II. Lectura gnóstica
Porque yo soy el principio y el fin.
El trueno. Tratado Gnóstico
El argumento de Muerte sin fin es de carácter mitológico. Aborda la creación del universo hasta su paulatina destrucción; indaga la vivificación del hombre por medio del soplo divino e introduce figuras como dios, el diablo y el demiurgo. No obstante, no sigue el orden prototípico de las narraciones mitológicas, las cuales comienzan, casi siempre, con la creación del universo, continúan con la creación del hombre o de las cosas, para llegar finalmente a una destrucción o fin de los tiempos. En términos más o menos teológicos, se puede hablar de una cosmogonía, una antropogonía y finalmente de una escatología. Lo que distingue a Muerte sin fin es que Gorostiza subvierte ese orden -intuyo que se debe a una ruptura con la tradición- y comienza con la antropogonía; pone al hombre en el centro del poema cosmogónico, no se centra en el demiurgo o en el dios creador, sino que el drama de la creación gira en torno al hombre.
Las lecturas del poema que más se aproximan a mi propuesta son las expuestas en dos valiosos artículos: el antes mencionado de Mónica Mansour, “Gorostiza y la cábala” (publicado por primera vez en 2010 y ampliado en 2015), y otro, de Alberto Pérez-Amador Adam, “El triunfo del demiurgo” (del año 2000 y dedicado en parte a la presencia del gnosticismo en el poema de Gorostiza). Ambos coinciden en diversos puntos, pues la primera parte de “El triunfo del demiurgo” se dedica enteramente a la cábala. Sus fuentes son muy similares: ambos citan extensamente a Gershom Scholem, autoridad en lo relativo al misticismo judío, y a Jean Marquèse Rivière, autor de una Historia de las doctrinas esotéricas. En sus análisis del poema, nunca cotejan pasajes específicos ni los comparan con fuentes directas (Mansour cita algunas, pero sólo a través del libro de Marquèse), cosa indispensable para saber si hay en verdad correspondencias. Aquí propongo una lectura comparada principalmente con los textos gnósticos de Nag Hammadi descubiertos en 1945.
Muerte sin fin consta de diez cantos que desarrollan distintos temas en torno a diferentes metáforas asociadas al simbolismo del vaso y del agua, sugiriendo la unión y la separación de la materia y la forma. La repetición de ciertos versos a lo largo de los cantos hace pensar que éstos se comunican entre sí y que no es posible entender cada uno de manera aislada, sino como una totalidad donde se relacionan unos con otros, como partes de un mismo poema. Tanto Mansour (2015: 81) como Pérez-Amador (192) afirman que la numerología del poema, es decir, las diez partes en que está dividido, es fundamental, pues en la cábala el número diez representa el número de emanaciones de la divinidad -conocidas como Sefirot o esferas-. Hay que señalar, sin embargo, que el gnosticismo surgió antes de la cábala; los papiros de Nag Hammadi datan del siglo III de nuestra era, mientras que el surgimiento de la cábala y su desarrollo se fecha alrededor de siglo XIII.7 Por ello mismo, se sospecha que en algún momento hubo una incorporación de ideas gnósticas en la mística judía o, al menos, es posible afirmar que hay una semejanza estructural entre ambas doctrinas
con independencia de cuán raras sean las referencias a los mitos gnósticos en los textos [cabalísticos] existentes, o las especulaciones abstractas sobre los eones y sus mutuas relaciones, algunas características fundamentales del gnosticismo son congruentes con el tipo de misticismo que encontramos en los escritos de la Merkabá [esto es, la mística judía] (Scholem 2001: 41).
Por estos motivos, la numerología me parece también congruente con el gnosticismo. Así, el número diez sugiere la simetría del poema, número perfectamente divisible en dos partes, las cuales se corresponden en su forma y en sus temas. El canto I concuerda con el VI; el V con el X (la misma simetría existe entre II y VII; III y VIII; IV y IX), lo cual queda manifiesto al ver que el fin de la primera parte, como el de la segunda, es anunciado por una cancioncilla y, justamente anterior a las cancioncillas, los cantos IV y IX terminan con un verso idéntico: “¡Aleluya, Aleluya!”. Dicha simetría y correspondencia las ha observado Beatriz Garza Cuarón, quien apunta que el poema se puede dividir en “dos grandes partes” y éstas en “diez secciones” (cinco y cinco). La “primera parte constituye la construcción del dilema y se realiza como un discurso progresivo, y la segunda, su destrucción a través de un discurso regresivo” (86).8 La estructura hace parecer que estamos ante un poema-espejo, un juego de metáforas reflejadas: “como un espejo del revés, opaco, / que al consultar la hondura de la imagen / le arrancara otro espejo por respuesta” (vv. 147-149),9 apunta Gorostiza en el canto III.
La estructura total del poema sugiere una dualidad, la cual advierte que muchos de los temas tratados serán justamente eso: un juego de reflejos y respuestas duales en la perfecta simetría de Muerte sin fin. Lo asombroso es que un tratado gnóstico llamado Zostrino contiene unas líneas muy similares a los versos del poema: “El arconte vio un reflejo, y por el reflejo que vio creó el mundo. Mediante un reflejo de un reflejo obró, produciendo el mundo” (Zostrino: 10).10 El motivo que se repite a lo largo de Muerte sin fin11 supone una dualidad desde el principio: oposición entre materia y forma, entre lo divino y lo humano, entre las apariencias y la realidad; más aún, la imagen del vaso y el agua refiere a esa larga especulación filosófica entre lo físico y lo metafísico, entre el cuerpo y el alma. Este dualismo simétrico, que combatió Plotino, queda manifiesto en varios de los tratados gnósticos en los que se establece una tajante división entre el cuerpo y el alma, la forma y la materia. Tal hecho se hace notorio en un texto, Truena, mente perfecta, donde la constitución de la divinidad se define a través de oposiciones: “Porque yo soy el principio y el fin” o “Soy la honrada y la escarnecida” y más claramente “Soy la puta y la santa” (Pagels: 16).
Una línea general de convergencia entre los diferentes tratados gnósticos es la cosmogonía, que, en términos generales, puede resumirse como la creación del mundo por parte de un ser malvado. A diferencia de las muchas cosmogonías, los gnósticos advierten la existencia de un proceso de degradación de la divinidad antes de la creación del mundo. Este postulado gnóstico es innovador y resulta fundamental para todo su sistema religioso. El autor del tratado Sobre el origen del mundo apunta: “Puesto que todos, tanto dioses del mundo como seres humanos dicen: ‘Nada existe antes del caos’, voy a demostrar que todos se equivocan al ignorar la composición del caos y su raíz” (97). De la “sombra” emanada del sumo trascendente, surgió el caos:
Entonces la sombra se percató de que había alguien más poderoso que ella y tuvo envidia. Esta envidia resultó ser un aborto carente de espíritu […] Desde este momento se manifestó una substancia de agua y lo que había fluido dentro de ella se desparramó manifestándose en el caos […] De esta manera la materia vino a existir a partir de la sombra. Era, efectivamente, una oscuridad infinita y un agua sin límites (Sobre el origen del mundo: 99).
En el canto III de Muerte sin fin tiene lugar la creación del mundo. Como en los gnósticos, es posible encontrar un proceso que antecede a la creación. Resulta curiosa la apertura del canto: “Pero en las zonas ínfimas del ojo / no ocurre nada” (vv. 130-131), que alude a las regiones más bajas, a lo inferior, ahí donde la materia vino a existir, a ese lugar donde el ojo de dios apenas puede observarse a sí mismo, y donde -afirman los gnósticos- surgió el caos. Antes de la creación, ya existía una definición de lo superior y lo inferior. Ambos vocablos son fundamentales y la cosmovisión gnóstica es inexplicable sin ellos. Esto se debe a lo que los historiadores de las religiones llaman la “caída pleromática”: el proceso de degradación de la divinidad hacia lo inferior, el descenso de lo divino hasta la materia. En el tratado Apócrifo de Juan, se explica ese proceso a través de las diversas emanaciones de la divinidad, de las generaciones o expansiones de ésta, como una cadena de eslabones que van descendiendo de la plenitud. La redacción de ese texto es la de un libro visionario: Juan asciende a la divinidad para recibir la revelación y luego narra su experiencia. Sobre el “sumo trascendente” dice: “Es luz inconmensurable […], es absolutamente inexpresable […]; no ha sido determinado por el tiempo […]; este ser se contempla en su pura propia luz”. Y luego, afirma: “Es un eón principio de eón” (Apócrifo de Juan: 3-4). En esta misma dirección, se puede leer en Muerte sin fin:
Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
-ay, hermano Francisco
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres -antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo-
de mí y de Él y de nosotros tres
Esa luz a la que alude es la plenitud en la que se recrean las presencias en sí mismas, en la ingenuidad de dios, en una ausencia de acción asociada a la impersonalidad de “todos los pronombres”, pues dentro de ese sumo trascendente no se distingue entre el yo, el Él o el nosotros, pues son “un disfrutar en corro de presencias” fundidas en dios, por ello resultan “turbios” al estar separados, discontinuos. De aquí la irónica referencia a la trinidad cristiana: “¡siempre tres!”, que para los gnósticos no es tal. Vale la pena decir que, a lo largo de Muerte sin fin, hay un pesimismo mezclado con ironía que en muchas ocasiones se da a partir de las referencias bíblicas. Esta ironía el poeta la maneja con sutileza, muchas veces, a partir de referencias al cristianismo, como esta evocación de san Francisco, “cantor ingenuo de la bondad, la gloria y el esplendor de la creación” (Cantú: 102); ingenuo porque el mundo creado está, más bien, corrompido por la maldad y tal esplendor más bien es oscuridad.
Todo esto, que precede a la creación del universo, se evidencia en uno de los versos más enigmáticos de Muerte sin fin, que según Miguel Capistrán alude a Jorge Cuesta,12 otro poeta hermético y de quien se ha señalado su lucidez diabólica, su “inteligencia, soledad en llamas” (v. 255). Ese verso adquiere otro sentido en este contexto, tal vez no excluyente pero sí complementario; abre una vía distinta de interpretación, si pensamos que esa “Inteligencia” con mayúscula que apostrofa Gorostiza está en los gnósticos. En el tratado que recién mencioné, el Apócrifo de Juan, hay un apartado sobre la Inteligencia que dice: “Ésta es la potencia que existe antes de todos ellos, que procedió del pensamiento de aquél, la suprema Inteligencia del todo, luz semejanza de luz, potencia perfecta, imagen del espíritu invisible” (4). El tratado concluye con todo un himno dedicado a la “suprema Inteligencia”, una cualidad o un modo del “sumo trascendente”:
Yo suprema Inteligencia perfecta del todo, me transformo en mi simiente. Preexisto y voy por todos los caminos. Yo soy la abundancia de luz, el pensamiento del Pleroma [...] Quien me oiga que se levante del sueño profundo [...] Yo soy la Inteligencia suprema de la pura luz [que] evita el sueño profundo y el lugar abismal del infierno (Apócrifo de Juan: 30-31).
La similitud de este fragmento con Muerte sin fin se hace manifiesta en los epígrafes que abren el poema de Gorostiza, los cuales provienen del libro Proverbios. Aquí cobran todo su significado al entrar en diálogo con el himno a la Inteligencia; cuando se lee el primero, distinguimos de inmediato la voz que enuncia esas palabras: “Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza”. En su contexto bíblico, los proverbios son dichos por la Sabiduría; en Muerte sin fin, la voz es nada menos que la de la Inteligencia divina. Ésta se revela como consejera del Pleroma, es decir, como su pensamiento. El siguiente epígrafe dice: “Con él [con Dios] estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia todos los días, teniendo solaz delante de él en todo tiempo”. La expansión de los eones libres de pecado y de la “envidia” supone la perfección, la felicidad, el “solaz”, la “delicia”; la Inteligencia y la totalidad son una y la misma cosa. Por eso la sentencia del último epígrafe es contundente: “Mas el que peca contra mí defrauda su alma; todos los que me aborrecen aman la muerte”.13 Así, los tres epígrafes serían una introducción al canto IV que abre con este enigmático verso: “¡Oh inteligencia, soledad en llamas, / que todo lo concibe sin crearlo!” (vv. 255-256). A diferencia del dios del Antiguo Testamento, la Inteligencia es aquello que no sueña, ni crea, ni infunde el “soplo” de la vida al hombre primordial; se contenta con sólo concebir, sin crear; sólo se recrea en el Pleroma, en Él, “inmaculada” (como se lee en el Apócrifo de Juan), puesto que el Dios verdadero no crearía un mundo defectuoso como el que habitamos. De aquí que el “amoroso temor” apunte a la “materia” (v. 267) desperdiciada, carente de divinidad, engendrada en la sombra y vertida en el caos, lo cual conlleva a que las criaturas y las emanaciones paguen por el pecado de la creación. Por ello, la Inteligencia proclama: “el que peca contra mí defrauda su alma; todos los que me aborrecen aman la muerte”, e inmediatamente exclama “un grito de júbilo sobre la muerte” (v. 269), pues ésta no existe y por tanto el sufrimiento del hombre no es tal.
A causa de la envidia, en las zonas ínfimas del cosmos, “se manifestó en primer lugar un arconte salido de las aguas, parecido a un león y andrógino, poseedor de un gran poder”, y “desde ese día se manifestó el principio del lenguaje, que alcanzó a los dioses, a los ángeles y a los hombres”, lo cual hizo posible que “aquel ser carente de espíritu se configurara como una semejanza y que señoreara sobre la materia y todas sus potencias” (Sobre el origen: 99). “Y comenzó el gran Demonio a producir eones sobre el modelo de los eones reales, los producía, sin embargo, por su poder solo” (Pensamiento trimorfo: 40). Este dios pecador aparece en el canto III de Muerte sin fin, en el momento de la creación del universo, cuyas cualidades perversas son enunciadas, pues, a diferencia de la Inteligencia, decide crear el mundo y participar de la materia. De aquí que Gorostiza llame irónicamente a la inteligencia “dios estéril” (v. 286) y le dé al creador varias características negativas: “Mirad con qué pueril austeridad graciosa”, “oscuramente”, “distribuye los mundos en el caos” (vv. 150-151). Gorostiza dibuja la figura de un niño poderoso, un dios que no hace otra cosa sino jugar con su poder y la creación resulta un mero “juego” con “cintas de sorpresas” (v. 157), conforme a la idea gnóstica de un demiurgo que distribuye “eones sobre el modelo de los eones reales” (Pensamiento trimorfo: 40). La vida y la muerte son un ciclo interminable, como una “planta” que vuelve a su “semilla” para nacer y morir indefinidamente “planta-semilla-planta” (v. 160). El mundo material es tan irreal como el sueño, y la creación sucede en el sueño del demiurgo:
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de mañana (vv. 143-47).
Al ser una con el Pleroma, la Inteligencia “evita el sueño profundo y el lugar abismal del infierno” (Apócrifo de Juan: 31), pues el sueño del demiurgo de Muerte sin fin es un infierno para las criaturas que lo habitan: el universo creado de la materia defectuosa supone un ciclo vida-muerte inevitable y el ser humano vive consciente de ello, de una muerte constante, mors continua, que no cesa y continúa consumiendo todo lo viviente. Mientras las criaturas viven, están sujetas a los dolores del mundo.
La creación finaliza después de una ola de ritmos y explosiones. El demiurgo “dispara cielo arriba, / desde el mar, / el tiro prodigioso de la carne” (vv. 166-168), y “estalla en él como un cohete”, como “pólvora de plumas” (vv. 172, 174). Orgulloso, “presume, pues, su término inminente” (v. 218). La creación está consumada y Gorostiza recurre nuevamente al Génesis bíblico cuando menciona las “camisas flojas” del trabajador acalorado o “su domingo de gracia” (vv. 222-223) para aludir al descanso del demiurgo, quien se retira a dormir y en su mismo sueño “nada ocurre”, pues la misma creación es una imagen virtual, una ilusión, un reflejo de acciones, una imagen falsa, como se advierte en el Pensamiento trimorfo: “Y comenzó el gran Demonio a producir eones sobre el modelo de los eones reales, los producía, sin embargo, por su poder solo” (40).
La caracterización del dios falso de Muerte sin fin corresponde a la de los textos gnósticos. Esto queda manifiesto en el canto VII, cuando se le describe como a una “imagen de una deserción nefasta” (v. 388) y a continuación se alude a él de este modo:
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose (
vv. 403-411).
El demiurgo es un “desertor” de aquel Pleroma que representa la totalidad de la creación; desertor debido a la envidia que lo consume y a su reflejo “ególatra”: sólo se reconoce a sí mismo, no escucha a nadie más, debido al “incisivo clamor de su sordera”. La metáfora del espejo remite al mito griego de Narciso, egoísmo puro que sólo se observa a sí mismo, sin importarle amordazar a sus criaturas. En el Apócrifo de Juan, una vez terminada la creación, el demiurgo exclama: “Yo soy un dios celoso y no hay otro fuera de mí”, y “diciendo esto indicaba a los ángeles que lo rodeaban que había otro Dios, pues si no había otro, ¿de qué estaría celoso?” (13). Y otro texto confirma la visión del demiurgo como ser egoísta: “Veía su propia grandeza; en realidad, se veía únicamente a sí mismo y no a otra cosa, fuera del agua y la oscuridad” (Sobre el origen: 100).
De aquí que el canto IV se cierre en el momento exacto que precede a la creación del hombre: “en la orilla letal de la palabra / y en la inminencia misma de la sangre” con dos “¡aleluya, aleluya!” (vv. 299-301) que suponen la celebración de la no-creación. Por eso el “¡Aleluya, aleluya!” es un grito de júbilo y una referencia irónica a la creación del dios Jehová. Recordemos que la palabra proviene del hebreo hallelu yah, ‘alabad a Yah’, es decir, a Yavhé, al demiurgo, al falso dios. No son casuales las constantes alusiones al Antiguo Testamento, sutiles pero contundentes a lo largo del poema. Muerte sin fin propone una interpretación del texto canónico, una lectura gnóstica, si se quiere. En el Tratado tripartita, se dice que los judíos, “al interpretarlas [las escrituras], han creado muchas ficciones que subsisten hasta el presente” (12). De este modo, podemos advertir que tanto Gorostiza como los gnósticos cuestionan -unos doctamente y el otro con ironía- el Antiguo Testamento.
El canto I abre con los versos “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis / por un dios inasible que me ahoga” (vv. 1-2): el hombre se descubre a sí mismo creado en el mundo de la materia, en el “lodo” por el que intenta “andar a tientas”: lanzado al mundo, “derramado” (v. 7), incrustado en la existencia, limitado por el tiempo y el espacio, ya que no pertenece al Pleroma infinito y eterno y ha sido credo por un “dios inasible” que lo sofo ca, un dios nada menos que “mentido” (v. 3), falso. Así, en la hipálage: “me descubro / en la imagen atónita del agua” (vv. 8-9) (donde el hombre es el atónito, pero la cualidad se le atribuye a la imagen del agua), comienza la larga analogía del vaso y el líquido, el dios y la criatura. Tal unión sugiere la toma de conciencia, momento crucial de reconocimiento del hombre:
No obstante -oh paradoja- constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña (
vv. 20-25).
La relación del agua y el vaso es análoga a la de la materia y la forma, más aún si pensamos en el poema como creación, como proceso de representación. Y a ellos se suman los conceptos de cuerpo y alma, produciendo una correspondencia en tres niveles análogos: agua, materia y alma corresponden a vaso, forma y cuerpo. Este fragmento refiere la constitución humana; el vaso da forma al agua, el alma se establece en el cuerpo. Y como el cuerpo es materia defectuosa, está destinado a perecer, a sucumbir ante la muerte: “En él se asienta, ahonda y edifica” (v. 23), entrando en el torrente del tiempo; “cumple una edad amarga de silencios” (v. 24), que supone un pasar de los años y desemboca, irónicamente, en una “muerte niña” (v. 25), metáfora de una muerte prematura, como la vida de todas las criaturas materiales. Toda existencia terrenal lleva a la muerte; cuando el alma se vierte en el cuerpo, queda presa del tiempo, cede a lo mundano. Otro texto gnóstico, la Exposición sobre el alma, refiere que ésta formaba parte del “Padre”, es decir, del Pleroma, “pero cuando se precipitó en un cuerpo […] accedió a esta vida mundana” (127).
En el canto II, el sentido del vaso cambia; ya no sólo es cuerpo, sino el mismo dios:14
¡Mas qué vaso -también- más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza (
vv. 50-55).
Dios es la forma que moldea el alma, la forma donde el alma cobra su figura; no obstante, resulta ser sólo una “oquedad” que la limita, que la “estrecha”, pues no se puede liberar. Recordemos al dios “inasible” que ahora “amolda el alma perdidiza”. Esto se vuelve más contundente cuando se advierte que ese dios: “Es un vaso de tiempo que nos iza” que “nos pone su máscara grandiosa”, la cual “no difiere un rasgo de nosotros” (vv. 111, 113, 115).
Este dios no es el Pleroma de los gnósticos, sino el demiurgo; es el tiempo, no la eternidad, por lo tanto, inevitablemente lleva a la muerte. Por desgracia, la relación vaso-agua es necesaria, pues si el alma no es levantada por ese “vaso de tiempo”, desaparece. En la Exposición sobre el alma, el autor gnóstico la dibuja como una prostituta y refiere “el elemento carnal y sensible y las cosas de la tierra con las que el alma se contaminó” (130). En estos versos queda manifiesta la dicotomía hombre-demiurgo ya que la criatura ha sido creada a su imagen y semejanza, como el Adán bíblico -otra referencia al libro del Génesis-, aunque el demiurgo, recordémoslo, es un ser defectuoso al igual que su creación.
Siguiendo esta línea, en el Apócrifo de Juan se dibuja a un Adán muy distinto al del Antiguo Testamento y harto más cercano al de Muerte sin fin, ya que resulta una criatura defectuosa. Aquí se narra que los arcontes (sirvientes del demiurgo) “arrastraron a Adán hacia la sombra de la muerte a fin de modelarlo otra vez con tierra, agua y fuego y con el espíritu que procede de la materia […]. Ésta es la tumba, la nueva plasmación del cuerpo, el andrajo con que los facinerosos lo vistieron, la cadena del olvido. De esta manera fue ya un hombre mortal” (Apócrifo: 21). Esta referencia al primer hombre no es la única en la obra de Gorostiza. Vale la pena recordar ese poema de 1929, anterior a Muerte sin fin, titulado, no casualmente, “Adán”, que describe el abandono de un paraíso en ruinas por parte del primer hombre que, desencantado, parte por “el caminito / que todo alegre / se cubre de hojarasca / para dejar el bello paraíso” (Gorostiza 1989: 46). Esos versos prefiguran acaso el “infierno alucinante” donde vuelve a aparecer el mismo camino:
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
Los elementos físicos, al comienzo del fragmento, componen el paraíso (la barda, los castaños), pero finalmente sucumbirán a esa “muerte gratuita y prematura”, a los rigores del tiempo, en ese falso “jardín” del Edén que no es otra cosa que un infierno azotado por la desgracia. Como más adelante menciona el mismo canto, se trata de un mundo asediado por un “enlace diabólico / que encadena el amor a su pecado” (vv. 376-377).
En el canto VI se menciona la “puntual fisonomía” (metáfora del cuerpo) que sufre los dolores del mundo, la cual es consciente de la muerte cíclica que le ha otorgado el demiurgo y, aun así, puede “estar de pie frente a las cosas” (v. 385), como el Adán bíblico; ha sido traída al mundo por el lenguaje, por la palabra, por ese “arte de metáforas cruzadas” (v. 387) que podemos entender como la palabra creadora (palabra bíblica) que lo aprisiona en ese “vaso encendido” (v. 388) que lo come, lo corroe y lo consume. Resignada a la forma que se le ha otorgado, la criatura -conjunción del vaso y el agua- se enfrenta al mundo para habitar el Jardín del Edén, que no es otra cosa que “un infierno alucinante” (v. 396).
El mundo terrenal de Muerte sin fin y el de los gnósticos no puede considerarse un mundo armonioso, bueno y perfecto, sino todo lo contrario: corrupto, lleno de perversiones, muerte y pecado. En un fragmento de El erotismo -esa gran antropología de la muerte-, Bataille afirma que “a largo o corto plazo, la reproducción [humana] exige la muerte de quienes engendran, y quienes engendran no lo hacen nunca sino para extender la aniquilación, del mismo modo que la muerte de una generación exige una nueva generación” (65). Así define Bataille esa mors continua, cíclica, “Muerte sin fin de una obstinada muerte” (v. 241), dice Gorostiza. No me parece casual que ambos autores coincidan en sus preocupaciones. El pensador francés se interesó también por los gnósticos y retomó sus postulados para criticar el cristianismo. No son casuales todas las referencias al Antiguo Testamento que vierte Gorostiza en su poema, pues el poeta mantiene una postura contraria a ese Dios dibujado en el Génesis y más tarde en el Nuevo Testamento, y a esa institución llamada Iglesia. Por eso, es posible ver en el poeta a un gnóstico, a un heterodoxo interesado en todas estas cuestiones. Muerte sin fin no es sólo un poema de contenido estético admirable: en su tema y tratamiento se entrevé una postura en desacuerdo con la ortodoxia -al menos la ortodoxia de la Escritura- y, como pregonan las doctrinas esotéricas, busca un conocimiento personal, intuitivo. La poesía es aquí especulación, juego de espejos, investigación. Ciencia y arte no se separan, son métodos distintos de conocimiento.
En uno de los textos descubiertos en la biblioteca de Nag Hammadi, la Hipóstasis de los arcontes -título sugerente si observamos que hipóstasis significa considerar lo ilusorio como realidad-, hay un relato muy curioso que versa sobre el origen de la muerte: “Sucedió que cuando Yaldabaot [el Demiurgo] vio [al Pleroma] en esta gran gloria, y en esta elevación tuvo envidia de él [...] Éste fue el origen de la envidia. La envidia engendró la muerte” (96). Para los gnósticos, la envidia del demiurgo condujo a todo lo creado hacia la muerte. No olvidemos que Dios es el “mar fantasma que respiran los hombres” (v. 64), como escribe Gorostiza en el canto II.
Dado que el mundo ha sido creado de una materia defectuosa y por un Dios imperfecto, las criaturas se sumergen en el pecado y en la corrupción. Así explican los sistemas gnósticos el mal en el mundo que a diferencia del relato bíblico (en el que el hombre es culpable de su desgracia), el relato gnóstico culpa al demiurgo por la existencia del mal. Este dios deficiente, lamentablemente, crea a la criatura y ésta sufre los dolores del mundo. Desde el canto II se comienza a advertir que el hombre percibe al vaso como metáfora del mundo terrenal. El hombre -referido por ese “coagulado azul” (v. 68), metonimia del agua a partir del color azul- “se pone de pie” (v. 80), toma forma, “se redondea” en este infierno alucinante que es el mundo, rodeado por un “circundante amor” (v. 69) -metáfora irónica que refiere al vaso que contiene al agua-; se yergue “entre fiebres y llagas” (v. 72), dolor físico que padece debido al “agua de su cuerpo” (v. 70). El mundo es un “río hostil de conciencia” (v. 73) (alusión al río de Heráclito) que simboliza al tiempo en donde la criatura se consume, y a través de la hipálage sugiere que el hombre es consciente de dicha hostilidad. La criatura ha perdido casi la divinidad que lo sujetaba al Pleroma; es “incapaz de cohesión al suelo” (v. 75), pues su alma (el agua) es “fofa” y “mordiente”; se “enoja” al tomar forma en el vaso, en el cuerpo, que lo hace ponerse “en pie, veraz, como una estatua” (v. 80). El punto culminante llega cuando se enumeran los dolores físicos y los psicológicos, en el mundo-sueño del demiurgo, cuando “se pone a soñar a pleno sol” (v. 143):
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
-las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
Las imágenes, es decir, las apariencias de este mundo, están en llamas, son “espaciosas torturas” que aparecen en el sueño-mundo; de aquí que “las imagine”. No obstante, no por ser sueño o imágenes son menos sufribles, pues “las infla de pasión”, las tortura, es decir, “las ciega” y llena de “odios purulentos”, debido a la envidia que genera el mundo terrenal, que no es otra cosa que un infierno abundante en “rencores zánganos” o “angustias secas”. Esta “crueldad no cede a límites” (v. 204), el gozo de la criatura es perforado con “rudos alfileres” y su cuerpo, esa “tez pulida” (vv. 208, 206), está condenado a sufrir daño, como si lo consumieran los gusanos. El demiurgo sostiene en la palma de su mano a la criatura y estrecha su creación “con los brazos glaciales de la fiebre” (v. 214), la enfermedad que conlleva haber venido a la existencia y que terminará en la muerte. En la misma dirección, el Tratado tripartita explica cómo el demiurgo colocó a “aquellos que llegaron a la existencia por medio de la envidia y los celos [...], en un orden servil” y luego se puso a gobernar “todo el reino del que vienen las enfermedades” (103). El mundo es un lugar hostil y el “colapso” anuncia la llegada del apocalipsis. Los males del mundo están destinados a destruirlo; el mundo no es otra cosa que un conjunto de dolores y materia defectuosa, por eso “punza, roe, quema, sangra, duele” (v. 477), y no hay cura, pues “ignora infusiones como ungüentos” (v. 488). El mundo tiende a ser destruido por los “sordos martillos” (v. 479) que terminarán en ese “colapso” (v. 481) apocalíptico.
Un género literario ampliamente practicado durante los siglos I y II fue el apocalíptico. Dicho género trata sobre el fin de los tiempos y produjo una forma de pensamiento que se conoce como escatología. Gnósticos y cristianos participaron de él. El Códice V de la biblioteca de Nag Hammadi contiene tres textos intitulados Apocalipsis y, a diferencia del de Juan (único reconocido por la institución eclesiástica), los apocalipsis gnósticos son contados según Adán, Santiago y Pedro.
Así como estos textos plasman el fin de los tiempos tras la creación de miúrgica, en Muerte sin fin la creación del universo, el hombre, el lenguaje y la poesía está condenada a una destrucción inevitable, en la que el ciclo muerte-vida se anula. Esto se advierte en “el oscuro deleite del colapso” (v. 481) que experimenta el demiurgo. Por ello, el canto VIII comienza:
Mas la forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¿En las augustas pituitarias de ónice
no juega, acaso, el encendido aroma
El demiurgo, identificado como “la forma”, se enorgullece de ese imperio. Es un “espejo ególatra” que se alaba a sí mismo con “epítetos esdrújulos” y rige con su “hosca mano” este mundo de pecado y decadencia, “orondo imperio” que no llega a completarse como creación digna y verdadera, sino desdeñosa y mortal. La imagen de esas “augustas pituitarias de ónice” dibuja al demiurgo a partir de un oxímoron en el que el ónice, piedra preciosa, se contrapone a la pituita, secreción de moscas y larvas. El lenguaje del mundo se consume como en un incendio que no es más que un “juego” y la poesía arde a los pies del creador. Los dolores del mundo son el oscuro preludio de la destrucción, pesares de vejeces que sufre la materia de la que están hechos el mundo y la criatura.
Todo sucede en un santiamén, en un “mínimo / perpetuo instante” (vv. 513-514), de tal manera que abre paso a la eternidad. Porque, “cuando la forma en sí, la forma pura” (v. 695) -el demiurgo, el vaso y el cuerpo-, “se entrega a la delicia de su muerte” (v. 696), se entrega a la totalidad, al Pleroma o “sopor primero” (v. 527), a la ascensión a través de un “remolino” que lleva a todo lo creado “nubes arriba” (vv. 518, 517), al regreso a la unidad, a ese “disfrutar en corro de presencias” del canto III.
Por eso, el desarrollo del tema principal, el vaso y el agua, adquiere un matiz diferente en toda esta segunda parte del poema (del canto VI al IX), pues a Dios se le identifica como “la forma pura”, esa forma pura que intentan alcanzar el agua y el vaso -ya no la forma común que se identifica con el cuerpo-, por lo cual, cuando llega el momento del quiebre entre la sustancia y su forma, en ese momento, el alma humana, el alma del poeta, prescinde del lenguaje, ya que aspira a la unidad, aspira a liberarse de los horrores de la creación, del sueño interminable que supone el ciclo vida-muerte, que únicamente se atiene a sufrimientos. La ruptura -el momento justo- supone la transformación que determina el fin del sueño y la superación del demiurgo, para llegar de nuevo a la unidad, a esa forma pura. De esta manera, el tema vaso-agua atraviesa ese cambio fundamental que se manifiesta desde el canto i, donde el agua aspira a la forma, al vaso, pero no llega a realizarse, y en el canto VI -recordemos la simetría de los cantos- la forma aspira a la materia, a ese vaso que, al unirse finalmente con el agua, se vuelve “la forma en sí, la forma pura” y lleva al apocalipsis: conjunción definitiva entre materia y forma, momento de la destrucción, del lenguaje de la poesía, de las formas y la materia.
En el canto VIII se muestra cómo el demiurgo y la figura humana se entregan a la muerte en el momento de la unión del vaso con el agua, lo cual supone el inminente fin. Por eso, el cuerpo se marchita: “La rosa edad que esmalta su epidermis […] envejece por dentro a grandes siglos” (vv. 443, 445). El envejecimiento, siempre presente en el poema, se hace aquí patente; “la rosa edad”, que alude a la juventud, no es sino una “senil recién nacida” (v. 444), oxímoron que señala cómo se marchita la juventud y conlleva a una muerte prematura; paradójicamente envejece a un ritmo desahuciado: se “anticipa a destilar[se]” como un perfume o “esencia” (vv. 449-450) para terminar como un cuerpo en descomposición, un cadáver “amarillo” (v. 446), símbolo de la muerte al igual que en el Apocalipsis de Juan: “Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: ‘Ven y mira’. Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte” (Apocalipsis 6: 7-8).15 Así, este fragmento da comienzo a la destrucción del mundo.
El ciclo vida-muerte queda anulado. Para los gnósticos, el hombre puede ascender a la divinidad, al Pleroma, a partir del conocimiento de lo verdadero. Es decir, hay salvación por el conocimiento. En el Tratado tripartita se explica que, cuando el hombre “recibió [...] el conocimiento” intentó “retornar de prisa a su estado unitario, el lugar desde el que vino, para retornar jubilosamente al lugar del que provino, al lugar del que fluyó”. Así sucederá, dice el mismo tratado, con los hombres “que reciban la restauración a un tiempo, cuando hayan manifestádose como el cuerpo total” (122-123). Este cuerpo total señala que todo volverá al Pleroma, mientras que la materia desaparecerá con el “soplo infantil de un parpadeo” y “podrá caer de golpe hecha cenizas” (vv. 458, 460).
El “soplo” de vida se convierte en un “soplo” de muerte. El demiurgo y la criatura caen por el viento insignificante que despliega un “parpadeo” y esa “masa ilustre” caerá “de golpe hecha cenizas”. Vale la pena recordar el proverbio que sirve de epígrafe al poema, donde la inteligencia divina advierte: “Mas el que peca contra mí defrauda su alma; todos los que me aborrecen aman la muerte”. El demiurgo pecador y su creación se dirigen a la aniquilación: la destrucción total, la ruptura definitiva se da en ese “instante del quebranto”. El “instante” que da comienzo a toda la destrucción del cosmos, al apocalipsis
Los seres regresan a esa unidad pleromática a través de una muerte definitiva, ya no cíclica; vuelven al “sopor primero” (v. 527), donde son consumidos por las “llamas del atroz incendio” (v. 531), “se abrasan consumidos por su muerte” (v. 529). Los “himnos” y los “trenos” (v. 534) son metáforas referentes a la poesía, alusiones al canto, exclamación de la “belleza” (v. 535) que sucumbe, al igual que los demás seres, a la destrucción; la voz del hombre queda ahogada por él mismo; los “címbalos” y “tambores” (vv. 536-537) del idioma, como en un ritual apocalíptico, anuncian la desaparición mediante el canto, de la misma manera que las “golondrinas de latón” (v. 538) refieren el metal amarillo que simboliza, como en el Apocalipsis de Juan, el color del cadáver putrefacto.
El poeta desaparece junto con la belleza y el canto. El hombre descubre que el silencio va más allá del lenguaje, como en una experiencia mística de unión y comunión, como el silencio hermético,16 en el cual el significado ya no puede dar cuenta. El hombre queda “exhausto de sentido” (v. 564), como en la frase mística de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, hay que callar” (2009: 136), o como en el Tao Te King: “El Tao que puede decirse no es el verdadero Tao”.17 Expresiones que concuerdan con el tratado gnóstico Marsanes, que le dedica un pasaje al tema: “La superioridad del silencio del que está en silencio [sólo] se puede contemplar”. No se puede decir: “Permanece en silencio para que puedas conocer” (10). Así, en Gorostiza el acto del silencio es el acto de la gnosis, del conocimiento de la divinidad primera. Al lenguaje lo consume el silencio místico de la unidad; todo vuelve a su origen, se eleva a las alturas llevado “por ese atormentado remolino / en que los seres todos se repliegan / hacia el sopor primero, / a construir el escenario de la nada” (vv. 518-521).
Uno a uno, los reinos de la naturaleza (animal, vegetal, mineral) regresan a la unidad:
cuando todo -por fin- lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
La materia regresa al demiurgo, al “origen fatal de sus orígenes”, y este “origen”, llamado demiurgo, regresa al silencio que podemos identificar, como los gnósticos, con el Pleroma primero. Todo se repliega, como en un juego de espejos, del mismo modo en que fue emanado. La catástrofe de la creación queda reducida a lo que fue en un principio, esto es, la unidad primera que pecó y se difumina con el todo. Ésta es la eclosión de Muerte sin fin, viaje a la semilla de todo el mundo, explosión inversa, creación que se vuelve destrucción; “las plantas” “retiran el ramaje presuntuoso” “se esconden en sus ásperas raíces” y “se desarrollan hacia la semilla” (vv. 650-652, 657). El mundo vegetal se retrae hasta sus orígenes. De las hojas a las ramas y de las ramas a la raíz, para culminar en la semilla. Silencio e inmovilidad son sus orígenes. Y lo mismo sucede con el mundo mineral: “Porque raro metal o piedra rara, / así como la roca escueta, lisa, / […] ay, todo se consume” (vv. 687-688, 693).
Gorostiza dibuja la unidad a donde todo regresa como un vientre materno; un “humus maternal” (v. 692) que, en términos biológicos, se define como sustancia última donde el cuerpo se consume; el humus es creado por los restos de los seres vivos, descomposición, último eslabón de la tierra al que vuelven hombres, animales y plantas. Como en Muerte sin fin, los gnósticos describen un apocalipsis en el cual todo vuelve a su origen:
El cielo se partirá en dos, caerá sobre la tierra; [todos los seres] se precipitarán en el abismo, y el abismo será devastado. La luz [destruirá] la oscuridad y la aniquilará como algo que no ha existido, y la obra que precedía a la oscuridad se disolverá. La deficiencia será arrancada de raíz y precipitada en la oscuridad, mientras la luz volverá a su raíz (Sobre el origen: 127-128).
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desemboca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
Así se consuma la creación. Todo vuelve al Dios. El sueño del demiurgo malvado ha cesado y el mundo ha desaparecido. No hay caos. Las cosas y los hombres no son ni están, y lo que no es no muere, lo que no muere es intemporal, como el “Espíritu de Dios” sobre las aguas, de tal manera que la Muerte sin fin cesa. Las palabras nunca, nada y nadie son impersonales e intemporales; no hay acción, sólo contemplación. El flujo del río de semen que dio la vida cesa su caudal, y en vez de seguir su curso desemboca en él mismo: en el Espíritu de Dios.
¿Hay en Muerte sin fin, al igual que en los gnósticos, una vía para alcanzar la salvación? ¿Existen los elementos textuales en el poema para establecer un paralelismo con la soteriología18 gnóstica? La respuesta a ambas interrogantes es no. El tema de la salvación del hombre y el proceso que éste debe seguir no se expresa de manera patente en el poema; está, en todo caso, velado o apenas insinuado. Intentar establecer un paralelismo, sería forzar la interpretación, ya que el tema de la salvación no es primordial en Muerte sin fin, o no se privilegia en el poema, lo cual da pie a pensar que la cuestión soteriológica fue abordada por Gorostiza de manera pesimista o que incluso fue negada, pues, para él, la salvación, a diferencia de los gnósticos -que observaron con optimismo este proceso- sólo puede ser posible con la desaparición absoluta. Ello queda manifiesto en el último canto del poema, donde aparece el Diablo, que no es otra cosa que la muerte: “esta muerte viva [...] / que te está matando” (vv. 733-734), con un “hambre de consumir” (v. 744) todo lo que es y todo lo que hay. Entonces aparece la muerte de Dios quien ha sido asesinado, lo han “muerto allá”, en un lugar y tiempo lejanos (“siglos arriba”) sin que nos podamos dar cuenta (“sin advertirlo nosotros”). La exclamación “¡oh Dios! sobre tus astillas” termina trágicamente pues sólo quedan “migajas, borra, cenizas de ti” (vv. 759-763) y el hombre queda abandonado a su suerte. De aquí que Dios sea semejante a un destello extinto:
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
Analogía con la ciencia física de nuestro tiempo que explica cómo las estrellas fueron pequeños soles que desde hace años han desaparecido y lo que vemos en el cielo es su luz que sigue viajando a través de partículas, aunque la estrella ya no existe. Dios ha muerto heredando al mundo la “catástrofe infinita”. Así, es posible conjeturar que en Muerte sin fin no hay una salvación o un regreso al Pleroma; sólo hay sufrimiento y una muerte repetitiva, que no cesa y la única salvación consiste en esperar la desaparición definitiva.