Si examinamos panorámicamente la novela en la península yucateca durante el siglo XIX, junto a narradores como Vicente Calero, Rafael Carvajal, Gerónimo Castillo y Crescencio Carrillo y Ancona, indudablemente son Justo Sierra O'Reilly (1814-1861) y Eligio Ancona (1836-1893), quienes ocupan un primer lugar en este género.
Independientemente de algunas diferencias, ya sea por los años en los que les tocó vivir, por sus lecturas y sobre todo por su personal arte de narrar, existen entre ambos notables semejanzas que nos permiten reconocer la presencia de Justo Sierra en la novela de Eligio Ancona.
La narrativa de Eligio Ancona, cronológicamente, abarca la mayor parte de la segunda mitad del
siglo XIX, desde la publicación de La mestiza, en 1861, hasta la
redacción de las Memorias de un alférez, esto es, hasta la década de
los ochenta.1
¿En dónde situarlo?, ¿en qué movimiento literario? o ¿con qué escritores muestra características más afines? Indudablemente pertenece al Romanticismo tanto por sus temas, ideas, actitud de sus personajes y obviamente por su lenguaje o estilo.
En la introducción a La Cruz y la Espada es bastante evidente el culto de Ancona al individualismo y sobre todo a explicar los grandes movimientos de la historia por la acción material o intelectual de un personaje que representa la función de héroe:
Cuando quiere Dios producir uno de esos grandes acontecimientos que cambian aceleradamente la
faz de las naciones, como una piedra arrojada en un lago convierte su tranquila
superficie en movibles ondas que la agitan por algunos instantes, su poder inmenso
sabe suscitar un crecido número de esos hombres extraordinarios, que con su
inteligencia superior, su voluntad de hierro y el valor de su brazo, se elevan sobre
la multitud que los admira y la conducen fácilmente al término señalado por los
designios de la Providencia (Ancona 2014b:
25).
Y entonces cita el cristianismo, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la conquista de América, la
Revolución francesa, y los asocia, entre otros, a los nombres de Jesús, de Colón, de
Hernán Cortés y de los enciclopedistas franceses. Él aclara que "para hacer menos
ostensible" su "audacia" no va a ocuparse en esta novela de Colón, ni de
Hernán Cortés o Francisco Pizarro, sino que se limitará a narrar un episodio menos
brillante que el descubrimiento del Nuevo Mundo o la conquista del Anáhuac o del Perú;
"menos importante que la destrucción del imperio de Moctezuma y del de los
Incas"; "pero no menos sembrado de aventuras, de dificultades y de asombrosas
peripecias" (28). Y en efecto, narrará en La Cruz y la Espada la
conquista de Yucatán, en donde tendrán su lugar correspondiente don Francisco de
Montejo, el Mozo y el Sobrino, Tutul Xiu y Nachí Cocom; pero el héroe
de la novela será don Alonso de Benavides, un joven andaluz que ha pasado a tierras de
América huyendo de la justicia, que mostrará su valentía en la lucha contra los mayas,
que se enamorará de Suhuy Kak, hija de Tutul Xiu, batab de Maní, pero que nunca olvidará
a doña Beatriz, una muchacha salmantina que, disfrazada de hombre, se trasladará hasta
la península de Yucatán en busca de su amado.
Algo semejante ocurre con El filibustero, en donde el protagonista es un pirata, Leonel o
Barbillas, cuyo origen se presenta desde el principio como un
misterio, y cuya personalidad se caracteriza por la afirmación de su yo frente a la
sociedad; y en el transcurso de la acción, ya como Leonel o como
Barbillas, se opone una y otra vez a ella, por considerarla
inmoral, injusta y arbitraria; y cuando ya no puede luchar más, en una primera ocasión,
a mitad de la novela, intenta el suicidio, y finalmente, en el desenlace, cuando todas
sus buenas intenciones se estrellan contra las circunstancias, se dispara en la cara
para no ser reconocido y así morir heroicamente, pues de esta manera salvará la vida de
su amigo Pedro de Cifuentes y conseguirá la felicidad de una familia que finalmente le
rendirá culto en el Olimpo.
Lo mismo podríamos decir de otros protagonistas en las novelas de Ancona que sin acudir al
suicidio, poseen todas las características de los grandes héroes del Romanticismo,
llámense Tizoc, Geliztli (Los mártires del Anáhuac), Enrique, Genaro,
Aurora (El Conde de Peñalva) o Ramiro de Salazar y María
(Memorias de un alférez).
En cuanto a las influencias de otros novelistas en la obra narrativa de Eligio Ancona, también
podría pensarse en otros escritores mexicanos o extranjeros. Leticia Algaba en la
"Recapitulación" de su tesis doctoral Cuatro novelas históricas
mexicanas del siglo XIX. Estudio de historia literaria comparada (2007: 231-235) y en su libro Del pasado al
futuro. Cuatro novelas históricas mexicanas (2012: 142-144, 192), establece un paralelismo, a propósito del tema
de la conquista, entre Vicente Riva Palacio y Eligio Ancona. Pero se trata de simples
coincidencias. Sierra O'Reilly en varias ocasiones a lo largo de su obra como escritor y
como político alude al olvido en que se encontraba la península respecto al gobierno del
centro de la República. Escasa, mínima interrelación hubo en la época colonial y en el
siglo XIX entre Yucatán y el centro del país, y sin temor a equivocarnos podríamos
afirmar que era mucho más viable el contacto con Francia, España o la isla de Cuba.
Ancona, cuando reside en la Ciudad de México, no se presenta como escritor, sino acaso como
representante político de Yucatán; no da a conocer sus obras (excepto Los
mártires del Anáhuac, que se publica por entregas en la Ciudad de México,
en 1870, el mismo año en que se publicó La vuelta de los muertos de
Vicente Riva Palacio),2 no participa en
las veladas literarias, ni asiste a las redacciones de los periódicos; en fin, no hace
vida social literaria, aunque desempeña por algún tiempo la secretaría de la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística. Esta discreción explica que no se hayan conocido
sus novelas en la capital del país. Ignacio Manuel Altamirano, como Presidente de la
República de las letras mexicanas, según lo llamaba El Duque Job (Gutiérrez Nájera: 359) no se ocupa de él una sola vez en sus
revistas literarias y si acaso lo cita es como autor de Los mártires del
Anáhuac (1988a: 232) y más adelante de una Historia de Yucatán (294). De
Justo Sierra O'Reilly, Altamirano tiene algunas noticias a través de Justo Sierra Méndez
y a través de Francisco Sosa. Pero La hija del judío y Un año en el hospital de
San Lázaro no se editan, sino a principios del siglo XX y eso gracias al
empeño que puso Justo Sierra Méndez, entonces Ministro de Educación Pública, para que se
incluyeran en la "Biblioteca de Autores Mexicanos" de Victoriano Agüeros.
Los asuntos sobre los que escribe Eligio Ancona en cinco de sus seis novelas, son todos
yucatecos. Él se muestra muy satisfecho de ocuparse de los temas de su tierra como
cuando al final de la Introducción de La Cruz y la Espada declara que
no va a ocuparse de la conquista de México ni de la del Perú, sino de episodios que
tienen "para nosotros el glorioso recuerdo de las hazañas de nuestros padres, la
grata sombra de los bosques y montañas de nuestra patria y el suavísimo perfume que
exhalan las flores del país en que nacimos" (2014b: 28).
El público para el que escribe es el yucateco, según declara en la introducción de la primera
edición de El filibustero: "permítasenos -dice- presentar al
público yucateco nuestros humildes ensayos, con la esperanza, acaso temeraria, de que
los acogerá con la indulgencia que nos ha dispensado hasta aquí" (2010: VIII). Pero
la palabra "yucateco" ha sido borrada arbitrariamente de todas las demás
ediciones.
No es que no le hubiera gustado que sus obras se leyeran en otros ámbitos o en otras latitudes;
ya lo decía Cicerón: Honos alit artes omnes que incendutur ad studia gloria
(Cuestiones tusculanas, libro primero, II, 4); sino que quería seguir
conservando a su tierra yucateca como algo suyo, propio e íntimo.
Las afinidades electivas de Ancona no se encontraban en el centro del país, ese centro al que
poco le importaban los hombres y las obras de la periferia, sino en su mismo Yucatán, en
la generación que había elevado hasta un primer plano la obra narrativa, periodística,
histórica, y en general, humanística de la península, particularmente de los
intelectuales yucatecos que habían colaborado en El Museo Yucateco, en
El Registro Yucateco y en El Fénix, revistas o periódicos iniciados
por Sierra O'Reilly en 1841, 1845 y 1848, respectivamente.
Una visión panorámica y al mismo tiempo particular de la obra de Eligio Ancona nos llevaría a
señalar y precisar la huella y la influencia de Sierra O'Reilly. En La Cruz y la
Espada el propio Ancona, en las notas o en el cuerpo del texto, va haciendo
referencia a sus fuentes y en particular a las obras de Sierra O'Reilly. Al final del
capítulo V de esta novela, cuando combate la opinión de John Lloyd Stephens acerca de
que las grandes ciudades mayas como Uxmal y Chichén Itzá estaban en pie y habitadas
durante la época de la conquista, se apoya en los argumentos de Sierra O'Reilly, a quien
llama "nuestro inmortal compatriota" (2014b:
92). Lo mismo ocurre cuando niega la conversión de millares de indígenas por
obra del padre Jacobo de Testera y otros cuatro franciscanos, en 1535, en los
alrededores de Champotón, debido a la brusca interrupción de treinta soldados españoles,
entre otras razones porque ninguno de los franciscanos sabía la lengua maya. La
"buena crítica" -dice Ancona, citando a Sierra O'Reilly- "difícilmente
permitirá creer en esa serie de hechos, al menos de la manera en que están presentados
por personas que tenían un interés conocido en alterarlos" (149-150). Sobre la
opinión acerca de los profetas yucatecos, remite al artículo de Sierra O'Reilly
publicado en las primeras páginas del volumen I de El Museo Yucateco
[Mérida, 2014, Gobierno del Estado de Yucatán / Sedeculta / Conaculta, 2-8. Edición
facsimilar] (195, nota 6). Y cuando un correo le comunica a Tutul Xiu la derrota de las
huestes de Nachí Cocom en Tixpehual, un pueblo cercano a Tho (246), transcribe las
siguientes líneas, tomadas de Los indios de Yucatán de Sierra O'Reilly:
"¿Qué estáis haciendo aquí, oh españoles, cuando vienen contra vosotros más
guerreros que pelos tiene una piel de ciervo?" (t.
I, 1954: 22), o bien cuando narra la visita de Tutul Xiu al campamento
español (Ancona 2014b: 256-257), simplemente copia
varios párrafos del capítulo tercero de este mismo libro (t. I, 1954: 2-23), y agrega
las siguientes palabras: "El novelista no tiene nada que añadir a las palabras del
historiador".
Cuando murió Justo Sierra O'Reilly, el 15 de enero de 1861, Eligio Ancona, que entonces
trabajaba en El Constitucional, publicó una breve semblanza, que merece
ser trascrita en su totalidad:
Ha fallecido el señor doctor don Justo Sierra. Estas pocas palabras nos parece que bastan para
expresar el dolor que debe cubrir hoy al pueblo de Yucatán que tuvo la dicha de
verle nacer en su seno. Porque el escritor que, además de esas relevantes cualidades
que constituyen a un eminente literato, consagró principalmente su pluma a un objeto
de utilidad general, es digno de nuestra gratitud, de nuestra admiración y de vivir
eternamente en nuestra memoria. Y el señor don Justo Sierra no perdió nunca de vista
el interés general de sus conciudadanos, pues desde su juventud se dedicó a ilustrar
al pueblo por medio de la prensa. Comprendió que un hombre, como él, dotado de
grandes talentos por la naturaleza, debía emplearlos en enseñar e instruir a sus
semejantes, y no hay duda que desempeñó gloriosamente su misión. Ahí están sus
escritos: cada uno de ellos es una importante lección, importante para el pueblo, a
la vez que un modelo de elegancia y de belleza literaria.
Cábele también a este ilustre ciudadano la gloria de haber dado el primer impulso a la literatura en
nuestro país. El Museo Yucateco, así como fue la primera obra
puramente literaria publicada en Yucatán, es también una de las que más le honran
por su belleza, su corrección y su interés histórico.
Don Justo Sierra nos dio pruebas de sus talentos en diversos ramos de la literatura; pero uno de los que le
merecieron mayor dedicación fue la historia, y después de haber publicado
importantes documentos sobre la del país en los diversos periódicos que
sucesivamente redactó, empezó a dar a luz la historia completa de Yucatán.
Desgraciadamente, por causas independientes de su voluntad, tuvo que suspender su
publicación, y quedamos privados de una obra que hubiera honrado muchísimo a nuestra
naciente literatura.
Pero un hombre como el señor Sierra, no es de que aquellos cuya
fama pueda encerrarse en los estrechos límites de un Estado. Su nombre es conocido
en toda la República como el de un distinguido publicista, pues ha dado a su patria
obras de indisputable mérito que honrarían a los países más civilizados del mundo. Y
en los últimos meses de su vida ha trabajado incansablemente en la formación del
código civil, para la cual fue comisionado por el supremo gobierno de la nación.
El señor Sierra ha ocupado también en diversas épocas los escaños de los congresos y en
ellos, como en su vida privada, ha dado siempre muestras de sus virtudes y de su
ilustración.
Hay hombres célebres en la historia de todos los pueblos; pero no todos
causan en nosotros una misma impresión. Esos grandes guerreros que para alcanzar un
fin cualquiera, han derramado ríos de sangre, a pesar de los beneficios que algunas
veces han conquistado para su patria y para la humanidad, llevan tras sí no sé qué
de doloroso y terrible que amarga mucho la memoria de sus hazañas; pero esos hombres
que sin causar ningún mal han consagrado su vida a hacer el bien de los demás con su
abnegación, sus luces o su filantropía, viven eternamente en nuestra memoria con el
grato y dulce recuerdo de sus virtudes.
El señor don Justo Sierra, para honra de
nuestra patria, pertenece a los segundos. Y nosotros que siempre hemos venerado y
admirado su nombre, como creemos que le veneran y admiran todos los hijos de este
país que tanto le deben, le hemos consagrado en nuestro editorial estos cortos y
desaliñados renglones (1861: 3-4).
Bastaría este texto para demostrar la admiración que sentía Eligio Ancona por Justo Sierra O'Reilly. Pero Ancona no se limitó a admirarlo, sino a seguir sus pasos como novelista y como historiador.
En su Historia de Yucatán, al trazar un panorama de la cultura en Yucatán
durante el siglo XIX, vuelve a insistir en la importancia que tuvieron El Museo
Yucateco y El Registro Yucateco y afirma:
Puede decirse que de estas dos publicaciones arranca el origen de nuestra literatura, porque desde entonces fue cuando empezó a ser cultivada en varios de sus ramos. La historia, la biografía, la lingüística, la novela, la leyenda y la crítica comenzaron a disputar al artículo político y a la poesía lírica, el exclusivismo que hasta entonces habían ejercido en las letras (IV, [1880] 1978: 406).
Más adelante precisa la labor de Sierra O'Reilly como historiador sobre el establecimiento del
territorio británico de Belice y muy particular elogio le merece la obra Los
indios de Yucatán. Consideraciones históricas sobre la influencia del elemento
indígena en la organización social del país (Campeche: José María Peralta,
1857) que apareció por primera vez en el periódico El Fénix entre 1848 y 1851, y de la
que obtuvo información para la redacción de algunas de sus novelas como lo hemos visto a
propósito de La Cruz y la Espada. Destaca también su labor de biógrafo
en las vidas de los obispos, gobernadores y algunos hombres de artes, ciencias y letras.
No podía pasar por alto su labor de novelista en Un año en el hospital de San Lázaro, La
hija del judío y algunas leyendas, entre las que habría que mencionar El
filibustero y particularmente Los bandos de Valladolid y
El secreto del ajusticiado, cuyos protagonistas reaparecerán en su novela homónima
El filibustero, aunque en el capítulo I de esta obra, Ancona sólo
menciona Los alcaldes de Valladolid del escritor español Antonio García
Gutiérrez, drama en verso y prosa publicado en Mérida por la Imprenta de Castillo y
Compañía en 1845. Y lo que escribe acerca de este drama como fuente, también podría
aplicarse a las llamadas "leyendas" de Sierra O'Reilly que seguramente leyó y
pudieron haberle servido como insinuación temática:
Empezamos a escribir cometiendo una profanación.
Nuestra pluma se ve obligada a trazar en esta
primera parte el cuadro que ha inspirado a García Gutiérrez su drama Los
alcaldes de Valladolid.
En dos palabras daremos nuestra disculpa.
La historia es una fuente pública cuyas aguas apagan la sed del rico y del pobre, del
hombre y del niño, del grande y del pequeño. García Gutiérrez se llegó a esa fuente
en 1845 y bebió; nosotros nos acercamos a ella en 1864, tenemos sed y bebemos
también.
¿Por qué no?
Esto no arranca una sola hoja a la corona del ilustre poeta
español ni saca de su oscuridad al pobre novelista yucateco, que lucha con inmensas
dificultades para publicar un libro en el estrecho círculo que constituye su teatro.
Además de esto, en el pecado llevaremos la penitencia, porque al comparar
Los alcaldes de Valladolid con El filibustero,
la única esperanza que nos alienta es la de que el ruido de los aplausos prodigados
al gran poeta apague el de los silbidos lanzados al audaz novelista.
Por último, el asunto principal del drama y de nuestra novela son enteramente distintos: aquél
entra de lleno en la historia, y nosotros no la tocamos más que por incidencia; de
manera que, aun a riesgo de que se diga que cometemos una segunda profanación,
diremos de ese episodio de la historia del país lo que Dumas dice de Enrique VIII en
Catalina Howard: "no es más que un clavo al cual hemos
colgado nuestro cuadro" ([1864] 2010: 1-2).
El pasaje es bastante aleccionador, porque nos permite ver cómo Anona se aproximaba a sus fuentes. No se trataba de una "profanación", sino solamente de un punto de partida, pues aunque el tema y algunos personajes son los mismos, el género, el argumento, la estructura, la caracterización de personajes y el desarrollo de algunos aspectos históricos, eran completamente distintos.
Lo mismo podríamos decir de El filibustero de Sierra O'Reilly y El
filibustero de Ancona; o bien, de El Conde de Peñalva.
Don García de Valdés Osorio es un personaje en torno al cual gira la acción de La hija
del judío de Sierra O'Reilly y de El Conde de Peñalva de
Eligio Ancona.
Independientemente de la semejanza de los temas o de la coincidencia de personajes, el
magisterio de Sierra O'Reilly se encuentra en el ejemplo que dio a Ancona y a los
escritores jóvenes de escribir novelas históricas; de ir a buscar los temas de la
literatura en la historia de Yucatán como lo había proclamado en la
"Introducción" de El Registro Yucateco: "Contendrá
artículos acerca de la historia antigua del país, noticias curiosas, biografías,
leyendas, poesías, y todo cuanto contribuya a hacerlo ameno y útil al mismo
tiempo". En El Registro Yucateco, al anunciar la reimpresión de la
Historia de Yucatán de Diego López Cogolludo, decía que ésta era
"una mina inagotable, que pueden explotar el poeta y el romancero, el historiador y
el filósofo" (El Registro
Yucateco, III, 243-244).3 Y a ella acudió Eligio Ancona no sólo para la redacción del
primer y gran parte del segundo tomo de su Historia de Yucatán, sino
también para la redacción de sus novelas históricas. Muchas son las ocasiones en las que
Ancona cita o remite a López Cogolludo, ya sea en nota o en el cuerpo del texto (véase,
por ejemplo, en El Conde de Peñalva, la descripción que hace del
recorrido de Enrique, el hermano de la protagonista, entre Mérida y Campeche, y en
particular la narración de los milagros de "Nuestra Señora de la Laguna" en el
pueblo de Hampolol: Ancona [1879] 2016b: 73-86; López
Cogolludo: III, 397-401).
Pero, independientemente de la sugerencia de dedicarse a la escritura de novelas sobre la
historia de Yucatán, Sierra O'Reilly dio el ejemplo de la composición de una novela
romántica en La hija del judío, en la que partiendo de la información
que le proporcionaban los Manuscritos inéditos del P. Nicolás de Lara
(que también utilizó Ancona en varios episodios de sus novelas), e innumerables pasajes
de la Historia de Yucatán de Diego López Cogolludo, compuso un relato
de suspenso que se sustenta en dos anécdotas históricas: el asesinato del conde de
Peñalva y la misteriosa cita que se le dio al gobernador Fr. José Campero la noche del
29 de diciembre de 1662. He aquí cómo explica en parte Sierra O' Reilly la génesis de la
trama de La hija del judío:
Aunque parezca algo impertinente el que se me vea detenido en estas fruslerías, ocupando
tontamente el tiempo de los que tienen la bondad de leerme con hablarles de mí
mismo, no quiero malograr esta oportunidad, aun a riesgo de parecer realmente
importuno, de hacer una observación sobre La hija del judío,
siquiera porque la concebí durante mi residencia en los Estados Unidos y sus
primeras páginas tienen alguna conexión con mis impresiones de viaje. La observación
de que ya he hablado es ésta: El suceso trágico de la muerte del conde de Peñalva no
me parecía, solo y aislado, muy propio para el argumento de un romance o novela. Yo
había llegado a persuadirme, en vista de algunos relatos mal compaginados que he
leído detenidamente, que la cita misteriosa que se dio para la catedral al
gobernador Campero y su conversación con un alma, tenían cierta
conexión con el tenebroso asesinato del conde. Se recordará también que el P. Lara,
o el autor del M. S. que publiqué en mi periódico literario El Museo
Yucateco, al hablar de ese raro incidente, añade que corrían voces de
que los jesuitas y el obispo se habían puesto de acuerdo
para una añagaza, de que fue víctima el gobernador Campero.
Pues bien, pasando por cualquier anacronismo, me determiné ligar un suceso con el
otro, revistiéndolos de una serie de particulares circunstancias, de que yo tenía
una buena provisión en mis notas y apuntes históricos, formando un conjunto
monstruoso si se quiere, pero muy propio para despertar la curiosidad sobre unos
hechos ignorados del todo, o profundamente olvidados por la generalidad. Casi nada
de lo que he referido en La hija del judío ha sido inventado por
mí: la combinación, la fábula es lo único que me pertenece; y aunque éste sea el
mayor vicio de que adolezca, no he de pretender lavarme las manos para evitar la
crítica. Quod scripsi, scripsi, y no puedo testarlo (2012: 416).
En La hija del judío, el narrador, siguiendo la historia de López Cogolludo
mediante diversas anécdotas, explicará las causas de la escasez de maíz, el hambre y la
pobreza por las que atravesaba la península durante el gobierno del conde de Peñalva; y
el padre Noriega, en la Segunda Parte de la novela, siguiendo particularmente el relato
de P. Nicolás de Lara en sus Manuscritos inéditos, le contará a don
Luis de Zubiaur, el prometido de la hija del judío, la administración de la península en
la época del conde Peñalva, encaminada a la explotación de sus habitantes, tanto
españoles como indios; su conducta altanera y voluntariosa que hace agravar el
enfrentamiento con los ayuntamientos de Mérida, Campeche y Valladolid; su vida
licenciosa que alcanza su clímax cuando intenta seducir a doña María Altagracia de
Gorozica -esposa de don Felipe Álvarez de Monsreal, a quien el conde había denunciado
como judío y recluido en las cárceles de la Inquisición-, la que se convierte finalmente
en la nueva Judit vengadora cuando asesina al conde en su propio palacio.
Eligio Ancona inicia El Conde de Peñalva haciendo una breve semblanza del
conde de Peñalva, en la que se destaca su holgazanería, avaricia y su vida licenciosa, y
cuando Enrique, un joven estudiante en el convento de San Francisco, encabeza un motín
contra los oficiales del conde en los momentos en que éstos se niegan a venderle a la
gente del pueblo el maíz a un precio razonable. Pero Enrique en vez de ser castigado por
su oposición a las disposiciones del conde, es premiado con el puesto de alférez real en
el puerto de Campeche, debido a que el conde se había enterado por su secretario
Escobedo que era hijo de doña Juana y hermano de Aurora, la joven en la que había puesto
sus miras. Cuando Enrique se entera de los motivos de su nombramiento monta en cólera y
regresa a Mérida para renunciar a su puesto y retar al conde, pero justamente cuando
está a punto de entrar a palacio, se encuentra con Genaro, el novio de Aurora, y ambos
retan al conde. En La hija del judío es don Felipe Álvarez de Monsreal
quien en compañía de Alonso de la Cerda, el futuro padre adoptivo de la hija del judío,
retará al conde cuando se entera de que éste corteja a doña María Altagracia de
Gorozica, su prometida.
El hecho, si no histórico, era parte de la leyenda del conde de Peñalva. Joaquín Lanz Trueba,
apoyándose sobre todo en lo que Juan Francisco Molina
Solís asienta sobre el conde en su Historia de Yucatán (1910: II,
183-227), duda de la veracidad de este acontecimiento. Supone que estos dos
retadores pudieron ser Pedro Díaz del Valle y Francisco Crespo de Morales, depuestos por
el conde: el primero de su cargo de Secretario y Escribano Mayor de Gobernación y
Guerra, y el segundo, de su cargo de Defensor de los Indios. Pero concluye que nada
puede probarse (Lanz Trueba: 175-177). Y
precisamente porque no se sabía el nombre de los retadores, y este acontecimiento se
encontraba en el misterio, como tantos otros en torno a la vida del conde, es que Sierra
O'Reilly pudo atribuirlo a don Felipe Álvarez de Monsreal y a don Alonso de la Cerda, y
Eligio Ancona a Enrique y a Genaro.
Sobre las circunstancias misteriosas en las que se da la muerte del conde de Peñalva, según lo
narra Sierra O'Reilly y Eligio Ancona, también hay muchas similitudes, debido a que
ambos abrevaron en la misma fuente, y Ancona tenía también como antecedente inmediato a
La hija del judío.
Sierra O'Reilly, según hemos visto, la atribuye a doña María Altagracia de Gorozica, la persona más agraviada, cuando ésta acepta visitar al conde en su palacio la noche del 1° de agosto de 1652.
Eligio Ancona reserva el asesinato a doña Juana, la madre de Enrique y Aurora, que al suponer al conde culpable de la muerte de sus hijos, se dirige a palacio, y tras algunos titubeos causados por la oscuridad, la tempestad y su estado de ánimo, termina por asestar dos puñaladas en el pecho del conde. El capítulo se titula "El monstruo venga sus hijos". Pero el narrador había llamado indistintamente en varias partes de su narración "monstruo" a doña Juana y al mismo conde. Calificativo, aplicado a este último, quizá inspirado en un documento procedente de los archivos del Ayuntamiento de Mérida:
Fue este gobernador el azote de la provincia que desoló y destruyó con sus repartimientos,
causando en ella, con la hambre que introdujo, más ruinas y muertes en toda ella que
las plagas de langostas que en otro tiempo había sufrido. [...] Con el pretexto de
escasez de maíz, nombró comisionados, con la denominación de jueces españoles, para
que fuesen por todos los pueblos de indios a registrar el maíz que tenían,
dejándoles solamente el necesario para el sustento de sus familias, y quitándoles lo
restante, a pretexto de asegurarlo para alimentar a los demás. [...] Viendo que la
inmediata cosecha se presentaba abundante, para no perder su monopolio mandó que
ningún indio pudiese vender maíz a nadie hasta que averiguase la cosecha de aquel
año para proveer a todos. Con estas artes infernales, el maíz, que antes se vendía a
seis reales carga, subió muy pronto a doce pesos fuertes en 1651, y a seis pesos en
1652, a pesar de la abundancia de las cosechas, con lo que, una hambre espantosa, no
vista hasta entonces, colmando las arcas de este monstruo
abominable, produjo en la provincia la horrorosa mortandad que la despobló casi del
todo (ápud Molina Solís 1910: II,
220-221).
El P. Nicolás de Lara en sus Manuscritos inéditos había dicho:
1649.- El conde de Peñalva D. García de Valdez Osorio, tomó posesión a 19 de
octubre, y gobernó dos años, nueve meses y once días hasta 10 [sic] de agosto de
652, en que le hallaron muerto a puñaladas entre nueve y diez de la noche en su
dormitorio, no habiendo a quién atribuir el homicidio, porque tenía a toda la
provincia ofendida, y los pobres se quejaban más por haber estancado los granos dos
años, de que sucedió la más calamitosa hambre que hasta aquellos tiempos se había
visto. Moríanse por las calles, caminos y montes, los indios, chinos, mulatos,
mestizos y españoles. Fue hombre ríspido, tirano y avaro, y cuando murió se le
hallaron en plata sellada, labrada y alhajas de oro, cerca de sesenta mil pesos, y
en Méjico como cuarenta mil del valor de sus repartimientos. Fue el primero que tasó
veinte y cinco mantas por mil pesos de regalía sobre los que pretendían encomienda.
La fatal desventura de su tragedia no la he podido conformar por más que la he
tirado a ceñir a lo mejor de las conjeturas, porque se cuenta muy varia, aun en las
mismas declaraciones hay claudicación. Lo único que se trasluce más creíble es que
aquella noche entró una mujer en su cuarto con pretexto de pedir justicia dejando a
su marido que la acompañaba a la puerta, siendo persona no desconocida de la
familia, que estaba retirada holgándose abajo: ésta se volvió a salir y a cabo de
más de media hora fue un paje a saber si el conde quería cenar, y lo halló muerto:
hay quien diga que la mujer que entró era un caballero vestido en aquel traje, lo
cierto es que nada pudo averiguarse (1841: I,
145-146).
Independientemente de la invitación a escribir sobre la historia de Yucatán y dar el ejemplo de
cómo se escribe una novela histórica, en La hija del judío de Sierra
O'Reilly es frecuente un constante desplazamiento entre el pasado y el presente con el
objeto de comparar ambas épocas en lo que respecta al paisaje, las costumbres y las
circunstancias históricas. Y aunque ésta sea una característica de una gran parte de la
novela histórica romántica, lo que le da mayor similitud entre Sierra O'Reilly y Ancona
es que escriben sobre los mismos temas, la acción de sus novelas transcurre en los
mismos lugares y comparten la misma ideología, pues ambos eran de ideas liberales.
Sierra O'Reilly inicia La hija del judío dirigiéndose a sus contemporáneos
cuando dice:
Aquéllos de mis lectores que, como yo, conozcan detalladamente la ciudad de Mérida, recordarán
sin duda el aspecto fúnebre y ruinoso de cierta casa que allá en tiempos remotos
perteneció a una familia ilustre. Acompáñenme hasta el ángulo noroeste de la Plaza
Mayor, avancen una, dos cuadras hacia el norte y deténganse al terminar esta
dirección. En la esquina occidental de esta segunda cuadra existen las ruinas de la
casa referida. ¿No es verdad que su apariencia es melancólica, y más cuando se
reflexiona en el contraste que presentan unas ruinas en medio de un pueblo animado?
¿No es verdad que ese montón de escombros en el corazón mismo de una bella capital,
es en alguna manera repugnante? A mediados del siglo XVII, en lugar de esos
desplomados techos y derruidas paredes, había una casa, si no espléndida, a lo menos
de muy decente apariencia (101-102).
Y de aquí nos traslada hasta mediados del siglo XVII para contarnos quiénes eran sus
habitantes, cómo eran los muebles de la casa y qué costumbres tenían. Contrasta la
austeridad de una casa colonial de clase media en Mérida con el refinamiento de muebles
que nos envía la "industria francesa" y las costumbres en el comer de aquella
época con las modernas.
Este contraste le sirve también para ir proporcionando datos históricos, pero sobre todo para
hacer comparaciones entre la situación material, social y política entre ambas épocas.
Inútil resulta decir que sus comentarios políticos están hechos desde una ideología del
siglo XIX. Significativa en este aspecto es la breve historia que nos proporciona de
cada uno de los cambios que sufrió durante la época colonial hasta mediados del siglo
XIX la Casa de Gobierno, que entonces se llamaba el Real Palacio.
Brevemente se nos enumeran y describen cada una de las transformaciones que en su
exterior experimentó este edificio llevados a cabo por don Carlos de Luna y Arellano,
don Antonio de Figueroa, el Marqués de Santo Floro (don Diego Zapata Cárdenas), don Juan
José Vértiz y Ontañón y don Benito Pérez Valdelomar (423-435).
Al comparar la función de las Casas Consistoriales de la Colonia en cuanto al poder absoluto del que disponían y los Ayuntamientos de su época, dice que no hay gran diferencia, y que esto será siempre un obstáculo para que prospere un verdadero republicanismo:
Del poder absoluto e ilimitado de la época colonial, hemos pasado al gobierno más amplio y liberal, que reconocen las teorías de los publicistas modernos; pero ese cambio ha de ser y será, por fuerza, nominal, mientras se le haga consistir solamente en fórmulas y palabras muy sonoras, cuando se pronuncian en la tribuna, y vacías cuando se trata de aplicarlas (732).
Eligio Ancona, por su parte, al iniciar el capítulo III de la Segunda Parte de El
filibustero, establece una serie de comparaciones entre las costumbres de
la época colonial y las de sus contemporáneos, respecto a la puntualidad, la venta de
empleos en los cabildos, la indiferencia a representar cargos públicos cuando no tienen
paga o el hecho de que los antepasados se conformaban con un puesto menor en el
ayuntamiento y ahora muchos apenas creen recompensados sus méritos cuando se les ofrece
una cartera de ministro o una banda de general. "¡Oh tempora!
¡Oh mores!" ([1864] 2010: 201). Y más adelante, respecto a las
personas que se encontraban en los cargos públicos, comenta que la sociedad antigua
buscaba la prudencia, la sabiduría y la reflexión, propia de los ancianos, y que la
sociedad actual "ha adoptado el extremo contrario y generalmente se apoya en la
juventud" (202).
Pero en donde parece aventajar a Sierra O'Reilly es cuando hace crítica social describiendo
situaciones en el pasado y que se repiten idénticamente en el presente, como es el caso
de la explotación del indio en las encomiendas y ahora en las haciendas henequeneras; la
venalidad de los Gobernadores y Capitanes Generales en la Colonia y ahora en los hombres
de los más altos puestos públicos; la complicidad tanto en el pasado como en el presente
entre las autoridades y los delincuentes, etc. Por eso asienta al iniciar El
filibustero en comparación con lo narrado en La Cruz y la
Espada que entre una y otra novela median ciento sesenta años, y que aunque
el escenario es el mismo, la escena es distinta, pero no porque hayan cambiado los
móviles de la explotación y de hacer riqueza, pues al conquistador ha sucedido el
encomendero que "encerrado en sus inmensas posesiones, como un barón feudal de la
Edad Media, sólo cuida de explotar al miserable aborigen"; al clérigo, a veces un
auténtico misionero de la doctrina de Jesús, "ha sucedido el fraile o el cura
convertido en publicano, que gasta la mayor parte de su tiempo en inspeccionar el cobro
de sus rentas y en aumentar sus matrículas"; a los aventureros, "han sucedido
los gobernadores y capitanes generales, que con muy honrosas excepciones sólo se dedican
a sacar de su posición toda la utilidad posible"; al aborigen, que luchaba por
conservar su independencia, "ha sucedido el indio pupilo, hipócrita y disimulado,
que sufre su yugo con aparente conformidad. [...] Pero cada azote, cada humillación,
cada rapiña arranca de sus ojos una lágrima sorda, que derrama silenciosamente por la
noche en su reducido tugurio o en la soledad de sus bosques" ([1864] 2010: V-VIII).
Y de aquí a la guerra social o de castas sólo había un paso.
Justo Sierra O'Reilly murió en los primeros días de 1861; Eligio Ancona publicó su primera novela, La mestiza, a finales de
1861. Moría el maestro, o como se ha dicho "el patriarca de la
literatura yucateca", pero nacía en las letras mexicanas no simplemente un
discípulo, sino un alumno, que dejó al margen la novela costumbrista (La
mestiza) y se dedicó de aquí en adelante a la novela histórica.