Poesía y conocimiento en el Liber Scivias de Claudia Posadas

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Alejandro Higashi Díaz

Resumen

Exploro en este trabajo el diálogo que establece Claudia Posadas (1970) en su Liber scivias (2010) con una poesía de tema filosófico en la que se une mística y metafísica. Contra una tradición canónica en la que se borra el sujeto y se concede preeminencia al tiempo o al lenguaje, como en Muerte sin fin (1939) o en Canto a un dios mineral (1942) Posadas propone una estética disruptiva centrada en el sujeto y en su conciencia emocional. Esta perspectiva me permite replantear la imagen canónica que tenemos del poema filosófico en relación con otros ejercicios previos, como Apuntes para una declaración de fe (1948) de Rosario Castellanos.

Detalles del artículo

Cómo citar
Higashi Díaz, A. (2017). Poesía y conocimiento en el Liber Scivias de Claudia Posadas. Literatura Mexicana, 28(2), 95-123. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.28.2.2017.939
Sección
Artículos

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Condicionamiento lector y tradición hegemónica

En este trabajo me propongo fundamentalmente analizar la relevancia que tiene la poesía como vía para el conocimiento en el Liber Scivias(2010 y 2015) de Claudia Posadas, poeta de una de las últimas promociones de la poesía mexicana, pero también deseo exponer como telón de fondo las tensiones que provoca el diálogo crítico entre una obra de reciente publicación y otras representativas de una tradición hegemónica prestigiosa. Mi argumento es sencillo: me propongo leer el Liber Scivias conforme a su propia propuesta, desde las coordenadas de una poesía centrada en el conocimiento, donde de inmediato se nos representan dos figuras señeras del género: Muerte sin fin de José Gorostiza y Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta. ¿En qué medida estas obras opacan o iluminan a la primera? El ejercicio resulta productivo en dos sentidos: por el lado de las obras canónicas, ayuda a ensanchar nuestra noción de poesía filosófica después de Muerte sin fin y Canto a un dios mineral al incluir obras no prototípicas del género; en el sentido contrario, permite alumbrar las aportaciones de las obras que siguieron a estos poemas hegemónicos, no siempre consideradas como tales por un condicionamiento lector, muchas veces inconsciente, y apartadas del cauce natural que las formó. No me refiero a la influencia de Muerte sin fin, Canto a un dios mineral o Apuntes para una declaración de fe de Rosario Castellanos en la obra de Claudia Posadas, sino a la influencia de nuestra lectura de Muerte sin fin y los otros poemas largos cuando leemos el Liber Scivias de Claudia Posadas.

El Liber Scivias de Claudia Posadas es una rara avis en el panorama de la poesía mexicana más reciente por muchas razones. Desde su mismo título parece dar la espalda a la poesía en lengua española (digo parece, porque no lo hace) para refugiarse en los referentes de la poesía medieval en latín y el provenzal, de la mística, de la alquimia, del gnosticismo y de la teología. Recuerda en este movimiento excéntrico, al mismo tiempo que se distingue de él, la obra de Elsa Cross que se desplaza de los referentes de las filosofías gnósticas orientales a la mitología griega en libros como Baniano (1986) y Moira (1993) (ahora en 2012: 213-270 y 445-472) o los referentes de la cultura judía en Migraciones (2002) de Gloria Gervitz.

Tampoco encuentra fácilmente un sitio entre las tendencias formales de la poesía más reciente; como señaló en su momento José Luis Justes Amador, es “un poemario que destaca, en estos tiempos de brevedades y acumulaciones de poemas, por su longitud y por su unidad” (2011). Contra el verso breve y sugerente de la epifanía en boga, Claudia Posadas apuesta por el versículo, el estilo narrativo de la épica y, en resumen, por el poema largo; guiño de disidencia que comparte, por ejemplo, con otros libros profundamente atípicos en el horizonte de la poesía mexicana reciente, como Muerte en la rúa Augusta (2010) y Amigo del perro cojo (2014) de Tedi López Mills o Tránsito (2011) de Claudina Domingo.

Ante este panorama, las primeras lecturas del libro han sido atraídas hacia sus referentes místicos, alquímicos y provenzales. En este diálogo crítico, la permeabilidad entre mística y autobiografía ha resultado preponderante; para José Luis Justes Amador, por ejemplo:

Claudia Posadas entrega un poemario que, al lector atento, le sabrá a bitácora vital, aunque secreta y encriptada, le sabrá a confesión, aunque críptica. Pero, y he ahí uno de los grandes méritos, nada necesita saber quien se acerque al libro ya que la riqueza, la vitalidad de unas imágenes cuyo alcance se escapa hasta a la propia escritora, es propia y plurisignificativa (2011).

Para Eduardo Langagne, la sinergia entre los componentes formales de la obra poética y la biografía resulta insoslayable:

los hallazgos personales obligan a interpretar el yo lírico en su unidad con la firma ortónima. Es decir: aunque una lectura poética posible se da ante la separación entre el texto -voz que canta- y la voz de la autora, otra más, paralela y emotiva, obliga a atender la personalísima voz de quien firma el libro. Constantemente se continúa atendiendo la biografía del poeta para llegar al asunto que su palabra expresa (2011).

Piedad Bonett señala que las numerosas referencias a la obra de otros autores y autoras “pareciera revelar un origen eminentemente libresco, y por tanto de tono intelectual”, aunque muy rápido se descubre “que bajo el velo sereno de la alusión culta se esconde un mundo de emociones y memorias personales, que va surgiendo con fuerza pero también con delicadeza” (2014). Por su parte, Jorge Ortega piensa que las alusiones culturalistas deben considerarse como “un punto de partida, un marco teórico y un horizonte para ahondar en la memoria personal y explorar (¿o encarar?) las zonas oscuras de la propia psique, en concreto los pozos de la rabia, el temor y la melancolía, demonios de la condición humana” (2016).

Sobre la estrecha relación entre mística y autobiografía, no podemos obviar que los géneros asociados a la mística escrita por mujeres, medieval y renacentista, fueron siempre mayoritariamente autobiográficos (himnos, visiones, vitae, epístolas, meditaciones, etcétera), mientras que la mística masculina encontró acomodo en la tratadística de la época y sólo excepcionalmente recurrió a estos géneros (Cirlot y Garí: 28-36). Ubicar el libro de Claudia Posadas en el cauce de la mística condiciona, de algún modo, una mayor atención a su perfil biográfico. En otros casos, el análisis se concentra en la identificación de algunos conceptos clave de la literatura mística y ascética (por ejemplo, Briano Veloz 2012 y 2013 o Muñiz-Huberman 2012 ).

Como lectores y lectoras profesionales, pocas veces somos conscientes de la forma en la que otras lecturas previas condicionan nuestra lectura de obras contemporáneas. Dichas tradiciones hegemónicas tienen rostros muy distintos, pero suelen coincidir en su prestigio y autoridad dentro de una comunidad académica y, como una consecuencia natural, en su influencia para la estela de obras que las siguen. Estas tradiciones literarias pueden ser géneros o movimientos literarios, las obras de otros autores o autoras con más prestigio canónico, poéticas propias o ajenas; a veces, incluso, teorías literarias en boga. Cuando me refiero a tradición, por supuesto, no apunto restrictivamente a los conceptos que suelen asociarse, en ocasiones de modo abusivo y mecánico, como influencia o imitación, sino a la forma en la que nuestro conocimiento de ciertas tradiciones hegemónicas condiciona la lectura e interpretación de obras de factura más reciente. Propongo pensar la tradición no como una influencia superficial (desde una perspectiva intertextual) ni como una fuente (a través del homenaje o de la alusión circunstancial), sino como un marco de referencia que puede servirnos a quienes leemos para entender mejor una obra contemporánea.

El Liber Scivias como una meditación poética de tema filosófico

Un libro es él y sus circunstancias, parafraseando la fórmula de Ortega y Gasset: un libro y su público lector; un libro y los previos dentro de su tradición literaria; un libro y las intenciones de quien lo escribe. Bien mirado el problema, Claudia Posadas no se presenta a sí misma como poeta mística. Su título se inspira en el homónimo de Hildegarda von Bingen (sigloXII), Scivias Domini (contracción de Scito vias Domini, cuya traducción sería “conoce los caminos del Señor”), pero cercena el Domini para privilegiar el scito (imperativo de scio, saber o instruirse). Su libro invita a conocer, no a creer: “conoce los caminos”. Es un libro de conocimiento, no de fe. Otra forma del nosce te ipse que recibía a los visitantes del templo de Apolo en Delfos. La dupla de poesía y epistemología conduce, de forma natural, a la autoexploración consciente del ser, lo que pone al Liber Scivias de Claudia Posadas en sincronía con la gran poesía de los siglos XX y XXI, desde Paul Valéry y T. S. Eliot hasta José Emilio Pacheco, pero muy especialmente con la obra de José Gorostiza (no es casualidad, por ejemplo, que sea Posadas la compiladora del homenaje publicado en 2001) y la poesía de la experiencia y el conocimiento de la generación española de 1956-1970 (Debicki: 145-192) y con el José Ángel Valente del ensayo “Conocimiento y comunicación”, publicado en 1971 en Las palabras de la tribu (Provencio: 96-101). Como Borges, Lezama Lima, Paz y Ramón Xirau, cree en la combinación de poesía y conocimiento; como Lezama Lima, cree en la combinación de mística y poesía (y ahí están los sonetos a la Virgen publicados en Enemigo rumor de 1941).

En la mística convencional, por el contrario, la experiencia sensible del “no saber sabiendo” de san Juan de la Cruz se coloca en primer plano. Como señaló Michel Foucault en el curso del Collège de France durante 1977-1978, el saber místico no respetó el orden progresivo de la acumulación de saberes de la doctrina oficial, sino que se realizó en el filo de la navaja de la ambigüedad, del equívoco, de la revelación y de la iluminación: “en la mística, la ignorancia es un saber y el saber tiene la forma misma de la ignorancia” (214). El contexto político y social del Liber Scivias del 2010 y 2015 es muy diferente. La poesía para Claudia Posadas también es iluminación, pero no desde la ignorancia ni desde la fe religiosa; en su obra, al contrario, se expresa una voluntad autoconsciente de sus recursos, como se deduce de la genealogía implícita en los abundantes epígrafes que acompañan la lectura donde, en la línea de T. S. Eliot y Jorge Luis Borges, la autora crea a los precursores de su libro. Como apuntaba ya Eduardo Langagne, “la secuencia de sus epígrafes no sólo denota la cultura poética de Claudia Posadas, sino que ayuda a trazar una de las rutas de ingreso al volumen” (2011). Por supuesto, con guiños hacia la obra espiritualista de Teresa de Ávila, Juan Eduardo Cirlot, Lanza del Vasto, Antonio Gamoneda, Enriqueta Ochoa, Elsa Cross o Javier Sicilia; pero también con llamadas de atención disimulada a escritoras que ayer y hoy escaparon al pensamiento hegemónico (Christine de Pizan en el siglo XIV; Alejandra Pizarnik, Piedad Bonnet o Pura López Colomé en los siglos XX y XXI). Una tercera agrupación es la de quienes ven la poesía como una vía de conocimiento (un scivias): Rafael Cárdenas, José Ángel Valente, María Auxiliadora Álvarez y Coral Bracho. Esta perspectiva se reforzó en la segunda edición del libro, acompañado por 21 notas extensas y una bibliografía de su autora. No son autoexplicaciones como las de Gerardo Deniz en Visitas guiadas (2000) ni tampoco deudas bibliográficas para sortear las denuncias de plagio (Higashi: 277-282); se trata de pequeños ensayos donde se plantean y discuten los distintos sentidos de los lenguajes de la mística, la poesía provenzal y la alquimia a los cuales se recurre, cercanos al tipo de instrumentos que acompañan las ediciones anotadas de una Hildegarda o una santa Teresa. En varios casos, las fuentes citadas son posteriores al 2010, año de la primera edición del libro, de modo que se advierte cierta disposición de Posadas para mantener el diálogo crítico por encima de la fecha de composición del poemario hasta alcanzar un presente inmediato.

Esta clave de lectura se confirma en el primer poema de la colección, titulado “Hylé”. Se trata de un poema de mediana extensión que se presenta a sí mismo como un “Homenaje a José Gorostiza”, pero en el que la intención épico-filosófica de Muerte sin fin se amalgama con la visión cientificista del Canto a un dios mineral de Cuesta. Aunque estamos acostumbrados a pensar ambos poemas como composiciones señeras en la tradición mexicana, vistos con una perspectiva más amplia recorren el cauce de una poesía didáctica centrada en el conocimiento que va, en su vertiente naturalista, del De rerum natura de Lucrecio hasta la Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826) de Andrés Bello; y, en su vertiente metafísica, desde Parménides, el mismo Liber scivias Domini de Hildegarda, las Moradas del castillo interior de Teresa de Ávila, la poesía metafísica de Quevedo, John Donne o George Herbert, el Primero sueño de sor Juana, hasta el T. S. Eliot de The Waste Land o Le cimetière marin de Paul Valéry. La definición que ofrece Inés Arredondo en su Acercamiento a Jorge Cuesta de esta poesía comprometida con la búsqueda del saber me parece precisa y sugerente:

el Canto a un dios mineral está emparentado con una serie de poemas que tienen como denominador común el ser largas, no sólo meditaciones, sino historias espirituales en las que se plantea un problema y, muchas veces, a través de ese problema o de su solución, se quiere encontrar la respuesta al sentido de los contrarios, o de algunos contrarios, unificándolos por la poesía o en la poesía (10).

En el caso de Gorostiza, aunque estamos muy lejos de llegar a un acuerdo sobre el sentido global del poema, ninguno de sus críticos niega que la base profundamente religiosa del poema tiene un propósito estético que rebasa por mucho una intención, si es que la hay, devocional. Para Evodio Escalante (2001) y Jaime Labastida (2015: 134-150) , la interpretación global del poema apunta hacia la victoria del intelecto sobre la finitud del espíritu (pese a encuadrarse en la tradición judeocristiana). De Canto a un dios mineral, sobra añadir que su diálogo principal es con la obra de Nietzsche y Heidegger y que el valor figurativo del trasfondo místico, alquímico o devocional apenas cabe en la interpretación general (véase, por ejemplo, Evodio Escalante 2011). ¿Por qué, entonces, limitar el análisis y la interpretación del Liber Scivias a sus componentes místicos?

Hacia una epistemología de las emociones

En el caso del Liber Scivias de Claudia Posadas, quizá por su posición no dominante en el canon, por su reciente factura y por la condición femenina de su autora, la crítica ha atendido con cierta exclusividad a la tradición de las escritoras místicas y menoscabado la capacidad del libro para entrar en diálogo con obras dominantes dentro del canon de una poesía concernida con el conocimiento. Si practicamos una epojé y obviamos su perfil místico y sus implicaciones autobiográficas, ¿qué nos queda? La respuesta está en el mismo libro. Con “Hylé”, quien lee se encuentra al mismo tiempo ante el umbral y la poética del Liber Scivias, donde un principio es el alumbramiento biológico que determina nuestra existencia (“el principio / del dolor en que células de sombra han sido inoculadas”) y “el otro principio es de conciencia [...] a partir de sus formas, su lenguaje, / su lapidaria construcción de lo tangible, / su natural incertidumbre” (Posadas 2015: 19). El principio del ser encuentra un punto de equilibrio con un principio de conciencia sobre el ser cuyo fundamento es el lenguaje. En Posadas, llama de inmediato la atención el papel dominante que se concede al dolor (en parte, por su relativa novedad si comparamos el Liber Scivias con Canto a un dios mineral, donde el término no aparece en ninguna ocasión o con Muerte sin fin, donde se menciona una vez):

Se concentra iridiscente la sustancia
íngrima
pureza en la completud de no existir,
intocada por el comienzo de las eras
sin embargo,
su respiración o alumbramiento significan el principio
del dolor en que células de sombra han sido inoculadas

El dolor al que alude no es una sensación transmitida a través de su percepción irracional, sino que se expresa figurativamente como un grito largo y sostenido que puede incluso llegar a turbar lo visible:

(Un grito de soles se pierde entre lo vasto,
un grito oculto en la memoria aunque su eco,
su desconsuelo,
a veces turban el equilibrio de lo visible.) (19).

Resulta difícil no recordar el último movimiento de Cada cosa es Babel, de Eduardo Lizalde, protagonizado precisamente por el grito que se convierte en poema, una forma potenciada del sentido condenada a ser y no ser simultáneamente, como una superación del nominalismo simplón donde cosa y nombre se identifican mecánicamente:

El grito,
que ha de roer la nube
y destrozar al pájaro
reventado en el aire
cuando empiece a sonar:
será el poema.
[...]
La pausa misma,
lago de lenguas arrancadas
entre uno y otro grito,
será el poema (107).

En Claudia Posadas, el grito llega hasta el plano figurativo en la composición, pero igual que en Cada cosa es Babel no se convierte todavía en discurso racional; por ello, se acude muy pronto a una conciencia que modele la experiencia desde una perspectiva comunicable, donde el lenguaje simultáneamente propone una “lapidaria construcción de lo tangible”, por la vocación de inmortalidad que tiene la obra literaria, y esa “natural incertidumbre” que atañe a la poesía, por su capacidad para significar más allá de los límites estrechos del significado referencial:

El otro principio es de conciencia,
mas no la intrínseca al primer temblor,
sino el sofoco de partículas tomadas por el yugo:
estar a partir de sus formas, su lenguaje,
su lapidaria construcción de lo tangible,
su natural incertidumbre (2015: 19).

Si la forma en un principio es contención forzada (“el sofoco de partículas tomadas por el yugo: / estar a partir de sus formas”), quien lee no puede obviar que esta realidad desemboca en “su natural incertidumbre”. Resulta difícil no escuchar los ecos de “No obstante -oh paradoja-, constreñida / por el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma” (Gorostiza: 65), pero no hay que perder de vista que el camino trazado por Gorostiza sigue un orden inverso: lo que era “la imagen atónita del agua”, tan sólo “un tumbo inmarcesible” y “un desplome de ángeles caídos / a la delicia intacta de su peso” se “asienta, ahonda y edifica” en el vaso que le da forma, “en la red de cristal que la estrangula” (65). Hay que progresar en Muerte sin fin para presenciar la involución de este principio formal, donde pasada la primera mitad del poema se confirma que “el vaso en sí mismo no se cumple” (78) y que “la forma en sí misma no se cumple” (79), “cuando el hombre descubre en sus silencios / que su hermoso lenguaje se le agosta, / se le quema -confuso- en la garganta, / exhausto de sentido” (82). El hombre termina por enfrentar una crisis del significado que culmina en un lenguaje “confuso” y “exhausto de sentido”.

También resuenan dos liras gemelas de Canto a un dios mineral, centradas en la eternidad y en el lenguaje como una “forma oculta y delirante” que no cesa y “brilla en los muros permanentes” y, de manera simultánea, “transparentes”. La forma es uno de los sesgos en los que la eternidad puede ser comprendida por seres temporales como nosotros; transparente porque no es patente para los seres propensos a una finitud temporal y permanente porque es fiel a su naturaleza (remito para esta interpretación a Evodio Escalante 2011: 79-84). Si la forma es uno de los lenguajes en los que se expresa la eternidad, la muerte del individuo (y de la subjetividad) parece un requisito indispensable para darle paso a esta nueva dimensión de lo eterno. Si en la segunda lira se alude a la muerte como “la medida, / compás y azar de cada frágil vida” es porque para los seres finitos su única aproximación a este tiempo sin tiempo será la muerte:

Oh, eternidad, oh, hueco azul, vibrante
en que la forma oculta y delirante
su vibración no apaga,
porque brilla en los muros permanentes
que labra y edifica, transparentes,
la onda tortuosa y vaga.
Oh, eternidad, la muerte es la medida,
compás y azar de cada frágil vida,
la numera la Parca.
Y alzan tus muros las dispersas horas,
que distantes o próximas, sonoras
allí graban su marca

La forma tiene un papel predominante en el epígrafe del poema de Claudia Posadas, tomado de la segunda letra de Tres lecciones de tinieblas de José Ángel Valente: “...se despiertan, como de sí, las formas: yo reconozco a tientas mi morada” (Posadas 2015: 19). Si se atiende al poema completo, en consonancia con lo que hemos visto en Gorostiza y Cuesta, se advierte de nuevo la importancia atribuida al lenguaje como un principio creador, casi un hálito vital, en el origen de todas las cosas. Si en principio la “casa” y el “lugar” se conectan con la “memoria”, el acto de nombrar fija y al mismo tiempo concreta la experiencia hasta otorgarle un cuerpo físico. Quizá el poema de Valente aludido como epígrafe sea el más cercano al fiat lux bíblico, donde el verbo tiene esa capacidad de encarnarse y hacerse hombre. La claridad con la que se explicita la fórmula del fiat lux contrasta, por supuesto, con el desenlace del poema, un yo desorientado ante los poderes de la creación divina que reconoce “a tientas” su “morada”:

Casa, lugar, habitación, morada: empieza así la oscura narración de los tiempos: para que algo tenga duración, fulguración, presencia: casa, lugar, habitación, memoria: se hace mano lo cóncavo y centro la extensión: sobre las aguas: ven sobre las aguas: dales nombres: para que lo que no está esté, se fije y sea estar, estancia, cuerpo: el hálito fecunda al humus: se despiertan, como de sí, las formas: yo reconozco a tientas mi morada (Valente: 217).

Como sucede con el grito de Lizalde en Cada cosa es Babel, Claudia Posadas apunta en otra dirección y acierta: a pesar de la contención formal, este dolor genésico del lenguaje tiene como destino “su natural incertidumbre”. No se convierte en un lenguaje “exhausto de sentido” ni agotado por el silencio, como en Gorostiza; tampoco en una forma trascendente en ese tiempo sin tiempo que celebra Cuesta; mucho menos es el acto creador de una divinidad incomprensible desde la altura humana como en José Ángel Valente. Su rasgo esencial, por el contrario, es la incertidumbre.

Si la certidumbre es el conocimiento seguro y claro de algo, la incertidumbre apunta al desconocimiento; no al sentido frustrado (como en el poema de Gorostiza), al sentido trascendental que rebasa las posibilidades del lenguaje humano o temporal (como en Cuesta) o a la desorientación humana frente al todopoderoso fiat lux de Valente, sino a un desconocimiento asegurado por la forma, capaz incluso de superar este límite. El lenguaje y la forma viven atravesados por la incertidumbre. Por ello, páginas después la misma Posadas escribirá que “el ave del significado es una ráfaga sin forma” (2015: 47): la forma constriñe y genera incertidumbre, por lo que el sentido más fértil será precisamente aquel privado de una forma. En “Hylé”, en todo caso, la incertidumbre conduce al odio espesado por un proceso casi alquímico de reducción o síntesis, capaz de oscurecer incluso lo ya oscurecido:

Es en este origen donde hierve el magma,
donde va nervándose la sombra que desfigura el rostro;
es allí donde se espesa el odio,
el cauce donde fluye el miedo
y del que brota una savia que oscurece el cuerpo en sí oscurecido (19-20).

Condensados (es decir, convertidos de su estado gaseoso a una forma líquida), el odio y el miedo se transforman en realidades tangibles; este giro argumental respecto a la tradición hegemónica incorpora dos emociones fuertes e inconcebibles en la arquitectónica apolínea de Muerte sin fin. Si pensamos en Canto a un dios mineral, ambas emociones resultan incompatibles con la deposición del sujeto a la que se ha referido Escalante en su interpretación del poema (2011: 21-24) ; para Cuesta, es el lenguaje lo que se espesa, no una emoción tan humana como el odio:

El lenguaje es sabor que entrega al labio
la entraña abierta a un gusto extraño y sabio:
despierta en la garganta;
su espíritu aun espeso al aire brota
y en la líquida masa donde flota
siente el espacio y canta

Las emociones que presenta Posadas en “Hylé” y que desarrollará a lo largo del libro resultan impensables fuera de una afirmación de la identidad sensorial y pasional del sujeto. Por el contrario, la tendencia dominante en la tradición hegemónica del poema de tema metafísico ha sido el irracionalismo objetivo que Evodio Escalante define, a partir de una lectura atenta de la obra de Cuesta, como “una deposición (o incluso, si puedo forzar la nota, una ‘deyección’) del sujeto moderno, un abandono radical de todo subjetivismo en favor de un objetivismo a cuyo amparo desamparado (si se me permite el oxímoron) tendría que discurrir la existencia contemporánea” (21). Se trata de una concepción del ser artístico que Escalante enlaza con la muerte del autor como una forma de trascender en el lenguaje y que está en la base de otros grandes poemas del conocimiento, como Incurable, de David Huerta. En este extenso y complejo poema, como ha apuntado Angélica Tornero, “una de las tesis centrales de esta poética del ser / no ser en el mundo parece que es ésta: el mundo, la realidad, la vida, el ser se resuelven como lenguaje y escritura” (62). La deposición del sujeto parece un rasgo consustancial a esa poesía que apuesta por el conocimiento y privilegia el lenguaje (pienso, entre muchos otros ejemplos, en Ese espacio, ese jardín del 2003 y Marfa, Texas del 2015 de Coral Bracho). Se trata de un camino cuyo mapa general puede verse trazado en unos versos de Cuerpos (2011), de Max Rojas, donde la desconfianza hacia la capacidad expresiva del lenguaje desemboca en la deposición de la subjetividad:

porque las lenguas en servicio
son bastante inútiles para expresar cualquier asunto
de importancia suma o, incluso, relativa,
más bien en casi nada y, hablando de la Nada,
es casi nada lo que puede transcribirse
como producto de una reflexión profunda,
lo equívoco es lo único que puede ser narrado,
sin riesgo de caer en múltiples equívocos,
textos neutros,
incapaces de guardar memoria de los cuerpos (482).

En Max Rojas, el equívoco no sortea por sí mismo los límites del lenguaje y termina por conducir, fatalmente, a la deposición del sujeto: estos “textos neutros” son “incapaces de guardar memoria de los cuerpos”. Lo incierto del equívoco no conversa con la emoción ni con el sujeto, sino que termina por borrarlo.

“Hylé” de Posadas, por el contrario, concluye con una fuerte filiación a un yo reconocible en términos mundanos, tanto en su versión incluyente (un nosotros) como excluyente (un yo), corporal y sometido a su temporalidad, ajeno a esa pureza trascendental de la poesía filosófica de corte metafísico que se expresa a través de la transparencia:

Dónde hallar la transparencia en esta acumulación de carne y huesos, en los órdenes infinitesimales que obedecen a leyes ajenas a lo eterno como pequeñas y mortíferas máquinas de precipicio (2015: 20).

Contra la transparencia y las leyes de lo eterno, el sujeto en Posadas se configura como “acumulación de carne y huesos” cuyo mayor estado de perfección es maquinal, pero no trascendente, como “pequeñas y mortíferas máquinas de precipicio”. Avanzando en el libro, el poema “In horrore visionis nocturnae” concluye también con esta pregunta:

¿Habría que romper,
salir del espejismo,
para hallar la transparencia en el numen de todo origen? (46).

En consonancia con este rechazo y en una fuerte tensión con la lectura mística que suele hacerse del Liber Scivias, la noción de eternidad se presenta a menudo como una impostura que nunca llega a su realización. En uno de los poemas fundamentales del libro, “Miedo”, la eternidad se queda en una aspiración fatua para exorcizar al miedo (y subraya, de paso, la superioridad de las emociones sobre las abstracciones):

Para conjurarlo [se refiere al miedo], hay quien alza templos de orgullo
miserables dictaduras de razón o de fe
a las que ofrenda la copa en que vertió su deseo de lo eterno (22).

El “deseo de lo eterno” queda como otro más de los “templos de orgullo” alzados por estas “miserables dictaduras de razón o de fe”; ni el racionalismo de la ciencia ni el irracionalismo de la religión bastan para acabar con el miedo, porque pocos versos después la voz lírica nos confirma que, pese a todo, “al fondo de la copa el miedo se agita como una / serpiente” (22).

La transparencia y la eternidad se rechazarán como distintas modalidades de lo abstracto que se oponen a lo vivido por el sujeto, a su ser existencial en un devenir opuesto a los seres trascendentes de la gran poesía filosófica de Muerte sin fin y Canto a un dios mineral, luego de renunciar al lenguaje y, en última instancia, a la razón:

Porque había decidido renunciar a los puentes. Puentes de razón,
puentes de lenguaje,
puentes de poder,
puentes,
insondables puentes que se fueron tendiendo bajo una extraña vigilancia.
[...]
Y todo en contra del absurdo,
todo por reconstruir las percepciones de esta cárcel
a imagen y semejanza de la transparencia.
Pero en esta orfandad sólo existe el miedo

Hacia una conciencia emocional: el miedo y el odio en el Liber Scivias

Renunciar a la transparencia y a una noción simple de eternidad conduce, sin dilación, al miedo, al dolor y al odio. Así, en el centro del Liber Scivias de Posadas se erige un sujeto capaz de experimentar estas emociones poderosas y profundamente subjetivas. Odio, dolor y miedo no como estados transitorios, sino como emociones esenciales.

Para ubicar con mayor precisión la esfera en que se encuentra este poemario de Claudia Posadas, convendría ponerlo en relación con los grandes poemas sobre el miedo y el odio; pienso, por supuesto, en la sección de “Grande es el odio” de El tigre en la casa. En esta serie, Eduardo Lizalde encadena distintos acercamientos a ambas emociones; tanteos que describen con sensible rigor vertientes del odio y del miedo. Ambos sentimientos son vistos con la precisión quirúrgica de fenómenos y se les describe desde una ataraxia fenomenológica, donde la realidad misma, en términos de Husserl, se pone entre paréntesis. La descripción fenomenológica invita, por supuesto, a describir el miedo en los mismos términos en los que se refiere al odio y a la belleza:

Y el miedo es una cosa grande como el odio.
El miedo hace existir a la tarántula,
la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores (130-131).

El miedo, como todo sublime kantiano, no puede describirse en sí mismo, sino sólo a través de sus correlatos; en este caso, la belleza. Una belleza­ tan contundente que petrifica, como sucede con el miedo; una belleza tan evidente y decisiva que provoca, como el miedo, una reacción refleja que pone al sujeto a la expectativa. Cuando Lizalde se refiere al odio, lo hace a través de los grandes conceptos del poema filosófico como el tiempo (“El tiempo es odio”), Dios (“Dicen que Dios se odiaba en acto, / [...] / que se odiaba / para existir”), la dialéctica (“Cuando alguien sueña que nos odia, apenas, / dentro del sueño de alguien que nos ama, / ya vivimos el odio perfecto”), para concluir el poema con un guiño a su valor existencial (“El odio es la sola prueba indudable / de la existencia” [130]). Ninguno de estos planos es ajeno, por supuesto, a los grandes temas de Muerte sin fin y Canto a un dios mineral.

Claudia Posadas propone una vía completamente distinta de comprensión del miedo y del odio. No para conceptuarlo, sino para experimentarlo. El sistema de pensamiento que plantea, lejos de una fenomenología, apunta a una experiencia del ser y de la reconciliación con el sujeto y sus correlatos. De ahí que, contra la deposición del sujeto tan común en la gran poesía hegemónica del conocimiento, Claudia Posadas prefiera su afirmación a través de una trama anecdótica protagonizada por la conciencia emocional del sujeto, capaz de alcanzar una sobreexposición patética de la que está exenta, por ejemplo, la poesía de Eduardo Lizalde.

En el “Miedo” del Liber Scivias, por el contrario, esta emoción se presenta desde los primeros versos como ajena al lenguaje (“transcurre en silencio”, como un “murmurar” y no un habla), profundamente somática (“al fondo de la sangre”, “íntimo temblor”) y anterior a la forma (“mordedura sembrada en la gestación de las formas”):

Existe un acto que transcurre en silencio,
al fondo de la sangre;
una mordedura sembrada en la gestación de las formas.
Ese íntimo temblor,
ese murmurar que hiere la aceptada mansedumbre,
es el miedo (2015: 22).

Parece claro que, al menos en el plano de una conciencia emocional, se está consciente de la emoción que se vive aunque la experiencia pueda ser, en sí misma, irreflexiva (irracional e incluso previa a su manifestación lingüística). El miedo, muy lejos de ser una entidad abstracta, encarna en quienes lo sienten como una experiencia, de modo que incluso su propia naturaleza nominal se ve alterada en el poema y deja de ser “el miedo” para definirse a través de quienes los sienten (bajo subterfugios gramaticales como “el que...”, “es quien...”):

También existe el que nunca será abandonado por el miedo,
pues vive en el principio donde aquél se fortifica.
Es quien, renuente o incapaz de enfrentar el imperio del mundo,
sólo tiene el desarraigo como única palabra,
como débil tea para el descenso a la angustia de sí,
hondura donde yace, en su abierta desnudez,
el núcleo de esta conciencia.
[...]
Es quien pacta la traición a su índole habitada
y muere en la tristeza de encarnar lo aborrecido.
Y sin embargo el miedo nos traspasa a todos como una arteria que nos une en la misma nutrición (22-23).

La suma de estas experiencias subjetivas puede escalar, por supuesto, hasta la esfera de la vivencia colectiva, en comunicación con nociones como la identidad múltiple del yo (“los órdenes del yo”), la vivencia desde la finitud del tiempo (“aquel implacable deshacerse en el tiempo hostil de la materia”) y, en última instancia, el existir como experiencia no conceptual “en el abandono de existir”:

Son los órdenes del yo inscritos sobre piedra
que nos sirven de argumento
para enfrentar la sima de lo vasto.
Es la acumulación de acciones absurdas para demorar nuestra derrota,
aquel implacable deshacerse en el tiempo hostil de la materia
donde el miedo finalmente nos aguarda,
el miedo que no es posible exorcizar porque sabe su perfecta hechura,
su raíz añeja y definitiva,
único asidero
en el abandono de existir (23-24).

En el poema titulado precisamente “El odio” (2015: 33-35), quien lee puede percibir este odio prolífico, en estado puro, que sólo crece y crece, capaz de infestar el espacio hasta sustituir por completo a su emoción contraria, también muy poderosa, el amor, desde una perspectiva ciertamente esencialista (de ahí la afirmación de “No fue el amor lo que forjó la esencia”):

Creció en mi casa como una hiedra en el resquicio del jardín;
creció como una larva adherida a las fundaciones de la sangre,
a la maldición lanzada por alguien sin rostro
antes de nacer nuestra heredad.
No fue el amor lo que forjó la esencia,
no fue el amor el blasón de nuestra indigente,
miserable estirpe,
la memoria para honrar en el ara de nuestro fundamento
Fue una creciente hoguera engullendo nuestra carne,
una devoración nutrida de sus hijos.
Un veneno fluyendo entre los cuerpos
que se avivaba mutuamente.
No fue el amor la gema sobre la cual se levaron los cimientos,
fue una piedra de odio puro,
piedra ónix,
amarga piedra cuyo filo traspasó la certidumbre
de quien empezaba a descubrir en sus pequeñas melancolías el
abandono (33).

Este odio permite solidarizar a la expresión con el sujeto. Si Cuesta inaugura el sujeto depuesto de la tradición literaria contemporánea, Posadas logra restaurar los vínculos del poema con lo subjetivo. El autobiografismo del poema no es, en todo caso, el eje de la composición; se trata más bien de un componente más a través del cual se reconoce la carga emotiva del poema desde una primera persona que reconcilia al ser con su capacidad para sentir emociones poderosas.

Los conceptos de la mística

Los poemas que siguen progresan de distintas maneras, pero siempre tras la brújula de una poesía filosófica centrada en el sujeto finito, por lo que muchos conceptos típicos de la mística no se corresponden con la tradición. Como hemos podido apreciar, el silencio, tan importante para sugerir el momento inefable de la unión del alma y el cuerpo, en la obra de Claudia Posadas recorre muchos otros registros: el silencio también es odio en versos largos, profundos y armoniosos como “El odio fue madurando en los silencios con los cuales enfrentábamos los años, / en esas palabras nunca dichas porque nuestra única certeza fue la ira” (2015: 34). En “Las Furias”, el silencio está muy lejos de su esencia contemplativa en la mística convencional; representa, por el contrario, una tremenda violencia contenida:

Y después viene el silencio,
pero un silencio estremecido en el eco del derribe,
un silencio carcomiéndome como un duelo,
un silencio impuro ahuecando al corazón
hasta forjar una caverna de la que penden jirones del desborde,
pequeños tímpanos que aguardan, para ungirse,
cualquier crisparse de la herida (83).

El silencio también es simple miedo, ese “acto que transcurre en silencio, / al fondo de la sangre” (22), y puede llegar a convertirse en un penoso estado de mutismo en la casa familiar: “el callar del Padre y Madre verdaderos / como un hueco en la intemperie” (118). En la poesía mística, el castillo sirve para referirse alegóricamente al alma (así lo hizo santa Teresa en Las moradas del castillo interior de 1577); para Posadas, el castillo representa una habitación siempre acechada por el miedo y la violencia en los poemas “Muralla en silencio”, “La habitación secreta” o “Morada para aguardar la niebla” (2015: 59-60, 61-62 y 124-127). La cárcel en la literatura mística es una alegoría que expone las limitaciones del cuerpo físico frente a la libertad del cuerpo espiritual; en Posadas, alude a una cárcel física, esa casa de la infancia de la que resulta difícil liberarse y cuya mayor promesa es la ventana: “la ventana como evidencia de la cárcel, de la asfixia, / y respirar era imposible / cercado el aspirar por el odio que sigue atormentando a los muertos de esa casa” (68), pero su significado se extiende hasta el de una genealogía familiar (“¿O mi sangre es esta cárcel que no cesa?”, en “La cárcel que no cesa” [89]).

El Liber Scivias de Posadas se inscribe sin duda en el cauce de la meditación poética filosófica, pero renuncia a muchas de las marcas que identifican al género, como la puesta en crisis del lenguaje, la deposición del sujeto o la supremacía del discurso racionalista. Estas diferencias tampoco terminan de explicarse por la vía mística donde incursiona, cuyos motivos se presentan siempre trastocados. Parece evidente que hay que leer este libro desde referentes distintos a la meditación poética hegemónica para restaurar los vínculos del Liber Scivias con una tradición de la reflexión centrada en el sujeto y en los planos emocionales, tan ajenos a los poemas canónicos.

¿Desde dónde leer el Liber Scivias de Claudia Posadas?

Como hemos podido comprobar hasta aquí, con el Liber Scivias nos encontramos frente a una meditación poética cimentada en un paradigma filosófico que apuesta por la subjetividad. No voy a extenderme en este apartado, pero una lectura paralela con Esquisse d’une théorie des émotions (1938) de Jean-Paul Sartre rendiría frutos. Como liminar para una psicología fenomenológica que el autor nunca concluyó, Sartre explicó desde la fenomenología aquello que le parecía que definía de forma más certera al ser humano: las emociones. Con esta perspectiva, las emociones tienen una dimensión esencial insospechada y de la que no podemos ser conscientes desde la racionalidad, porque su naturaleza no es reflexiva. Avanzado su ensayo, después de comprobar que la filosofía y el psicoanálisis han fallado a la hora de intentar definir las emociones, Sartre propondrá su propia definición: “a présent nous pouvons concevoir ce qu’est une émotion. C’est une transformation du monde” (79) y si no hemos sido conscientes de este papel protagónico en la historia y la cultura ha sido porque “l’origine de l’émotion c’est une dégradation spontanée et vécue de la conscience en face du monde” (100). Lo que no puede ser procesado a través de la razón, se procesa por las emociones. En el planteamiento de Sartre, la emoción se erige como una vía válida de conocimiento no racional.

A veces, sin embargo, no hace falta ir tan lejos. Esta mirada a la meditación poética de tema filosófico desde la subjetividad encuentra raíces aquí y allá en la poesía mexicana, aunque su reconocimiento se ha demorado a la sombra de una tradición dominante como la desplegada alrededor de Muerte sin fin, Canto a un dios mineral, Incurable y otros poemas de semejante calado. Años atrás, Rosario Castellanos llamó a la puerta de la meditación poética filosófica, como ella misma recuerda: “en 1948 encontré un libro revelador: la antología Laurel. Allí leí Muerte sin fin, que me produjo una conmoción de la que no me he repuesto nunca. Bajo su estímulo inmediato, aunque como influjo no se note, escribí en una semana Trayectoria del polvo(Carballo: 412). Desde este poema temprano se advierte una profundidad genésica originada en una perspectiva subjetiva, estrategia de composición poco acostumbrada ante la universalidad que requerían los temas. Como apunta María Cristina Campos Fuentes, Castellanos en ese poema “se explaya en una búsqueda de los orígenes y del destino, pero no desde un punto de vista metafísico, sino emocional y físico” (29).

A este primer ensayo seguiría otro más ambicioso y maduro, Apuntes para una declaración de fe, pero su recepción crítica, negativa en general, desalentó a la autora:

Es un poema malogrado. De las crisis que se padecen en la adolescencia, y entre las cuales la religiosa es sólo una, quise rescatar algo, algo que continuara informando mi vida; deseaba darle sentido y justificación a cada uno de mis actos. En los Apuntes me arrastró la retórica. Me llevó a hablar, por ejemplo, del continente nuevo que es América, del que tenía una idea superficial y falsa. La última parte del poema, que quiere ser lírica y no lo logra, está en contradicción con la parte primera, en la que el poema es casi prosa: incisivo, pletórico de lugares comunes usados de manera deliberada. Entre ambas partes existe una falta de continuidad. Fue muy duramente criticado, sobre todo por Miguel Guardia, quien dijo que en él las influencias formaban legión. Lo considero un experimento. A partir de entonces no volví a frecuentar ese camino (Carballo: 412).

Sorprende la dureza de su autocrítica y su conclusión: “a partir de entonces no volví a frecuentar ese camino”. ¿Era consciente de la originalidad de su planteamiento? Estos poemas no tenían la altura metafísica de su modelo inmediato porque no intentaban repetir Muerte sin fin. Por el contrario, Castellanos reformulaba el poema de tema metafísico al experimentar una subjetividad viva, en la que mundo y abstracción filosófica se amalgamaban con el presente inmediato y con su biografía (donde la filosofía estaba presente desde su propia formación profesional en la Facultad de Filosofía y Letras).

Algunos pasajes de Apuntes para una declaración de fe ejemplifican espléndidamente la inserción del sujeto en los paradigmas de una filosofía metafísica con una perspectiva subjetiva:

En un día de amor yo bajé hasta la tierra:
vibraba como un pájaro crucificado en vuelo
y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,
a cuerpo traspasado de sol al mediodía.
[...]
Ese día de amor yo fui como la tierra:
sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces
y la raíz bebía con mis poros el aire
y un rumor galopaba desde siempre
para encontrar los cauces de mi oreja.
Al través de mi piel corrían las edades:
se hacía la luz, se desgarraba el cielo
y se extasiaba eterno-­ frente al mar.
El mundo era la forma perpetua del asombro
renovada en el ir y venir de la ola, consubstancial al giro de la espuma
y el silencio, una simple condición de las cosas.
Pero alguien (ya no acierto
con la estructura inmensa de su nombre)
dijo entonces: “No es bueno
que la belleza esté desamparada”
y electrizó una célula

El sujeto invade el poema desde los primeros versos y el espectáculo de la creación carece de sentido sin la admiración que despierta en él (“El mundo era la forma perpetua del asombro”). Como en Posadas, la existencia está determinada por una condición previa al lenguaje, de modo que el tiempo no se define por un concepto, sino por la sensación del paso del tiempo (“Al través de mi piel corrían las edades”) y el lenguaje tampoco es determinante en este proceso de percepción del mundo (“el silencio, una simple condición de las cosas”). Castellanos evade el tema espinoso de la creación y presenta a un Dios anónimo que con tendencia cientificista “electrizó una célula”.

Cuesta trabajo no ver en una de las secuencias climáticas de Apuntes para una declaración de fe la síntesis de Muerte sin fin: “Somos la raza estrangulada por la inteligencia”, anuncia Castellanos, para concluir pocos versos después que “la inteligencia es una prostituta / que se vende por un poco de brillo / y que no sabe ya ruborizarse” (33). Gorostiza tuvo que atravesar los 773 versos de su magistral poema para alcanzar a sugerir, apenas en los últimos dos versos, que era posible fusionar la reflexión metafísica con el presente del sujeto: “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!” (88).

Creo que hoy estamos más preparados para apreciar una meditación poética que valora los rasgos esenciales del sujeto (por encima de los del ser), que está dispuesta a entender las esencias desde la finitud de los planos temporales concretos (y no desde lo eterno) y que no teme proponer vías de exploración más allá del paradigma racionalista (tan ligado al lenguaje y al concepto) de la tradición hegemónica. La comparación entre el Liber Scivias y Muerte sin fin puede parecer desproporcionada por mucho, pero he tenido que partir de ella porque es el horizonte de lecturas de un público lector profesional. Como sucedió con Apuntes para una declaración de fe de Castellanos, obra de la cual la misma autora reniega, los otros poemas extensos o poemarios que se atreven a cambiar la orientación de la meditación en clave subjetiva se leen poco y se conocen mal. Sin ánimo de ser exhaustivo, resulta inevitable pensar en el poema que me parece más cercano en su espíritu e intención al Liber Scivias de Posadas, aunque en su ejecución resulte una obra muy distinta. Me refiero a Migraciones (1991-2002), de Gloria Gervitz, obra escrita y reescrita a lo largo de varios años, donde el proceso cognitivo está subordinado permanentemente a la experiencia personal del sujeto de la enunciación: “no puedo salir de mí misma / y sólo en mí conozco y siento a los demás / invención que comienza cada mañana con el monótono aprendizaje de despertar / y volver a ser yo, una de las tantas que me habitan” (17). Se trata, avanzadas varias páginas, de un aprendizaje que renuncia al plano intelectual para sostenerse en la experiencia, expresada a través de una ordenación y reordenación de memorias familiares; hacia el final, el sujeto de la enunciación declarará: “Suéltame para que pueda buscarte / Para que pueda abrirme no al conocimiento de ti / sino al confuso presentimiento del camino hacia ti” (111).

Me parece natural que el cambio que hemos presenciado en una sociedad que abandonó hace mucho los grandes planteamientos de una filosofía idealista heredera del siglo XIX se refleje de forma nítida en la poesía mexicana al filo del XXI. Quizá Sein und Zeit de Heidegger sea el último gran sistema filosófico de este periodo, pero sus postulados entran inevitablemente en crisis al intentar llevarlo al plano de lo real. Los desajustes entre experimentar el ser y pensar el ser son una de las muchas tramas posibles de Patología del ser (1981) de Ramón Martínez Ocaranza. En este poemario tan atípico, se acepta la subjetividad como fundamento exclusivo del poema (“la única biografía del poeta es su canción y la metáfora de su muerte” [165]) y, consecuentemente, se ridiculiza la concepción metafísica del ser: “Que Ser es el No-Ser del Ser No-Siendo que pueda parecer reconociendo que se puede / No-Ser siendo y no siendo” (151), enunciado que será descrito más abajo como “bárbaras cuestiones encontradas de metodología” y también de “Ontología en un cerebro de patología” (151). La comprensión del ser a lo largo del poema es más bien una preconcepción intuitiva que, al menos en mi lectura, podría adelantarse incluso al lenguaje, como sucedía en el poema de Castellanos: “Preconciencia del Ser es elemento de la inconciencia para la conciencia. / Que llagas del No-Ser no se dialogan” (110). Más que de comprender el ser, creo que podría hablarse de experimentar el ser.

Esta vuelta a la subjetividad se percibe incluso como una necesidad en poetas cuya trayectoria ha estado ligada a la filosofía por distintas razones y ha sido fundamento para varias de sus obras; en uno de sus poemarios más recientes, Jaime Labastida vuelve sobre el tema del génesis y de la capacidad del sujeto para asumir su responsabilidad como punto de convergencia de toda creación:

Los estigmas de todas las especies resplandecen,
de pronto, en mi garganta, están, de súbito,
erguidos, en la punta de mi lengua. Los gases,
el tenaz aerolito, las piedras, los insectos
que fueron necesarios para que yo dijera
estas palabras, para que yo recuperara
su sentido, pleno por fin, han vuelto a mis entrañas
y hablan, gritan, apenas si atinan a decir
lo que pueden decir y sólo balbucean (2012: 11).

El sujeto que experimenta esta convergencia de mundo, donde se mezclan todos los órdenes y todos los tiempos, no recurre al plano racional ni conceptual (se expresa desde sus “entrañas” que “sólo balbucean”), y el Big Bang donde tiene origen el universo se convierte aquí en una implosión desde afuera hacia las entrañas del sujeto (el aerolito que trae la vida a la tierra, las piedras y los insectos “han vuelto a mis entrañas”). Varias páginas después, cuestionará explícitamente la pertinencia del concepto filosófico ante la realidad del sujeto, identificado con su conciencia emocional (“el fondo de nuestro amargo / corazón”):

El tiempo corroe por dentro los objetos, los convierte

en ceniza, los vuelve polvo y nada más que polvo.

Y eso, ¿qué importa? ¿Qué nos importan todos esos

razonamientos abstractos? ¿Cambiará en algo la vida

si sabemos que el mundo es infinito, que los dioses

no existen, que sólo nosotros construiremos, aquí,

sobre la Tierra, el imposible reino de los cielos? Nada

podrá cambiar, sólo es preciso saber que el fundamento

de toda la justicia está en el fondo de nuestro amargo

corazón (34).

Esta revaloración de la subjetividad quizá explique que la poesía sobre el conocimiento de cuño reciente se nutra del filón de los sistemas de pensamiento orientales, más atentos al sentido común como una vía válida de acceso a la experiencia personal (pienso, por ejemplo, en la obra de Elsa Cross), o sea capaz de mirar hacia una metafísica de las pasiones (bien ejemplificada por el Eduardo Lizalde de El tigre en la casa) o del sinsentido, como sucede muchas veces en los poemas más ambiciosos de Gerardo Deniz. Una compilación como En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma. Homenaje de poetas jóvenes a Gorostiza, realizada por la misma Claudia Posadas, habla mucho de la fortuna del poema de tema filosófico para las nuevas promociones.

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