El presente libro se propone, como describe su título, estudiar el mercado editorial en el que surge y se consolida la novela de la Revolución mexicana. Para llevar a cabo este objetivo, la autora se plantea varias inquietudes teóricas e históricas fundamentales. La primera, si puede considerarse un “género” ese caudal variopinto conocido como novela de la Revolución.
Para definir la legitimidad epistemológica del concepto, Torres de la Rosa lleva a cabo una acuciosa revisión histórica de la producción y la crítica relativas a la gestación, génesis y desarrollo de la llamada novela de la Revolución mexicana. Repasa las definiciones ofrecidas por los principales estudiosos del tema, pero en modo alguno se limita a las narraciones y a los estudios literarios, sino que ubica ambos en los respectivos contextos histórico-culturales en los cuales se generaron. Así, guiada por autores como Pierre Bourdieu, mediante un acercamiento socio-literario, vincula las obras creativas y las críticas con los diversos factores sociales que los conformaron.
La estudiosa, basada en una exhaustiva información bibliográfica y hemerográfica, muestra cómo las instituciones del campo cultural mexicano, determinadas por la política nacionalista estatal inherente a la coyuntura histórica, en juego con los medios de difusión masiva y las editoriales, fueron moldeando el corpus de la novela de la Revolución.
Repasa el proceso a través del cual la conjunción de factores gubernamentales y culturales fue seleccionando y privilegiando el grupo de obras sobre el tema de la guerra civil, de entre otras coetáneas de diferentes tendencias, las obras vanguardistas -tanto de los Contemporáneos como de los Estridentistas- y las colonialistas.
Queda claro que el conjunto diverso de obras reunido bajo el rubro está unificado solamente por el tema, retratar la realidad de la insurrección de 1910; de ahí que en sentido estricto la novela de la Revolución mexicana no constituya un género literario mayor, ni tampoco un subgénero de la novela histórica. A la autora le parece más fructífero entender la mencionada producción narrativa como un género histórico, dado que las obras se agrupan por el interés y el valor simbólico que despertaron dentro de la cultura nacionalista mexicana.
Desde esta óptica, la novela de la Revolución se concibe como el resultado de una imbricación de elementos culturales, artísticos y editoriales en una circunstancia precisa. Dada la ambigüedad del término “novela de la Revolución”, Torres de la Rosa opta por el concepto de “corpus”, que se conforma con las narraciones publicadas desde 1910 hasta finales de los treinta.
Otro problema fundamental es delinear la trayectoria del canon de la novela de la Revolución, un canon que desde sus inicios y por la misma diversidad de las narraciones fue ambiguo. Entre paréntesis, la insistencia, por parte de la autora, en hacer explícito cada paso teórico, en pasajes se antoja excesiva, más propia de una tesis académica que de un ensayo de esta envergadura; sin embargo, este es un detalle menor, frente a las contribuciones del análisis.
El denominador común de las narraciones canónicas, como de las artes en general y del sistema educativo posrevolucionario fue “la síntesis de la cosmovisión del México revolucionario, imagen de los ideales y de la mitificación de un movimiento bélico” (39). Así, las primeras obras se vinculan con el fenómeno histórico del caudillismo. Independientemente del ámbito literario, la novela de la Revolución mexicana fue resultado de diversos factores socio-históricos, entre los que se cuenta la necesidad del nuevo régimen de desvincularse de la carga simbólica, asociada con el gobierno de Porfirio Díaz. El corpus novelístico se crea, como imaginario cultural, en un momento de crisis, al mismo tiempo que las instituciones se fundan. La consolidación de un nuevo modelo cultural incluyó la literatura, el muralismo, el cine, y por supuesto la educación.
Los gobiernos revolucionarios influyeron así en el nacimiento de una cosmovisión que unificara lo que era ser mexicano, de ahí la importancia del discurso nacionalista, centrado en esa entelequia, el pueblo. Un pueblo integrado por sectores campesinos y marginales, afirma la autora basándose en las propuestas de Ricardo Pérez Monfort.
Por lo que hace al campo de la cultura, un momento determinante, recuerda Torres de la Rosa, es la bien conocida polémica periodística que en 1925 redescubriría Los de abajo y reconocería su valor como texto fundacional.
Después de la polémica, las organizaciones de cultura gubernamentales, y los medios de difusión fomentaron, por medio de exhortaciones y concursos, a producir obras en la línea de Los de abajo. Como respuesta a estas convocatorias, se generó una gran cantidad de textos sobre la reciente guerra civil: novela histórica, biografías, libros de viaje, crónicas, reportajes, apuntes diversos, todo con un toque testimonial.
De acuerdo a la voluntad de testimonio, en las nuevas obras predominaba el tratamiento realista, con tintes naturalistas, heredado del siglo XIX, para narrar batallas y describir héroes. En un estilo coloquial, se recreaba el habla popular; puede hablarse incluso de un tono mexicanista.
Críticos, periódicos, revistas y editoriales detectaron el vacío de una literatura propiamente nacional y contribuyeron a la creación de un público lector necesitado de arquetipos actualizados. El nacionalismo estatal y el impulso creativo de escritores, críticos y editoriales, produjeron los nuevos modelos culturales en interacción con el público receptor que se iba, a su vez, constituyendo. El nuevo arte ofrecía una visión mitificada de la Revolución. Aun cuando las novelas presentaran un panorama muy crítico del movimiento armado, eran mediatizadas y absorbidas por las iniciativas estatales nacionalistas.
Otro factor fundamental en la nueva cultura nacionalista fue la educación estatal. Torres de la Rosa revisita los estudios sobre la política educativa de Vasconcelos, tan necesaria en un país dominado por el analfabetismo.
La autora describe cómo la mitología revolucionaria surge con el nacionalismo de los veinte y se consolida en el de los treinta; un nacionalismo que presupone un pueblo unificado y homogéneo. De ahí que si en 1925, a excepción de Mariano Azuela, apenas se encontraban páginas literarias sobre la guerra civil, en 1932, cuando tiene lugar la otra famosa polémica cultural, que debatía si la literatura mexicana debía ser nacionalista o cosmopolita, ya existía una amplia novelística acerca del tema.
Hacia 1940, Azuela era ya reconocido como el novelista de la Revolución, y la antología de Castro Leal, aparecida en 1960, en conjunción con los textos de otros estudiosos, como Bertha Gamboa de Camino, sienta las bases canonizadoras. En su reconstrucción del campo cultural posrevolucionario, la autora del libro comenta las editoriales y las antologías más importantes, así como las tendencias educativas. Considera que el canon de la novela de la revolución se institucionalizó hacia las décadas del cincuenta y del sesenta.
A estas alturas está conformada la ideología de la unificación nacional; una serie de estereotipos que, a través de la creación de modelos morales y éticos, homogeneizaban puntos de vista, marcos de referencia históricos y culturales, símbolos para los habitantes de todas las clases sociales. Una unificación bastante ficticia en un país tan diverso étnica y socialmente. Sin embargo, tales marcos de referencia serían fijados en la memoria colectiva.
Avatares editoriales de un “género”... contiene una cantidad abrumadora de información; incluye, además de los diversos elementos ya mencionados, análisis semióticos de los paratextos de las obras -portadas, títulos, advertencias, prólogos-, comentarios sobre los elementos culturales que la novela de la Revolución hereda del siglo anterior y los que asume de tendencias contemporáneas, como las vanguardias.
Muchos de los hechos abordados por la autora en su recorrido histórico han sido ya objeto de estudios esclarecedores, como las polémicas de 1925 y 1932, analizadas por Víctor Díaz Arciniega y Guillermo Sheridan, respectivamente. Han sido ya expuestas las relaciones de los diversos grupos y autores, con el nacionalismo propugnado por el poder establecido, en la etapa posrevolucionaria. Pero la aportación de Danaé Torres de la Rosa es que, en su completa y compleja reconstrucción del campo literario mexicano, consigue trazar las articulaciones precisas entre las instituciones gubernamentales, los generadores de arte literario, las voces críticas a través de los periódicos y revistas, y el público receptor. Sin duda Avatares editoriales de un “género”: tres décadas de la novela de la Revolución mexicana será un libro de referencia imprescindible para los estudios futuros de ese tema incesante, la novela de la Revolución mexicana.