Oralidad, escritura y compromiso: los inicios de los Contemporáneos (1921-1925)

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Daniel Rodríguez Martínez

Resumen

A partir de un aspecto que apenas ha sido tratado por la crítica especializada, la figura del público receptor, se considera pertinente revisitar la labor creativa y cultural de los principales miembros de los Contemporáneos en México. En este primer acercamiento, se pone el foco en la primera mitad de los
años veinte y en algunos textos concretos de Gorostiza, Novo, Torres Bodet, Owen y Villaurrutia, a fin de cuestionar y reconsiderar la convicción comúnmente aceptada en torno a la deliberada ahistoricidad que caracterizó a todo el grupo. Por ende, se resalta su conciencia de la realidad sociocultural del país al tiempo que se conecta su labor con la responsabilidad histórica que debió asumir la generación de artistas de 1921. Igualmente, se concede especial atención a un hito cultural importante que no suele ser tenido en cuenta cuando se estudia su obra y que tiene lugar entre los años veinte y treinta: el tránsito de una cultura oral a otra letrada. En consonancia con lo anterior, se conecta su propuesta artística de aquellos años con algunas de las figuras emblemáticas de la cultura popular y con el proceso de rehabilitación del canto tradicional en México. El propósito último consistiría en plantear la posibilidad de que los Contemporáneos habrían intentado crear una poesía de la Revolución antes de concebir una literatura revolucionaria, ya a partir de 1926. 

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Detalles del artículo

Cómo citar
Rodríguez Martínez, D. . (2025). Oralidad, escritura y compromiso: los inicios de los Contemporáneos (1921-1925). Literatura Mexicana, 35(2), 179-212. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2024.2/00SW17S0X8477
Sección
Artículos
Biografía del autor/a

Daniel Rodríguez Martínez, Universidad Autónoma de Madrid

Ha impartido docencia en la Universidad Autónoma de Madrid, tanto en el área de Literatura española contemporánea como en el de hispanoamericana, donde ha trabajado como personal docente e investigador en formación. Su tesis versa sobre la vida y obra de Gilberto Owen. Recientemente ha publicado un artículo sobre la influencia de Sindbad el varado en la ficción de Maqroll el Gaviero y en prensa tiene otro sobre “Se alegra el mar” de José Gorostiza.

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En general, se tiende a pensar que los Contemporáneos se desentendieron voluntariamente de las preocupaciones históricas y sociales de México después de la Revolución, puesto que disintieron del programa político cultural del gobierno revolucionario. Con todo, se suele soslayar que todos ellos pertenecieron a esa generación de artistas que emergió en 1921 al amparo de José Vasconcelos y que la responsabilidad histórica que debieron asumir los jóvenes de entonces fue distinta de la que se les exigió en la segunda mitad de la década, tras la llegada de Calles al poder. Teniendo esto en cuenta, así como la distinción que estableció José Gorostiza entre el arte propagandístico y el inherente potencial de propaganda de toda manifestación artística, 1 se considera pertinente abordar con otra perspectiva el contexto en el que se formó el grupo, su labor creativa y el resto de sus colaboraciones en prensa. Tal aproximación pretende asentar los cimientos de un planteamiento crítico que permita reconsiderar el presunto ahistoricismo de su obra, así como su función política y social. De esta manera, se podría valorar si, contra lo que se tiende a pensar, antes de concebir una lírica revolucionaria, los Contemporáneos intentaron crear una literatura de la Revolución en un lenguaje moderno -o sea crítico, en consonancia con lo postulado por Ramón López Velarde, para quien ya hacia 1916 “el sistema poético hase convertido en sistema crítico” (528).

Dado que se ha discutido tanto en torno a la falta de compromiso o de contacto del grupo con su entorno circundante, acaso sea conveniente resaltar dos fechas sin las cuales no se podrá entender adecuadamente la función social y política de su labor poética y cultural: 1921 y 1925. Como es sabido, en 1921 tienen lugar el centenario de la Independencia de México, el ascenso de Vasconcelos al ministerio y la fundación de la Secretaría de Educación Pública, mientras que a finales de 1924 estalla la polémica de 1925 sobre “el afeminamiento de la literatura” y “el derecho revolucionario”, cuya importancia radica en que constituye el origen “del proyecto político cultural ‘revolucionario’ deseado para el México del siglo XX” (Díaz Arciniega: 13-14). Más concretamente, en esos meses se discutió por qué la juventud no había sido capaz de ofrecer una literatura que estuviera manifiestamente arraigada en el medio y en la historia reciente del país; una literatura que a su vez contara con un lenguaje inteligible para la mayoría de la población. Ante tales hechos y declaraciones, conviene establecer una clara distinción entre la responsabilidad histórica que debió asumir el escritor en la primera y en la segunda mitad de los años veinte, cuando se pasó del ideal de ofrecer una educación estética al pueblo a la búsqueda de una estética que permitiera instruirlo en materia de historia y política nacional. Dicha diferencia fue determinante a la hora de perfilar el papel que debía desempeñar el artista en la sociedad, así como de reconocer los frutos de su labor por parte del Estado y de los poderes mediáticos.

Tales consideraciones son relevantes, dado que, si por un lado se suele integrar el grupo sobre todo en el final de los años veinte y en la plenitud de la década siguiente, ellos no dejan de pertenecer a la generación de jóvenes artistas que irrumpió en 1921 bajo la estela de Vasconcelos, como así lo entendieron José Gorostiza (1995: 170) , Salvador Novo (211) y Gilberto Owen : 234-235)(1996. Tal generación comprende a todos aquellos artífices que participaron de una manera u otra en el renacimiento cultural de México. De ahí que quizás fuera pertinente dejar de hablar de la generación de Contemporáneos o de Ulises y comenzar a conectar su obra con fechas más concretas, como las de 1921 y 1925, al margen de que sea a partir de 1927 cuando se sucedan sus contribuciones más significativas, entre las que cabe destacar su propia definición de lo mexicano y de lo revolucionario, en abierta oposición a los términos del poder establecido, así como la elaboración de sus grandes poemarios.2

A este respecto, se debe remarcar que ya en 1924 ellos se reconocían como un colectivo afín, que a finales de ese año y a mediados del siguiente se desató la querella que los definiría como figuras ajenas a la realidad sociopolítica e histórico-cultural del país y que fue precisamente entonces cuando varios proyectaron la aparición de su primer libro de poesía (Owen y Villaurrutia), otros la materializaron (Gorostiza y Novo) y otros, o bien buscaron reafirmarse con un nuevo poemario (Ortiz de Montellano y Torres Bodet), o bien ya lo habían hecho en 1924 (Pellicer).3.Por ende, en ese proceso de revisión crítica que se ha ido reclamando en los últimos años, se ha de considerar la posibilidad de referirse a ellos como el grupo poético de 1925, que, a su vez, forma parte de la generación de artistas de 1921. Tal denominación y el estudio de las posibles conexiones entre su obra anterior a 1926 y su entorno es pertinente para situarlos en su contexto histórico y valorar si es conveniente o no seguir hablando de su deliberada ahistoricidad, falta de compromiso o desvinculación con los temas y preocupaciones del país. En estas páginas se intentará mostrar que, si se atiende adecuadamente a la situación de los primeros años veinte, hay indicios suficientes para pensar que no mentía Torres Bodet (2017b: 132) cuando señalaba en 1923 que “México está en mis canciones / […] / Lo tuve siempre presente / cuando hacía esta canción”.

En 2010, Carlos Monsiváis pronunció una reveladora conferencia ̶ que sería recogida y publicada cuatro años después (en Stanto) ̶ sobre “De los lectores de poesía y sus metamorfosis”, cuya importancia radica en que se trata de un “tema que suele obviarse o no considerarse siquiera”.4. En ésta se comprueba que todos los poetas que emergieron en la década de 1920 se habían formado “sin excepción en el culto de la poesía, definida como se quiera pero entendida siempre como la culminación del idioma, el esplendor del espíritu, la zona más relevante del arte y la cultura”. En consecuencia, si bien la mayoría “carece del mínimo talento”, en cambio domina la técnica y posee “lo que hoy es un término casi inasible, a la vez comprobable e incomprobable, el oído literario […] lo que se oye como valioso, sería la idea”, en tanto “sistema de vigilancia auditiva”. Tal cualidad, advierte, repercute en la capacidad expresiva de la sociedad de la época, mucho más rica, variada y con una notable sensibilidad artística.

No obstante, según Monsiváis, en las décadas de 1920 y 1930 comienza a decaer el hábito de leer las novedades del momento, de modo que la labor poética de los Contemporáneos y de otras figuras señeras de entonces se vuelve “un secreto a voces disminuidas”, puesto que “el público lector de primer orden se localiza quintaesenciado en los amigos o los coetáneos de cada pareja”. En consecuencia, la suerte del poeta “depende en gran medida de la repetición de su nombre casi al margen de la distribución de sus libros que -recurro a un símil de la época- son botellas lanzadas al mar” (Monsiváis en Stanton 2014). Eso se debe a la búsqueda emprendida de un lenguaje esquivo para que no fuese comprendido de manera inmediata. Con motivo de tales cambios, concluye en otro trabajo que:

En unos cuantos años […] en la década de 1920, la poesía no pierde su centralidad, pero sí disminuye su papel de religión de multitudes. Es, de nuevo y con energía, la relación entre el libro y su lector o lectora. Adiestrados de diversas maneras por Tablada y López Velarde, los poetas rompen con el inconfundible impulso adquirido y eligen “la oscuridad” de la poesía pura, aceptan sin titubeos las consecuencias de no usar las recetas de “profundidad, hondura anímica y amor desesperado”. Ya no se escribe para ser declamado. Una nueva forma de saber literario deviene en un gusto prácticamente secreto, el del lenguaje cuyo desciframiento remite a unos cuantos autores y al amor sacramental por un vocabulario (Monsiváis 2010a: 127-128; el énfasis es mío).

Dada su importancia, conviene matizar y precisar sus palabras, porque hacen referencia a dos fenómenos cruciales e íntimamente ligados entre sí: el tránsito de una cultura oral a otra letrada y la nueva concepción del libro poético, en tanto “unidad poemática” o “de poesía”, en lugar de mero recopilatorio de poemas. Tales fenómenos tienen lugar en México entre los años veinte y treinta y han de ser debidamente considerados a la hora de acercarse a la obra del grupo poético de 1925. Respecto al segundo, en mayo de 1924, Torres Bodet (2016: 341) se refiere a la necesidad de volver a concebir el “libro como unidad poemática exclusiva”, con el firme propósito de “escapar a la repetición de los modos conocidos del lirismo latinoamericano”. Por su parte, Bernardo Ortiz de Montellano (1988: 225) afirma en 1929 que tal concepción está ya consagrada y José : 126)Gorostiza (1995 la pone de manifiesto ese mismo año al escribir sobre Escalera (tocata y fuga) de Genaro Estrada.

En relación con el tránsito hacia una cultura letrada y el efecto que esto tuvo en el ámbito poético según Monsiváis (la elección de una expresión hermética y su menor repercusión mediática), Engracia Loyo (256) advierte que a principios de la década de 1920 la poesía continuaba siendo el género predilecto entre la gente. Es más, “para disfrutar de ella no había barreras, ni clases, ni edades. Grandes y chicos memorizaban a poetas de otras épocas y a los coetáneos López Velarde y González Martínez”, aunque “entre todos los poetas el preferido era Nervo”. 5 Pese a que ella no los menciona, conviene recordar la buena acogida que hacia 1925 tuvieron los poemas de Torres Bodet y de José Gorostiza entre el público6.Por otro lado, en cuanto a la elección deliberada de una expresión hermética, tampoco se deben olvidar las palabras del propio Gorostiza en junio de 1924, a raíz de Zozobra (1919). Según el joven poeta, “lo raro” de su expresión debía ser “un accidente de la evolución de su lenguaje y no el fin propuesto de su obra, que nadie se propondrá nunca, teniendo la honradez artística y personal de Ramón, escribir con el único objeto de que no se le entienda” (1995: 106-107). En el nuevo contexto histórico y cultural de 1931, como consecuencia de la reciente hostilidad hacia la labor del escritor en la sociedad mexicana de entonces, su opinión al respecto sería distinta (152-154).7

Si en La experiencia literaria (1942), Alfonso Reyes (46) afirmaba que “vivimos en la época de la escritura”, quienes tuvieron que lidiar con el medio sociocultural de México a comienzos de los años veinte, como fue el caso de los integrantes del grupo poético de 1925, presenciaron otra realidad de la que pronto cobraron plena conciencia. En 1925, a quienes atacaban a los jóvenes por la falta de una literatura nacional, José Gorostiza (1995:15) les respondía resignado que “el país muere de analfabetismo”. Además, les recordaba que su generación contaba con el agravante adicional de que “los editores no editan, que cobran la publicación de un libro con tarifa de impresor, tramposa como la de un cochero”. Tales circunstancias repercutían en la falta de visibilidad y de conciencia que se tenía en México de los logros de las voces emergentes, cuyas contribuciones, contra lo que se afirmaba, sí permitían hablar ya de la existencia de “una literatura seria”.

Ante la falta de un mercado editorial propicio para los escritores incipientes, la literatura nacional de entonces no circulaba casi en libros y se encontraba más bien dispersa. En su lugar, había que buscarla sobre todo en las páginas de la prensa y en los circuitos orales – en forma de recitales, de lecturas en voz alta (en público y en privado) o incluso en adaptaciones musicalizadas de los poemas.8 El oído literario seguía siendo crucial a la hora de entrar en contacto con la poesía y esa fue, precisamente, una de las razones por la que los miembros del grupo poético de 1925 disintieron del estridentismo, así como de la poesía decimonónica en lengua española que les precedía.

Para ellos, la suya difería notablemente del nuevo ideal acústico de belleza que se requería entonces. Por ende, la poesía debía alejarse de los excesos declamatorios y disonantes de sus predecesores para manifestarse en su lugar “sin ruido, sin eco, / en el largo corredor de mis oídos, / donde te borras antes de que pases”, como escribiría Jorge Cuesta en “Delgada” (en vv. aa.: 494). La importancia del oído literario también obedecía a cuestiones métricas y rítmicas, aunque, sobre todo, dicha cualidad estaba ligada a la revelación de la poesía; de modo que su pérdida suponía una verdadera fatalidad para el poeta, como se deduce de los versos finales de “Día veinte, rescoldos de cantar”, de Gilberto Owen (1996: 82) .

Hacia 1921, México contaba con más de un 70 % de población analfabeta, de modo que se priorizó revertir dicha situación, puesto que constituía “uno de los principales obstáculos para el progreso y la unidad nacionales” (Loyo: 250). Para lograr tal fin, entre otras medidas, Vasconcelos impulsó la creación de escuelas y bibliotecas, así como la democratización y posterior difusión del libro, que dejó de ser un objeto de lujo para convertirse “en uno de los principales dispositivos revolucionarios” (Hadatty Mora et al.: 9 y 12). Según afirma Vasconcelos (46-48) en sus memorias, dicha labor respondía a la necesidad de “despertar el interés del pueblo por la lectura”, de ahí que una de las preguntas esenciales de la época girara en torno a qué tipo de literatura podría ser más apropiada para lograr tal fin.

Ante tal interrogante, él se decantó por las cimas de la literatura universal, convencido de que “nadie ha explicado por qué se ha de privar al pueblo de México, a título de que es pueblo humilde, de los tesoros del saber humano que están al alcance de los más humildes en las naciones civilizadas”. No obstante, también promovió otro tipo de espacios, como los salones o centros de lectura –“destinados a enriquecer los ocios nocturnos de los obreros”–,9 las publicaciones periódicas y la organización de todo tipo de eventos donde se leyera, recitara o cantara en público. A su vez, creó la figura del lector ambulante, aquel que recorría los lugares para, desde la plaza, leer en voz alta tanto la prensa como capítulos de historia y de geografía. “A su lado solía caminar el músico encargado de despertar el interés local por el arte sonoro” (Vasconcelos: 125).10

Para Vasconcelos (121), “la mejor acción de patriotismo consiste en que enseñe a leer, todo el que sabe, a quien no sabe”. Aparte de la colaboración ciudadana, “tarea tan distinguida requería talento de primera capacidad”, por lo que se animó a todos los jóvenes artistas a participar “como quien presta servicio militar de la cultura” y siempre que se pudo se intentó acercar “al gran público con el gran artista, no con las medianías”, como afirma a raíz de la incorporación de la contralto Fanny Anitúa a su proyecto cultural (125 y 127). 11.

Según afirma Jean Charlot, la otra artista predilecta de Vasconcelos fue la declamadora Berta Singerman 12.. Ella bien podría ser la famosa Luciana de la que habla en sus memorias y que “llenaba los teatros, interesaba a toda la ciudad” a finales de 1923 y principios de 1924. “El secreto de Luciana estaba en su dicción; nadie recitó como ella”, de ahí que entonces “por primera vez, escuchábamos en castellano una declamación digna de nuestra literatura”. Según parece, sus conciertos y recitales se convirtieron en un auténtico reclamo mediático para el público mexicano de la época y, más importante aún, sirvieron para promover la poesía de los autores locales: “La ciudad también se dejaba fascinar por la judía, llenaba el teatro y aun la plaza de toros para oír los versos de sus poetas en los labios sonoros de aquella posesa del arte” (Vasconcelos: 225-228).

En 1961, Berta Singerman publicaba Poesía universal, volumen que contenía una selección de su repertorio dedicado a “todos aquellos que aman a los poetas” y en el que se pueden encontrar poemas que bien pudo haber escuchado el público local durante sus distintas estancias en el país, tanto de Sor Juana Inés de la Cruz (“Hombres necios que acusáis”), de Enrique González Martínez (“Eran dos hermanas”, “Cuando sepas hallar una sonrisa”, “Como hermana y hermano”), de Miguel N. Lira (“México. Pregón -A Berta Singerman-”, “Corrido de Catarino Maravillas”, “Carpa”, “Sueño infantil -Escrito para Berta Singerman”), de Amado Nervo (“Tan rubia es la niña que”, “Cobardía”, “El día que me quieras”, “En paz”, “Ya llegó abril”), como de Alfonso Reyes (“Glosa de mi tierra”, “El llanto”, “Por favor”, “Lamentación bucólica”). Asimismo, no faltan tampoco composiciones de miembros del grupo poético de 1925, como “Iguazú” de Carlos Pellicer, “Otoño” de José Gorostiza, “Ruptura”, “Romance” y “Canción de las voces serenas” de Jaime Torres Bodet, o “Breve romance de ausencia” de Salvador Novo, de quien también se recoge su traducción de “Silencio” de Edgar Lee Masters.

Aparte de Singerman, hubo otras figuras reconocidas que contribuyeron a la difusión de la poesía, como Adela Formoso o Eugenia Torres, “prestigiada recitadora”, quien, según afirma Novo en 1929, “es una musa en el paraíso de nuestra poesía” (365).13 Igualmente, hubo otras muchas que sin salir del anonimato también fueron importantes a la hora de crear un espectro lector en las primeras décadas del siglo XX en México. Se trata de aquellos vendedores ambulantes que se dedicaban a distribuir y a “vocear” los impresos populares que proliferaron por toda la geografía urbana del país, recorriendo calles, mercados, ferias, plazas y demás espacios públicos para atraer la atención de la gente. Así, “surgió un ávido público lector -lector oidor, lector popular- y múltiples formas de lectura”, puesto que tales vendedores se servían de su voz “para realzar sus ventas” e incluso cantaban los corridos, canciones y poemas que se integraban en los impresos para despertar el interés del público. En consecuencia, su contenido no llegaba únicamente a quienes se decidían a comprarlos, sino a todos los oyentes que anduvieran cerca de estas carismáticas figuras. Se trata, en suma, de “una poesía impresa pero que se difunde oralmente”, a través del canto y de la lectura oralizada.14

En 1917, falleció el impresor Vanegas Arroyo, cuya labor fue conocida en todo el país, según ciertos testimonios, y quien contó con la colaboración de artistas señeros como José Guadalupe Posada o poetas como Constancio S. Suárez. Su casa editorial siguió funcionando hasta 1928 (Masera et al. en Hadatty Moral et al.: 51-52). Según informa Enrique Flores (en Hadatty Mora et al.: 76):

Una de las publicaciones más vendidas de la imprenta de Vanegas Arroyo eran los cancioneros, con las letras y, al principio, las partituras de las piezas más populares que a la gente le gustaba comprar para poder repetirlas. Posada ilustró más de 130 cancioneros, pero también otros textos “acompañados” de música como corridos, cantos o canciones que los poetas componían para imprimir en hojas volantes de colores y los vendedores cantaban, en las calles de la ciudad y en los pueblos más lejanos, acompañándose de guitarras, violines o de otros instrumentos populares.

Gracias a Salvador Novo se sabe que los integrantes del grupo poético de 1925 no fueron en absoluto ajenos ni a esta realidad sociocultural ni a estos circuitos tan íntimamente ligados al ámbito popular y a la tradición oral del país. Si en 1925 él afirmaba que las canciones de Torres Bodet se recogían en tales cancioneros para que las cantara después el pueblo (114), en 1929 se hizo noticia que en el pasado había publicado un corrido bajo seudónimo en la imprenta de Vanegas Arroyo (400-403).

Cinco años después de que falleciera el emblemático impresor, en diciembre de 1922, aparecieron dos de las tres composiciones que conformarían el posterior tríptico titulado “Canciones para cantar en las barcas”, del libro homónimo de José Gorostiza: “¿Quién me compra una naranja?” y “La orilla del mar”. Éstas vieron la luz en el número inaugural de la revista Vida Mexicana y merece la pena detenerse en la primera. En ésta, el poeta bien podría estar adoptando la perspectiva de uno de esos vendedores ambulantes anónimos que conectaba con el pueblo a través de la voz y que, como ya se ha indicado, constituía una figura crucial en el panorama cultural de las primeras décadas del siglo XX en México, sin cuya presencia difícilmente se entiende la transmisión de la literatura popular:

¿Quién me compra una naranja / para mi consolación? / Una naranja madura / en forma de corazón.
La sal de mar en los labios / ¡ay de mí! / La sal de mar en las venas / y en los labios recogí.
Nadie me diera los suyos / para besar. / La blanda espiga de un beso / yo no la puedo segar.
Nadie pidiera mi sangre / para beber: / Yo mismo no sé si corre / o si deja de correr.
Como se pierden las barcas / ¡ay de mí! / como se pierden las nubes / y las barcas, me perdí.
Y pues nadie me lo pide, / ya no tengo corazón. / ¿Quién me compra una naranja / para mi consolación? (Gorostiza 1981: 10; 22).15

Este romance de pie quebrado con rima consonante aguda en versos pares se puede vincular en un primer nivel de lectura con la tradición cancioneril de las barcarolas a la que apunta ya la quinta estrofa -dirección en la que incide el poeta con el título del libro. Dicho nivel no tarda en ser trascendido para adquirir un nuevo potencial significativo. De esta manera, se pone de manifiesto que ya en los primeros poemas de Gorostiza se puede apreciar un rasgo distintivo de su obra posterior: “la conciencia de multiplicar significados y crear campos semánticos cada vez más amplios” (Mansour: 70). 16Tal particularidad obedece muy probablemente a una reacción crítica contra los “poetas corridos”, quienes “miran con cierta condescendencia nuestra preocupación por dominar las palabras o realizar la musicalidad de una frase”, según declaraba el propio Gorostiza (1995: 100) en 1921 a propósito de la poesía de Jesús S. Soto.

El poeta asume varios códigos lingüísticos para escribir un poema de amor, al tiempo que parece perfilar una crítica contra la vulnerable situación en que se encuentra el escritor universal en la nueva sociedad de consumo. De acuerdo con esta hipótesis de lectura, Gorostiza bien podría estar acusando la influencia nociva que ejerce el mercado y la falta de recursos económicos a disposición del creador, quien se ve obligado a someterse a la ley de la oferta y la demanda. De ese modo, el poeta se reconoce en la figura del vendedor ambulante y, ante la falta de compradores lectores, se ve obligado a alterar su producto, a fin de comprobar si cambia su suerte: “¿Quién me compra una naranja / para mi consolación? / Una naranja madura / en forma de corazón / […] / Y pues nadie me lo pide, / ya no tengo corazón. / ¿Quién me compra una naranja / para mi consolación?”.

A su vez, el poema admite otro nivel de lectura más íntimamente ligado a la realidad sociocultural de su tiempo y se abre así a otra posible interpretación. Las estrofas, tercera y cuarta, tal vez se pueden asociar con el posicionamiento del poeta ante las nuevas modas artísticas en México. En la tercera, queda insinuada la imposibilidad de conciliar su poesía con la reciente revalorización icónica y social del campo, cuya realidad queda metonímicamente referida en el concepto de la espiga y en la imagen de la siega.17 Para él, tal imposibilidad se debe a que la forma de interactuar del campesino con la naturaleza no es extrapolable a la experiencia amorosa, en la que no puede haber un ápice de violencia. En la cuarta, incide con cierta ironía en esta última idea para excusar también su distanciamiento estético de aquella literatura popular propensa a recrearse en todo tipo de desastres, agresiones y escenas sangrientas, y que, según parece, era muy demandada en la época (véanse Mendoza 1976: xxix, xxxi-xxxii, xl, y Owen 1996: 201). Esta serie de manifestaciones no es posible encontrarlas en su poesía, de ahí que el público no pueda satisfacer su sed y, consciente de ello, ni siquiera se lo proponga (“Nadie pidiera…”).

De acuerdo con dicha interpretación, cabría deducir que la propuesta creativa del poeta busca diluir la presencia de aquellos referentes que hacia 1921-1922 contaban con una fuerte connotación nacionalista o costumbrista.18 Para lograr tal fin, propone una composición en consonancia con la poética de la poesía nueva, cuya seña distintiva -en palabras de Torres Bodet (1987: 28)- consiste en su “capacidad para vivir de sí propia, para desdeñar el dato excesivo de la realidad, la anécdota que ilustró todo el periodo romántico. Pero sólo el dato excesivo, pero sólo la anécdota. Porque la realidad misma será siempre soporte y pretexto de la obra de arte”.

Además de conectar con la nueva poética, su propuesta continúa la actitud anti beligerante que debía adoptar el bardo nacional tras las guerras de la Revolución, de acuerdo con la premisa de López Velarde (457), quien ya en 1916 afirmaba que “la rabia está bien muerta”, “el asunto civil ya hiede”, y con el plan de reconciliación nacional promovido después por Vasconcelos. Durante su ministerio, “México toma conciencia de que es necesario que ‘produzca’ bienes culturales, con la finalidad inmediata de despejar los escombros de la guerra civil, de afirmar la personalidad del país y de consolidar la reconciliación nacional” (Fell: 412).

Teniendo en cuenta lo anterior, el poema bien podría estar hablando de una pesquisa planteada en términos comerciales. Cabe pensar que, por un lado, el interrogante que abre y cierra el poema nos remite a la nueva realidad sociolingüística impuesta por una sociedad de consumo emergente, aquella capaz de transformar el poema en un bien de mercado más y al poeta culto en un vendedor ambulante en busca de algún lector en su nuevo papel de consumidor;19 por otro, dicha búsqueda no persigue fines lucrativos, sino espirituales, de acuerdo con los ideales de cultura promovidos por Vasconcelos (véase Estrada García: 240-243). De ahí que, en realidad, el hablante deambule para encontrar un interlocutor capaz de apreciar el fruto que le brinda el poeta, aquel que difiere de las modas artísticas que se han popularizado con la Revolución (la pintura nacionalista anterior al auge del muralismo y la literatura difundida en los circuitos populares) y que, por tanto, prescinde del costumbrismo y el paisaje agrario, así como de las escenas tremendistas, en ese intento de reformar el gusto dominante.

Con todo, ante la presunta falta de consumidores, el hablante cobra conciencia de que quizá sea necesario reelaborar su propio fruto, en un ejercicio manifiesto de autocrítica. De ahí la transición que se observa de la primera estrofa a la última: el poeta borra las analogías de su obra con otras realidades, ofreciendo así una más pura a sus oyentes. En ese sentido, la composición estaría certificando el agotamiento de la corriente sentimental y la necesidad de renovarla, puesto que aquella se ha vuelto incapaz de seguir ofreciendo poemas capaces de persuadir o de conectar siquiera con el público, como se infiere de que la naranja ya no posea forma de corazón al final. El propio hablante ofrece una alternativa, cuyo valor radica en que transgrede el sentido unidireccional del lenguaje no poético, de suerte que sea el interlocutor quien pueda llegar a ver en su ofrenda una naranja con forma de corazón, una simple pieza de fruta o un poema y, por consiguiente, una entidad lingüística con un amplio potencial significativo, en detrimento del léxico unívoco y empobrecedor de la corriente sentimental.20

Cabe terminar recordando que la necesidad de renovar dicha corriente la venía advirtiendo el propio Gorostiza (1995:100-101) desde 1921, quien incluso llegó a afirmar sus “deseos irresistibles de romper el pasado literario; de mirar las cosas con una primera y limpia mirada, y de formular mi pensamiento en gritos que llamaría: poemas”. Uno de esos gritos bien pudo haber sido “¿Quién me compra una naranja?”.

Si se ha prestado tanta atención al comentario del poema de Gorostiza, eso se debe a que, según el análisis propuesto, sintetiza varias de las principales preocupaciones históricas de los jóvenes escritores mexicanos a comienzos de los años veinte, algunas de las cuales fueron discutidas en 1925 y puestas de manifiesto por el propio poeta en la prensa nacional, como ya se ha señalado anteriormente. Cabe pensar, por tanto, que, ante tales circunstancias, Gorostiza viera en “¿Quién me compra una naranja?” un poema de radiante actualidad en el contexto de 1925, como se infiere de que sea la composición elegida para abrir su libro y el tríptico que integra la primera sección homónima.

Como es sabido, la querella de 1925 giró en torno a la falta de una literatura que estuviera manifiestamente arraigada en el medio y en la historia reciente del país; una literatura que a su vez contara con un lenguaje inteligible para la mayoría de la población. Si bien esta controversia tuvo repercusiones estéticas decisivas para intentar definir después la esencia de lo mexicano en el arte y para discriminar, a su vez, a quienes se consideraba poetas burgueses ajenos a las vicisitudes del país, sirvió de paso para poner de manifiesto que una literatura nacional no se podía desarrollar de manera apropiada en un país que todavía lastraba serios problemas socioculturales, como la precaria situación socioeconómica del escritor, la falta de recursos y medios materiales que favorecieran la edición de libros contemporáneos, la dificultad para interactuar con un público mayoritariamente analfabeto o semiletrado y la falta de otro especializado capaz de mediar entre esa comunidad de lectores incipiente y la literatura más exigente.21 De ahí que el poema de Gorostiza continuara siendo de gran actualidad en 1925 y pusiera de manifiesto que una literatura no se puede crear únicamente en función de sus temas, sino que es preciso atender al contexto sociocultural que hace posible su crecimiento y garantiza la existencia de la profesión del escritor. Sobre esta cuestión, él se volvió a pronunciar pocos años después (Gorostiza 1995: 152-154).

En ese sentido, conviene seguir el camino trazado por los últimos historiadores de la literatura mexicana, quienes con buen criterio consideran que la Revolución ha de ser entendida como un “hecho cultural” y quienes, por tanto, ponen el foco en el contexto sociocultural de las cuatro primeras décadas del siglo XX. Tal aproximación parte de la premisa de que:

la historia de la literatura no es sólo la historia de un conjunto de textos; también es la historia de un conjunto de prácticas de lectura y escritura; de espacios que permiten la circulación, la discusión y el disfrute de la palabra hablada y escrita; de instituciones, asociaciones, grupos y movimientos que sostienen las tendencias literarias; de los diversos grupos construidos en torno de estas prácticas, y de los modos de producción que permiten la elaboración de un libro, un periódico o una hoja volante. Es, en suma, la historia de una literatura hecha por seres humanos, y no sólo la historia de textos o corrientes estéticas sin asidero en la realidad material de cuerpos y colectividades (Hadatty Mora et al.: 8).

Si Gorostiza podía estar acusando la falta de lectores en diciembre de 1922, cuando estalló la contienda de 1925 y se atacó públicamente a la juventud, Novo se pronunció en la prensa del país para retomar la idea de su admirado homólogo al señalar “Algunas verdades acerca de la literatura mexicana actual”. En este artículo comenzaba reafirmando su condición de escritor gracias a la singularidad de su escritura, liberada de influencias, y a su capacidad para conectar “cada ocho días” con el público. Es más, apuntaba, para que éste disfrute de la lectura y continúe pagando por ella. Acto seguido se preguntaba: “¿Tenemos, por otra parte, derecho de juzgar lo presente los actuales? ¿Necesitamos de críticos? Lo que necesitamos son lectores, los necesita todo escritor, pero unos los tenemos y otros no, por obvias razones” (113). Si con este remate replicaba a los poetas socialistas y les recriminaba su falta de talento, hacía referencia también a uno de los grandes desafíos del escritor de la época: atraer la atención de la población y crear un hábito de lectura22. Para Gorostiza (1995: 154), este desafío seguía siendo uno de los problemas con los que tenía que lidiar el escritor mexicano en 1931, cuya literatura debía contribuir a “crearnos lectores -y entre ellos, futuros lectores de buen gusto, ya que éste se hace, no nace”. Para Vasconcelos, en 1921, reparar dicha falta constituía una prioridad nacional. De ese modo, él estableció tres objetivos que se correspondían con tres fases distintas de un propósito ulterior: uno, erradicar el analfabetismo; dos, orientar el gusto de la población alfabetizada hacia las cimas de la cultura universal; tres, convertir el país en una nación de artistas. Desde 1921 hasta mediados de 1924, dichos propósitos se consideraron primordiales en el país. No es casual que en sus discursos Vasconcelos empleara un vocabulario de inspiración cristiana para expresar la vocación social de su proyecto, de suerte que, gracias a la investigación de Fell (20), se sabe que el lector y el oyente de la época estaban sin duda familiarizados con conceptos como sacrificio, humildad, fervor apostólico, misión o fe.

Esta retórica debió mantenerse vigente a lo largo de sus cuatro años de ministerio, como se desprende de que se pueda encontrar en algunos poemas o ensayos del grupo poético de 1925 a propósito de su labor creativa, entonces y en años posteriores (véanse, por ejemplo, Cuesta: 59; Torres Bodet 2017 b: 152 , u Ortiz de Montellano 1988: 249) . En ese sentido es especialmente significativa la “Canción del alfarero” de Owen, que apareció en las páginas de La Falange a finales de 1923. El poema -demasiado extenso para ser reproducido íntegro- está impregnado de dichos conceptos, así como de motivos propios de la cultura popular. Si Gorostiza había adoptado la perspectiva del vendedor ambulante en diciembre de 1922, un año después Owen se reconocía en otra figura sin la cual no se entiende la proyección artística de la cerámica nacional a principios de la década: el anónimo alfarero o artesano popular23. Si el primero vivía de su voz, el segundo es un trabajador manual, cuya labor es desinteresada e irradia los más nobles ideales, como si de un misionero rural o “sembrador de alegría” se tratara:

Mis dedos saben un conjuro / de Amor, Humildad y Alegría;
mis dedos saben un conjuro / que alumbra la arcilla sombría, / y hace brotar al barro obscuro / la flor de la luz de la armonía.
Con mi sangre ardiente y bermeja / amasaré el duro terrón, / y modelará en él su queja / o su canción mi corazón.
Con un temblor de fé en mi mano / y en mi sien un soplo creador, / yo haré del lodo del pantano / un católico sahumador […]
Y no importa que nadie inquiera / por el que dió su corazón / a la humilde y jovial quimera / de alumbrar el negro terrón…
Yo iré sembrando en el pantano / la flor luminosa del Bien, / con un temblor de fé en la mano / y un soplo divino en la sien! (Owen 1980: 340-342; 398-400)) 24.

De ese modo, Gorostiza y Owen participaron en ese proceso de verdadera reconversión en la elección de temas que se aprecia a partir de 1922 y que orienta la mirada del artista hacia asuntos o figuras nacionales. No es casual que el origen de dicha reconversión coincida con el auge del vasconcelismo y venga precedido por una llamada de atención a la juventud que emergía hacia 1920-1921. Cuatro años antes de que se desatara la querella de 1925, en septiembre de 1920, Ricardo Arenales había publicado una reseña en las páginas de la importante revista México Moderno, con motivo de la Antología de poetas modernos de México (1920).

En su reseña, Arenales (125-128) había advertido ya la ausencia generalizada de poetas que hubieran intentado transmutar en materia poética los acontecimientos recientes de la historia nacional e internacional. Consideraba este ahistoricismo temático una seña distintiva de la poesía mexicana, “una victoria contra el tiempo y contra el espacio”. Ahora bien, si por un lado reconocía la necesidad de no menospreciar esta tendencia y alababa la labor de los antólogos, por otro incitaba a la juventud a “cobrar amplitud, aun sin llegar a los términos de la épica”. Así, concluía: “no condenemos nuestra lírica, ¡ensanchémosla!”, pues en ésta no se puede admirar “lo que tiene de fidelidad como reflejo de la vida de un pueblo en formación y de una época en zozobra”.

A diferencia de lo que sucedió en 1925, entonces no se desató controversia alguna. De hecho, tal reacción parece que no se hizo esperar y así, en febrero de 1921, Genaro Estrada, figura ligada al grupo de los Contemporáneos, valoró positivamente la aparición en el medio local de A orillas del Hudson, de Martín Luis Guzmán. De éste destacó la novedad de su planteamiento en la nueva literatura nacional, fruto de “su fuerte y alto entusiasmo por llevar a las letras un soplo vigoroso de verdad social”, “sin perder ni un punto de delicadeza y sugerencia poéticas”. Con este libro se empieza a buscar la armonía “entre los libros y los problemas sociales” (Estrada: 62-63). En noviembre de ese año, (Torres Bodet: 311) (1979 señalaba a su vez la nueva orientación de los escritores nacionales, quienes “han venido a converger […] en producir obras de inspiración mexicana”.25

En diciembre de 1922, junto a Ortiz de Montellano, el propio Torres Bodet fundó la revista La Falange, donde Owen publicaría un año después su “Canción del alfarero” y donde ellos inauguraron una sección inédita en el panorama literario de la época: “A. B. C. Literatura del pueblo y de los niños”. En ésta comenzaban reivindicando las virtudes de las canciones infantiles y demás manifestaciones populares, para continuar advirtiendo que con su sección se buscaba presentar esa muestra hasta entonces soslayada, a fin de darla a conocer y orientar hacia ella “el pensamiento aristocrático del escritor de fama cuya contribución puede y debe enriquecer estos veneros, que corren como el agua oculta, porque en un exponente de cultura actual, de cualquier país donde el espíritu y el amor obren de concierto para un fin artístico, deben estar sumadas y unidas las voces sin nombre, sin datos biográficos y sin iconografía, con las que producen libros, tienen nombre y apellido y son consignadas en los diarios cuando se apagan”.26

En 2019, Lilian Álvarez Arellano (en Hadatty Mora et al.: 348-351) ponía de manifiesto la escasa atención que ha tenido esta sección entre los especialistas, pese a su valor en la promoción de la literatura infantil. Ésta tenía una función importante en la educación estética de los más jóvenes en la época, de ahí la participación de distintos miembros del grupo poético de 1925 (Gorostiza, Novo, Torres Bodet, Villaurrutia, Ortiz de Montellano y Pellicer) en la elaboración de los dos volúmenes de Lecturas clásicas para niños aparecidos en 1924 y en 1925 (véase Fell: 493-497).

En consecuencia, no sorprende que en julio de 1923, en la sección “Libros” del cuarto número de la revista, Villaurrutia dedicara una reseña a El arte en la Rusia actual de Esperanza Velázquez Bringas, donde se trata “el problema de la educación artística de las masas en la Rusia actual” y se presenta “a los ojos de todos, el espectáculo admirable y ejemplar de la construcción de un país que, apenas de pie, se propone y consigue poner al alcance del pueblo, materiales para su educación y para el desarrollo de sus aptitudes estéticas. La producción artística deja, de este modo, de pertenecer solamente a las clases privilegiadas, para entrar en la corriente unificadora que ofrece oportunidades indistintamente”. Continúa Villaurrutia subrayando que “las condiciones musicales, el arte escénico, los artistas decorativos, las ediciones del libro popular, contribuyen a extender los límites de la cultura y a abrigar el mayor número de estudiantes de arte. Esta forma de cuidado, cuyo objetivo principal se dirige al futuro, no tendría la significación que tiene si el gobierno soviético no hubiera insistido, con amorosa inteligencia, en la conservación de lo realizado en otras épocas”. Para terminar, concluyendo que “los países -México entre ellos- cuya inquietud frente a ideales tan nobles como la educación de la masa anónima, tan pobremente matizada en materia de arte, los lleva a buscar procedimientos para darle una realización segura y práctica, insistan en tomar el ejemplo de la Rusia Soviet y consideren los medios de que se vale y que en las páginas firmadas por una joven e inquieta escritora están presentados claramente” (1980: 249-250; 291-292).27

Como ya se ha señalado, la educación artística del pueblo mexicano fue una de las prioridades bajo el ministerio de Vasconcelos. Para lograr tales fines, él no dudó en movilizar a toda la comunidad educativa, intelectual y artística del país, así como en promover la fundación y el reacondicionamiento de miles de edificios que sirvieran de escuelas, bibliotecas y espacios de ocio donde la población pudiera formarse y entrar en contacto con las distintas manifestaciones que son patrimonio de la humanidad (la música, el baile, la pintura, las artes artesanales, la literatura).

En general, impulsó cuanta iniciativa cultural estuvo en su mano, desde la creación de distintas plataformas, instituciones y departamentos encargados de garantizar el acceso universal a dichas manifestaciones, hasta la promoción de la pintura mural y la improvisación de nuevos agentes que contribuyeran a reducir los inquietantes niveles de analfabetismo a lo largo del territorio nacional. Con el mismo propósito, fomentó el culto al libro en un afán de crear un hábito de lectura que permitiera el crecimiento intelectual y artístico de todos los mexicanos, independientemente de su situación socioeconómica, así como la organización de todo tipo de actividades culturales al aire libre.28

En consecuencia, su labor propició el encuentro y el posterior conflicto entre los nuevos lenguajes hegemónicos de la Ciudad de México durante los años veinte (el pictórico, el poético, el musical y el político), al tiempo que desencadenó numerosos interrogantes -de índole material y espiritual- en torno a la experiencia creativa y los medios de los que disponía el artista para desarrollar su actividad, el posicionamiento que debía adoptarse frente a la tradición, la modernidad y el país, así como en torno a la necesidad de repensar la manera de interactuar con un público que, predispuesto o no, de pronto se veía sometido a una avalancha de estímulos visuales y acústicos sin precedentes. El seísmo cultural que desencadenó Vasconcelos agudizó igualmente la conciencia del artista sobre las limitaciones del medio, desde su precaria situación socioeconómica hasta la inexistencia de un mercado editorial adecuado que relanzara la literatura nacional favoreciendo la edición de libros contemporáneos sin perjuicio del autor, pasando por la falta de un público cultivado o siquiera letrado capaz de apreciar, asimilar o comprender la rica tradición culta de la que se había visto privado hasta entonces y que, de pronto, se ponía a su disposición. Tales inquietudes se pueden comprobar en las páginas de revistas como México Moderno, La Falange, El Universal, Antena o Forma, así como en distintos testimonios de la época.

Una de las medidas que adoptó Vasconcelos fue recomendar a los creadores que se acercaran a las distintas manifestaciones populares de México, con el firme propósito de que “lo popular” sirviera “como base para el salto a lo clásico […] y sin pasar por el puente de lo mediano”. Él consideraba que dicho arte no surgía de manera espontánea, sino que su origen o renacimiento se debía a la labor previa y decisiva de un artista culto (17, 66 y 169). Tal intento de comunión con el acervo popular bien pudo haber sido uno de los motivos que llevaron a Torres Bodet a cultivar con evidente afán la canción lírica en sus primeros poemarios y, sobre todo, aquella de índole amorosa. Es bastante probable que el autor de Canciones (1922) y de Nuevas canciones (1923) fuera consciente de que en la música tradicional de México -cuya melodía estaba siendo concienzudamente rehabilitada y cuyas letras estaban siendo catalogadas y difundidas por un grupo de músicos próximo a Vasconcelos- el amor constituye “el tema por excelencia, en todos los géneros de carácter lírico” (Sánchez García: 170 y Monsiváis 2010 b: 191) . Éstos tenían gran repercusión en todo el país, por cuyos territorios Torres Bodet se desplazó en compañía de Vasconcelos y su séquito de jóvenes artistas e intelectuales contrastados. El autor de El corazón delirante (1922) solía ofrecer y asistir a recitales de poesía, así como a representaciones musicales de canto, familiarizándose de ese modo con el gusto de la gente y cobrando plena conciencia, muy probablemente, de su devoción por tales manifestaciones artísticas.29

Por otro lado, el sentido musical de su obra fue reconocido por Bernardo Ortiz de Montellano (1988: 192) en 1928, quien puso de manifiesto que ese era un rasgo distintivo de Torres Bodet y de José Gorostiza dentro del grupo de los Contemporáneos. No sorprende entonces que sus canciones fueran muy apreciadas fuera de los círculos literarios y que los editores de corridos las integraran en sus series “para el pueblo porque éste lo pide, y las canta en toda la República”, según afirmaba Novo (114) en 1925. Así, parece que Torres Bodet habría logrado el ideal proyectado por Vasconcelos y que había sido anunciado en La Falange tres años antes: “Los senderos literarios de hoy van más que nunca al pueblo y más que siempre valdrá un autor hasta que su obra haya sido asimilada por el pueblo de quien la recibe y a quien la debe devolver” (“A. B. C. Literatura del pueblo y de los niños”: 32; 46).30

En relación con el importante reclamo que tuvieron las composiciones líricas de Torres Bodet, conviene tener presente el testimonio de Vicente Toledano Mendoza, en cuyo clásico libro sobre La canción mexicana (1961) advertía del nuevo potencial significativo que tuvo la canción lírica de tema amoroso en la sociedad local de los años veinte en México. Dada su inmensa popularidad entre la gente y dada la frecuencia con que los jóvenes enamorados recurrían al canto para dirigirse a sus amantes desde la calle, dicha manifestación artística trascendió tanto su finalidad primera como su dimensión estética para convertirse, en su lugar, en un elemento normativo de conducta ejercido colectivamente (véase Mendoza 1982: 17-18).

De sus palabras y del testimonio de Novo se infiere que cuando se habla de las principales manifestaciones artísticas del periodo posrevolucionario de los años veinte y se piensa fundamentalmente en aquellas del propio Vasconcelos, siete años después, no dudaba en reconocer que “el gusto de nuestro pueblo por la poesía es intenso” (37). Por su parte, Gabriela Mistral quedó fascinada en octubre de 1922 ante el espectáculo que le ofrecía México: “el pueblo que canta” (en Fell: 414), temática insurgente, como los corridos revolucionarios, el muralismo o la novela de la Revolución, se crea un horizonte de expectativas que no se ajusta del todo a la realidad de la época, mucho más rica y compleja.31

En la introducción a su libro, Toledano Mendoza ponía de manifiesto la relevancia que tenía la canción lírica en México, y que él tan sólo recogía una ínfima muestra del abundante repertorio que poseía entre sus manos y que le había llegado tanto por vía oral como a través de manuscritos y otras hojas impresas. A partir del material recopilado, de sus estudios en el campo y de su propia experiencia personal, señalaba que en México “el creador de canciones es casi siempre un músico del pueblo, profesional del género que practica, es decir, de la música tradicional”, como así sucedía en Jalisco, Michoacán, el Bajío, Veracruz, Tabasco o Yucatán. Ahora bien, acto seguido advertía una distinción importante entre unos territorios y otros. Según parece, en la península yucateca “son verdaderos poetas los que proveen de textos a los músicos o bien son éstos los que seleccionan entre la producción literaria de aquéllos los poemas que han de transformarse en obra musical” (Mendoza 1982: 16). 32. Una vez transformados, pasaban a formar parte del acervo popular y de la tradición oral del país, confirmando así la tesis de Vasconcelos sobre su origen culto.

Ante tales circunstancias, cabe preguntarse qué conocimiento pudieron haber tenido Torres Bodet y José Gorostiza de unas prácticas tan arraigadas en el medio local, así como de la praxis ̶ anteriormente mencionada̶ de los editores de corridos y cancioneros populares, cuando compusieron sus libros de canciones o poemas anteriores a 1925. En consonancia con lo anterior y con el proyecto de Vasconcelos, sería lícito plantearse si tal conocimiento pudo haber influido en su intento de conectar con el pueblo desde una tradición lírica culta que, a su vez, es óptima para ser musicalizada, sin tener que recurrir al “simple remedo populachero”, en palabras de Gabriel Zaid (50).33 En ese sentido, quizás sea conveniente dejar de pensar fundamentalmente en la lírica española -del siglo XV del Siglo de Oro y de principios del siglo XX (Machado y Juan Ramón Jiménez)- cuando se hace referencia a Canciones para cantar en las barcas. Si Gorostiza encontró ahí su principal modelo, el título apunta ya a esa otra tradición mexicana de “cantos con ritmo de barcarola, procedentes de regiones lacustres o costeras, que han viajado a la altiplanicie en donde han conservado el prestigio que siempre ha ejercido el mar”, cuyo “mérito estriba en mantener un carácter completamente lírico”, en palabras de Mendoza (1982: 79) , en cuya antología recoge apenas dos muestras: “Son los ojitos de la vida mía” (485) y “La noche está serena” (486).

Dicho vínculo bien podría haber sido una de las razones del tremendo éxito que tuvo el libro nada más aparecer, acontecimiento que resulta un tanto paradójico si se tiene en cuenta que se publica pocos meses después de la polémica de 1925 y que no se ajusta precisamente a las nuevas directrices estéticas que ya reclamaba desde 1924 un sector importante de la intelectualidad y de la prensa nacional. Por otro lado, la proyección extraordinaria de la poesía lírica de Torres Bodet y de José Gorostiza se entiende mejor si ̶ además de reconocer su valor intrínseco ̶ se conecta con el proceso de rehabilitación del canto tradicional impulsado por Vasconcelos y un grupo de músicos próximo a él, entre quienes se encontraba el distinguido Manuel M. Ponce, así como con la presencia en la Ciudad de México de artistas e intelectuales llegados de todo el país como consecuencia de las guerras de la Revolución34.. También se ha de considerar cuando los poemas llegaban a la gente, estos se entonaban en los más distintos contextos y lugares, desde los acontecimientos festivos y las celebraciones familiares a los momentos de alborozo o de soledad, en entornos naturales -“a la orilla de los lagos, en las barcas […], a la orilla del mar y al rumor del oleaje”- y en otros menos bucólicos, como los ámbitos militares, urbanos e incluso laborales (Mendoza 1982: 12). No sorprende, pues, que Torres Bodet alentara a su público con los siguientes versos en 1923: “Para que dé su fruto el día / y la mañana dé provecho, / ¡hay que llenarnos de alegría / y henchirnos de música el pecho!” (2017b: 133).

Esta realidad sociocultural tan íntimamente ligada al canto permite comprender mejor la reacción de la protagonista de “El amor es así… Cuento cinematográfico”. En esta ficción de Xavier Villaurrutia, tras haber concertado una cita con Horacio, María se encuentra pletórica y de su felicidad nace la necesidad de cantar para sus compañeras, en lugar de compartir con ellas sus confidencias sentimentales: “Alegría de vivir de María. La vida tiene ahora un sentido para ella. En el taller, las compañeras la encuentran desconocida. Ríe y canta para ellas. Luisa comprende que está enamorada de Horacio” (1996: 599).

En el fragmento no se precisa reproducir la letra de la canción o referirse a su contenido porque de ese modo se resalta que ya el canto en sí manifiesta -sin tener que confesarlo el personaje abiertamente- el despertar de su nueva pasión y el sentido que ésta cobra para ella, quien hasta ese momento estaba inmersa en una vida marcada por la rutina y la pobreza pero, eso sí, anhelante de “sueños” y por tanto de “esperanza de cambio”.35 Tan solo se precisa de un interlocutor cómplice para aprehender su verdadera razón de ser, sin que esto prive al resto de entrar contacto con la manifestación artística. Tales detalles son bastante pertinentes puesto que, aparte de comprobar el hábito de cantar en el trabajo y la conciencia que de esto se tenía en la época, sugieren que el arte responde necesariamente a estímulos del medio y que su potencial significativo puede ser revelado por un oyente o lector afín, independientemente del sentido inmediato al que apunte el lenguaje.

Asimismo, de algún modo la escena conecta con las discusiones de la época a partir de 1923, en torno a la necesidad de un arte politizado o, en su defecto, de uno que se limite a tematizar la historia reciente del país en un estilo no problemático, sin atender a otras preocupaciones o reclamos de la población mexicana de entonces. De ahí, cabe pensar, que el contexto espaciotemporal elegido por Villaurrutia no sea fortuito y esté despojado tanto de las reivindicaciones que exigían los artistas socialistas de la época, como del nuevo tratamiento sindicalista del amor que ya desde 1922 proclamaba Manuel Maples Arce, el adalid del estridentismo (“El amor y la vida / son hoy sindicalistas”, en Schneider: 46). Villaurrutia, en cambio, como ya se ha comentado, resignifica dicho espacio al asociar la manifestación artística a la alegría del personaje, al despertar de su nueva emoción sentimental y a la necesidad de verbalizarla a través del canto.36

En consecuencia, la disyuntiva entre un arte nacionalista y otro “simplemente humano”, establecida por José Gorostiza:114) (1995 a raíz de la querella de 1925 y asumida por el resto de la comunidad intelectual, invita a pensar en un equívoco epistemológico que promueve un acercamiento tan sesgado como superficial a la obra de arte y a su relación con el contexto histórico y sociocultural que la definió. Tal equívoco asimismo ha empañado la distinción entre una literatura comprometida y otra planificada o dirigida, distinción que se ha difuminado y esto ha condicionado sin duda tanto la recepción como la idea que se ha ido fraguando en el último siglo en torno a la labor poética y cultural de los Contemporáneos.37

Ante tales circunstancias, se ha considerado pertinente revisitar los inicios de la labor creativa y cultural de los principales miembros de los Contemporáneos a partir de la figura del público receptor. Para ello, se ha puesto el foco en la primera mitad de los años veinte, así como en algunos autores y textos concretos, a fin de apuntalar el camino que permita, con la ayuda de nuevas investigaciones, matizar e incluso reconsiderar la convicción comúnmente aceptada en torno a su deliberada ahistoricidad.38

Se ha resaltado de ese modo la conciencia de la realidad socioculturaldel país que tuvo buena parte del grupo (Gorostiza, Torres Bodet, Novo, Villaurrutia), al tiempo que se ha conectado su labor con la responsabilidad histórica que debió asumir la generación de artistas de 1921, aquella que emergió bajo el faro de Vasconcelos y que comprende escritores, pintores, músicos, escultores y demás artistas, cuyos representantes más conocidos probablemente sean los muralistas y cuyas propuestas son de lo más disímil. Se ha incidido también en un hito cultural importante que no suele ser valorado cuando se estudia la obra de los Contemporáneos: el tránsito de una cultura oral a otra letrada, atendiendo al elevado índice de analfabetismo de la época, a los circuitos orales de los que se tiene constancia, a las medidas promovidas para garantizar la emergencia de un público lector en los años veinte y a la conciencia que de todo esto tuvieron los representantes del grupo poético de 1925.

Todo ello ha permitido conectar su propuesta artística con algunas de las figuras emblemáticas de la cultura popular y con el proceso de rehabilitación del canto tradicional en México. Igualmente, ha servido para poner de manifiesto las relaciones existentes entre su escritura, la literatura vernácula y la necesidad de crear un hábito de lectura en el país para ampliar el espectro lector y reformar, de paso, el gusto dominante. Existen indicios, pues, para pensar que un número suficientemente representativo de los poetas que se agruparon entre 1924 y 1925 y que, posteriormente, serían conocidos como los Contemporáneos, intentaron crear una literatura de la Revolución en un lenguaje moderno antes de concebir una literatura revolucionaria, ya a partir de la segunda mitad de la década, cuando la querella de 1925 truncó el diálogo que habían intentado entablar con el público mayoritario y marcó de forma decisiva tanto su evolución como su posterior recepción, tal y como lamentaba el propio Gorostiza en enero de 1931, cuando puso de manifiesto la reciente estigmatización social que sufría la figura del escritor en un medio sumamente hostil (1995: 152-154).

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Para Calles, “todo arte es propaganda, sí, pero no porque propaga —insistimos —, sino porque al resumir en una síntesis incomparable las preocupaciones de un momento, no puede menos que propagar […] fatalmente los más altos ideales humanos de una época, realizando así, en el más puro sentido de la palabra, una función política insubstituible…” (Gorostiza 1995: 27).
Según Miguel Capistrán (90), se les debería llamar “movimiento de Ulises Contemporáneos”, si bien en otro momento (137) reconoce que el propio José Gorostiza “enfatizaba” la fecha de 1924, pues fue entonces cuando comenzó la hermandad poética entre los principales miembros del grupo. Sheridan afirmó que en 1925 el grupo está ya constituido y que en 1927 comienzan las desavenencias y se materializa su escisión (véase 163, 179, 325, 337-338 y 369). Si en 1926, a raíz de Villaurrutia, Owen (1996: declaró que el “Grupo Sin Grupo [ha] aumentado hoy con algunos personajes” (el propio Owen y Jorge Cuesta), en 1927 se configura el grupo de Ulises y éste fue más bien restringido, dado que no reúne a todos los supuestos Contemporáneos, como pone de manifiesto en 1929 uno de sus fundadores (Novo: 187, 405-408). Por otro lado, en octubre de 1928, Novo advierte ya la emergencia de una nueva generación de poetas y establece una serie de diferencias significativas respecto a la suya, que había surgido “hace más de seis años” (véanse las páginas 211-212).
No deja de ser simbólico que Pellicer fuese el único que no publicase nada en 1925, dado que su pertenencia o no al grupo siempre ha sido cuestión muy debatida. Asimismo, la ausencia de Cuesta no resulta problemática, dado que, si bien carecía de obra hasta entonces, ya contaba con la admiración y el reconocimiento del resto.
La edición digital consultada carece de numeración, por lo que las citas que aparecerán a continuación en el cuerpo del párrafo proceden de este capítulo sin más referencias.
A su vez, en noviembre de 1921, Manuel M. Ponce (1979b: 304-305) expresaba su admiración por la capacidad de las mujeres de Guadalajara para aprender “de oído” canciones complicadas y de gran extensión.
Véanse los testimonios de Amalia de Castillo Ledón (en vv. aa. 1964: 34) y de Salvador Novo (114) al respecto.
No es contradictorio, por tanto, que quince años después de sus palabras, Gorostiza publicara Muerte sin fin (1939), poema ante el que la crítica se siente incapaz de llegar a un consenso sobre su sentido e incluso considera utópico llegar a aprehenderlo (véanse los ensayos y estudios recogidos en Ruiz Abreu 2004).
Los testimonios al respecto son abundantes. Véanse, por ejemplo, los recogidos en (vv. aa.: 34-38, 46-48, 57-59, 62-63, 104, 120-123, 147 y 161-169), de Amalia de Castillo Ledón, Antonio Castro Leal, Celestino Gorostiza, Andrés Henestrosa, Salvador Novo y Rodolfo Usigli, respectivamente.
Así lo afirma Torres Bodet (2017a: 94), quien asumió la responsabilidad de fundarlos una vez que se hizo cargo del Departamento de Bibliotecas.
A los ejemplos ya señalados, cabría añadir que, en las clases de literatura impartidas en la Escuela Nacional Preparatoria de México, donde acudieron la mayoría de los intelectuales y escritores que sobresalieron en los años veinte y treinta, los profesores fundamentalmente se dedicaban a leer en voz alta y a comentar los pasajes o poemas seleccionados. Además, había una cátedra específica de “Lectura y Declamación”. En ese sentido son muy reveladores los testimonios de Castro Leal y Henestrosa (en vv. aa.: 57-59 y 120-123, respectivamente), así como de Torres Bodet (2017a: 36-37 y 49). Por su parte, Claude Fell (413-414) habla de la “multiplicación de los festivales al aire libre que combinan la danza, la declamación, el canto y la música”, bajo el ministerio de Vasconcelos. Villaurrutia y otros poetas, además, probaron a recitar poesía en la radio.
Como es sabido, Salvador Novo ejerció como maestro alfabetizador.
Según el pintor francés, tal predilección estaba relacionada con el “mayor interés” de Vasconcelos por la música y la poesía (Charlot: 114).
De Adela Formoso se conserva una carta de 1925, recogida en el epistolario de Ortiz de Montellano (1999: 204), en la que ella le invita a asistir a un recital suyo. En éste leería poemas de “Susana Calandrelli, sor Juana Inés de la Cruz, Juan Burghi, Teresa L. Villamil, Juan Ramón Jiménez, Carlos Pellicer Cámara, etc.”.
Toda la información referida sobre los voceros y la poesía popular impresa procede de Mariana Masera et al. y Enrique Flores (en Hadatty Mora et al.: 43-67 y 69-103, respectivamente).
Se cita por el original de la revista porque en las dos ediciones de sus Obras a las que se ha tenido acceso, de 1988 y de 1996, el poema aparece fechado en 1925. La revista presenta una doble numeración: la primera cifra hace referencia a la página del número original (publicado en diciembre de 1922), mientras que la segunda remite a la página que ocupa el poema en la edición aparecida en 1981, que reúne los dos números de Vida Mexicana.
Sus palabras son muy pertinentes porque Mónica Mansour ha tenido acceso a los borradores del poeta y ha podido observar con atención el proceso de gestación de numerosas composiciones.
Sobre dicha revalorización, véase Lear.
Sobre esta cuestión véase el análisis de “Se alegra el mar” planteado por Rodríguez Martínez.
Con su característico humor, Salvador Novo recordaba en 1924 que dos años antes, en 1922, “al cerrar un ciclo de lecciones en que se había laudado la impertérrita pobreza de nuestros escritores, su desprecio al dinero y sus efímeras y admirables revistas”, no dudó en expresar su indiferencia hacia la prensa estadounidense que integraba publicidad. Después, reconoce que se rectificaría nada más enterarse de que esa publicidad constituía la fuente de ingresos con la que se pagaba las colaboraciones. En 1928 afirmaba que el “verdadero escritor […] en un país en que un libro produce gastos, vive de otras cosas” y en 1929 declaraba en una de sus secciones que su público constituía “numerosa y solvente clientela […] que es por hoy mi fuente de ingresos” (57-62, 211 y 243, respectivamente). Es necesario recalcar que la falta de recursos económicos fue un tema muy recurrente tanto en los distintos testimonios de la época como en la prensa de entonces.
Agradezco y comparto la apreciación de uno de los dos evaluadores anónimos del presente artículo, en cuyo informe precisaba que “aunque los poemas de ‘corriente sentimental’ sean algo repetitivos y predecibles, sus metáforas e imágenes responden a variaciones mínimas esperadas dentro del género”. He ahí, sin duda, la necesidad de renovarlo. Aparte de Gorostiza, en Nuevas canciones (1923), Torres Bodet integró su “Canción a los poetas”, en la que el hablante parece ironizar sobre la espontaneidad y facilidad con que se componían poemas sentimentales afectados, al tiempo que apuntaba nuevas claves para remozar su poética: la claridad no exenta de profundidad, el silencio en lugar de la actitud plañidera, así como la apertura a nuevos referentes o estímulos, como la naturaleza y la belleza. Owen también debió de compartir dicha preocupación, como se desprende del título de la segunda sección de Desvelo: “Nueva nao de amor”.
Para más información, véase Díaz Arciniega (58-59, 70-74, 80-91, 97-101, 111 y 113, 121, 143-144) y Gorostiza (1995: 115)
Torres Bodet, por su parte, en una carta inédita a Alfonso Reyes, advertía en 1925 que los miembros del grupo no habían podido publicar una revista porque, entre otras cosas, “hay que culpar un poco de esto a México. El escritor tiene aquí que pensar, que escribir, que vivir sin un público a quien dirigirse. Los libreros lo dicen: ‘la gente no lee’” (en Sheridan: 206).
Conviene recordar que la artesanía popular fue fundamental para mantener viva la economía en muchos territorios tras la acción fatal de la Revolución (véase Fell: 450).
Como en el caso de “¿Quién me compra una naranja?”, la edición facsímil de La Falange presenta una doble numeración. Nótese la actitud desinteresada del hablante en el poema de Owen, quien no espera reconocimiento alguno por su labor.
Tales obras estaban ambientadas en el periodo de Nueva España. Conviene recordar que Arenales, Estrada y Torres Bodet formaron parte del círculo literario que se configuró en torno a Enrique González Martínez y al que el autor de Fervor (1918) ingresó después de la aparición de su primer libro (Torres Bodet 2017a: 62).
Si bien se suele aceptar que el autor de la nota es Bernardo Ortiz de Montellano, lo cierto es que esta aparece sin firma y se presenta como fruto de un consenso colectivo por parte de los fundadores (“le damos en nuestra revista”). En consecuencia, en lugar de citar por la edición de las Obras en prosa de Montellano, se seguirá la fuente original ([xref ref-type="bibr" rid="r1"]“A. B. C. Literatura del pueblo y de los niños”: 31; 45[/xref]). Recuérdese, por cierto, la estrofa final de Nuevas canciones (1923), en la que Torres Bodet proclamaba: “¡Quiero, como el río, / mezclar mi rumor / al rumor del mundo: / son un mismo amor!...” (2017b: 152), en cuyos versos se puede inferir ese afán de comunión del poeta con su entorno, anunciado ya en la falta de nitidez que define su canto, concebido como un simple “rumor”, o lo que es lo mismo, como una resonancia modesta de origen impreciso.
Si se ha reproducido la reseña por extenso, eso se debe a dos razones: no se recoge en el volumen de sus Obras y es muy reveladora a la hora de valorar la implicación de los distintos miembros del grupo en el proyecto nacional que tuvo lugar entre 1920 y 1924 —implicación, eso sí, que no estuvo exenta de una mirada crítica.
El libro de referencia sobre la labor de Vasconcelos entre 1920 y 1925 continúa siendo la monumental obra de Claude Fell (1989). Su campaña nacional contra el analfabetismo se retomó después: primero en los años cuarenta, en la que participó activamente Torres Bodet, a cuya labor dedicó el segundo tomo de sus memorias, Años contra el tiempo (1969), y después entre 1958 y 1964, cuando el propio Torres Bodet contribuyó con su gestión a reducir los niveles de analfabetismo hasta el 28.9 % (véase Konzevik y Montellano: 22-23).
Véanse Torres Bodet (2017a: 84-85) y Vasconcelos (12, 93, 96-97, 104, 181-182). Carlos Monsiváis (2010a: 17) ha destacado la labor de los modernistas en la creación y ampliación de un público devoto de la poesía, mientras que todavía en julio de 1931, Salvador Novo afirmaba que “todos los chicos de las escuelas se sienten poetas” (444).
En su reciente y documentada introducción al volumen Canciones populares amorosas, Francisco Gutiérrez Carbajo (40) afirma que “la canción se difunde y tiene éxito porque el público la reconoce, a pesar de que las iniciativas de cada receptor y propagador hayan podido alterar su estructura originaria”. De ahí que “el carácter popular y tradicional de la canción no radica, por lo tanto, en su origen, sino en la reelaboración colectiva, porque en ella intervienen o pueden intervenir no solo las clases populares (el “pueblo-nación”), sino también los artífices cultos”.
Véase Monsiváis (2003: 17; 2010a: 55 y ss. y 2010c: 10 y 28). Ya en 2014, Katharina Niemeyer consideraba necesario “recordar” que el “discurso de la Revolución” o la “retórica revolucionaria” es más bien inexistente hasta mediados de los años veinte (en Stanton).
No deja de ser digno de mención que, en los dos primeros libros de Torres Bodet, Fervor (1918) y El corazón delirante (1922), sólo se hace referencia a la topografía nacional en un par de ocasiones y que en la primera de ellas, ya en el segundo, el sujeto lírico adopta la perspectiva de un amante que se encuentra en dicho territorio: “He soñado lo que haría nuestro amor estremecido / de esta casa solitaria junto al mar de Yucatán” (2017 b: 56).
A Gorostiza, por cierto, parece que “se le acusaba de ser más músico que poeta” (Torres Bodet 2017a: 112).
Si Novo señalaba la gran acogida que tenía la poesía de Torres Bodet entre el público no especializado, Amalia de Castillo Ledón señalaba que el de Gorostiza “fue recibido con aplauso unánime por los críticos y los intelectuales” (en vv. aa.: 34). Conviene tener presente, a su vez, la celeridad e inmediatez con que se difundían y arraigaban en la cultura popular las letras de las canciones líricas, como se infiere del acontecimiento polémico en que se vio envuelto Ponce en diciembre de 1920. El distinguido músico tuvo que pronunciarse ante la acusación de plagio por haber editado y musicalizado una canción que creía de autor desconocido y que era sumamente conocida entre la gente (1979a: 374-381). Este fenómeno ha sido muy frecuente en la historia, de suerte que en con que, “aunque en muchos casos aparezcan como anónimas, [las canciones populares] siempre son obras de un creador individual. Luego, mediante su propagación y difusión colectiva, llegarán a considerarse como producto de todo un pueblo que las acoge y las recibe como suyas” (véase Gutiérrez Carbajo 11 y ss.). En México, tal celeridad se debió a la emergencia de figuras que se dedicaban a cantar en ferias, así como de las memorillas del pueblo y de aquellos trovadores populares de profesión que recorrían todo el país (Mendoza 1976: xxx-xxxiii).
En versos de Torres Bodet: “Nada alumbra lo que alumbra / la llama del corazón:/ todo en la vida es penumbra, / sólo hay luz en la canción” (2017b: 129).
Conviene tener presente que entre 1921 y 1924 dicho concepto estuvo íntimamente ligado a la figura de los “maestros misioneros”, a quienes se consideraba “sembradores de alegría”, puesto que su labor los distinguía de la acción fatal del soldado. Ellos representaban el nuevo espíritu antibeligerante y humanista que para Vasconcelos requería el país, en un afán “no de apagar la vida, sino de hacerla más luminosa” (véase Fell: 84). No es casual, pues, que dicho concepto esté presente en composiciones de los distintos miembros del grupo, como se ha visto ya a propósito de Owen, Torres Bodet, Villaurrutia o “Se alegra el mar” de Gorostiza.
Como recordaba Vítor Manuel de Aguiar e Silva en su clásico manual de Teoría de la literatura, “en la literatura comprometida, la defensa de determinados valores políticos y sociales nace de una decisión libre del escritor”, mientras que “en la literatura planificada, los valores que deben ser defendidos y exaltados y los objetivos que han de alcanzarse son impuestos coactivamente por un poder ajeno al escritor […] con el consiguiente cercenamiento, o incluso aniquilación, de la libertad del artista” (87).
Tal delimitación cronológica, como ya se señaló, ha impedido atender el pensamiento de Jorge Cuesta, cuyas ideas comenzarían a relucir ya en la segunda mitad, si bien ya formaba parte de la “hermandad poética” en 1924.