El lenguaje del juego, de Daniel Sada: ¿Un lugar para observar la violencia?

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Christian Sperling

Resumen

Este artículo analiza críticamente la representación de la violencia en El lenguaje del juego de Daniel Sada. La construcción narrativa de la novela reside en una rígida dicotomía entre la figura idealizada de la familia y los elementos criminales, la cual conduce a la oposición de los dos ámbitos de la normalidad y la anomia. La novela orienta a su lector intencionado con respecto a ambos extremos por medio de guiños metaficcionales, que lo llevan a un “viaje (no) normal” propio del thriller, convención que condiciona el sentido que adquiere la violencia representada. Este artículo contextualiza esta construcción de sentido dentro de las coordenadas del mercado transnacional de libros y del discurso hegemónico sobre los actores criminales en México.

Detalles del artículo

Cómo citar
Sperling, C. (2017). El lenguaje del juego, de Daniel Sada: ¿Un lugar para observar la violencia?. Literatura Mexicana, 28(2), 125-148. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.28.2.2017.937
Sección
Artículos

Citas

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Pues sí se hizo el superpozo (además, los policías mal pagados participaron en el subido, el acomodo y la bajada de los muertos puestos en un enorme camión de redilas) y fue un espectáculo para la gente del pueblo ver cómo se enterraba al rosario de ensangrentados así, nada más, sin caja, tal como un pastel de cuerpos: pura carne endurecida. Espectáculo, porque nunca antes. Espectáculo, porque todos eran arrojados como bultos de harina. ¡Qué trabajal de principio al fin!

Daniel Sada, El lenguaje del juego (86-87)

I

La obra de Daniel Sada (1953-2011) concluye con la novela póstuma El lenguaje del juego (Anagrama, 2012). Si bien, a lo largo de su trayectoria, el autor incursionó ocasionalmente en el tema del crimen, en los últimos años de su escritura trascienden elementos propios de la violencia que sacude a México en el contexto de la “guerra contra el narcotráfico”. De este modo, el creador del lenguaje que fusiona el barroquismo y la dicción popular no sólo se posiciona con respecto a un fenómeno social que es sintomático de la transformación del país en general, sino que también se inserta en un segmento del mercado de libros que ha gozado de una formidable coyuntura por la posibilidad de comercializar la representación de violencias regionalmente específicas para un público lector internacional. Voluntad de estilo y temática casi obligada, la complejidad social del narcotráfico y los formatos que responden a las convenciones de un mercado global: se trata de coordenadas cuyos contrastes y tensiones nos permiten analizar críticamente la última novela de Daniel Sada.

Antes de profundizar en El lenguaje del juego, es necesario mencionar un antecedente en la obra de Sada -el relato “Ese modo que colma”-, así como esbozar las implicaciones de una dicotomía que, a primera vista, parece inusual para discutir una novela que aborda la violencia relacionada con el tráfico de estupefacientes. Me refiero a la oposición entre el motivo de la familia y el crimen, elementos clave para establecer una relación entre las construcciones de normalidad y anomia a menudo inherentes en este tipo de ficciones, porque estos últimos son dos aspectos que a su vez precisan de una mediación que en determinados espacios de lectura, permita la recepción de una literatura que se sitúa en espacios de violencia.

Previo a la publicación de El lenguaje del juego, “Ese modo que colma” (2010) es un relato elocuente en lo que concierne a la tensión entre las formas expresivas propias del autor y el contenido: la escalada de violencia; también, lo es con respecto a la escenificación de la transición entre cierta normalidad y la anomia, esta última entendida como estado donde se suspende la vigencia de la ley, prima la violencia extrema y se desintegra el tejido social (Forero Quintero: 13, 334). Con frecuencia, la narrativa mexicana contemporánea que aborda la violencia escenifica estados traumáticos de modo que se integra lo inenarrable como desafío a la representación literaria: sea como insalvable ruptura en la sintaxis narrativa,1 como condición psicológica que genera suspenso u opacidad,2 como parte de una propuesta didáctica de cómo asimilar experiencias límite,3 o incluso como aspecto que facilita el humor negro y la parodia.4 En cualquiera de esos casos, dicha narrativa puede clasificarse como realismo traumático (cfr.LaCapra 2001 y 2013; Luckhurst 2008), que se asume como mediación entre experiencia límite y la (im-) posibilidad de asimilarla, es decir, como presuposición sobre una normalidad en la que irrumpe la violencia.

En el caso concreto de “Ese modo que colma”, la violencia figura como si fuera manifestación de lo sublime: aquí lo inenarrable de la violencia experimentada es desafiado por un lenguaje lúdico que sondea las posibilidades de describir el horror que implican el hallazgo de cadáveres descuartizados. En otras palabras, los cuerpos abyectos constituyen un reto para la verbalización lúdica, y así el problema que arroja el texto es estético. El cadáver es abordado por su espectacularidad, lo cual disminuye su relevancia social, política o criminológica.

El relato gira en torno a un grupo de viudas quienes encuentran las cabezas cercenadas de sus esposos. Posterior al cumplimiento de un improvisado ritual funerario con cajas de lichis, las mujeres dan con los cuerpos mutilados correspondientes, a los cuales queman con gasolina. Al mismo tiempo, los asesinatos provocan un cruento ajuste de cuentas entre cárteles, acción que transcurre en un segundo plano contextual. Ambas tramas llevan a la suspensión de las reglas elementales de la civilización. El procesamiento de lo abyecto se vincula con la propuesta lúdica del relato, porque la imposibilidad de asimilar lo horroroso, focalizada desde la perspectiva de las viudas, forma parte de una amplia gama de procedimientos artísticos, como los juegos con la rima y el ritmo, la adjetivación irónica, el humor morboso, la yuxtaposición de lexemas contradictorios, así como las figuras etimológicas y las metáforas (Sperling 2015a: 266-267). En otras palabras, al nivel psicológico, que remite a la imposibilidad de asimilar la experiencia traumática, y a la desintegración del orden simbólico, se suma una dimensión expresiva, cuyo desafío reside en el juego estético con los significantes que refieren a lo abyecto.

Otro aspecto relevante de “Ese modo que colma” es el desdoblamiento narrativo en el desenlace del relato, en el cual un pariente reporta a una de las viudas los pormenores de la vendetta en la cual participó activamente. La interlocutora interrumpe la narración en estilo indirecto libre articulando sus dudas sobre lo relatado:

La venganza cimera: los que posiblemente decapitaron ¡porque sí!, pues de resultas fueron decapitados. Antes, según dijo Zeferino, recibieron tortura (de muchas maneras lentas), o sea: una chinga prolongada y casi festiva, una fascinación por la crueldad que era preferible no darle más cuerda. Total que había que imaginar unas veinte cabezas al garete y unos veinte cuerpos mochos también al garete. Que si fueron enterrados cuerpos o cabezas, mmm, ya sería otro cantar. Que si se les roció gasolina y prendió fuego para hacer de sus restos tatema o chicharrón o sepa Dios, pues lo mismo (y con ganas). El verdadero asunto estribaba en que eso de las decapitaciones, a partir de otros informes recogidos por ahí, se estaba poniendo de moda (Sada 2010: 182).

En el discurso del narrador colindan las experiencias de un victimario y de una víctima. La última se vuelve observadora de un espectáculo cruel, reminiscente de la experiencia reciente con su esposo decapitado. La dialogicidad en este pasaje se desprende de la tensión que genera la yuxtaposición del relato que “había que imaginar” y los reparos sobre la brutalidad relatada. Los asesinatos se vuelven espectáculo cuyo impacto en el observador lleva a la temática central: los límites del lenguaje para dar cuenta de la violencia. La poética lúdica de Sada registra la imposibilidad de la representación del trauma, es decir, la desintegración del orden simbólico. Muestra de ello son tanto el constante juego poético con lo abyecto a lo largo del relato como el diálogo fallido entre ambos personajes que culmina en el enmudecimiento, porque éstos remiten a la imposibilidad de encontrar un lenguaje que no sólo hiciera compatible la experiencia de la violencia extrema, sino que también permitiera construir un sentido racional de lo acontecido y, de ese modo, frenar la concatenación de actos de violencia auto-reproductiva, la cual se transforma en algo cotidiano y natural. Como veremos en el siguiente análisis de la última novela sadeana, el desdoblamiento de la narrativa en escenas representadas casi de modo teatral y observadores que se posicionan sobre éstas desempeña un papel importante para la construcción de la violencia en una transición entre la normalidad y la anomia.

II

El título de El lenguaje del juego también es alusivo a la desintegración del orden simbólico, porque la novela yuxtapone dos códigos que dan sentido a dos “realidades” nítidamente diferenciadas desde un principio: las representaciones de la familia tradicional y del crimen organizado. De este modo, la trama se resume en pocas líneas argumentales: la novela relata los destinos divergentes de la familia Montaño. Después de la típica odisea de un bracero que cruza en innumerables ocasiones la frontera norte, Valente logra hacerse de un capital minúsculo para inaugurar una pizzería en su pueblo originario. Su esposa Yolanda y sus hijos, Candelario y Martina, se integran a la microempresa que ofrece, inicialmente con éxito, comida inusitada en un lugar donde prima una dieta mexicana tradicional. El idilio no es duradero, pues el restaurante se vuelve escenario donde colindan la normalidad de una familia típica y la anomia que representa la violencia producida por los diversos grupos delincuenciales que sucesivamente se instalan en el pueblo. Así, la disputa por la plaza coincide con la desintegración de la estirpe de los Montaño. Cediendo a la atracción de un mundo más allá de la empresa familiar, Candelario abandona sus obligaciones para integrarse a las filas del crimen organizado. Después de una iniciación en las prácticas de la violencia, se vuelve capo local en una ciudad mediana. Martina se fuga para malvivir con un sicario, quien, en un arrebato de furia, la mata brutalmente. Esas ramificaciones de la trama concluyen con la desarticulación de la familia nuclear: los padres abandonados permanecen en la casa, cavilando sobre sus existencias fracasadas, para luego enterarse de la muerte violenta de su hija. A diferencia de su progenitor, el hijo no regresa para reunir a su familia. A pesar de estar irreconociblemente disfrazado, Candelario no se atreve a franquear los límites del pueblo debido a la presencia de una banda criminal enemiga. Así, el peregrinaje inconcluso del hijo perdido culmina simbólicamente en la imposibilidad de afirmar la identidad individual y familiar en la clausura del relato.

También cabe mencionar los referentes extraliterarios que se inscriben en la novela: la figura idealizada de la familia nuclear, la microempresa propagada durante el primer sexenio de los presidentes panistas y la fragmentación de los cárteles de la droga en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, declarada al inicio del segundo sexenio: “Mágico dejó de ser una antigualla romántica. Ahora hasta en el punto geográfico más lejano hay, por lo menos, un capo y algunas armas” (Sada 2012: 86). Al mismo tiempo, quizá con el objetivo de satirizar el programa de fomento al turismo que se concretó en una topografía nacional “mágica”,5 la novela rebautiza las ciudades mexicanas como Zacalucas, Mazapán, Puerto Vallarma, Acaluco, Guandanajira, etc. No obstante, el renombramiento geográfico no logra ocultar lo ineludible: “Pobre Mágico, pobre país sumergido en un inexorable hoyo negro” (85). En un sentido parecido, podemos entender la premonición inherente al nombre de San Gregorio, “Sangre Gorio”, el pueblo donde se sitúa gran parte de la trama de la novela.

En relación con la pregunta por la relación entre la novela y sus referentes extraliterarios, propongo ponderar al final de este análisis en qué forma El lenguaje del juego hace eco de los discursos hegemónicos sobre los actores criminales, por ejemplo, de la supuesta separación nítida entre actores estatales y criminales, o de la mitología del “narco” basada en estereotipos (Escalante Gonzalbo 2012; Maldonado Aranda 2014). Esto nos permitirá concluir sobre el potencial crítico de la novela. En este sentido, el análisis se suma a otros esfuerzos por problematizar una narrativa en boga (Zavala 2014 y 2015; Skar-Hawkins 2015) que a menudo se justiprecia como auténtica, testimonial, crítica, verosímil o comprometida, pero cuyas condiciones y circunstancias de comercialización hacen cuestionables las promesas contenidas en dichos calificativos, los cuales frecuentemente se emplean para posicionar la literatura en un mercado global dominado por sellos editoriales como Alfaguara, Anagrama, Tusquets, Random House, Mondadori, Planeta, etc. Si bien es cierto que algunos títulos de la narrativa dedicada a denunciar la violencia relacionada con el narcotráfico cumplen con una importante función crítica y perturban con la representación de una realidad social desconcertante, puede afirmarse que una gran parte de la producción de ficciones ha perdido su contundencia antihegemónica en la medida en que se ejercen sobre ella efectos mercadotécnicos (Herrero-Olaizola: 291; Pacheco Gutiérrez: 33, 161-166; Suárez: 102, 141). Debido a lo anterior, el ejemplo de Daniel Sada, cuya reconocida trayectoria se constituye con una propuesta estética ajena a formatos convencionales y modas literarias, es un caso complejo, justamente porque su última novela entra en el mencionado segmento del mercado.

Nuestro análisis se rige por la hipótesis de trabajo de que El lenguaje del juego dramatiza la transgresión que implica la violencia mediante un formato narrativo eminentemente convencional, una construcción artificiosa que facilita al lector implícito la recepción de la obra. Me refiero a la distancia entre la normalidad constituida por el motivo de la familia y la incursión en el ámbito de la anomia, designado por los actores del narcotráfico. Familia y crimen, así vistos, son dos fenómenos complementarios que no sólo podemos observar en novelas que pretenden relatar los estragos que genera el narcotráfico en México, sino que también priman en teleseries con temáticas afines, por ejemplo, Breaking Bad (2008-2013) o Narcos (2015-). Muchas ficciones de crímenes comparten la dramaticidad de formatos cinematográficos y televisivos como el thriller, porque, como en una cinta de Möbius, entretienen a sus lectores partiendo de un nivel cero de la normalidad, en el cual el motivo de la familia brinda la posibilidad de identificación, para escenificar la transgresión que implica la irrupción del inframundo delincuencial. Es importante añadir que, en este contexto, la normalidad siempre se entiende como una construcción discursiva, relativa; nunca, como sinónimo de lo normativo o de la norma (Link: 79-80). De este modo, es significativo que incluso una novela como El lenguaje del juego que no comparte rasgos de la novela negra o de la novela policial, sino que más bien tiene aspecto de la novela de formación (Bildungsroman) o de la novela familiar (Generationenroman), ostenta esta codificación dicotómica, que escenifica intensidades con base en transgresiones violentas que aumentan a lo largo de la trama.

Al igual que el thriller e independiente de sus rasgos genéricos, muchas novelas mexicanas contemporáneas que abordan el tema del narcotráfico, escenifican lo que el sociólogo alemán Jürgen Link llama “viajes (no) normales” -(Nicht) normale Fahrten-, pues operan con base en presuposiciones sobre la normalidad, para transgredirla y entretener a los lectores con intensos momentos de shock. El viaje (no) normal permite al lector aventurarse imaginariamente fuera de los límites de su normalidad -por ejemplo, transitar por el inframundo del crimen organizado, de la locura patológica o de la sexualidad desenfrenada-, al tiempo que regresa de modo seguro e ileso al recinto de su normalidad, misma que se reafirma en el acto de la lectura (Link: 42-56). Cabe añadir que esta construcción propicia la recepción de la obra, si consideramos que los lectores de este tipo de narrativa están situados en espacios de lectura pacíficos y son mayoritariamente ajenos al fenómeno del tráfico de drogas, al tiempo que consumen narrativas que representan acontecimientos que transcurren en espacios de violencia. Al igual que la mencionada representación del trauma en los relatos ficticios, la distancia entre ambos espacios requiere de una mediación, indispensable para que se vuelva comprensible y atractiva la representación de violencias localmente específicas para el mercado transnacional de libros.

El lenguaje del juego evoca diversas tradiciones literarias, como las alegorías de la nación latinoamericana, cuyo motivo central -la familia- sirve como microcosmos para ejemplificar transformaciones históricas que acontecen en la sociedad en general. Por otra parte, la escisión de la historia familiar en un hijo que se integra en una organización criminal y una hija cuya aspiración a la independencia lleva a una ruptura y culmina en una muerte violenta, corresponde a alternativas previstas para descendientes indóciles en el acervo de la literatura occidental. De acuerdo con Peter von Matt, la constelación familiar en la que los hijos violentan simbólicamente las convenciones del orden social vigente representado por los padres, generalmente nos permite reconstruir una genealogía de la moral operante, así como puede indicar la irrupción de un nuevo orden o concluir legitimando el orden vigente. El crítico suizo comprueba esta función del motivo de la familia rastreando una tradición milenaria en la cual dichas historias familiares se basan en un pacto moral entre texto y lector, un pacto que vincula forma y contenido, así como la concepción estética del texto y sus condiciones de recepción, porque la lectura únicamente causará placer, si el lector está conforme con las normas afirmadas o cuestionadas (Matt: 23-36). En este sentido, observar el motivo de la familia en El lenguaje del juego nos puede servir como eje para estudiar los elementos que ofrecen orientación e identificación para el lector implícito y visibilizar la mediación entre estética y recepción, y por extensión, entre espacios de violencia y de lectura.

III

El lenguaje del juego logra orientar al lector en la transición entre la normalidad y la anomia con base en guiños metaficcionales implícitos en la construcción de cuadros narrativos. Éstos recuerdan la estructura de relatos costumbristas o de la novela de la Revolución, dos antecedentes importantes de la narrativa que aborda la violencia en el México de nuestros días. La progresión de la trama mediante cuadros permite construir yuxtaposiciones, contrastes y disonancias en diferentes niveles del relato: entre personajes, escenas y párrafos. Por ejemplo, en lo que toca a los personajes, se oponen las generaciones de los progenitores y de los vástagos; también, los destinos disímiles de los hermanos (uno exitoso, otra asesinada), así como la modesta suerte de la estirpe protagónica y la de una familia de narcotraficantes que vive en abundancia. Al mismo tiempo, encontramos escenas de apacible convivencia familiar seguidas por escenarios poblados por colgados, decapitados y descuartizados (Sada 2012: 18-19, 86-87, 148-150) . Constantemente, la novela elabora los impactos subjetivos de la violencia resultantes de la yuxtaposición de ambos ámbitos; por ejemplo, las expectativas y las proyecciones de los integrantes de la familia Montaño están vinculadas con la normalidad familiar, pero se confrontan con el mundo de la brutalidad de los actores criminales. Por ejemplo, Martina se imagina que la solución a la violencia doméstica reside en la fundación de una familia con el mismo hombre quien la violenta y, finalmente, mata (153). Asimismo, al interior de los cuadros narrativos, la yuxtaposición de elementos genera disonancias, como al relatar este asesinato brutal:

Certeras cada una de las balas hirvientes: dos entraron directo por la espalda, otra entró por el cuello y la otra por la nuca. Se desplomó Martina. Murió instantáneamente.

La mañana era fresca y relucía en colores novedosos (154-155).

Aunque estas yuxtaposiciones no siempre permiten desarrollar los personajes con profundidad psicológica ni verosimilitud convincente -a menudo los personajes parecen títeres del narrador-,6 son sintomáticas de un viaje (no) normal en una novela familiar o de formación, donde la anticipación y transgresión de las expectativas del lector sirve como mediación entre construcciones de la normalidad (familiar) y la anomia (criminal). Como veremos en el siguiente análisis, la progresión de los cuadros integra una rígida mecánica narrativa, que culmina en la desintegración de la familia y cede el espacio narrativo a los actores criminales.

Si analizamos los cuadros narrativos, nos percatamos de una concepción circular de la novela que inicia con un idilio familiar posterior al regreso del padre al pueblo y cierra con la imposibilidad de volver a su lugar de origen, que enfrenta el hijo. A modo de una despedida, el hijo perdido evoca el recuerdo -literalmente: la imagen- de sus padres a la par que contempla su futuro en la organización delictiva. Cito los últimos dos párrafos de El lenguaje del juego:

El plan de Candelario se estaba frustrando. En un momento dado pensó mejor en él. En su futuro en Mazapán. Su suerte estaba allá, su poder. Ahora qué le importaba que sus padres sobrevivieran. La vida era tajante. A cada quien su arbitrio.

Regresó a la casa de su patrón. De allí se iría a Mazapán a continuar su vida. Su treta era imposible, aunque de nada le servía el arrepentimiento. Candelario vislumbró fugazmente la imagen de sus padres, se atrevió a trazar una cruz en el aire como si los bendijera para siempre (198).

Transcurrida la trama que explica la evolución del personaje, la indiferencia con respecto al destino de sus padres se entiende como consecuencia de iniciaciones y aprendizajes en el mundo de la delincuencia. La ciudad de Mazapán aquí simboliza la abundancia en lujos que disfruta Candelario, después de una trayectoria vital iniciada en un hogar modesto. El pasado y futuro contemplados en el momento de la decisión de no regresar se esbozan con los trazos de una sintaxis de telegrama, cuyo ritmo tajante refleja la ruptura de la identidad y la consecuente precipitación de la decisión que toma el personaje frente a la imposibilidad de reunir a su familia. Al mismo tiempo, estas coordenadas temporales resultan de la mediación entre la normalidad familiar inicial y el mundo anómico en que ingresa el lector junto con el personaje. Este desenlace contrasta marcadamente con el primer párrafo de la novela, donde Sada coloca el siguiente “espejo” de los valores de la familia nuclear:

Primero la parsimonia. Sentado en un sofá anchuroso y sabiéndose dueño de su casa, Valente Montaño miraba a través de un ventanal las dispersiones del campo. Minutos más tarde invitó a su esposa Yolanda y a sus hijos Martina y Candelario a que le hicieran compañía. La señora se sentó a su lado mientras que sus hijos se mantuvieron de pie durante un buen rato. Así el cuadro familiar estuvo mirando pensativo como si los recuerdos bulleran a lo lejos: sí: como si algo empezara a redondearse. De pronto el señor y la señora se miraron los ojos para luego besarse largamente en la boca. Bonita decisión al fin y al cabo, no obstante que los hijos se extrañaron al atestiguar eso, levantando sus cejas. Felicidad -acaso- en virtud de que había que celebrar la hazaña de sentirse diferentes después de tanto esfuerzo y tanta duda (11).

Declarada como “estampa familiar” (12), el ritmo pausado de este retrato traza horizontes temporales desde un presente que auspicia un futuro mejor, después de una prolongada etapa de incertidumbre y sacrificio. Desde el presente de la narración, ya en la primera página de la novela, parece cerrarse un ciclo que culmina en una etapa nueva. Los integrantes de la familia se reúnen alrededor de la figura del pater familias; sus miradas respectivamente expresan la contemplación sosegada de lo alcanzado, la justificación de carencias pasadas en aras de un futuro mejor, la reafirmación de los lazos afectivos, la sorpresa frente a la pasión de los progenitores. No obstante, el lector se enterará posteriormente de que se trata de un retrato idealizado, como ya indica el énfasis del narrador en la reacción de los hijos frente al inusitado beso, pues los descontentos reales de los hijos desmienten el idilio familiar trazado (25, 34, 39, 42, 75).

También en otras escenas, las miradas de los personajes desempeñan el papel de un comentario implícito a los acontecimientos, y así también operan como mediaciones entre la normalidad y la anomia, es decir, permiten al lector implícito posicionarse sobre lo relatado. Además, esta técnica genera cierta distancia con respecto a lo representado, como sucede al concluir una de las tramas secundarias en la cual dos ex narcotraficantes -desde luego: padre e hijo- perecen intoxicados a causa del excesivo consumo de estupefacientes. Su muerte es presenciada por un tercer personaje, un agente de bienes raíces quien casualmente llega a la casa de los personajes, que estaban a punto de adquirir:

Y la llegada viva: muy afuera… Muy afuera sería la mirada aterrada de Esteban Lee Canseco que ve al papá y al hijo sin hacer un mohín. Caras duras que huy: caras que se quedaron viajando, se perdieron, y ahora sus cuerpos son dos troncos desechables. Inservibles cadáveres drogados, tal vez con pensamientos llenos de garabatos (164).

El horror de las caras inexpresivas se percibe desde la exterioridad de un observador, construido en el cuadro, que aquí también sirve como comentario sobre la escena que dibuja el narrador, y así construye un lugar para que el lector implícito se posicione frente a las coordenadas de la normalidad y la anomia. Una función parecida corresponde al doble distanciamiento que implica la risa que le solicitan los compañeros de Candelario después de haber acribillado a un pastor indefenso con su rifle de asalto. Para concluir con su ritual de iniciación de la banda delincuencial, sus compañeros le exigen reírse del escenario sangriento que causó:

-Ahora viene lo bueno -con altanería dijo aquel experto en armas-: te tienes que reír de lo que hiciste. ¡Eres un asesino!

Y se rió Candelario: primero tembloroso, y después ya devino su carcajeo

brutal: bien chachalaco.

Los demás sombrerudos también se rieron harto (80).

Es evidente que aquí la risa cínica y deshumanizadora le sirve a los personajes para distanciarse del crimen cometido; al mismo tiempo, sin embargo, este gesto puede leerse como otra indicación para la recepción de la obra, porque apela a la conciencia ética del lector implícito, quien es interpelado a posicionarse sobre lo representado.

Las yuxtaposiciones de los cuadros alusivos al mundo familiar y al mundo criminal no siempre contribuyen a la verosimilitud psicológica del relato, como muestra el desarrollo de Candelario. Parece poco plausible su carrera relámpago en la jerarquía de la organización criminal, donde casi instantáneamente se transforma en jefe de una plaza sin haber dado la menor prueba de lealtad al líder del cártel. También los puntos de inflexión decisivos para el desarrollo del personaje parecen forzados, a modo de rupturas tajantes, dentro de los dos extremos mutuamente excluyentes: normalidad y anomia. Por ejemplo, el relato introduce al narco-junior, personaje profundamente admirado por Candelario a causa del lujo que se permite ostentar. En este contexto, el hecho de haber fumado, en una sola ocasión, un cigarro de marihuana ofrecido por ese amigo transciende a ser un momento de anagnórisis para Candelario, en el cual pierde su inocencia: “su no saber lo bueno ni de malo de sí” (33); y, en consecuencia, resuelve no regresar al seno familiar.7 Después de su caída de gracia, Candelario descarta esta opción imaginándose su regreso a manera de una teatralización, incluidas las reacciones de sus espectadores:

Pero ahora el retiro cabizbajo: ¿hacia dónde?: Candelario no quería remediar -con arrepentimiento de por medio- lo que a las claras le resultaba cómodo: ir a la casa nueva a buscar el cobijo familiar: sí: con el perdón cual buche nauseabundo: sí: el torpe simulacro de hincarse teatralmente y mírenlo, compréndanlo, vean su humildad sincera; se añade el menester de las explicaciones, prodigarse a la fuerza con enredos sin gracia, a bien de conseguir -de manera indirecta- que papá y que mamá se apiadaran de él sin hacerle siquiera la más tonta pregunta: mmm: de antemano esa treta quedaba descartada (39).

La teatralidad y el juego de apariencias en esta escena imaginaria, subraya la distancia recorrida entre la normalidad inherente en el “cobijo familiar” y el acto de transgresión cometido. A partir del consumo del cigarro de marihuana, los lectores acompañan a Candelario en un viaje (no) normal, donde transgredirá la normalidad de acuerdo con intensidades que van en aumento (las cuales implican estereotipados lujos y placeres del mundo del narcotráfico). También podemos observar cómo consecutivamente se sirve de vehículos siempre más potentes y veloces para transportarse (coches de lujo, avionetas, aviones), lo cual, de acuerdo con Link, es otra característica del crescendo en las intensidades propias de los viajes (no) normales (42). Consumida la ruptura con su familia, se yuxtaponen los personajes de Valente y Candelario, y lo que ellos representan en cuanto a su ética de trabajo y su disposición de sacrificio en aras de la familia:

-Yo no quiero repetir lo que hizo mi papá: el andar de ilegal en el otro lado, rifándosela siempre… Fueron años de friega, de mucho sacrificio.

Deducción al vapor: dinero fácil, o dicho de otro modo vida de rico ¡ya!, sin contratiempos (Sada 2012: 48).

La oposición entre padre e hijo es retomada una vez más en un diálogo entre un capo y Candelario, cuando ése le pregunta si estaría dispuesto a matar o morir por su patrón: “Para ganar mucho dinero se necesita que seas muy valiente” (51). El juego con la etimología (Valente-valiente) subraya la contraposición de ambas generaciones. En este contexto, dejamos sin mayores comentarios la explicación reduccionista y las connotaciones morales de la expresión “dinero fácil” con la cual el narrador nos refiere por qué Candelario opta por la delincuencia. No obstante, cabe añadir que además de esa motivación no hay otros factores que expliquen esa decisión. Debido a lo anterior, concluimos sobre el desarrollo del personaje que transita como un títere dentro de una dicotomía mutuamente excluyente entre familia y crimen, normalidad y anomia. El maniqueísmo inherente en construcción rígida desaprovecha las posibilidades propias del discurso novelístico para sondear la complejidad de las relaciones sociales o incluso construir dialogicidad entre diferentes voces.

De forma rigurosamente simétrica al desarrollo del hijo, la ruptura con las pautas tradicionales de la familia también caracteriza el desarrollo de Martina, quien observa la cotidianidad de su entorno familiar, antes de iniciar una transformación de su identidad: “Su análisis taimado le permitía saber con claridad que su vida se estaba encajonando. Su visión invariable consistía en vislumbrar un idéntico hacer al paso de los años” (75). Antes de su entrada al mundo anómico, podemos observar las imaginarias miradas de espectadores, cuando el narrador describe la metamorfosis que Martina obra frente al espejo con el objetivo de atraer a un hombre quien le permita escaparse del estrecho seno familiar.

Arreglo frente al espejo…

Un repaso con recargo de rímel en las pestañas y más abajo el embarre de cacao cremoso puesto en los cachetes morenos. Máscara de emplasto pote, con pintureo de unas líneas ultrarrectas, sin doblez: líneas que a veces punteaban el empiezo de un tabique nasal ancho, sobre todo cuando algo causaba intriga, o, digamos, un cariz de desconcierto fugaz: entonces el entrecejo: lo momentáneo movido: una suerte de engarruñe con insidia llamativa, pero ya por lo demás pareciera que lo extraño nunca se repetiría. Así el gesto de Martina era una bestialidad, nomás por lo exagerado de pintarse colorida para ser vista por alguien que se quedara alelado y con ganas de besar esos labios carmesí, pelotones por carnosos, y pues a ver qué carajos resultaba para bien, porque atraer: ojalá, a un hombre bien valedor, uno que estuviera esbelto y entrara como si nada al negocio familiar a comerse alguna pizza y así como no queriendo: la conexión de miradas de ella y él: pausadamente: y el suspenso redondeado y luego ya los destellos de un deseo que se dispara hasta encontrar al azar el milagro del amor (87).

En esta escena asistimos al cambio en la identidad de Martina, quien anticipa las miradas deseosas de los pretendientes potenciales. Al mismo tiempo, el mito de Narciso aludido por los elementos del espejo, el deseo y la transformación del personaje podría prefigurar la muerte a manos de su galán, sanción que podemos relacionar con el comentario de su madre que desaprueba el reclamo de independencia implícito en el maquillaje de su hija. Una vez más, se oponen rígidamente la normalidad familiar y la transgresión de la misma: “Te pintas la cara como se pintan las putas. Deberías ser más discreta en tu arreglo personal” (87).

En este contexto, es importante mencionar que complementariamente se logra una inversión del escenario cuando, consumada la ruptura entre hija desobediente y familia tradicional, durante la única visita de Martina y su novio golpeador, éste percibe el hogar de los Montaño como entorno abusivo. De forma brusca, Íñigo da por terminada la visita arrebatando a Martina de la casa paternal, lo cual el narrador irónico comenta de la siguiente forma: “Y el jalón de mano levísimo para irse ya de ese núcleo tan propenso al abuso” (138).

Con la intención de contrarrestar la violencia doméstica que le inflige su novio, Martina proyecta la fundación de una familia de acuerdo con pautas familiares tradicionales:

Cuando volviera Íñigo a la casa, Martina le tendría esa feliz propuesta. Es más: trataría de abrazar a su galán, para después plantearle lo del hijo risueño […] ¡Un hijo! ¡Un hijo: la solución! ¡El proyecto para una vida óptima! Al llegar Íñigo a su casa, Martina casi se le hinca tras abrazarlo. La retahíla verbal siguió como una tormenta frenética, y como si aquella súplica fuera efecto de un lapsus, el hombre esbelto, desentendido, se dirigió a su recámara sin decir ni pío. Allá se despojó de la ametralladora, la pistola y el sombrero mientras Martina lo observaba desde la puerta (149 y 153).

De tal manera que la novela elabora expectativas vinculadas con la figura de la familia tradicional, las cuales son evidenciadas como inadecuadas en un entorno regido por la economía y la violencia del narcotráfico. Adviértase que una vez más un personaje se vuelve observador dentro de un cuadro: en el pasaje citado esta observación genera un contraste entre la ilusión de la maternidad salvadora y los atributos violentos y viriles.

Finalmente, cabe mencionar la tensión que construye la dicotomía normalidad-anomia en el espacio de la pizzería, un lugar público a la vez que privado, donde irrumpe la violencia en el espacio familiar. En el siguiente fragmento la yuxtaposición del mundo criminal y la reacción de la familia queda marcada por las cursivas que destacan el parlamento del comensal delincuente:

¿A poco nos vas a cobrar, hijo de tu puta madre? Y agregó: ¿Qué es lo que quieres?, ¿que te meta dos plomazos? Valente se quedó mudoatónito. Notoria inmovilidad de estatua. Estatuas también Yolanda y Martina. Estatuas los empleados. Estatuas los clientes. Mundo perplejo sin aliento. Mundo: escoria. Ningún chasquido indiscreto. Parálisis mantenida hasta el momento mismo en que los sombrerudos abordaron su camioneta y arrancaron locamente […]

Y hubo temblor colectivo. La gente se fue retirando de la pizzería con acre desánimo. Algunos reproducían entre dientes lo escuchado: ‘dos plomazos’, ‘hijo de puta…’: esos sellos necios. Golpes-manchas. Otros consolaban a Valente tanto como a su esposa y a su hija: esas tristezas pasajeras (55-56).

Esta escena retrata un momento clave en las permutaciones paulatinas que acompañan a la familia en su trayectoria hacia la anomia. El narrador transforma la situación en un conjunto de estatuas para aludir al momento de shock en que se encuentran los personajes. También el enmudecimiento adquiere una dimensión simbólica, si recordamos que la novela narra la imposición de otro “lenguaje del juego” que resignifica la realidad. Como en otros fragmentos, encontramos además los observadores que comentan lo acontecido, y así ejercen una función mediadora entre la normalidad y la anomia.

Otro giro de la trama en el cual observamos el choque entre estos dos extremos, se produce cuando un capo deposita armas en la pizzería para obligar a los dueños a disparar a los miembros de la banda enemiga en cuanto se presenten en el restaurante.

-¡Mira!, te daré una pistola y una metralleta. Hay mucha gente en San Gregorio que no puedes permitir que entre a la pizzería, básicamente son las personas que estén relacionadas con Virgilio Zorrilla. Cuando las detectes, una vez que les preguntes si su patrón es quien te dije, simplemente las matas.

Laberinto. Pistola. Metralleta. Matar fríamente porque ¡huy! Tal cual ese deber (103).

Al igual que otros ejemplos citados, la reacción de los personajes frente a la violencia -la parálisis y el shock- nos permitirá tematizar cómo dentro de las yuxtaposiciones normalidad y anomia la obra escenifica dos perspectivas completamente diferentes sobre la violencia. Cabe añadir que una vez más la novela se sirve de la estrategia de dibujar los personajes afectados por medio de observadores externos cuando los Montaño se trasladan con las armas de la pizzería a su casa:

Pues cargó Valente con la metralleta y Yolanda con la pistola. Carga al hombro de uno y en la mano derecha femenina lo otro medio abultado así nomás: ella y su presunción momentánea moviéndose. Camino hacia… y vistas rarefactas de personas que sí y que cómo. Seguir el avance con absoluta concentración: centímetro a centímetro, pues. Y ¡claro!: muchos explicándose en silencio lo inexplicable: esos tales lucimientos caminantes: ¿por qué? Los dueños de la pizzería ¿con esos artefactos?, ¡vaya! Luego las sombras de la tarde más y más teñidas. Luego los fragmentos de cuerpos -dos nada más- desmoronándose, desapareciendo. Pequeñeces bullentes. Pruebas de derrota ¿más o menos? (133-134).

No obstante, ¿en un pueblo controlado por bandas de narcotraficantes, este espectáculo sería algo inexplicable o asombroso? Para cumplir con la convención que articula el sentido de la violencia en la novela, el cuadro tematiza la mediación necesaria para comprender la irrupción de la anomia en la cotidianidad de los Montaño. Aquí el pueblo que aparentemente sigue en la normalidad inicial del relato, como si fuese el público lector cuya situación es inmutable, se vuelve espectador de una familia que paulatinamente transita hacia la anomia. De esta forma, se confirma una vez más que los observadores figuran como instancias que dirigen la recepción de la obra.

IV

Al igual que en “Ese modo que colma”, la intención realizada en El lenguaje del juego es estética. La rigurosa yuxtaposición de cuadros narrativos y personajes conducen al lector implícito en un viaje (no) normal desde la normalidad familiar hasta la anomia del crimen organizado. Lo anterior presupone una mediación entre espacios de lectura pacíficos y espacios (ficcionales) de violencia, que encontramos en el hecho de que el proceso de recepción de la obra se ve guiada por los observadores que, a modo de comentadores, aparecen en los cuadros narrativos. Claro está, este juego con la perspectiva es un recurso propio de un autor neobarroco.

Ahora bien, la violencia representada se percibe desde dos ángulos diferentes: como subjetiva y objetiva. De acuerdo con Slavoj Žižek, podemos distinguir entre violencia subjetiva, la que percibimos desde un nivel cero, como acontecimiento excepcional dentro de la normalidad, y violencia objetiva, la cual es asimilada como algo normal por las personas que la ejercen o la padecen (2). En este sentido, El lenguaje del juego vincula estas dos perspectivas diferentes por medio de la yuxtaposición de motivos y cuadros, y esta construcción introduce al lector implícito a un mundo radicalmente ajeno, en el cual los actores criminales practican la violencia con absoluta naturalidad. En este sentido, el viaje (no) normal produce una simetría entre la violencia subjetiva que experimenta la familia Montaño y, junto con ella, puede percibir el lector implícito. En consecuencia, la novela bosqueja la normalización de la anomia frente a la desaparición de la normalidad que sirvió como punto de partida, y de esta forma el desarrollo de su trama no se distingue del thriller cuya apuesta de entretenimiento requiere de un crescendo de momentos intensos de shock. Por ejemplo, admiramos, una vez más, junto con los habitantes del pueblo el espectáculo de colgados, descuartizados y decapitados:

Dos muertos. Dos espectáculos. Dos espantosas novedades en San Gregorio. Uno de aquellos desafortunados apareció a manera de propela, en cuelgue móvil: huy: de la rama de un roble: haciendo las veces de un bandajo alargado: llevador de compás. El otro ¡vaya caso!: un cuerpo mutilado, cual artificio gacho. La cabeza (mugre extravío) ... mmm… más bien quepa decir algo correcto: a saber quién carajos se la hubo llevado, ¿para qué iba a servirle? El escondite ¿dónde? El cuerpo, sin embargo, se quedó boca abajo como si aún sintiera harta vergüenza por haber acabado de ese modo grotesco. Dos destinos tremendos, y la furia de tantos habitantes que vieron lo que nunca deseaban ver de nuevo.

Hubo muchos quejidos de mujeres nada más por saber que de ahí en adelante eso iba a ocurrir como ocurren las cosas más normales: el correr de las aguas de un arroyo, la salida del sol. Venganza es la palabra que se ajusta a esas muertes tan espectaculares (Sada 2012: 57).

Sin lugar a dudas, los cadáveres que ocuparon las portadas de los periódicos y las noticias televisivas durante el sexenio de Felipe Calderón representan un espectáculo de la crueldad sin precedentes en los medios mexicanos. También en muchos pasajes de la novela el discurso narrativo se apropia de esta espectacularidad con el objetivo de un juego de alternancias entre normalidad y anomia (81, 86-87, 149-150, 172-173). La despolitización de la muerte violenta es una consecuencia de esta representación espectacular, porque eclipsa otras explicaciones posibles de la violencia (sociales, políticas, económicas, antropológicas, criminológicas, psicoanalíticas), además de ser un recurso frecuente en la construcción hegemónica sobre el crimen en México.

Como también puede apreciarse en las citas extensas de El lenguaje del juego, su apuesta narrativa no reside en un relato de carácter testimonial; ni se justifica el desarrollo de los personajes en términos de verosimilitud; tampoco convence con una explicación documentada o compleja sobre los entramados socio-económicos del tráfico de drogas. Todo lo anterior no sería un problema en una novela tan estéticamente lograda, escrita por un malabarista de signos como Sada; no obstante, su propuesta virtuosa entra en tensión con la temática abordada y las convenciones que requiere el formato “novela del narcotráfico”. No sorprende que en muchos pasajes la descripción de los actores criminales recurra a los estereotipos superlativos (coche imponente, rifle de asalto potente, carácter prepotente, botas y sombrero, despilfarro conspicuo, ocio ilimitado, mansiones ostentosas), mismos que también priman en el discurso hegemónico con el objetivo de generar una estigmatización, una figura cuasi mítica del delincuente, la cual, desde luego, también ha adquirido un alto potencial de ser reconocible entre el público lector internacional.

Asimismo, son limitados los alcances de El lenguaje del juego en términos axiológicos, porque conduce a una lectura que nos llevaría a problematizar el actuar de los personajes no más allá de las oposiciones que nos ofrece su narrador. Por ejemplo, la diferencia generacional dibujada en la novela nos remite a dos formas del capitalismo periférico: por una parte, un capitalismo que produce sujetos precarios, como Valente, quien, no obstante, logra acomodarse en una vida modesta, y, por otra parte, una nueva generación con expectativas de consumo desmesuradas y una fascinación por el “dinero fácil”, a la cual le toca vivir o perecer en un capitalismo salvaje que produce vidas nudas y dispensables, como Martina o Candelario. En este contexto ideológico, el narcotráfico aparece como el mal, una fuerza siniestra que corrompe una sociedad, anteriormente sana, aunque imperfecta. De esta forma, también el Estado aparece como víctima desamparada frente al poder de fuego, como actor que cede su presencia frente al poder corruptor de ese “otro” (60-63). Como muestra, el involucramiento de los actores estatales en el negocio del narcotráfico casi es omitido por completo en El lenguaje del juego.

Recordando que el discurso de la familia no sólo puede articular nociones del bien y del mal (un “deber ser”), sino que también puede simbolizar el núcleo fundamental de una sociedad (Bruce: 2-6), El lenguaje del juego sugiere que, en el México actual, los valores familiares tradicionales son un fundamento frágil para el potencial seductor que significa el narcotráfico. Sin embargo, el rechazo de la violencia y del crimen en la novela se ampara en esos valores, lo cual lleva a una disposición maniquea de la moral en la novela. Ésa trasciende en las yuxtaposiciones de cuadros narrativos, a tal extremo que se establece una relación lógica y causal entre la búsqueda de independencia del hijo y la automática integración a la organización delictiva:

Es que desde muy joven él deseaba con creces su pronta independencia. Romper, no conociendo nada relativo a lo ya concebido como un complejo seno familiar, que no era nada más que un largo reglamento tan incierto como sobreentendido, signado por un mustio “deber ser” más que nada enredoso y degradante. De modo que al tanteo el hijo destacaba (poniendo en lo alto de una cima) una elegante huida (Sada 2012: 42).

La constante apelación al mundo familiar, una convención que se vuelve una camisa de fuerza para la trama, contribuye poco a explorar la complejidad social que implica la violencia desatada y las transformaciones sociales por la “guerra contra el narcotráfico”. De este modo, la novela reproduce la construcción hegemónica sobre el “narco” como mítico “otro”, cuyas acciones resultan incomprensibles porque es imaginado en una esfera opuesta al Estado, al ciudadano común y a los valores familiares.

Bibliografía

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La novela Fiesta en la madriguera (2010), de Juan Pablo Villalobos, es emblemática de esta construcción humorística (cfr. Adriaensen 2012).
La transfiguración de México en Mágico, así como el desplazamiento ficticio mediante el renombramiento de la toponimia ya aparece en la novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999) (Zavala 2012: 29).
Este fenómeno complementaría la observación de Juan Villoro, quien compara la propuesta de Sada en El lenguaje del juego con la estética del esperpento de Ramón del Valle-Inclán (42).
Quizá la alusión al árbol del conocimiento del bien y del mal en esta cita no es gratuita. En páginas previas, durante una plática en el entorno familiar, el padre minimizó la presencia del crimen organizado con una alusión igualmente bíblica: “—No hay que vivir con miedo. No conviene. Los crímenes ocurren hasta en los paraísos más bonitos. A nosotros por qué nos debe ir mal” (19).