿cómo explicamos que cada generación produzca un sentido distinto del pasado?, ¿cómo explicamos que con cada cambio de régimen político se regrese a los libros de historia para legitimar un presente?, ¿cómo explicamos que la reescritura de la historia es, de hecho, inevitable? Si tomamos como presupuesto la postura realista de que el pasado es uno y se descubre en las fuentes, pareciera que no podemos explicar esas preguntas, o nos quedamos cortos intentando darles una respuesta. Más allá de la postura antirrealista que uno quiera tomar y hasta dónde quiera llevar el compromiso de que el pasado es construido, lo cierto es que este compromiso filosófico nos permite entender mejor lo que de hecho ocurre en la disciplina histórica, esto es, la constante reescritura y resignificación que damos al pasado histórico.
Ahora bien, si tomamos la construcción del pasado como un compromiso serio, entonces tenemos que explicar cómo ocurren esa construcción y esa resignificación. Entender qué mecanismos se utilizan en la disciplina para poder dotar y redotar al pasado de sentido resulta una labor fundamental no solo para entender más acerca de la disciplina histórica, sino para entender cómo es que de forma individual y colectiva nos relacionamos con nuestro pasado. Este artículo busca evidenciar una actividad particular que nos permite entender precisamente cómo reasignamos sentido al pasado. Para entender dicha actividad, exploraremos los trabajos de dos autores que nos servirán de guía: Hayden White y Robert Brandom. El trabajo de White nos permitirá explicar la importancia de las narrativas dentro de la resignificación del pasado, y el trabajo de Brandom aclara cómo la incorporación de nuevos conceptos permite mirar acciones particulares bajo una nueva luz. La novedad de mi propuesta estriba en combinar a estos autores para entender cómo asignamos nuevos valores al pasado y cómo podemos resignificarnos a la luz de estos nuevos mecanismos discursivos. A esta posibilidad de reinventar el pasado con una nueva narrativa y nuevas posibilidades conceptuales es a lo que llamo libertad histórica.
En la primera sección hago un análisis de los conceptos: libertad expresiva, de Brandom, y libertad narrativo-existencial, de White. Una vez entendidos los puntos centrales de sus planteamientos, procedo a establecer cómo es que la unión de estos términos nos permite clarificar el tipo de libertad en la historia aquí concebida.3
Libertad expresiva (Brandom)
En 1979, Brandom publicó el artículo “Freedom and Constraint by Norms” donde, desde una reflexión de la filosofía del lenguaje, expone una forma de libertad que expande nuestras posibilidades de actuar.4 Me gustaría destacar tres puntos centrales del ensayo de Brandom:
1. Al inicio de su artículo, lanza la interrogante que guía el argumento central del texto: ¿qué hace que un acto lingüístico sea correcto o incorrecto?, o, dicho de otra manera, ¿qué hace que un acto del habla sea apropiado o inapropiado? Brandom responde a esta pregunta insistiendo que son las prácticas sociales las que generan estándares de lo que es correcto o incorrecto y es con base en estas que los actos lingüísticos del individuo son evaluados. Brandom afirma que las prácticas lingüísticas son prácticas sociales y como tales es la comunidad de hablantes la que determina la idoneidad de las declaraciones. Puede ser que para muchas de estas prácticas no podamos especificar qué es exactamente para la comunidad tratar tal expresión como una actuación apropiada. Pero, para Brandom, cualesquiera que sean las dificultades epistémicas de identificación que podamos tener, no alteran los criterios de identidad de tales prácticas, que consisten únicamente en respuestas comunitarias a los enunciados.
Es decir, tomar algo como adecuado o inadecuado, verdadero o falso cuando hablamos de comunidades lingüísticas, es un asunto de práctica social más que de dato objetivo. Tomemos como ejemplo a nuestra comunidad hablante cuyos miembros tienen la práctica social de decir “de nada” cuando alguien dice “gracias”. ¿En virtud de qué es “correcto”, “apropiado”, “educado” decir “de nada” cuando alguien establece el acto performativo de decir “gracias”? Brandom afirma que claramente es un asunto comunitario. Si alguien dijera “hola” en lugar de “de nada” sería, sin duda, desconcertante. Diríamos que probablemente esa persona no maneja nuestras prácticas lingüísticas, quizá es extranjero, o fue un “error” en su intervención, y el mismo hablante se daría cuenta. El criterio de identidad de las prácticas sociales apela al juicio de la comunidad; lo que esta dice o hace establece los estándares de sus propias prácticas. Para resumir este primer punto, es la comunidad la que crea sus propias reglas en términos de prácticas sociales y actos lingüísticos. La verdad o lo que “es correcto” dentro de este sistema es asunto de acuerdos y repeticiones sociales que se solidifican. En este sentido, Brandom reitera una y otra vez que no hay una verdad lingüística independiente de la comunidad; es esta la que avala y reafirma dichos estándares.
2. Una vez establecida la idea de que cuando nos referimos a actos sociales y lingüísticos el criterio evaluativo lo dicta la comunidad misma, Brandom establece el segundo punto de su ensayo: estas normas que avalan o desacreditan prácticas sociales permiten también la producción de nuevas instancias y posibilidades lingüísticas. Es decir, las normas no son inamovibles, la comunidad puede decidir cambiarlas. Argumenta que no es necesario que haya una organización democrática en sus prácticas sociales. “Puede haber expertos con varios tipos de autoridad especial con respecto a los juicios sobre la idoneidad de una actuación, como es el caso en inglés con el uso correcto de palabras como molibdeno, o como bien podría ser el caso con la determinación de la conveniencia del precio de una novia en alguna tribu”.5 El punto central, dice Brandom, es que la comunidad tiene autoridad total sobre sus propias prácticas, así que, incluso si en el pasado han exhibido y establecido una regularidad en sus respuestas sociales, pueden en cualquier momento decidir romper con ellas. Brandom es cuidadoso en distinguir que aprender un lenguaje no es solo aprender una serie de oraciones y palabras que todo el mundo usa y considera adecuadas. Cuando una persona realmente ha aprendido el lenguaje y las prácticas sociales que lo circundan y avalan, es cuando puede establecer nuevas oraciones y prácticas que la comunidad considera apropiadas y entender cuando alguien más hace lo mismo.6
Este aspecto creativo del lenguaje, afirma Brandom, nos enfrenta a un nuevo tipo de libertad: la libertad expresiva. Cuando se han dominado las prácticas sociales que comprenden el uso de una lengua, uno se vuelve capaz de hacer algo que antes no podía hacer: producir y comprender expresiones novedosas. Pero, además, uno se vuelve capaz de formar nuevas intenciones y llevar a cabo nuevas acciones dirigidas a otros fines que, sin la capacidad de novedades expresivas, uno no podría realizar. Esto, sostiene Brandom, es un tipo de libertad positiva: la posibilidad de hacer algo. Lo contrasta con una libertad negativa, que implica la libertad de alguna restricción. No es que las creencias, deseos o intenciones —que se vuelven posibles cuando uno se ha familiarizado con las prácticas sociales adecuadas— hayan estado siempre ahí, escondidos dentro del individuo y mantenidos fuera de expresión por alguna restricción. “Sin un lenguaje adecuado, simplemente hay creencias, deseos e intenciones que sencillamente uno no puede tener.”7
Para resumir este segundo punto: la libertad expresiva, de acuerdo con Brandom, es la posibilidad de producir un número indefinido de nuevos actos de habla de acuerdo con una serie de prácticas sociales que uno ha aprendido y dominado. Lo que se vuelve increíblemente interesante en el planteamiento de Brandom es que las nuevas posibilidades expresivas solo son posibles porque estamos regidos por reglas y normas comunitarias que articulan y posibilitan nuevas formas de expresarnos. Es el manejo de esas normas lo que permite generar nuevas posibilidades expresivas que, a su vez, generan nuevas acciones e intenciones. La libertad expresiva no es la libertad de las normas; es la posibilidad de generar novedades lingüísticas gracias a que estamos regidos por dichas normas.
3. El tercer punto que me gustaría destacar del texto de Brandom es que tenemos que cultivar y ejercitar la habilidad para generar nuevas prácticas lingüísticas y sociales. La libertad expresiva no es una acción pasiva de iluminación; es una actividad constructiva de sentido. Por eso, Brandom apunta que la libertad expresiva es un proceso de cultivación del ser y de la comunidad ya que “la capacidad del individuo para crear nuevos actos de acuerdo con una serie de prácticas sociales hace posible, a su vez, nuevas prácticas sociales. La cultivación [Bildung] del individuo y de lo social —afirma Brandom— se da en este ejercicio de desarrollo de nuevas prácticas que expanden el sentido de lo posible, tanto para el individuo como para su comunidad”.8 Este tercer punto revela que la posibilidad de “cultivarse”, “formarse”, “perfeccionarse”, como individuo y como comunidad implica no solo educarse y funcionar bajo ciertas normas, sino reformularse a través de las posibilidades que nos dan dichas normas. Cultivarnos implica poder resiginificarnos y reentendernos a la luz de nuevos marcos lingüísticos y sociales. La capacidad de crear nuevas dimensiones expresivas posibilita deseos e intenciones que no podrían operar en otros momentos.9
Un ejemplo clave que ilustra lo propuesto por Brandom lo encontramos en el análisis que hace Miranda Fricker10 sobre la noción de ‘acoso sexual’ o ‘depresión posparto’. Dichos términos no fueron utilizados hasta mediados del siglo XX, y una vez que se empezaron a difundir y aceptar, las acciones humanas también empezaron a cambiar. Lo que antes era llamado coqueteo y visto como algo neutral, ahora pasó a ser nombrado y visibilizado como algo negativo y abusivo. Las experiencias que miles de mujeres habían vivido sin la posibilidad de nombrarlas cobraron una nueva dimensión. No solo fueron ellas quienes pudieron renombrar sus experiencias bajo un nuevo término, sino que los victimarios también tuvieron que resignificar su acción. En este mismo sentido, la noción de ‘depresión posparto’ permitió a una gran cantidad de mujeres nombrar su experiencia y darse cuenta de que “aquello de lo que se habían estado culpando y [por] lo que sus esposos las habían culpado, no era su deficiencia personal, sino una combinación de cuestiones fisiológicas y algo social real, la vivencia del aislamiento”.11
Otro ejemplo claro de lo que menciona Brandom lo podemos encontrar en los estudios del filósofo Ian Hacking, quien dedica gran parte de su trabajo a entender cómo categorías, sobre todo médicas, han ido surgiendo y cambiando a lo largo del tiempo. Hacking habla de cómo las nociones de ‘suicidio’, ‘abuso infantil’, ‘autismo’ o ‘el trastorno de personalidad múltiple’ son términos que han ido ocupando su lugar en el campo de la salud mental de formas muy distintas. El concepto moderno de ‘abuso infantil’, por ejemplo, fue introducido por doctores en la década de 1960. Antes no se entendía como un problema médico, sino como un problema social de “crueldad infantil”, donde las ofensas sexuales ni siquiera eran asumidas como parte del término crueldad. No fue sino hasta 1965 que el Index Medicus añadió el término abuso infantil a sus categorías y expandió el término a maltratos de carácter sexual. Lo que este ejemplo muestra es que la categoría y su modificación permiten clasificar un tipo de acción de una forma diferente, y, en este sentido, también a la persona que lleva a cabo dicha acción. Antes, dice Hacking, la crueldad infantil era mal vista, pero ahora el abusador infantil es una perversidad que causa horror, indignación y repugnancia.
Otro ejemplo al que hace alusión Hacking es el del concepto de ‘autismo’. En 1950 ser un “autista funcional” no era una forma de ser persona; la gente no se experimentaba a sí misma de esta manera; no interactuaba con sus amigos, sus familias, sus empleadores, sus consejeros de esta manera; pero en el año 2000 ya era una forma de ser persona, de experimentarse a uno mismo, de vivir en sociedad.12
En este sentido, y volviendo al trabajo de Brandom, vemos cómo el construir nuevos tipos y clasificaciones es algo que ocurre permanentemente. Clasificar acciones o tipos como buenos o malos, como medicalizables o no, es asunto de cómo se asume socialmente el tipo de clasificación. Es solo bajo un esquema social de normas que los significados van cambiando y moviéndose. Dichos cambios se construyen y cultivan para crear nuevos marcos y esquemas que permitan adecuarse al momento social. Así es como se producen nuevos sentidos que hacen que lo que experimentamos se piense en términos que no podían haber sido pensados en ese momento. La idea, en el fondo, es que “los tipos”, “las clasificaciones”, no son entidades metafísicas, sino que son siempre significadas y utilizadas en un entorno concreto que cambia. Es así como nuevas categorías permiten reformularnos y reentendernos desde nuevos lugares, así como hacer posibles intenciones que no podrían operar en otros momentos. Las novedades lingüísticas dan pie a nuevas formas de experimentarnos y de vivir en sociedad de maneras diferentes. En este sentido, la meta no es la creación de un conjunto de conceptos absolutamente deseables e inmutables, sino conceptos maleables que mejor se adapten a las necesidades con las que podemos identificarnos, incluso si estas necesidades son locales.13
Estos tres puntos del texto de Brandom y los ejemplos dados resultan fundamentales para definir un nuevo tipo de libertad histórica ya que los discursos históricos están llenos de categorías que asignan significados a eventos y personajes particulares. Sin embargo, debemos unir su propuesta con la de Hayden White para tener una perspectiva mucho más completa. Pasemos ahora a analizar el tipo de libertad existencial a la que refiere White en sus escritos.
Libertad narrativo-existencial (White)
Es innegable la influencia que autores como Sartre tuvieron en el pensamiento de Hayden White.14 Robert Doran argumenta que la sección “Mi pasado”, en el libro El ser y la nada de Sartre, tuvo un papel central en la idea de White de “escoger nuestro pasado”.15 White afirma que, como seres humanos, no podemos ser reducibles a nuestra “facticidad”. Es decir, las experiencias que hemos vivido son, sin duda, elementos centrales de nuestra identidad. Sin embargo, el giro existencial que establece White es que esos “hechos” no determinan quiénes somos. Somos libres, libres de hacernos y rehacernos dependiendo de la trama que les damos a esos hechos. Por ejemplo, “el Estado moderno francés se eligió con eficacia a sí mismo como la materialización o encarnación de los ideales de la Revolución francesa en lugar de elegir la Restauración o el Imperio de Napoleón”. 16 Al elegir su identidad en la revolución, proyecta una perspectiva de quién es en el presente y de su perspectiva a futuro. En este mismo sentido, “el Estado moderno alemán rechaza su pasado nazi como su pasado”,17 es decir, como un pasado cuyo espíritu busca personificar y perpetuar, y aunque no hay una negación de que eso existió, sí eligen relatar su identidad desde otro lugar. Trascender nuestro pasado, afirmaba Sartre, no implica negarlo.
El existencialista francés afirmaba que solo cuando relacionamos el pasado con el presente, y con decisiones presentes, el pasado cobra sentido. Así, afirma Sartre, “todo mi pasado está ahí, perentorio, urgente, imperioso; pero elijo su sentido y las órdenes que me da por el proyecto mismo de mi fin”.18 La significación del pasado, insiste, está en íntima dependencia con el proyecto presente: “Esto no significa en modo alguno que pueda hacer variar a capricho el sentido de mis actos anteriores; sino, por el contrario, que el proyecto fundamental que soy decide absolutamente acerca de la significación que puede tener para mí y para los otros el pasado que he de ser yo solo […]”.19
En otras palabras, lo que Sartre reitera es que no se trata de “inventar” nuestro pasado en un sentido de fabricación arbitraria de experiencias, sino de reconocer que, con las experiencias vividas que no podemos negar tenemos siempre opciones para entender cómo dichas experiencias repercuten en quiénes somos hoy. Por lo tanto, para el existencialismo sartreano, no hay una esencia previa que determine quiénes somos; es desde el presente que resignificamos nuestras experiencias dependiendo de nuestro proyecto de vida hoy.20
Aunado a la idea de que nosotros escogemos el significado de nuestro pasado a la luz de nuestra vida presente, Sartre introduce también un compromiso ético de enorme importancia. Esta libertad de significado está hermanada a un sentido de responsabilidad innegable: la situación es mía, afirmaba Sartre, “además, porque es la imagen de mi libre elección de mí mismo, y todo cuanto ella me presenta es mío porque me representa y simboliza”. En este sentido, Sartre reconoce que el hombre lleva sobre sus hombros “todo el peso del mundo; es responsable del mundo y de sí mismo en tanto que manera de ser”.21
Veamos cómo es que estas dos ideas centrales —libertad y responsabilidad— están presentes en el trabajo de White y, por lo tanto, en las narrativas históricas. Para White, el pasado histórico no tiene significado en sí mismo; es solo a través de la tramatización de los acontecimientos que estos cobran significado y podemos entenderlos. Las formas de tramar, dice White, son múltiples; siempre existe la posibilidad de elegir cómo damos sentido al pasado. Es así como los hechos no contienen una lógica narrativa propia; es el historiador quien la impone.
En “El texto histórico como artefacto literario”, White afirmaba que el historiador adopta formas culturales de su contexto para dotar a los hechos históricos de una familiaridad aprehensible. La extrañeza original, el misterio, el exotismo de los acontecimientos, argumenta White, desaparece y estos toman un aspecto familiar. “Se vuelven comprensibles al ser subsumidos bajo las categorías de la estructura de trama en la cual son codificados como un relato de tipo particular”.22 Es decir, se promueve la imposición de una estructura a los eventos pasados. Dicha libertad para retramar implica necesariamente una libertad para interpretar(nos) de formas nuevas que abren camino a pensar(nos) diferente en el presente y en el futuro. En este sentido, White insistirá a lo largo de su carrera en lo que estableció con tanta claridad y potencia en un artículo temprano de 1966: “Elegimos nuestro pasado de la misma manera que elegimos nuestro futuro”.23
White recupera de manera plena la libertad sartreana a través de la trama; por eso nombro su planteamiento como narrativo-existencial. Nuestra libertad está en contarnos y recontarnos dependiendo de nuestras necesidades presentes. Es así como White asume la libertad existencial de la que hablaba Sartre y la lleva al plano histórico, no sin antes puntualizar que la decisión respecto a qué narrativa elegimos para entender ciertos eventos tiene que estar sustentada en una postura ética.24 El historiador tiene que asumir la responsabilidad que conlleva elegir tramar de cierta manera los acontecimientos que le incumben. La elección del historiador, al igual que la del individuo sartreano, compromete a la humanidad entera y es desde ahí desde donde debemos y debe asumir su papel. En este sentido, podemos entender la idea de responsabilidad en White desde un doble papel: por un lado, resignificar nuestro pasado conlleva una responsabilidad ético-política muy clara: la forma como interpretamos el pasado tiene una influencia directa en quién decidimos ser, y por lo tanto en lo que decidimos hacer, como individuos y como colectividad. Por otro lado, para los historiadores en particular, White también aboga por una responsabilidad epistemológica que el historiador tiene con el pasado y con las formas en las que decide conocerlo.25
La mala fe del historiador de la que habla Sartre, y que White recupera como “lastre”, “peso” o “agobio” histórico, es no entender al pasado como un proyecto vivo, creer que es algo que está irremediablemente cerrado. Para él, en todo caso, en lugar de considerar nuestro pasado simplemente como una cadena de causas lineales que conducen inexorablemente al presente, deberíamos concebir nuestro pasado como un vasto depósito de posibilidades, de entre las cuales estamos obligados —somos responsables— de elegir.26
Pero ¿cómo es posible elegir nuestro pasado?, ¿cómo entenderlo como algo abierto?, ¿qué relación tiene esa libertad narrativo-existencial con la libertad expresiva?
Libertad histórica. Una nueva propuesta
En esta sección me propongo hilar las dos propuestas: libertad expresiva y libertad narrativo-existencial. Resumiendo, Brandom propone desde la filosofía del lenguaje una forma de libertad que expande nuestras posibilidades de actuar. Afirma que las nuevas posibilidades lingüísticas son siempre establecidas y evaluadas desde una comunidad de hablantes. Asimismo, dichas novedades necesariamente producen nuevas acciones e incluso nuevos tipos de personas que antes no podían ser entendidas de cierta manera. Esta novedad y cambio en las expresiones es una forma de cultivarnos como individuos y como sociedad. Nos permite descubrirnos y reentendernos desde nuevos lugares.
White, por su cuenta, habla de una libertad narrativo-existencial que propone la idea de un pasado determinado y permite plantearse nuevas posibilidades futuras. La idea de que no estamos condicionados, sino que podemos tramar nuestra historia personal y comunitaria desde distintas miradas permite entender el pasado como algo abierto. Para White, elegir nuestro pasado involucra nuestra existencia y nuestra forma de estar en el mundo; por lo tanto, es un asunto de responsabilidad.
La libertad expresiva de Brandom y la libertad narrativo-existencial de White permiten profundizar en la discusión y aportar una nueva mirada respecto a la idea de libertad en la construcción de un discurso historiográfico. Argumento que necesitamos tanto la libertad expresiva de Brandon, es decir de conceptos que permitan resignificarnos, pero también necesitamos de una narrativa que permita darle una historia y un sentido al uso de un nuevo concepto. Hablar de patriarcado, por ejemplo, ilumina una realidad que antes de la existencia del término no era transparente. A la luz de este nuevo concepto nos referimos a relaciones, actos y vínculos bajo una nueva conceptualización. Pero en los discursos históricos no es suficiente tener solo el nuevo concepto, sino generar una narrativa que permita entender cómo, por qué y de qué manera ese nuevo concepto permite iluminar nuestra historia desde un nuevo lugar.
Ejemplo de ello es el texto de la historiadora Gerda Lerner, quien publicó en 1986The Creation of Patriarchy. Dicho libro expone una narrativa en la que no solo las mujeres son puestas en primer plano, sino que las relaciones de género que han atravesado a la humanidad entera son reveladas. El propósito central de la autora es entender los orígenes del patriarcado, su dominio, afianzamiento e institucionalización en Occidente, pero también explicarnos qué nos permite nombrar, hacer evidente y cómo eso sigue siendo significativo en el presente. Para lo cual no solo usa el término patriarcado sino que cuenta su historia, es decir la institucionalización social, cultural y política del dominio masculino en las sociedades, y su transformación a lo largo del tiempo. Su análisis comienza en el 3100 a. C. y llega incluso hasta Simone de Beauvoir, resignificando la historia de la humanidad a través de dicho concepto y de lo que eso significó y significa hoy. Lerner da cuenta de que el silencio y la mala caracterización de las voces femeninas en la historia afectaron profundamente la psicología de mujeres y hombres. Dichos silencios, papeles secundarios y de soporte de las mujeres, “han dado a los hombres una visión sesgada y esencialmente errónea de su lugar en la sociedad humana y en el universo”. Asimismo, para las mujeres “la historia parecía ofrecer durante milenios solo lecciones negativas y ningún precedente de acción significativa, heroísmo o ejemplo liberador”.27
La manera como entendemos y conceptualizamos el pasado, los términos que utilizamos para referimos a personas, acciones o dinámicas siempre tienen consecuencias prácticas.28 Es decir, contar la historia de la creación del patriarcado no solo responde a un interés académico-epistemológico, sino a una necesidad ético-política que evidencia y pone al descubierto relaciones, conductas y desigualdades que la tradicional “historia de la humanidad” no hace. La historia de Lerner replantea relaciones y eso, a su vez, permite reentender el lugar que ocupamos en el mundo, como mujeres y como hombres. El término o concepto de ‘patriarcado’ alumbra, pero la historia y las consecuencias prácticas de contar la historia de Occidente desde ahí posibilita reimaginar lo que podemos ser. Iluminar el pasado desde nuevas categorías nos permite generar una visión crítica sobre las historias tradicionales, así como resignificar nuestras experiencias y vivencias.
Si la historia clásica de la humanidad generó, como afirma Lerner, una visión sesgada sobre el lugar de los hombres en el mundo, así como una mirada negativa sobre las acciones de las mujeres, el libro de Lerner permite resignificar el pasado pudiendo nombrar relaciones de poder que hacen evidentes muchas dinámicas que continúan presentes y también abre la posibilidad de poder transformarlas.29 Iluminar acciones bajo una nueva luz invita a repensar el pasado y a transformar su significado: no, no es que las mujeres no pensaran, o fueran actores pasivos; es que la manera de ver las acciones de las mujeres siempre tuvo una carga de género que antes no permitía reconocer su lugar en la historia.
Para expandir mi análisis y mostrar con mayor precisión mi argumento, analizaré otro ejemplo histórico de relevancia contemporánea en la historia de México: “la conquista”. En este ejemplo veremos con claridad cómo estos dos tipos de libertad interactúan y permiten entender el pasado desde una nueva luz. Es decir, permiten iluminar lo que yo llamo libertad histórica.
Hablar de conquista, resistencia, catástrofe, derrota o encuentro para explicar lo que ocurrió entre 1519 y 1521 en lo que ahora es México ejemplifica muy bien la idea de libertad histórica que quiero construir aquí. Nótese que no es que los términos que están en debate para referirnos a este evento sean novedosos, pero su uso y la discusión dentro de la comunidad de historiadores sobre cuál de ellos es adecuado para describir este evento particular sí lo es. Por muchos años el término conquista fue —y sigue siendo mayoritariamente— utilizado para describir la derrota de “los indígenas” frente a los españoles. Libros de texto, discursos políticos, conmemoraciones, estudios académicos, etc., adoptaron dicho término y se estableció toda una narrativa identitaria sobre nuestra existencia y nuestro ser “mexicanos”. Octavio Paz, por ejemplo, hablaba de que los mexicanos somos “hijos de la chingada” y esto quería decir, “hijos de la madre violada”. Paz lo describe así:
La Chingada es aún más pasiva, no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina. Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias.30
Más allá de discutir a fondo la visión de Paz, lo que quiero resaltar son las consecuencias que tuvo el adoptar la narrativa de la conquista como parte de nuestra identidad. La idea de pasividad, de una pérdida de identidad, de no resistencia, de violación asumida, etc., se volvieron parte integradora del discurso sobre nuestra historia. La idea de que grandes civilizaciones sucumbieron frente a un grupo reducido de hombres implica, necesariamente, que ese grupo de hombres tenía algo especial, fuera de lo común, que hizo que las civilizaciones originarias “cayeran como dominós frente a pequeños ejércitos conquistadores”.31
Contar la historia desde ese lugar, con ese término, genera, como es evidente en la cita de Paz, un entendimiento particular del fenómeno vivido y sus consecuencias. Bajo el término conquista, no conmemoramos la resistencia frente a la invasión; tampoco conmemoramos a los indígenas aliados; es más, hablamos de “la traición de los tlaxcaltecas”. Usar el término conquista fomenta una narrativa en la que los españoles conquistaron a los indígenas, haciendo no solo a los indígenas parte de un todo homogéneo, sino ensalzando el papel, astucia y habilidad de los extranjeros. Federico Navarrete explica que existe una convicción generalizada, que puede notarse en la cita de Paz, de que “al identificarnos plenamente con los indígenas ‘vencidos’ y al dar por sentado que los vencedores vinieron de fuera a derrotarnos a todos nosotros, asumimos en carne propia toda una serie de complejos que nos devalúan y nos paralizan, un innecesario y lastimero ‘trauma de la conquista’, una carga insoportable que supuestamente nos ha aplastado por 500 años”.32
Como es evidente, mucho del lenguaje y las categorías que utilizamos están cargados de estereotipos arraigados y poco cuestionados. Es por eso que, como afirmaba Brandom, cuestionarnos sobre su uso y modificar nuestra manera de referirnos al mundo se vuelven una labor central de cultivación individual y comunitaria. Las propuestas recientes para modificar y empezar a sanar esta narrativa perjudicial han sido la resignificación, a través de nuevos términos y marcos interpretativos de lo que ocurrió entre 1519 y 1521. El propio Navarrete introduce términos como indígenas conquistadores —tomado a su vez del libro Indian Conquistadors, editado por Laura E. Matthew y Michel R. Oudijk— y expone que los gobernantes indígenas aliados eran quienes “determinaban el rumbo de la expedición y las alianzas, de acuerdo con sus propios intereses estratégicos, y luego aconsejaban y convencían a los conquistadores de seguir su camino”.33 Lo que Navarrete revela en esta nueva mirada sobre la Conquista es que a lo que llamamos “los conquistadores” no fueron los españoles dirigiendo a los indígenas “aliados”, sino que “la conquista” no pudo haber sido posible sin los indígenas enemigos de los mexicas. En este sentido, bajo el término indígenas conquistadores se articula una nueva narrativa que, como afirmaba Brandom, permite repensar las intenciones y las acciones del pasado. Nótese que la libertad expresiva en Navarrete no es la invención completamente nueva de un término o la ocurrencia arbitraria de una nueva categoría. Por el contrario, gracias a su familiaridad con el tema elige expresar lo que ocurrió de una nueva forma. Es el manejo de esa familiaridad y de las normas que rigen el quehacer historiográfico las que permiten generar nuevas posibilidades expresivas que, a su vez, producen nuevas acciones e intenciones de los agentes históricos.
El capítulo de Oudijk y Restall en el libro Indian Conquistadors explica que al referirnos a la guerra hispano-mexica como “La conquista de México” o “La conquista española”, corremos el riesgo de entender y enmarcar el papel de los aliados indígenas en un papel totalmente secundario. Tal lenguaje, reconocen, no se puede evitar por completo, ya que no debemos olvidarnos del papel que jugaron los españoles como iniciadores y últimos beneficiarios de la guerra. Sin embargo, destacar el equilibrio demográfico dentro de las fuerzas aliadas: la gran cantidad de guerreros nativos que lucharon contra los mexicas en 1519-1521 y contra otras entidades políticas en los años posteriores, ayuda a iluminar las formas importantes en que la subordinación nominal de las fuerzas nativas al liderazgo español fue templada por la total dependencia de los españoles a los guerreros nativos que constantemente los superaban en número y argucias. Por eso Oudijk y Restall hablan de los conquistadores mesoamericanos para repensar la llamada conquista de México desde otra perspectiva. Sobre todo, señalan que el papel de los indígenas enemigos de los mexicas no fue solo de aliados, sino de protagonistas centrales que condujeron y lograron la caída de Tenochtitlán.
En este sentido, los términos indígenas conquistadores o conquistadores mesoamericanos se instauran como nuevas formas de expresión y permiten repensar la idea de “la conquista española”, y referirnos a esa época desde un nuevo lugar. Una de las propuestas es hablar de “la derrota de los mexicas” o “la guerra de 1519-1521”. Asimismo, estos términos —indígenas conquistadores o conquistadores mesoamericanos— permiten resignificar el papel de sujetos históricos particulares. Pero no podemos entender esta nueva posibilidad expresiva en la historia sin dos cosas a las que White ya apuntaba. Por un lado, el acompañamiento de una estructura narrativa que nos informe y permita entender por qué y cómo esa nueva expresión tiene sentido. En historia, la expresión o el concepto que usamos para referirnos a ciertos acontecimientos no se consolida sin una narrativa que la respalde. Es decir, cómo y por qué llegamos a entender a los indígenas también como conquistadores, qué momentos importantes debemos entender que nos lleven a ese concepto y cómo eso articula algo nuevo y distinto en nuestra forma de entender “la conquista”.
Por otro lado, este nuevo término y la estructura narrativa que lo acompaña conllevan necesariamente una nueva forma de entender lo que somos hoy y, por lo tanto, involucra una responsabilidad innegable. Elegir nuestro pasado como indígenas conquistadores permite regresarles la agencia, la efectividad estratégica y la identidad a los pueblos originarios. Por el contrario, asumir la narrativa de “los conquistados” nos coloca, siempre, en una posición de inferioridad, de colonizado permanente que acepta su condición.
La narrativa de indígenas conquistadores no solo recoloca a los diversos actores que condujeron a la derrota de Tenochtitlán sino que también recoloca en el centro de la historia mexicana a las fuentes indígenas. El Lienzo de Tlaxcala cobra una relevancia central respecto a las Cartas de relación de Cortés, por ejemplo. En el lienzo se describe el papel que tuvieron los indígenas en el derrocamiento de los mexicas para pedirle a la Corona retribuciones prometidas que no les fueron dadas. Incluso si nos concentramos en dicha fuente, podemos hablar de una traición española, que nunca es enseñada ni difundida en los libros de texto de historia, ya que prometió retribuciones y privilegios que no necesariamente se acataron. En las Cartas de relación, por el contrario, se exalta el rol de los españoles, su heroísmo, fuerza y astucia. Las visiones tradicionales han privilegiado las Cartas de relación y han puesto en un trasfondo los lienzos que hablan del papel central de los indígenas. Esto, sin lugar a dudas, es una decisión por parte del historiador. Lo que hacen autores como Matthew, Oudijk y Navarrete es tomar una decisión distinta. En este sentido, como afirmaba White, nos damos cuenta de que no estamos condicionados por nuestro pasado, sino que el pasado se vuelve una decisión presente. Es importante aclarar otra vez que la decisión no es una invención, es decir, no se “fabrica” el pasado, sino que se elige entre las distintas posibilidades de expresar eso que ocurrió y narrarlo.
Hablar de “los conquistadores” como los españoles no es una falsificación de los historiadores. Al contrario, están siendo fieles a las cartas de relación que relatan el evento de esa manera. De la misma forma, hablar de indígenas conquistadores pone en un primer plano otras fuentes y, por lo tanto, otras experiencias. Dichas posiciones necesariamente revelan los compromisos del historiador, pero también revelan las consecuencias de decidir expresar y narrar el pasado de una manera u otra. La responsabilidad, por lo tanto, se vuelve un asunto central en las composiciones históricas. Nunca hay una visión neutral, imparcial, “desde arriba” de lo que ocurrió; siempre es una mirada humana, cargada de juicios de valor que hacen aflorar una forma en la que el pasado es.
La libertad histórica consiste, por lo tanto, en entender que la reformulación del pasado a través de nuevas posibilidades expresivas no puede darse sin un acompañamiento narrativo. Utilizar nuevos conceptos para referirnos a ciertos eventos o sujetos históricos necesita, forzosamente, ir ligado a una historia que permita entender por qué esa nueva expresión tiene sentido. El texto histórico debe aportar novedades expresivas, pero también debe aportar justificaciones que permitan entender por qué esas novedades expresivas encajan. Así, la libertad expresiva necesita de una libertad narrativo-existencial. Es decir, la nueva expresión tiene que estar acompañada de una estructura de trama que conecte y dé sentido a diversas experiencias. En este caso, bajo el término indígenas conquistadores hacemos relevantes ciertas fuentes, momentos específicos y consecuencias que el término indígenas aliados no toma en cuenta.
No es solo que los indígenas aliados ayudaron en el combate, otorgando comida a los españoles o abriendo brecha y conduciéndolos por caminos desconocidos, sino que, para Matthew, Oudijk y Navarrete “los indígenas conquistadores” fueron en realidad los conductores intelectuales de la derrota mexica. Las alianzas y las decisiones políticas y estratégicas fueron obra de ellos. La narrativa que sustenta al concepto ‘indígenas conquistadores’ tiene que ver con cómo las élites locales recurrieron a las tradiciones mesoamericanas de formación de alianzas para hacer frente y utilizar la invasión española a su favor.34 La reescritura o reconceptualización de la historia de la conquista involucra también la resignificación que damos no solo a los indígenas sino también a los españoles y esto, necesariamente, tiene consecuencias prácticas sobre cómo nos concebimos en el presente.35
Esta capacidad para nombrar algo desde un nuevo lugar conlleva un compromiso ético fundamental. La pregunta obligada es: ¿para quién y para qué escribimos historia? La reflexión sobre esta pregunta no puede ni debe obviarse, ya que su respuesta evidencia la responsabilidad del historiador. En este caso, se busca un nuevo término para presentar a los indígenas mesoamericanos como un grupo heterogéneo, pero también para repensar el lugar que tuvieron ciertos grupos indígenas en la derrota de Tenochtitlán, y, por lo tanto, reimaginar el papel activo que tienen el día de hoy.36
Consideraciones finales
Este artículo introduce una nueva idea sobre lo que implica la libertad en la historia. La novedad de esta propuesta estriba en combinar por un lado la libertad narrativo-existencial de White y por otro la libertad expresiva de Brandom. La combinación de dichas propuestas permite entender que no estamos determinados por una forma de entender el pasado; al contrario, podemos expresarnos sobre ese pasado de múltiples formas, podemos elegir el significado de nuestras experiencias gracias a novedades lingüísticas y conceptuales que permiten replantearnos las formas en que catalogamos ciertas acciones y a ciertos individuos.
La libertad expresiva que es posible gracias a la recombinación de sentidos y significados nos abre el mundo, permitiéndonos vivir experiencias de nuevas formas. Asimismo, la libertad existencial de White nos recuerda que no es solo un concepto o término lo que nos replantea la vivencia. Cuando hablamos de historia, personal o colectiva, las novedades conceptuales tienen que ir acompañadas de narrativas que nos permitan entender cómo y por qué ese nuevo significado tiene sentido. Por lo tanto, la libertad histórica se vuelve necesaria en nuestro esfuerzo por explicarnos como individuos y como colectividad. Si nuestras categorías no son permanentes y su uso cambia el sentido de lo vivido, entonces necesitamos de una libertad que nos permita entender ese fenómeno, pero también reinterpretarnos. Así es como somos capaces de reconstruir responsablemente nuestro pasado.