Desde la Bienal del 58 a Confrontación 66
Sin lugar a dudas, el periodo que comprende los años de 1958 a 1966 es crucial para el arte mexicano porque se generó un relevo tanto en la administración del arte local como en las prácticas artísticas y en la crítica del arte. En esos años se llevaron a cabo eventos que van a mostrar una transformación en las prácticas locales que van de una pintura realista y muralista, con un claro mensaje ideológico, financiada muchas veces por el Estado, a otra abstracta, de caballete y que, para algunos críticos como Luis Cardoza y Aragón, Octavio Paz y García Ponce, era mucho más libre.
Los primeros eventos que permiten ese relevo fueron las Bienales Interamericanas de Pintura, Escultura y Grabado de 1958 y 1960, ambas organizadas por Miguel Salas Anzures, quien fue el director de Artes Plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) entre 1957 y 1961; el Salón Esso de 1965, un evento organizado por José Gómez Sicre (quien era Director de Artes Visuales de la Organización de Estados Americanos), y la Estándar Oil, que se llevó a cabo en toda Latinoamérica y que pretendía mostrar la pintura joven en todo el continente otorgando premios en metálico a los primeros y segundos lugares y montando una exposición en Washington con todos los ganadores de los otros países. El Salón Esso generó mucha controversia porque ganaron Fernando García Ponce y Lilia Carillo, el primero hermano de Juan, quien era jurado en el concurso. Además, los dos ganadores eran artistas abstractos y los representantes de la escuela realista, como Benito Messeguer, no estaban de acuerdo en la premiación porque ese tipo de pintura no representaba el arte mexicano; por último hay que considerar Confrontación 66, una exposición que se gestó como repuesta al Salón Esso para que, en la medida de lo posible, pudieran exponer todos los representantes de la pintura nacional y se pudiera hacer una comparación entre la tendencia realista y la abstracta, con el propósito de que el público pudiera decidir cuál era la verdadera pintura representativa del país.
A pesar de que las críticas de pintura de Juan García Ponce empiezan a aparecer en 1959,3 es en 1965 cuando el crítico y escritor se vuelve muy conocido en el mundo de la pintura local por el escándalo que se suscitó al respecto del Salón Esso. Incluso, a pesar de que se vio envuelto en la polémica, sus reflexiones sobre el Salón Esso sólo se refieren a los ganadores y su importancia para el arte mexicano; pintores abstractos que él defendía como la mejor pintura posible. En ese año también se publicó su primer libro de ensayos, Cruce de caminos, en el que, a pesar de que no refiere a ningún artista mexicano, reúne algunas de sus ideas seminales sobre pintura.
Ahora bien, desde mi perspectiva, es en 1966, con la exposición Confrontación 66, que empiezan a aparecer los textos más interesantes del crítico respecto a artistas mexicanos, casi todos ellos abstractos. De hecho, los textos más significativos sobre esa exposición fueron escritos por Juan García Ponce; en ellos ya está en marcha el planteamiento fundamental que va a hacer evidente un cambio en la crítica de arte del autor,4 en la que se pueden ver claramente influencias de Marcuse, Adorno, Herbert Read, Bataille y Worringer entre otros,5 que le ayudan a pensar tanto en la pintura abstracta contemporánea como en el funcionamiento del deber ser del arte en México.
El primero de ellos llamado “El error garrafal de Bellas Artes: pretender hacer cultura” y publicado en Siempre! en 1966, es un texto extraño, irónico, en el que defiende Confrontación 66 como una posibilidad de pensar en nuevos valores culturales a través de un nuevo arte. O mejor, es ese nuevo arte el que puede definir nuevos valores culturales. El segundo texto, “México descubre el arte moderno con 50 años de retraso”, también publicado en Siempre! ese año, refiere mucho más a detalle a los artistas de la exposición que le parecen más significativos (Rojo, Gironella, Felguérez, Fernando García Ponce) y contiene de manera velada una teoría de la crítica y de la pintura.
Como señalé, “El error garrafal…” plantea una relación directa entre el arte y la cultura que es sustantiva porque es ya una evidencia de que la forma de entender el arte en ese momento ha cambiado. Para García Ponce el vínculo entre arte y cultura es precisamente el juicio crítico, ya que permite señalar cuáles son los fenómenos de relevancia cultural. Así, se genera una relación indisoluble entre juicio y cultura porque es el primero el que señala a la segunda. Y, precisamente, esa noción de cultura es la que le interesa a García Ponce porque muestra un avance y una diferencia en relación a la cultura anterior.6 Es por ello que Confrontación 66 era para García Ponce un evento importante.
El texto comienza con una pregunta compleja: ¿Qué es la cultura? Por supuesto reconoce que la respuesta es muy difícil de formular, así que se limita a decir que “la cultura está formada por todas aquellas cosas que se nos presentan como culturales, desde los cocteles en honor de algunos escritores hasta los programas de preguntas y respuestas. Lo que define a la cultura es la intención de hacerla” (García Ponce 1966a: 13). Luego hace una pregunta mucho más específica: ¿Quiénes son los que pueden cumplir más estrictamente con esa función? A lo que responde: los artistas. Pero
¿quiénes son los artistas, dónde podemos encontrar el signo que los identifique como tales y nos ponga a salvo de cualquier intento fraudulento que sólo aumentaría nuestra confusión? En México, de acuerdo con la opinión más extendida, la que mejor justifica las acusaciones de fraude ante cualquier intento que se confiesa cultural, en ningún lado. La característica nacional por excelencia, aquella que muestra el mayor grado de honestidad en quien la posee, es la aceptación de que es imposible encontrar este signo. El procedimiento más seguro para encontrarse en el lado justo es la negación del juicio. Si no podemos llegar a conocer la esencia de lo cultural, la manera más segura de evitar el fraude es luchar por que cualquier actividad que pueda asumir este título sea rechazada. Ante el peligro de desafinar, lo mejor es quedarse callado; ante el temor al engaño, lo mejor es tomar toda posibilidad de que éste se lleve a cabo por las raíces y erradicarla totalmente (García Ponce 1966a: 13).
El peligro que encuentra García Ponce en todo este asunto es que se cancele por todos los medios el debate sobre la pertinencia de las prácticas artísticas porque, así como se estaba dando la polaridad entre jóvenes y viejos, arte realista y arte abstracto en 1966, nadie podría juzgar a nadie, sólo se apelaría a la incomprensión de los unos por parte de los otros. El peligro, es decir, el silencio o la imposibilidad del juicio se manifiesta en el texto como la cancelación de la cultura en la medida en que para que exista cultura debería haber un debate abierto sobre la pertinencia de tal o cual práctica, y no negarlas a partir de un prejuicio que, de nuevo, a lo que llevaría sería al silencio o a una ausencia de debate: un consenso improductivo.
De esa manera, el papel del Instituto Nacional de Bellas Artes es claramente generar eventos que permitan un debate abierto como el que se suscitó alrededor de Confrontación 66, algo que el crítico llama “romper el silencio con una equivocación”, y no la neutralidad que describían críticos como David Alfaro Siqueiros y Antonio Rodríguez, quienes sugerían que el INBA se debía mantener neutral y hacer lo posible por promover tanto la tendencia abstracta como la realista. No es a través de un acuerdo razonado, sino a partir de un desacuerdo que se puede saber qué es la cultura y ese debate es producido en especial en el arte, que es sobre lo que no se ha construido ningún consenso en el juicio por su naturaleza polémica. El juicio sólo puede aparecer, a su vez, como producto de una evaluación que permite comprender qué es lo que está pasando, es decir, el sentido del juicio es saber qué es la cultura. Hacia al final del texto va a decir
La mejor manera, entonces, de llegar a la igualdad y al acuerdo es la aceptación de la imposibilidad del juicio. Dentro de ella todos podemos sentirnos seguros. Hemos llegado de nuevo al silencio. El único problema que queda pendiente es ¿dónde podremos encontrar, a partir de esta situación, a la cultura si ésta se manifiesta tan sólo a través de las acciones encaminadas a mostrarla? (García Ponce 1966a: 13).
La identificación de la cultura se da precisamente por efecto del juicio y no del silencio que sería, en este caso, el peligro. La relación de identificación entre la cultura y el juicio aparece entonces como algo importante porque la crítica es la que hace posible el vínculo. Sin embargo, de qué crítica estaríamos hablando y, en función de ello, cómo entender al sujeto moderno, a la modernidad y al juicio crítico.
En el texto “México descubre el arte moderno con 50 años de retraso” hay un atisbo de respuesta para esas preguntas. Como ya lo señalé, el texto es más descriptivo al respecto de la exposición Confrontación 66 y comienza con un preámbulo en el que señala la posibilidad de pensar en la muerte del realismo mexicano para luego referir un ensayo de Octavio Paz sobre Tamayo en el que identifica un:
regreso a los orígenes tanto como una búsqueda de una tradición universal y es por una parte una revelación del subsuelo histórico de México: por otro, una tendencia por hacer de nuestro país una nación realmente moderna. En estos términos lo que la pintura de Tamayo nos abre, dándonos una de las claves que pueden explicarnos mejor el desarrollo posterior de nuestras artes plásticas, es la posibilidad de establecer una síntesis que nos permita incorporarnos a la gran tradición universal con un inevitable rostro propio (García Ponce 1966b: 7).
Ese regreso sintético es una de las claves que va a desarrollar García Ponce en función de pensar cómo es que el origen del arte mexicano está en la Revolución, pero no como un tema ni como un programa sino más bien como una precondición que permite pintar un arte con identidad y que dialoga con lo universal, un descubrimiento que se da en la pintura, aunque no a priori sino sólo como presencia.
De una manera recurrente, que nos hace pensar que tal vez sea cierto que la historia sigue un ritmo circular y todo se repite, volvemos a ver cómo se defiende una tendencia indefendible con el argumento de que la auténtica escuela [es la] mexicana y por tanto la única aceptable como si la estética fuera un problema nacional independiente y cerrado en sí mismo. Entonces lo mexicano existiría como una cualidad anterior a la existencia misma de la obra: pero esto es imposible. Son los pintores los que a través de su obra nos enseñan qué es lo que puede ser la pintura mexicana. Y el gran pintor es el que se aparta de toda regla establecida anteriormente porque lo que busca y necesita es iluminarnos con su propia voz una nueva realidad. Ya he dicho que no creo, como no lo cree ningún verdadero pintor, en las posibilidades generales de ninguna escuela […]. Como todo el arte, la pintura es una tarea individual, lo que no implica de ninguna manera que renuncie a expresar las necesidades y aspiraciones, las verdades colectivas, sino todo lo contrario. Y del mismo modo la pretensión de alcanzar valores universales no excluye la presencia de lo nacional, sino que de un modo natural, se realiza a través de ella. El arte directamente relacionado con lo nacional por su misma naturaleza, por su relación inevitable con la tradición por un lado y con la realidad inmediata y el carácter personal del creador por el otro (García Ponce 1966b: 7).
Como se puede ver, en el argumento de García Ponce la identidad nacional se manifiesta en la obra como aparición, no como programa. Y no puede ser un programa porque lo que permite la relación con esa identidad (general) es la particularización de la realidad a través de la visión única del artista. En ese sentido, la obra es el resultado de la relación que establece el artista individual con la identidad local a partir de una experiencia singular que incorpora la tradición de manera “natural”. Así, no se niega la tradición sino que más bien lo que la obra hace aparecer es la simultaneidad de las experiencias del tiempo como “tradición” y “presente” manifestándose a la vez en la obra.
Luego, en el texto va a hacer referencia a Juan Soriano, Vicente Rojo, Alberto Gironella, Fernando García Ponce, Roger von Gunten, Manuel Felguérez, Francisco Corzas, Antonio España y Vlady. La forma en que se refiere a cada uno de ellos es importante porque permite ver la operación crítica que está en el fondo. Nunca hace una interpretación de las obras sino más bien deja ver qué tipo de operación pictórica están llevando a cabo a través de un proceso de observación. Por ejemplo, respecto a Rojo, el artista sobre el que más habla, dice que su pintura es la más “radical de México” y que:
nace de un firme propósito de poner en duda los fundamentos mismos de nuestra realidad, es una auténtica pintura de protesta y dentro de ella, por la lógica misma de su desarrollo, alcanza su belleza. Naturalmente no se le puede pedir a los que se niegan a pensar en esos términos que adviertan el significado y el valor de sus signos, como no se le puede pedir a un analfabeto que lea. Lo único sorprendente es que haya tantos y tan decididos partidarios del analfabetismo. Pero esto no toca para nada la verdad que ha alcanzado y nos entrega Vicente Rojo. La naturaleza de esa verdad puede abrirse fácilmente ante nosotros si seguimos con los ojos abiertos su trayectoria. Vicente Rojo ve la geometría, la tensión de los espacios y las formas más simples y directas como una posibilidad de crear un orden dentro de una realidad que se caracteriza por su ausencia de definiciones aceptables. Parte de una negación fundamental para llegar a través de ella a una afirmación en la nueva forma de belleza creada por la obra. Sus cuadros son nada más eso, cuadros, objetos puros, en los que lo que se expresa es la arriesgada aventura del artista en busca de las últimas formas que él considera posibles (García Ponce 1966b: 7).
La operación de Rojo es, para García Ponce, una que tiene que ver siempre con una “búsqueda de las formas” pero como se puede ver, nunca dice qué significan esas formas ni tampoco da fórmulas de cómo interpretarlas. Lo que sí dice claramente es que la lógica de la obra depende de sus características interiores y no de su exterioridad, es decir, depende del observador acceder a esa interioridad y no de elementos externos que le permitan una decodificación. Ese acceso es netamente visual, que se abre, desde la apariencia de la pintura, ante la presencia de la obra. Un acceso que debe darse libre, sin prejuicios. Lo que se puede ver en esta compleja lectura de la obra de Rojo es una relación de la visualidad del crítico con las obras del artista, en la que se evidencian las tensiones entre las búsquedas del pintor y el señalamiento de esas búsquedas por parte del crítico.
Ahora bien, estos dos textos publicados a propósito de Confrontación 66 permiten señalar algunos de los intereses y planteamientos teóricos de Juan García Ponce. En primer lugar, la relación entre arte, cultura y juicio. En segundo lugar, el asunto del vínculo entre arte nacional, libertad e individualidad. Por último, la imposibilidad de pensar en la crítica de arte como un ejercicio interpretativo sino más bien como una suerte de descubrimiento. Pero ¿cómo vincular esos dos textos? ¿De dónde vienen estas ideas? Es muy claro que lo que está detrás es una reflexión compleja que permite ver la posición del crítico respecto al arte contemporáneo como un nuevo marco epistemológico para pensar en las condiciones de la crítica y del crítico.
Como se sabe, los planteamientos críticos sobre pintura de Juan García Ponce no se van hacer explícitos sino hasta que publica tres de sus libros sobre arte más conocidos: Cruce de caminos (1965), La aparición de lo invisible y Nueve pintores mexicanos, ambos de 1968. Sin embargo, como puede imaginarse, las ideas que aparecen en esos libros se comenzaron a desarrollar años antes de su publicación. Lo que me gustaría mostrar a continuación es la manera en que García Ponce redefine las nociones de espectador crítico moderno, de crítica de arte y de pintura a través de una nueva consideración de la observación y la experiencia, para superar la forma en que se pensaba el arte moderno en México y así plantear la justificación de una crítica de arte especializada.
Por una crítica de arte especializada
En general, se puede decir que la noción de crítica de arte a la que llega García Ponce está vinculada con la definición que él ofrece de obra de arte y de observación, que siempre deben ser libres, como el artista; todo parte de su consideración de la obra como una forma que es el resultado de tensiones entre el artista, la realidad, la sociedad y el tiempo histórico al que pertenece. Para el yucateco, la crítica que se va a desarrollar en un texto no se puede separar de la propia experiencia del crítico a partir de la observación de la obra. Así, el texto crítico resulta de un juego de miradas.
En principio, para el escritor yucateco la obra de arte es producto de una tensión entre la interioridad del artista y la exterioridad que revela una condición de verdad en una forma, que no depende de la realidad sino de las mismas condiciones internas de la obra de arte, es decir, de su libertad. Como va a decir en varias ocasiones siguiendo a Klee,7 la labor del arte es “hacer visible lo invisible”.
Pero esa revelación (esa libertad) siempre produce un shock en la cultura preexistente, reformulándola. En ese sentido, la obra de arte siempre está fuera del gusto del “público” y responde exclusivamente a su “sinceridad” y “libertad”, pero ancladas a su temporalidad, su contexto social y cultural. De ahí surge una pregunta: si la obra de arte es producto de su tiempo, como lo indica García Ponce, cómo es posible que no todos puedan reconocer ahí un acto artístico. Justamente en ese “rompimiento” cultural opera la obra de arte: ya no se puede identificar lo artístico, que sólo podría ser restituido por la mirada atenta y por la “fe” en el arte, es decir, una fe secular. Lo que la obra hace es siempre inaugurar un mundo nuevo y una nueva sensibilidad.
La obra de arte no sería entonces ya una totalidad representativa de un periodo o de un estilo (una obra maestra), sino más bien una condición siempre parcial de esas relaciones entre el artista y el mundo. Lo que debería hacer el crítico de arte es precisamente, a su vez, singularizar la experiencia de la mirada de la obra, para aclarar (develar) un sentido parcial, ya que acceder al sentido total de la obra es imposible. Para García Ponce, quien sigue a Heidegger, cada vez que hay un desocultamiento hay un ocultamiento del sentido. A lo que lleva todo esto es a un pensamiento completamente fragmentario, sin continuidad de sentido, pero revelado a través de la práctica del arte. Es por ello que escribir sobre el arte siempre es un ejercicio plural, y al no haber nunca un único significado, la apertura del sentido permite la permanencia de la obra, no como una continuidad sino como una discontinuidad.
De esa manera, la crítica que opera en la obra y la crítica de arte en general sólo puede coincidir para alejarse. Así surge una evidencia de sujeto, también fragmentado, cuya realización únicamente se puede hacer posible por medio del arte y a través de la crítica, que opera a su vez como un autorreconocimiento del sujeto como fragmento. ¿Quién entonces puede escribir crítica de arte? “La necesidad de contemplación que […] estas obras requieren para ser verdaderamente, no se realiza en función del número de espectadores, sino en la capacidad de unos cuantos para participar de su sentido y ser fecundado por ella” (García Ponce 1968a: 20), es decir, un número selecto de personas que verdaderamente pueden ver, ya que la obra sólo se revela a la mirada. ¿Qué es, entonces, el texto crítico? El resultado de esa observación, es decir, el nacimiento del sentido.
Veamos todo esto con mucho más detalle. La definición de obra de arte y su carácter doble generado por la interioridad del artista y la observación del mundo que penetra en su profundidad comienza a aparecer de forma sistemática en la obra de García Ponce hacia 1964, año en el que escribe una serie de artículos sobre algunos de los artistas que le parecen fundamentales, como Rojo, von Gunten y Gironella. Para el autor la realidad nunca es estable sino que siempre está en constante transformación y flujo, es decir, no está precondicionada, más bien se presenta siempre a la mirada para que pueda ser posible.
Pero lo que se presenta es una apariencia de la realidad, de ahí que el arte sea, entonces, una búsqueda del significado de esa realidad, un significado que adquiere forma en una obra. Ahora bien, el significado no es otra cosa que la relación que tiene el artista con la realidad a través de su sensibilidad, y la obra es una proyección del artista y de la manera en que se relaciona con esa realidad cambiante. El resultado de esa proyección es una penetración en la realidad que adquiere forma en la obra, y es de esa manera que ésta tiene una doble identidad: la del artista y la de la realidad que la hace posible.
Así, la obra es siempre espejo de su creador y al mismo tiempo lo trasciende, actúa independientemente de él y nos entrega una imagen del mundo determinada por las obsesiones de éste, pero que ya no le pertenece. En este sentido toda obra verdadera refleja de una manera indirecta una moral, en tanto que la visión de la realidad que nos propone nos obliga a contemplar a ésta de acuerdo con la concepción del mundo que la ha hecho posible (García Ponce 1964a: 4).
Desde esa perspectiva el arte sería más que realidad porque es una interpretación de la realidad por parte del artista que se proyecta a ella, sustituyéndola por la obra, es decir, la creación de un mito. Así, para García Ponce la obra de arte es considerada como un “lugar de encuentro, encuentro consigo mismo, con sus obsesiones, su necesidad de cambiar las cosas o de aceptarlas, sus nostalgias, sus manías y aún sus mentiras. En ella, el artista vive verdaderamente; halla su propia realidad, su ámbito natural, aquel en el que la imaginación es siempre acción, en el que la verdad puede ser mentira y la mentira convertirse en verdad” (García Ponce 1964b: 4).
Pero si se ve con detalle, y ante esa singularización de la experiencia como forma que opera en la obra de arte, la lógica depende sólo de ella y en ese sentido siempre es verdadera y libre. Así, la obra depende plenamente del artista y ésta de él, o para ponerlo en otras palabras, el artista únicamente puede ser libre a través de su obra y ella sólo puede ser libre si éste lo es. Esa creación sería la creación de un mundo. Pero sólo es a través de ese mundo que se puede tener acceso al mundo porque “dentro de las obras de arte más personales, nutridas por las obsesiones más particulares, siempre es posible encontrar una verdad general, colectiva, que de alguna manera nos revela nuestra propia imagen, regresa a la realidad para aclarárnosla descubriendo sus aspectos más secretos. Así, el mito se hace verdadero y nos pertenece a todos” (García Ponce 1964b: 4).
Ahora bien, a partir de esas consideraciones, la única manera de concebir una obra verdadera y libre al mismo tiempo es pensarla como autónoma, que hable por sí misma y que su sentido esté autodeterminado; no porque la subjetividad del artista desaparezca, sino que su realización únicamente es posible a través de la apariencia de la obra, permitiéndole actuar sola. Sin embargo, lo importante de la subjetividad del artista es que permite que la obra sea así de singular porque la realidad no puede ser objetivada de otra manera. García Ponce va a decir que:
la pintura que nos habla por sí misma, aquella en la que el artista ha desaparecido no porque se oculte detrás de las incidencias de la obra sino porque consigue que su tarea consista en dejarla actuar sola, haciendo objetiva la subjetividad y creando su verdadero lenguaje plástico en el que la crítica y el comentario están ausentes, es un caso excepcional. Quizá la realidad contemporánea es demasiado compleja y el intento de apresarla en términos objetivos, sin que la conciencia del sujeto aparezca como medio regulador, tropieza con barreras casi infranqueables (García Ponce 1964c: 7).
Las consecuencias de esas consideraciones son importantes, sobre todo si se piensa en la tensión que una obra de arte puede llegar a producir. Cabe hacerse las siguientes preguntas: si la obra es producto de esa singularización subjetiva, cómo es que podríamos entenderla, qué la precondiciona y cómo podríamos hablar de ella si siempre aparecería como nueva en la medida en que siempre es producto de una experiencia nueva y diferente. Desde ese horizonte, se puede entender que para García Ponce toda obra de arte es siempre una separación de la tradición tanto histórica como crítica, y por eso cada obra sólo se puede entender bajo sus propias condiciones particulares o, para ponerlo en otros términos, de forma negativa.8
Recapitulemos un poco y digamos que la obra de arte para García Ponce es producto de una proyección de la subjetividad en la realidad que se concreta en una forma artística específica. Esa obra, que sólo se puede entender como superficie pictórica, lo único que hace es esconder lo que el yucateco llama “la nada radical”. Así, en la medida en que siempre es lugar de encuentro entre la realidad y el artista, la obra de arte siempre operará como una crítica a esa realidad a la que pertenece, pero de la que también se separa. En un texto sobre Gironella, el escritor trata esa tensión que me gustaría citar en extenso:
El artista contemporáneo se ha encontrado ante una situación que lo obliga a realizar su obra como revisión crítica, además de como esfuerzo de creación. Separado de una sociedad en la que no cree, pero unido a una tradición de la que no puede prescindir, en tanto su obra es en gran parte el resultado de ésta, si quiere que su expresión sea legítima tiene que realizar una doble operación: por un lado buscar la objetivación que es indispensable en la obra; por otro, permitir y buscar la aparición de la conciencia crítica subjetiva que vulnera la pureza de la obra, separándola de la realidad social, convirtiéndola en un comentario consciente, para poder ejercer esa libertad de la negación. Obligado de este modo a representar el único absoluto, el arte tiene que imponerse sus propias reglas, tiene que convertirse en una verdadera abstracción, referida tan solo a sí misma para poder seguir actuando en el campo de la libertad ―la libertad crítica― en vez de ponerse al servicio de la enajenación; tiene que convertirse en un destructor de la cultura establecida para poder servir en verdad a la cultura. El artista ama y odia al mismo tiempo la tradición […]. Pero de la negación nace un nuevo orden. El impulso destructor se racionaliza, se hace constructivo, crea sus propias reglas y negando la pintura la hace posible otra vez. Para llegar a ella, necesitamos tal vez tener conciencia de esa actitud crítica en el sentido de que para destruir la tradición hay que conocerla y sobre todo vivirla. Tal es la condición trágica y desesperada de este arte; un producto de su propia lucidez. Pero también poco a poco, aparecen en él los nuevos símbolos. Si como se ha dicho, el escándalo, la necesidad del shock, es un elemento indispensable del arte contemporáneo, por la misma exigencia de ofender a una sociedad de la que se ha separado, pero que se siente depositaria de la herencia cultural, también lo es que más allá de éste, el orden que representa y al que aspira reaparece siempre al final para entregarnos dentro de su mundo mágico la imagen de la verdad, la de las aspiraciones más secretas el hombre, tal como obligan a representar las exigencias de la época (García Ponce 1964d: 6; cursivas del original).
En su afán por separarse de la tradición, lo único que le queda al arte es constituir una nueva, fundar un mito, volverse clásica. Así es como se puede entender la relación entre la producción de la obra y estado de shock que toda obra de arte debería producir, es decir, una destrucción y al mismo tiempo una creación. Entre otras cosas, es por ello que a García Ponce le parece más que pertinente la exposición Confrontación 66, ya que generó ese estado de shock en la cultura mexicana.
Ahora bien, y para regresar al tema de la crítica, ¿cómo se puede hablar entonces de una obra de arte que a la vez que se vincula a la tradición se separa de ella? ¿Cómo se puede escribir sobre una obra de arte y cómo se podría considerar el texto crítico? Recordemos que en 1960 García Ponce ya establecía una separación importante entre “el público” y “el crítico” porque para él, en su condición de libertad y de forma libre, una obra de arte no puede ser entendida por todos o, mejor dicho, no todo “el público” tendría acceso a su sentido haciendo del arte un producto que se separa de “las masas”. En ese entonces, García Ponce proponía:
El arte no tiene ni ha tenido ni tiene porqué tener la trascendencia social que tratan de otorgarle los exaltados voceadores del arte para el pueblo. Su trascendencia no es tan definitiva como para implicar una disminución vital en quien no sea capaz de gozar de él. El pueblo tiene derecho a gozar de él: pero la obligación de sus conductores no es rebajar el arte al nivel del pueblo sino subir a éste hasta aquél (García Ponce 1959: 7).
Esa idea se va a aclarar mucho más en su texto “El arte y el público” de 1968, si bien ya atravesaba muchos otros textos que se recopilaron en Cruce de caminos de 1965, y se retomaron posteriormente en “La aparición de lo invisible” de 1968. Como ya lo señalé, el texto El arte y el público está escrito en la misma dirección que el texto de 1960 y procura argumentar que el arte abstracto del presente sólo es accesible para “unos cuantos que son los que pueden participar de su sentido” (García Ponce 1968a: 20). Pero esa afirmación únicamente se puede entender en función de las nociones de libertad y de forma, que son las que en el fondo sostienen su definición de arte. El texto es muy sugestivo porque desde el principio va a negar la necesidad de que el arte necesite de un público para su legitimación como arte porque
el papel del público en relación con el fenómeno de la creación artística en su estado más puro, o si se prefiere en su estado ideal, es absolutamente nulo. La obra de arte es propiedad exclusiva de su creador, quien la produce como una respuesta interior a determinados estímulos y basándose en el carácter autosuficiente de su creación, puede perfectamente guardársela para sí mismo sin que esta acción suponga un demérito para la obra en sí (García Ponce 1968a: 3).
Sin embargo también reconoce que esa apreciación es insostenible porque a pesar de que la obra de arte es producto de esa libertad del artista, en la obra también se encuentra un impulso de perpetuación y de comunicación “que psicológicamente es imposible separar de la obra misma” (3).
El problema que plantea García Ponce es interesante porque da por sentado que la obra de arte es libre, secular, que siempre es histórica, y que su forma depende precisamente de su voluntad. Considerando que la forma de una obra de arte siempre es libre y que se manifiesta históricamente, justifica el arte contemporáneo (la pintura abstracta) como una “manifestación histórica del individualismo”, que es lo que correspondería a esa época caótica.
Ese argumento le sirve para decir que la obra de arte ya no depende de una separación de los estilos (como lo hacía Worringer y en ese punto sigue a Samuel Ramos),9 más bien lo que le interesa, para poder entender la relación entre el arte y el público, “no es la característica de abstracto o naturalista o figurativo, si preferimos llamarlo así, la que determina exclusivamente el juego de relaciones entre arte y público sino algo mucho más importante, relativo a la esencia misma de la creación artística en general, y que está por encima de cualquier diferencia de estilos” (García Ponce 1968a: 7).
Ahora bien, para García Ponce hay que considerar a la obra de arte como un medio que puede llevarnos a la contemplación creadora de la verdad y en esos términos la función de la obra es permitir esa contemplación. Pero entonces ¿quién puede contemplar? La respuesta es alguien que “crea” en el arte o “que se deje convencer”, y no todos están dispuestos a ello. Sólo unos pocos pueden ver lo que ocurre con esas formas y emitir juicios al respecto, es decir, el arte no está hecho para eso que se conoce como “público” sino únicamente para la vista de un espectador comprometido.
Para poder llegar a esa afirmación, García Ponce primero define lo que entiende por público,10 que identifica como un fenómeno “de nuestra época”. ¿Por qué hay que considerar al público? Precisamente porque el público tiene un poder determinado, una especie de fuerza secreta que nos induce a hablar con respeto y temor, es decir, tiene autoridad. Ahora bien, esa fuerza sólo puede encontrarse examinado las estructuras sociales que han favorecido o fomentado la creación del público, que para García Ponce descansan sobre dos factores: “por un lado, el público es esencialmente el consumidor, un elemento indispensable en una sociedad organizada sobre el intercambio entre oferta y demanda, entre producción y consumo; por otro, en un sentido más oscuro y quizá también más profundo, el público representa también el elemento positivo susceptible de ser utilizado para los fines más disímbolos como una fuerza activa en determinado momento” (1968a: 10), es decir, se identifica con el de masa.
Ahora bien, García Ponce nota que para ese momento hay una separación entre arte y público y que el público en general rechaza al arte contemporáneo, además de que pretende negarle su condición artística, pues para muchos es una tomadura de pelo, un engaño. Pero ante esas declaraciones, se podría decir que:
todo arte es una ilusión, un artificio que construye el artista como respuesta a la realidad para revelarnos algo a través de él. Pero que indudablemente exige que estemos dispuestos a creer en él para poder realizar su cometido. Y si repasamos brevemente la historia de las relaciones del artista con el público, veremos en seguida que durante mucho tiempo se le ha considerado precisamente como una especie de mago, alguien por cuya boca hablan los dioses y que se parecía a ellos por su capacidad de crear. Así, por un lado tenemos derecho a exigirle que nos convenza con sus obras, por otro es indudable que nosotros debemos estar dispuestos a dejarnos convencer (García Ponce 1968a: 12).
Sin embargo, ese proceso de “creencia”11 al cual apela García Ponce no tiene lugar con una gran parte del público y no llega a realizarse produciendo así esa separación que a la vez pone al arte en una disyuntiva: o sigue las demandas del público o se mantiene fiel a sí mismo. Como se puede suponer, para García Ponce el arte se mantiene fiel a sí mismo (libre) sin tener en cuenta al gran público que está mucho más acostumbrado a un arte figurativo y que está educado bajo esa premisa. Así, se le hacen al arte falsas exigencias, pidiéndole que responda a atributos que no son verdaderamente los suyos porque su papel nunca ha sido representar la naturaleza sino expresar fuerzas espirituales que hieren la imaginación del espectador. “Todo el que crea en la verdad del arte contemporáneo tiene que colocarse forzosamente al público y darle la razón a aquél ante el rechazo de éste, con la esperanza de que algún día el arte llegue a ser comprendido por el peso de las mismas obras” (García Ponce 1968a: 12).
Así, para García Ponce, quien sigue de nuevo a Worringer en este punto, el arte debería apelar a la “dictadura del productor frente al consumidor” (García Ponce 1968a: 12), ya que su más fuerte justificación es la necesidad del artista de ser fiel al espíritu. De esa manera aparece una de las declaraciones más polémicas del crítico: el verdadero arte, en realidad, no necesita al público, si por él vamos a entender no al espectador aislado, dispuesto a ponerse en comunicación con él y a buscar la verdad en su contemplación, sino a la masa anónima que pretende imponer la voluntad del consumidor.
Justamente ese “espectador aislado” es al que se refiere García Ponce cuando habla del crítico de arte, porque en principio, para poder ser crítico, se necesita “creer” en el arte, “dejarse convencer”, es decir, permitir una relación con las formas que la obra propone. De esa manera el crítico de arte sólo hablaría de las obras que generan esa relación como una exaltación de la sensibilidad. Si esa relación no se produce, no se puede hablar ni escribir sobre ello. Es por eso que García Ponce sólo escribió acerca de los artistas y las obras que le llamaban la atención de forma particular, y no escribía negativamente de las obras que no establecían una relación con él. ¿Cómo sería posible ello, si el arte que no produce ninguna relación a través de su forma no produce sentido?
Precisamente el texto crítico que se produce es una singularización del sentido de la obra, no su interpretación definitiva, como ya lo había señalado antes. El texto crítico es, a su vez, la singularización de la mirada y de la experiencia del crítico “en” la obra, es decir, es la observación la que otorga un sentido.12 La obra de arte se convierte así en un territorio de encuentro en la que el crítico proyecta su subjetividad y puede así encontrar su sentido. Lo que se puede ver en la obra ―y es lo que genera el texto crítico― es esa coincidencia de miradas a la que hacía referencia: la del artista con la realidad y la de su propio ser a través de la obra, así como la del crítico que observa esa realidad de la obra, pero también su propia realidad como experiencia individual: el arte no podría ser nada si en principio no es reconocimiento del sujeto que ve.13
Uno de los textos que describe todo ello es Nueve pintores mexicanos,14 en el que la idea de esa particularización de la experiencia se conjuga con otra fundamental: la idea de ruptura, que tiene que ver con esas continuidades y discontinuidades provocadas por una obra (forma) de arte libre. El comienzo del prólogo del libro es particularmente sugerente:
El espíritu que anima este libro no es el de la justicia, sino el del gusto. Quiere ser el resultado de una elección libre, que no admite otras consideraciones que las de la pasión despertada en el escritor por las obras de unos cuantos pintores que trabajan en México. Antes que nada aspira, por tanto, a entablar un diálogo con esas obras. En la selección no se ha buscado en ningún momento conseguir un equilibrio entre las distintas tendencias ni encontrar acomodo para representantes de cada una de ellas. Por eso no está referida a la historia de nuestra cultura, sino a la de nuestro arte, que aparece vivo y cambiante en los cuadros de estos nueve pintores mexicanos. En ningún momento he tratado de buscar una explicación para las distintas formas que toma ese arte en los antecedentes plásticos que lo determinan, tanto dentro de la historia de la pintura mexicana como dentro de la pintura a secas, aunque sin duda, esta tarea podría realizarse con justicia. Mi intención ha sido centrarme en la realidad única de las obras, porque ésta es la que me interesa fundamentalmente. Dejo a la misma historia del arte y sus intérpretes la tarea de inscribirlas dentro de un contexto más amplio, pero que también generaliza la realidad de esas obras. Lo que a mí me interesa, en esta ocasión al menos, es su individualidad (García Ponce 2006: 29-30).
Las precisiones que se hacen en este párrafo son fundamentales porque, como se puede ver, hay una correspondencia entre la libertad del juicio con la de las obras sobre las que se escribe, por lo que, así, se exalta tanto la individualidad del crítico como la del artista, lo cual tiene que ver con la singularización de la experiencia del mundo, que siempre es parcial. Eso únicamente se puede realizar por la doble vía que se describe en ese párrafo: en primer lugar la obra debe “despertar una pasión” a los ojos del crítico, es decir, generar una sensibilidad que sólo le corresponde a él; por otro lado, esa sensibilidad debe “producir un diálogo”, porque en la misma medida en que la obra da, yo también tengo que poner de mi parte, “comprometerme” con ella. De esa manera, la obra, o lo que ella puede ofrecer, no está sola, sino que hace parte importante de las vivencias del crítico, quien se siente aludido por su presencia y termina escribiendo sobre esa experiencia con la obra y las operaciones de la pintura.
Ahora bien, esa presencia no puede estar condicionada ni por la historia de la cultura ni por la historia del arte aunque, como el mismo autor recuerda, éstas podrían ayudar a iluminar de otra forma la interpretación de esas pinturas. Pero más allá de eso, lo que le interesa es, precisamente, “la realidad única de las obras”, es decir, su carácter único de realidad autocontenida, pues considera las obras siempre desde su individualidad y no desde su continuidad. Para García Ponce, lo que producen esas obras no es una experiencia de continuidad sino de ruptura, que señala sus diferencias específicas y no sus similitudes: “Mediante este sistema espero que sus obras aparezcan en toda su pureza como lo que son: afirmaciones individuales. Creo que el único carácter común de esas obras se encuentra en la voluntad expresa de que se les reconozca, y si es posible, se les ame, por la realidad misma que encierran y presentan” (García Ponce 2006: 31).
Lo que se plantea en la relación entre experiencia individual libre y la singularidad libre de la obra no es una continuidad sino una ruptura y, en ese sentido, la forma del juicio de esas obras se encuentra por fuera de la historia. Por supuesto que el yucateco reconoce que esas obras tienen lazos culturales y tradicionales que las atan, pero lo que las particulariza no es eso sino que
la diferencia entre el artista contemporáneo y el artista de otras épocas se encuentra precisamente en que no son la cultura ni la tradición las que ofrecen una posibilidad de continuidad, sino la conciencia de su historia y la necesidad de romper con ella para seguir haciéndola posible. Sólo así la tradición podrá seguir viva, en vez de convertirse en un objeto muerto, cerrado en sí mismo. Por esto toda la deuda con el pasado sólo es válida cuando se expresa como un rompimiento que hace posible el presente y se abre a un posible futuro hecho de nuevos rompimientos individuales (García Ponce 2006: 91).
Esa “tradición de la ruptura” (91) es fundamental para entender el juicio crítico que le interesa a García Ponce, pues sintetiza una gran parte de su pensamiento, en la que entra en juego una concepción y una conciencia de la modernidad para pensar en su relevo. Lo que hace la pintura moderna abstracta mexicana es poner en crisis la modernidad mexicana en la medida en que pone en juego a un nuevo sujeto que aparecería a través de ella como relación entre libertades a través del juego de miradas que ya había señalado.
En ese sentido, el texto crítico hace evidente el relevo de la modernidad mexicana, que ya no puede ser entendida como colectividad sin más, sino más bien como experiencia singular que genera un relevo en esa colectividad. García Ponce es hábil al describir ese tránsito de la particularidad a la colectividad porque lo que el texto crítico produce es un sentido de esa obra que se generaliza a través de éste, y no un sentido colectivo que hay que trasmitir a través de las obras. Así, sólo el texto crítico es la evidencia de que la obra ha tenido lugar como relación entre miradas. Es la evidencia de que la obra de arte puede ser colectiva únicamente desde esa particularidad. La crítica de arte es para García Ponce también una operación de ruptura.15