Recordar lo eterno: una propuesta interpretativa de la anámnesis platónica

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José Pablo Correa Rosell

Resumen

El artículo examina la cuestión de la anámnesis en la filosofía platónica, considerada como la caracterización de todo aprender como “recordar” en el Menón, el Fedro y el Fedón. Para tratar esta problemática, se presentan las presuposiciones necesarias de cualquier lectura de la anámnesis, notablemente la naturaleza de las formas contempladas y cómo se relacionan con nuestra comprensión. Con este fin, se recurre a las interpretaciones de Eric D. Perl y Hans-Georg Gadamer para “situar” la anámnesis dentro de una tradición interpretativa hermenéutico-filosófica de Platón. Posteriormente, se interpreta la anámnesis como una descripción del aprendizaje, y el “medio” que vincula nuestra comprensión y el ser revelado inteligiblemente —punto no desarrollado
por Perl o Gadamer—. La anámnesis se revela como “recordar lo eterno y siempre presente”, pasando de lo conceptual y lingüísticamente indeterminado a lo determinado. Finalmente, se sugieren vínculos entre la interpretación propuesta, la filosofía de Platón, Aristóteles y Gadamer.

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Cómo citar
Correa Rosell, J. P. . (2025). Recordar lo eterno: una propuesta interpretativa de la anámnesis platónica. Interpretatio. Revista De hermenéutica, 10(1), 95-120. https://doi.org/10.19130/iifl.irh.2025.1/00S329X7W037
Sección
Artículos
Biografía del autor/a

José Pablo Correa Rosell, El Colegio de México

Licenciado en Relaciones Internacionales y maestro en Ciencia Política por El Colegio de México. Durante su formación académica, ha investigado la relación entre la filosofía y la disciplina de las Relaciones Internacionales, así como la obra de Carl Schmitt y Hans J. Morgenthau. También ha estudiado filosofía platónica y tomista de manera independiente. Ha impartido conferencias sobre estas líneas de investigación, notablemente: “Visible and Invisible Order in the Thought of Carl Schmitt
and Pseudo Dionysius the Areopagite”, en la asociación académica internacional de estudios neoplatónicos Dionysius Circle (2023), y “El Estado, el monopolio de lo político y el gran espacio, una posible aportación de Carl Schmitt al debate sobre el futuro del Estado” (2023), en El Colegio de México.

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Introducción: una primera impresión sobre la ἀνάμνησις

“También es así […], Sócrates, si es verdadero [el argumento] que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el aprender no es realmente otra cosa sino recordar”.1 Con estas palabras inicia la “segunda demostración” socrática para la inmortalidad del alma humana, aludiendo, claramente, a una doctrina bien conocida por aquellos discípulos que acompañaban al filósofo condenado: que todo aprendizaje no es sino recordar. Tal enseñanza —atribúyase a Sócrates o Platón— es, también, fácilmente reconocida entre nosotros; por lo menos en alguna forma, quizá vaga, por una primera, y frecuentemente única, lectura del Menón en cursos introductorios a la Filosofía. Mas este primer encuentro no lleva, por lo general, a más que una serie de imágenes tan ampliamente difundidas, y frecuentemente repetidas, que solo es necesario describirlas del modo más breve.

Se nos presenta el alma antes de encarnarse, contemplando ciertos “ejemplares perfectos” de todo lo que hay en el mundo; vemos, también, su misteriosa caída desde este exaltado lugar, acompañada por el olvido parcial de lo que vio allí, antes de ser sepultada en la “tumba que llamamos cuerpo”.2 Finalmente, permanece en nuestra memoria la imagen del filósofo, preguntando diligentemente, a otros o a sí mismo, hasta recordar las ideas (τᾰ̀ εἴδη) prenatalmente contempladas.3

Las vivas imágenes que Platón utiliza permanecen firmes en la memoria. No es evidente, sin embargo, qué significan o pretenden mostrar, ni de qué manera debe entenderse ese “recordar” (ἀνάμνησις)4 que ocurre siempre que “aprendemos”. Hay una primera interpretación literal que se sugiere inmediatamente. Desde este punto de vista interpretativo, la anámnesis es, simplemente, recordar las “ideas puras y separadas” que contempló el alma descarnada en un punto previo del tiempo. La interpretación es bastante común, y parece, a primera vista, tener un importante sustento textual, pues retoma de la manera más directa el lenguaje que se encuentra en los diálogos. Parece, también, gozar de un importante mérito filosófico, al “encajar” coherentemente con varios de los más conocidos argumentos presentes en los diálogos de Platón, como la existencia de un “mundo ideal”, la transmigración de las almas o la irrealidad del mundo visible —aunque tal coherencia dependa de interpretaciones cuestionables de la obra platónica, que llevan a cada uno de estos lugares comunes—.

Hay, sin embargo, claros problemas con este punto de vista. Basta con mencionar, para fines de este trabajo, solo algunos. El primero, de carácter más bien textual, es que esta primera lectura ignora completamente la clara incertidumbre socrática sobre la mayoría del himno mítico que relata a Menón. No debe olvidarse que Sócrates afirma que se trata de una opinión que, aunque “bella y verdadera”, proviene de: “aquellos sacerdotes y sacerdotisas que se han ocupado de ser capaces de justificar el objeto de su ministerio. Pero también lo dice Píndaro y muchos otros de los poetas divinamente inspirados”.5 No solo añade Sócrates este preámbulo, en el cual dice que sus palabras —o bien, las palabras de Platón, mediante Sócrates— son un himno mítico, sino que declara abiertamente: “en lo referente a los demás aspectos, no insistiría tanto en este discurso”.6 Es decir, no insistiría en los elementos del mito que exceden lo estrictamente necesario para responder al “argumento erístico” sobre la imposibilidad del aprendizaje presentado por Menón.

El segundo de los problemas con los que se encuentra esta primera lectura es que presupone, y depende de, una interpretación cuestionable de otros aspectos centrales de la filosofía platónica; en particular, una visión de las formas como “entes separados” con los cuales el alma pre encarnada interactuaría en un “segundo mundo”. Si esta interpretación de las formas resultase insostenible o se mostrase improbable —lo cual, según argumentan expertos en la obra de Platón, parece ser el caso—,7 esta primera lectura de la anámnesis perdería sus fundamentos filosóficos más importantes. Finalmente, no debe olvidarse que incluso en las críticas de un frecuente “literalista” de los mitos platónicos, como Aristóteles, no hay rastro de esta lectura “literal” de la anámnesis.

La insuficiencia de esta primera exégesis de la anámnesis, ilustrada por los tres problemas enunciados arriba, ha motivado reinterpretaciones de varios tipos. Notable entre ellas es la que realizaron autores neokantianos en la primera parte del siglo XX, como la propuesta por J. A. Stewart que se tomará, para propósitos de esta introducción, como representativa. Según propone Stewart, la anámnesis platónica no debe leerse de manera literal, sino como una prefiguración del “descubrimiento” de la necesidad de categorías a priori para cualquier conocimiento humano. La preexistencia del alma sería, entonces, una simple representación mítica de una formulación “rudimentaria” sobre la necesidad de categorías preempíricas para la comprensión, y, por ende, “preexistentes” a cada experiencia. El “recordar” al que se refiere Sócrates se volvería, entonces, una “toma en consciencia” de los elementos básicos del conocimiento, en tanto categorías innatas en el sujeto.8 Es un gran mérito de esta tradición interpretativa el “descronologizar” la anámnesis, para volver a poner en el lugar central la cuestión clave del Menón sobre cómo es posible el aprendizaje de lo desconocido, aquí y ahora.

Sin embargo, es poco convincente como interpretación el subsumir completamente los argumentos platónicos en un marco conceptual kantiano, dadas las enormes diferencias en “métodos”, problemas vigentes, y puntos de partida que separan al filósofo ateniense del germano. Tal “traducción” corre siempre el riesgo de actuar como una cama de Procusto, mutilando o estirando los conceptos y palabras del autor estudiado hasta encajar en un universo filosófico ajeno. Esto ocurre, e implica consecuencias fatales para esta interpretación, cuando se considera que las formas no corresponden, realmente, a la generalidad universal de categorías, en sentido kantiano. Si bien algunos “casos límite” como la “figura” podrían, en efecto, considerarse cercanos a las categorías básicas de la comprensión, las formas presentadas en los diálogos —notoriamente en el Menón mismo— se extienden a cosas como el “ser abeja”,9 las cuales difícilmente pueden considerarse “categorías” en lenguaje kantiano.

A estas dos interpretaciones podrían sumarse muchas más como ejemplos de la variedad en las lecturas que se han hecho de la anámnesis. Tal esfuerzo no corresponde, sin embargo, a los fines de esta investigación. En cualquier caso, la breve revisión introductoria muestra dos aspectos centrales de cualquier propuesta sobre la interpretación de la anámnesis que deben tenerse en mente: la anámnesis une la metafísica platónica con su “psicología”, pues se trata de recordar las formas; y puede considerarse ya como un fenómeno cronológico, ya como una analogía temporal de algo que ocurre “aquí y ahora”. Conviene esclarecer, brevemente, a qué se refiere el primero de estos aspectos.

La anámnesis ocupa un lugar central en la filosofía de Platón, no solo por responder al problema principal del Menón —pues, en efecto, la doctrina de la anámnesis es el fundamento de la respuesta platónica al argumento erístico de Menón, según el cual es imposible aprender; puesto que, si ya se sabe qué se aprende, no se aprende, pues se sabe; y si no se sabe qué se aprende, será imposible encontrar qué no se sabe—,10 sino porque vincula esa respuesta a cuestiones como la inmortalidad del alma humana, el “estatus de las formas”, el problema sobre la “rectitud” en los nombres, e incluso la “iluminación intelectual” que proporciona la “Forma del Bien”. La interpretación que se haga sobre cada una de estas “partes” del pensamiento de Platón influirá, inevitablemente, en cómo se entiende la anámnesis. Esto es también así viceversa, pues la interpretación que se haga de la anámnesis terminará por influenciar cómo se entiende cada una de las cuestiones mencionadas arriba. Esto es especialmente evidente y relevante en tanto se refiere a la pregunta sobre el “estatus” de las formas; pues, como se sugirió arriba, la interpretación “literal” no puede sostenerse, si no se acepta que las formas sean “entes separados”; mientras que la lectura neokantiana transforma inevitablemente las formas en categorías a priori en el sujeto.

Con esto en mente, es claro que cualquier reinterpretación de la anámnesis tendrá que situarse, conscientemente o no, en un cierto “punto determinado” dentro de una tradición interpretativa de la obra platónica más ampliamente considerada. Resulta igualmente evidente que, una vez hecha, esta reinterpretación debe ser coherente, por lo menos mínimamente, con la tradición interpretativa en la cual se sitúa y con el resto del corpus platónico. La interpretación de la anámnesis que se propone abajo retoma, principalmente, las líneas argumentativas de la hermenéutica filosófica aplicada a la filosofía platónica representada por Hans-Georg Gadamer, tales como la continuidad en la obra platónica en lugar de su “evolución”, la aproximación a la verdad a la que apuntan los argumentos del filósofo ateniense, y la primacía del sentido filosófico de los textos estudiados —en lugar de su “posición” en un proceso “evolutivo”, sus características textuales o las condiciones sociales dentro de las cuales se escribieron—; aunque sigue, también, la lectura neoplatónica actual de Eric D. Perl.

Del todo a la parte: el contexto interpretativo de la propuesta

Una presentación —por no decir nada sobre una defensa— exhaustiva y comparativa de los argumentos de Gadamer y Perl sobre la metafísica platónica es innecesaria para “preparar el escenario” de la anámnesis. Por ello, solamente se mencionarán los aspectos más íntimamente vinculados a la cuestión del “aprender como recordar”: el “estatus” de las formas como principios del ser, a la vez inmanentes y trascendentes; la unidad del pensamiento y el ser, mediante la forma; y el lugar de la Forma del Bien como origen último del ser.

En cuanto se refiere al “estatus” de las formas, debe destacarse que, tanto Perl como Gadamer —particularmente en sus estudios sobre el Filebo— se pronuncian en contra de la común interpretación de las formas como “entes separados”.11 Ambos autores proponen que las formas se deben entender, en cambio, como el simple “ser tal” de las cosas; como el aspecto inteligible del ser, en tanto se revela a nosotros.12 La forma es, pues, la dimensión inteligible de la realidad en las cosas. En tanto se encuentra “en” muchas cosas sensibles simultáneamente, puede afirmarse que se “participa” en ella; pero, en tanto no puede ser ninguna de las cosas particulares que reconocemos por ese “ser tal”, se considera “separada” de cada cosa particular. Separación que no debe pensarse en un sentido local, ni, realmente, ontológico (si por ello se entiende la distinción entre un ente y otro), sino como aquella distinción entre la dimensión inteligible del ser y su apariencia individual sensible. Si la forma es el “ser tal” de las cosas, no puede, en modo alguno, considerarse como un “ente aparte”, sino que debe considerarse como el principio inteligible de las cosas que se nos presentan “aquí y ahora”, y aquello por lo cual “son lo que son”.

Esta interpretación sobre la naturaleza de las formas puede esclarecerse retomando un ejemplo sacado del Menón. Aquello a lo que nos referimos cuando pensamos en la figura en sí no es ninguna figura particular —pues, de otro modo esa figura particular sería idéntica al “ser figura en sí”, y no habría motivo alguno por el cual llamar a otras cosas “figuras”—, pero sí es, en ese sentido, trascendente; sin embargo, el “ser figura” “está en” toda figura —de otro modo, no podría reconocerse a esta o aquella figura como tales—, por lo cual debe también considerarse inmanente.13 Esta lectura se sustenta no solo por lo dicho en obras como el Menón, con su ejemplo sobre la “figura” o la “forma de la abeja”, sino que, como afirma Gadamer, se encuentra de manera explícita en la imagen de la poción de la vida presentada en el Filebo:

Si el límite y la determinación no existen separados, para sí mismos, tampoco lo hace el mundo noético de las ideas entero ―como no lo hacen los ingredientes de la poción de la vida que se supone debe ser mixta―. Que el mundo noético de los números y las relaciones puras pertenezca junto a su opuesto dialéctico, el ápeiron, implica que ambas son solo aspectos abstraídos de esta tercera cosa llamada lo “mixto”.14

A lo dicho sobre “lo mixto”, por lo que aquí se entiende el mundo visible entero, debe añadirse que, en el Fedón y el Fedro, Platón se refiere claramente a las formas como “la realidad [οὐσία] de todas las cosas, de lo que cada una es” y “lo más verdadero de estas”.15 Al ser la “dimensión” inteligible de las cosas y, por definición, no sensible, las formas se nos revelan como invisibles, inmutables, siempre sí en sí, etc. La “figura en sí” —es decir, el “ser figura en sí”— no puede ser ninguna figura, pues abarca figuras opuestas, ni ser en lugar alguno, ni en tiempo alguno, ni tener dimensión alguna; sin embargo, se encuentra presente, incluso “simultáneamente” en cada figura particular.16 La forma designa, entonces, aquel aspecto del ser que se nos revela en cada cosa y permite reconocerla como “esto” o “aquello” (e.g. como “figura”), distinguiéndola de todo lo que la rodea y que no corresponde, estrictamente, a su “ser tal” (τί ἐστιν) universal e inteligible, sino a su “ser como” (ὁποῖόν ἐστιν) sensible y particular.17

No corresponde a los fines de este trabajo montar una defensa de esta interpretación del “estatus” de las formas en la filosofía platónica, pues ya se ha hecho convincentemente por los autores mencionados arriba. Basta con notar dos consecuencias de gran importancia para la interpretación de la anámnesis que se desprenden de esta lectura sobre la realidad de las formas. La primera es que las formas son, a la vez, trascendentes e inmanentes a las cosas —como Perl y Gadamer notan, su trascendencia e inmanencia parecen implicarse mutuamente—, lo cual se debe reflejar en nuestra contemplación de ellas. La segunda es que la forma debe entenderse, simplemente, como el “ser tal” de cada cosa que ser revela como “tal”. El corolario más importante de estas afirmaciones —sustentadas textualmente en las críticas a las “formas separadas” en el Parménides y el Filebo—,18 en tanto se refiere a la cuestión de la anámnesis, es que no hay tal cosa como un “mundo de las ideas” separado.

El mundo platónico demostraría, entonces, ser uno. Tal unidad se sugiere, también, en una lectura cercana del Fedro —un diálogo usualmente usado para sustentar la “duplicación del mundo”—, pues el auriga noético que representa al ser humano se mueve no entre dos “espacios discretos”, sino un continuo que abarca “mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad”.19 Otros diálogos dan, también, sustento a esta lectura, como la célebre imagen de la línea dividida en la República —pues, de nuevo, se trata de un solo continuo dividido—, o la afirmación en el Crátilo sobre las formas, a la vez, en las cosas y “más allá” de la realidad sensible.20

Mas las formas en las cosas no son solamente aquello que las dota de un “ser tal”, en sentido ontológico, sino que, como se ha sugerido arriba, y arguyen Gadamer y Perl, son aquello que da inteligibilidad al ser. Es decir, la forma es mediante lo cual se “revela” el ser inteligiblemente. Ambos autores, usando el leguaje de la tradición fenomenológica, afirman que hay, en la obra platónica, una presuposición del pensamiento humano como siempre “intencional”. El pensar platónico nunca ocurre en un “espacio mental privado” previo, sino que es, siempre, pensamiento sobre algo.21 La consciencia de lo que nos rodea es, simplemente, lo “dado”; es decir, la experiencia inicial de la cual, posteriormente, puede tomarse “autoconsciencia” ―y, por ende, no hay separación radical cartesiana entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, ni la prioridad del “espacio mental” propio, sino que ambas cosas son posteriores al acto inicial de conciencia de lo dado―.22

Nuestra comprensión no es, entonces, la interacción entre un ámbito mental interior y un mundo exterior, en sí, desconocido, sino el conjunto de relaciones que establecemos con el mundo en tanto se nos revela. De esto se sigue que el pensamiento, en esta lectura de Platón, no está “separado del ser”, ni puede considerarse que la forma, como el “ser tal” revelado al intelecto, sea una categoría a priori inherente al sujeto ante un objeto, en sí, incognoscible. Más bien, el pensamiento y el ser, en tanto inteligible, están fundamentalmente unidos.

Apoyándose en diversos textos platónicos, Gadamer y Perl proponen que la forma es aquello que explica, para Platón, esta unión entre el ser y el pensamiento, pues es cómo se revelan los seres como tales. Esto se sigue, lógicamente, de que la forma se considere el “ser tal” de las cosas; pues si una cosa “es tal” y se nos revela como un ser, será, necesariamente, algún “ser tal”. Este papel de las formas como unión entre el ser y el pensamiento —el cual no debe enmarcarse en el moderno debate sobre la separación entre sujeto y objeto—es a lo que se refieren argumentos en diálogos como el Parménides, donde se dice al joven Sócrates que quien se niegue a reconocer la realidad de las formas de “cada cosa una, no tendrá adónde dirigir el pensamiento. Al no admitir que la característica de cada una de las cosas que son es siempre la misma”.23 El papel de la forma no solo como “ser tal” ontológico, sino vínculo entre el ser y nuestra comprensión intelectual se vuelve a mencionar en el Crátilo, al notar que, sin las formas en las cosas, nuestro leguaje no designaría nada en específico y sería imposible utilizar palabras incorrectamente, pues no habría sino el indescriptible flujo imaginado por Crátilo;24 o en el Teeteto, al afirmar que, si no hay formas en las cosas, todo será verdadero solo “para mí”.25

Ahora, lo que distingue este tipo de relación inteligible, y le da el carácter “eterno, invisible y universal” que Platón asigna a las formas, es que nuestro pensamiento se relaciona con el mundo en tanto se le revelan los seres como “seres”. Es decir, como un “algo” que sobrepasa la simple percepción sensorial. Basta con mencionar que la experiencia humana del mundo inevitablemente se trata de una que está situada en un mundo de “seres”.26 El fuego, por ejemplo, no se nos revela solo como calor, luz, color, figura, etc., sino “fuego”, o, por lo menos, como cierta “cosa”. No hace diferencia alguna sobre este punto preguntarse si se trata de un fuego ilusorio o sobre las determinantes particulares de este fuego, pues se nos revelaría, en cualquier caso, como “cosa”, y cosa en un sentido universal. En efecto, la posibilidad misma de distinguir entre un fuego ilusorio y uno real presupone una original relación entre la conciencia humana y el mundo revelado como poblado por “seres” ―sería, sin reconocer que el “ser fuego” y “ser ilusión” no son lo mismo, imposible hacer tal distinción fundamentándose solo en sus aspectos sensibles, aunque esto es accesorio al argumento aquí presentado―.

En resumen, la forma se debe considerar el “ser tal” de las cosas, a la vez trascendente e inmanente, que hace posible nuestra relación intelectual con el mundo, poblado por “seres”. Esto nos lleva a considerar, brevemente, el último de los elementos del contexto interpretativo que enmarca la cuestión de la anámnesis. Se trata del “lugar” que ocupa la Forma del Bien, en relación con las otras formas.

Ambos autores coinciden en asignar a la Forma del Bien un carácter trascendente, con respecto a las “otras formas”. Esto se debe a que, si cada forma es aquello que “limita” y “determina” a cada cosa como un “ser tal”, como su principio inteligible, la Forma del Bien es aquella en la cual todo, sin excepción alguna, participa ―y, por lo tanto, aquella que trasciende todo, sin excepción alguna―. Como expone Gadamer, la Forma del Bien es el principio de unidad en toda cosa y, si algo es “tal” por una forma determinada, aquella forma misma —considerada como “dimensión” inteligible— es, siempre, “unidad, ser y armonía”; por lo cual, siguiendo la lógica general del argumento sobre las formas, lleva a reconocer una “forma separada”, aunque inherente en todo aquello que es, como “fundamento último”. Es en este sentido que la Forma del Bien se revela como aquella que eleva las cosas a la realidad (οὐσία), y puede llamarse origen y garante del ser de las cosas, como fuente de la “luz” inteligible descrita en la República.27 Si bien el lenguaje que se utiliza para nombrar a la Forma del Bien sugiere que se trata de otra forma, sin más, no puede ser así. La Forma del Bien, en tanto principio de ser e inteligibilidad universal, no se puede revelar como un “ser tal” —pues, de otro modo, sería necesario, dados los argumentos platónicos, una tercera forma que unificase el “ser forma” de cada forma y la Forma del Bien—, sino que debe considerarse como la “condición” necesaria para que las cosas sean inteligibles y sean, simpliciter ―pues, como se ha propuesto arriba, el ser y ser inteligible están unidos inseparablemente, en el esquema platónico―. A esto se refiere que, en la República, se hable de la Forma del Bien como “más allá de la realidad (οὐσία)”;28 no como “irreal”, sino como “ser el ser”, en lugar de “ser tal”. La importancia de este punto para la anámnesis se detallará abajo.

No es necesario, para fines de esta contextualización interpretativa, hacer comentario alguno sobre la ecuación que ambos autores convincentemente postulan entre la Forma del Bien, el Uno, Zeus, el Dios o el Demiurgo. Basta con notar que se trata del origen trascendente y omnipresente, en tanto participado por todo, del ser y la inteligibilidad del cosmos; el “sol” intelectual que revela y sustenta al mundo, mediante las formas, y a nuestros intelectos; “conteniendo”, en perfecta y eminente unidad, todo lo que “es tal” en su simple “ser”. Tras esta presentación del contexto interpretativo, particularmente en tanto se refiere a la naturaleza de las formas, es conveniente pasar a la presentación de la anámnesis en sí, pues es el “proceso” por el cual conocemos al ser inteligiblemente revelado mediante las formas.

La anámnesis: recordar lo eterno

La comprensión intelectual se ha descrito arriba como la relación entre el ser dado inteligiblemente —es decir, la forma— y nuestra conciencia, considerada intencionalmente. De esto podría derivarse la falsa impresión de que esta relación es, en el esquema platónico, un fenómeno “puramente pasivo”, “siempre completo” o sencillo. Esto es, desde luego, falso, como Gadamer y Perl reconocen. Sin embargo, ni uno ni otro autor detallan cómo es que la consciencia de la forma se establece mediante lo que Platón presenta bajo imágenes míticas y denomina anámnesis.29

Una primera pista sobre cómo Platón pretende responder, mediante la doctrina de la anámnesis, al problema sobre la relación entre nuestra comprensión y el ser se encuentra en la estructura textual misma del Menón. Sócrates, al preguntar por el “ser en sí” de la virtud, hace que Menón reconozca, poco a poco, su inicial aprehensión de aquello por lo que se preguntaba inicialmente. En efecto, Menón pasa de enumerar y reconocer instancias particulares de virtud a reconocer, al final del diálogo, su ignorancia sobre lo que “une” a cada instancia, haciendo posible reconocerlas como “virtudes”. Sin embargo, es evidente que Menón tiene, desde el principio del diálogo, cierta noción de la virtud como un “algo”, si bien, como demuestra Sócrates, esta noción es imprecisa e incluso errónea. La discusión entera que se retrata en la obra sería imposible si Menón no hubiese tenido alguna noción inicial de la virtud, “aquí y ahora”, como un “ser virtud” inteligible distinto de cada acto virtuoso y virtud particular. En la estructura del diálogo se encuentra, entonces, un primer esquema implícito del argumento sobre la anámnesis, pero no puede tratarse como más que una sutil sugerencia.

Es adecuado, ahora, hacer explícito lo que la estructura del diálogo sugiere. La “primera contemplación” que el alma hace de las formas que se “recuerdan” no puede, dada la interpretación de las formas como el “ser tal” de las cosas, tratarse como una experiencia prenatal en el “segundo mundo”. Más bien, debe referirse a que el mundo “se revela” como siempre ya (immer noch) inteligible en nuestra experiencia, aquí y ahora. Se trata de nuestra intuición inicial de un ser en tanto tal. Por ejemplo, nuestra intuición inicial del fuego, una abeja o cualquier otra cosa. Estos seres no se nos revelan, sin más, como calor, color, sonido, etc., sino como “cosas”, distinguibles del resto del mundo e, inevitablemente, como ciertos “seres tales” ―de otro modo serían indistinguibles del “ambiente”―. El signo de este primer reconocimiento es el uso de un nombre, incluso si se trata, inicialmente, de uno indeterminado, por ejemplo: cosa. En el caso concreto de Menón, el nombre que demuestra esta primera intuición del “ser tal”, es virtud. Sin esta primera relación con el ser revelado al intelecto, ninguna aproximación a él sería posible. La “contemplación prenatal” se refiere, entonces, a la inevitable intuición intelectual de las cosas como cierto “ser” y “ser tal” que es la condición necesaria para cualquier posterior determinación de lo que significa “ser tal”.

Si la contemplación prenatal de la forma se interpreta como la primera intuición del ser inteligible, ¿cómo entender el proceso de recordar que tan vivamente se ilustra en el Menón? Se trata de la progresiva determinación, limitación, corrección y profundización de nuestra primera intuición sobre el “ser tal” del ser inteligiblemente revelado, es decir, de la forma en las cosas. El diálogo mismo muestra, mediante los ejercicios a los que Sócrates somete al joven esclavo de Menón, que el “recordar” se refiere al paso que se da de esta relación inicial con el ser en tanto “algo”, a una relación con el mismo ser inteligible en tanto “tal cosa”.

El joven esclavo pasa, en efecto, de reconocer imperfectamente el cuadrado, pues ignora cómo se puede duplicar el área de un cuadrado, a una revelación posterior más completa de lo que es “ser cuadrado”. No sobra repetir que, sin el primer reconocimiento del cuadrado, en primer lugar, como “algo”, en segundo, como “cierta figura”, los ejercicios de Sócrates hubiesen sido imposibles. En efecto, Menón mismo, tras los múltiples ejemplos que provee el interrogatorio del esclavo, termina por vislumbrar que siempre tuvo cierta noción de la virtud como unidad inteligible, e inicia su ardua travesía para encontrar, con mayor exactitud, el “ser tal” de la virtud.

La inevitable revelación del ser en tanto inteligible no implica, entonces, que tengamos, inicialmente, más que una vaga noción del “ser tal” que se nos revela. Es al reconocer esta imperfección de la intuición inicial que nos encontramos con haber “olvidado” lo que ya habíamos “visto”. Constatar este “olvido” se experimenta claramente en el momento que podemos afirmar que sabemos que algo es, pero no qué es. Nuestro aprendizaje sobre el “ser tal” de las cosas ocurre, entonces, como un “regreso”, mediante múltiples experiencias sensibles y racionales, a la intuición intelectual inicial del “ser algo” que hizo posible preguntarse, posteriormente, por su “ser tal”. Este “movimiento” de vaivén desde y hacia la forma ocurre, como describe inequívocamente Platón en el Fedro, “yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento”.30 El “recordar” que caracteriza la anámnesis platónica se trata, entonces, de la “concentración en el pensamiento” de experiencia repetida sobre las características sensibles e inteligibles de cierto ser; concentración que lleva a un “regreso”, mediante el intelecto, al “ser tal” que fue, necesariamente, nuestro punto de partida, so pena de caer en el impasse que implica el argumento erístico de Menón. En efecto, este proceso de “concentración” de la experiencia en el pensamiento es lo que permite al ser humano “oír lo que dicen las formas”, lo que “es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma”.31

Un ejemplo concreto puede esclarecer a qué se refiere esta reinterpretación de la anámnesis. En un primer momento vemos una abeja, aunque solo se nos revela, entonces, como “algo”, un ser que se mueve por el aire, zumba y es pequeño. Esta primera intuición nos revela y permite distinguir a la abeja como un “algo” distinto al resto del mundo ―pues no se me revela simplemente como ruido, movimiento o tamaño, sino como algo que se mueve, zumba y es pequeño―. Al percatarnos de este “algo” revelado, notamos, también, que no sabemos qué es —incluso podemos preguntarnos si se trata de una ilusión, la cual, en cualquier caso, también sería “algo”—. Posteriormente, tornamos nuestros sentidos, de nuevo, a ella, distinguiéndola con cada vez más detalle del resto del mundo, y de aquello que no es el “ser tal” que la distingue, sino que tiene en común con otras cosas, como el “ser figura”, “ser amarilla”, etc. Después de estas “muchas sensaciones” regresamos a la intuición original que ha hecho posible el movimiento “racional-sensorial” entero, la cual, ahora, se revela no solo como una comprensión de “algo”, sino de “tal cosa”, la que se significa por el nombre abeja —es importante notar que no se nos revela, ni siquiera en el primer momento, como solo “esta cosa”, sino como “tal cosa”, porque la forma, el “ser tal”, en tanto dimensión inteligible del ser, es universal, invisible, y única; “esta abeja” es temporal y corpórea, el “ser abeja”, no—.

Debe notarse explícitamente que la anámnesis, según se la ha descrito arriba, tiene dos “momentos” complementarios en cada acto de aprendizaje humano. El primero se refiere al inicio y fin “total” del aprendizaje, es decir, a que solo se puede aprender gracias a una intuición original del “ser algo” de un ser, el cual se “recuerda” mediante la experiencia repetida hasta revelársenos, ahora, como el “ser tal”, “olvidado” y “escondido” en sus aspectos sensibles. Platón es, sin embargo, claramente escéptico ante la posibilidad de que el ser humano pueda alcanzar el “recuerdo” pleno de las formas inteligibles, como demuestra no solo concluyendo el Menón con la perplejidad compartida de Sócrates y su interlocutor, sino asignando tal visión perfecta de la dimensión inteligible del ser solo a los dioses, en el Fedro.32 El segundo se refiere a que “cada paso” dentro de este “recordar total” ocurre, “purificando” nuestro conocimiento de las cosas, al recordar el “ser algo” de la cosa en cada experiencia sensorial posterior a su primera intuición,33 en un proceso “cíclico” que nos acerca, sin llegar completamente, a la comprensión de la forma.

La anámnesis sería, entonces, una descripción de cómo se establece la relación entre el intelecto humano y el ser siempre ya revelado inteligiblemente, mediante las formas, aquí y ahora. ¿Qué decir, entonces, de la preexistencia del alma? Debe considerarse como una imagen temporal de una prioridad, no cronológica, sino fenomenológica y ontológica. Es decir, toda relación entre el ser humano y el mundo ocurre, inevitablemente, con la dimensión inteligible del ser como “fondo” de toda otra posible relación, pues incluso nuestras sensaciones no son “sensación pura”, sino sensación con cierto contenido inteligible no solo vemos el color amarillo, sino que sabemos que es un color o, por lo menos, que es “algo”—. La preexistencia sirve, entonces, como imagen mítica para significar una prioridad en el ser, y en nuestra forma de relacionarnos con él.

Que la primera contemplación de la forma no ocurre en un punto previo del tiempo parece, en efecto, necesario lógicamente, si se considera con cuidado qué implica recordar algo eterno e inmutable, como son las formas en el esquema platónico, pues lo eterno no es simplemente lo perpetuo. Recordar lo eterno es recordar lo siempre igual y siempre presente, lo propiamente atemporal; no lo pasado. Que la anámnesis se trata de recordar algo eterno, y, por ende, atemporal, se afirma, con términos nada ambiguos en el Menón, pues, al explicar cómo el joven esclavo ha “recordado” las propiedades del cuadrado tras su interrogatorio, Sócrates pregunta retóricamente: “¿no habrá estado el alma de él, en el tiempo que siempre dura [τὸν ἀεὶ χρόνον], en posesión del saber? Es evidente, en efecto, que durante el transcurso del tiempo todo [τὸν πάντα χρόνον] lo es y no lo es un ser humano”.34 Se trata, entonces, de recordar aquello que está “en el tiempo que siempre dura” —distinguible e incluso opuesto al “tiempo todo”— y que corresponde a la “dimensión” inteligible y atemporal del ser, “aquí y ahora”, no un punto previo en el “transcurso del tiempo todo”.

Textualmente, esta interpretación sobre la “cronología” de la anámnesis encuentra otro apoyo en el mito del auriga en el Fedro, pues el alma “preexistente” se representa no exclusivamente por el auriga,35 sino que se trata de las “tres partes del alma” en conjunto. Como han propuesto Gadamer y Perl sobre este punto, los caballos del mito corresponden, de manera bastante clara, a la parte “intermedia” y “baja” del alma humana, las cuales están íntimamente atadas al cuerpo y lo sensible.36 Esto nos llevaría a reconocer que la anámnesis corresponde no solo a la parte intelectual e incorpórea del alma humana, sino al ser humano entero, como el movimiento “yendo de las muchas sensaciones a lo que se concentra en el pensamiento” sugiere.37 Si el ser humano en su conjunto, “cristalización de alma y cuerpo”,38 es quien “recuerda” las formas como dimensión inteligible del ser, afirmar que el alma separada, en algún punto previo del tiempo, fue la que “vio las formas eternas” resulta muy poco probable.

Es conveniente reiterar que contemplar la dimensión inteligible del ser “directamente”, es decir, no “recordándola” mediante los sentidos corporales es, como se ha mencionado arriba, un tipo de relación con el ser concebible en la filosofía platónica, pero propiamente suprahumana.39 La anámnesis corresponde, pues, a la manera en la cual el ser humano, como ser racional, unido a un cuerpo y, por ende, mortal, se relaciona con el ser revelado inteligiblemente mediante las formas.40

Con esto se han tratado todos los elementos centrales de la anámnesis: la primera contemplación de las formas, su olvido, la naturaleza de aprender como recordar y, finalmente, el significado de la preexistencia del alma. A primera vista, esta interpretación de la anámnesis parece separarse de las preocupaciones centrales del pensamiento platónico o la hermenéutica filosófica, pero no es así. Es claro, para empezar, que esta interpretación fortalece la lectura de las formas como principios inmanentes y trascendentes de las cosas, al proporcionar un retrato detallado de cómo se nos revelan, en tanto dimensión inteligible del ser. Los vínculos entre la anámnesis, según se ha presentado arriba, y la unión entre intelecto y ser es incluso más clara, pues muestra no solo la inevitabilidad de una primera relación —si es que el pensamiento considerado intencionalmente será posible—, sino que nuestra comprensión del ser es una especie de “ir y venir” desde y hacia la forma.

Es adecuado, ahora, tratar tres puntos de especial interés dentro del corpus platónico que están íntimamente relacionados con la anámnesis, para mostrar su coherencia con la interpretación propuesta, antes de considerar de manera más extensa los vínculos de esta doctrina con la hermenéutica filosófica, así como con la tradición “platónico-aristotélica”: el lugar de la Forma del Bien en el “recordar”, la importancia del lenguaje en la anámnesis —sugerida por referencias al Crátilo hechas arriba—, y la crucial relación entre la anámnesis y la inmortalidad del alma. El último de estos tres puntos aparenta, a primera vista, estar un tanto separado de los dos primeros, los cuales versan casi completamente sobre la cuestión de la comprensión del ser inteligiblemente revelado y nuestro aprendizaje; pero es evidente que, para Platón, la anámnesis y la inmortalidad del alma están inseparablemente unidas, como bien ha notado Gerson.41

De la parte al todo: vínculos entre la anámnesis, otros argumentos platónicos, la hermenéutica filosófica y la obra aristotélica

¿Cómo, en efecto, se relaciona la Forma del Bien con la anámnesis? Según se ha presentado, la Forma del Bien tiene un lugar central en la interpretación de Platón que “enmarca” la lectura de la anámnesis propuesta arriba. El Bien es, después de todo, origen último de todo lo que es, como aquello que da unidad y eleva a la “realidad” (οὐσία) inteligible de las formas. Como también se ha mencionado antes, la Forma del Bien es origen de la inteligibilidad de las cosas, pues “ser” y “ser inteligible” son una misma cosa en el esquema platónico. Perl ha comparado, sugerentemente, a la Forma del Bien con un yugo que une la inteligibilidad y el ser; Gadamer, a su vez, habla del bien como principio omnipresente que dota de inteligibilidad a las cosas.42 Con lo anterior, y la reinterpretación de la anámnesis en mente, puede formularse una “nueva” lectura del lugar que ocupa la Forma del Bien en la filosofía platónica.

La Forma del Bien, en tanto simplemente “ser”, es aquello que “ilumina” lo inteligible, el “ser tal” de cada cosa, haciendo posible nuestra primera visión de la forma y cada uno de nuestros “regresos” a ella, al “recordar” su “ser tal”, aquí y ahora, en cada acto de aprendizaje. Esto se debe a que, sin la noción simple de “ser” —que corresponde a la Forma del Bien como superior a cualquier “ser tal”—, es imposible considerar como “seres” a los “ser tales” revelados en las cosas. Con esta interpretación, parece difuminarse la clara distinción filosófica entre la anámnesis platónica y propuestas “iluministas” posteriores, como aquellas de san Agustín de Hipona, pues es, siempre, gracias a la “luz” de la Forma del Bien que podemos “recordar” las formas mediante las cuales se nos revela inteligiblemente el ser.43

Conviene añadir a esto que la Forma del Bien sería, entonces, aquello que, aunque más profundamente “olvidada”, se nos revelaría en el punto “más elevado” de purificación intelectual, como simple “ser” que subyace todo “ser tal”.44 De este modo, la lectura propuesta de la anámnesis es perfectamente coherente con que, en la República, el “ascenso” del alma culmina con la contemplación, necesariamente imperfecta, de la Forma del Bien. El “ser”, “ser uno” y “ser bueno” se revelan, entonces, como la primera condición común a toda comprensión y deseo, olvidada más profundamente por su omnipresencia; a la vez que se transforma en la conclusión última de todo aprendizaje, como retrata vivamente la imagen de la caverna en la República.45 En este sentido, adquiere una nueva relevancia lo dicho en las Leyes sobre “Dios como la medida de todas las cosas”,46 pues implicaría que el conocimiento del Bien, incluso en forma ambigua, es el garante necesario de que las cosas “sean” y “sean tales”, evitando que sus variadas apariencias lleven a un simple “ser para mí” que separaría radicalmente la vida en común, la verdad y nuestro lenguaje. Sin la Forma del Bien, no solo la existencia de los seres, sino nuestro aprendizaje sobre ellos, mediante la anámnesis, sería imposible.

Tras este muy breve y esquemático esbozo sobre el papel de la Forma del Bien como “condición” necesaria para la anámnesis —el cual se sugiere, más que se argumenta y defiende en este trabajo—, es conveniente pasar a la relación entre el “recordar” platónico y la cuestión de los nombres. La anámnesis nos acerca, como se ha visto arriba, al “ser tal” de las cosas, partiendo de un simple “ser algo” inicialmente revelado. Como se sugirió al mencionar el Crátilo, el signo más claro de la relación entre nuestro intelecto como intencional y las cosas como “dadas” inteligiblemente es el nombre. Con la interpretación de la anámnesis propuesta arriba en mente, los argumentos socráticos en el Crátilo, y las acciones mismas de Sócrates en el diálogo, adquieren una nueva importancia.

La dependencia de la palabra con respecto a la forma, posición intermedia socrática que se opone al “naturalismo puro” de Crátilo y el “convencionalismo puro” de Hermógenes, se afirma al declarar a los nombres como “imitaciones” de los “nombres ideales”, es decir, las formas.47 Sin embargo, el diálogo mismo sugiere que, para nosotros, los seres humanos, el “ascenso” al “ser tal” de las cosas no ocurre sino mediante estas imitaciones, es decir, los nombres. En este sentido, la anámnesis se encontraría claramente presente en el Crátilo, en la larga sección dedicada a “recordar” los significados originales de las palabras como expresión de nuestra relación con el “ser tal” de las cosas.48 El mundo, al revelarse como inteligible, se relaciona con nosotros mediante el nombre como signo de esta dimensión del ser. Toda intuición de la forma en las cosas se expresaría por un nombre, inicialmente impreciso, el cual, mediante el “recuerdo”, se hace gradualmente mejor “imitación”.

Con esto en mente, el aspecto hermenéutico de la anámnesis se vuelve evidente, pues se trata de un movimiento en el cual se “recupera” el significado de las palabras como un proceso concomitante e inevitablemente adjunto al “recordar” —el “ser tal”—. Si se retoma el ejemplo de una abeja presentado arriba, la anámnesis debe considerarse como lo que permite el paso de llamar a cierto ser “cosa” a un nombre determinado como abeja. Esto no significa, desde luego, que tal movimiento sea un proceso que cada ser humano inicia ab ovo, pues recibimos una tradición lingüística previamente desarrollada; punto que Sócrates mismo, o Platón mediante Sócrates, enfatiza y sirve como fundamento para que su empresa se denomine una recuperación del verdadero sentido de los nombres.49 En el aspecto hermenéutico de la anámnesis es necesario, entonces, tener ciertos nombres inicialmente ya dados, para poder posteriormente “recordar” lo que significan.

Este punto permite explicar no solo por qué Gadamer considera que sus propuestas sobre la imposibilidad de una “primera palabra” son de corte platónico, sino también por qué afirmaba que Platón fue el primer filósofo en percatarse de la universalidad del problema hermenéutico, ya que el ser se nos revela como siempre ya (immer noch) “imitado” por la palabra.50 En tanto se refiere directamente a la hermenéutica filosófica de Gadamer, según la cual todo conocer (erkennen) es un “reconocer” (wiederkennen), puede proponerse que la anámnesis da un contexto metafísico que explica la formulación del hermeneuta, al unir la forma, la inteligibilidad y la palabra con nuestra experiencia de ellas como “recuerdo”.51

Finalmente, tras haber presentado algunos vínculos entre la dimensión lingüística de la argumentación platónica y la hermenéutica filosófica de Gadamer, conviene tratar, cómo se relaciona la anámnesis, según se ha interpretado arriba, y una de las cuestiones centrales de la tradición platónica: la inmortalidad del alma. Perl, interpretando sutilmente el argumento, alude a que la “muerte” que aparece en el Fedón no es sino otra representación metafórica del “elevarse” de las “muchas sensaciones” para adentrarse en lo inteligible y eterno, transformando la supervivencia del alma en un “espejo” metafórico de su “preexistencia”.52 Esta interpretación no carece de méritos; en efecto, parece que Platón se refiere a esto cuando caracteriza al alma del filósofo como “ya acostumbrada” a la muerte, gracias a su contemplación de la dimensión inteligible del ser.53 Sin embargo, es poco convincente reducir el vínculo que Platón establece no solo en el Fedón, sino también en el Menón, y el Fedro,54 entre la anámnesis y la inmortalidad del alma humana a un simple “espejo” retórico del mito de la preexistencia.

La interpretación presentada arriba no hace necesario, en modo alguno, “metaforizar” la inmortalidad, ni transformarla en un “espejo”, algo redundante, de “otros mitos”. En efecto, la lectura propuesta de la anámnesis esclarece considerablemente el argumento socrático del Fedón citado al inicio. Si nuestra alma se relaciona con el ser inteligiblemente revelado mediante la primera contemplación y un constante vaivén ante la forma, parece ella misma ser en su “ser tal” semejante a las formas. En el Fedón, Sócrates hace explícita esta similitud al afirmar que “ella [el alma] las observa [las formas] por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello”, para concluir que “el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo”.55 Esto significa que el alma humana, “como de la misma especie de la forma”, sería el “ser tal” mismo mediante el cual yo me revelo ante mí, por así decirlo, y que sería “invisible y eterna”.56 El aspecto intelectual del ser humano, entendido como su capacidad para “ver” las formas —la cual es necesaria, como muestra la anámnesis, para que el aprendizaje, aquí y ahora, sea posible— demostraría que hay algo en él semejante a ellas, incorpóreo, simple y, por ende, incorruptible.

Esta interpretación hace comprensible que Sócrates descarte sin mucha argumentación la objeción de Ceres a la anámnesis como demostración de la inmortalidad del alma. A fin de cuentas, es irrelevante si el conocimiento de las formas se adquiere “antes” de nacer o “al nacer”, como propone el discípulo, si “recordar” no se refiere a una contemplación en un punto previo en el tiempo, sino al modo mismo por el cual el ser humano se relaciona con el ser inteligiblemente revelado, aquí y ahora. Esta reinterpretación también haría evidente que el segundo argumento sobre la inmortalidad del alma del Fedón se vincula directamente con el tercero, en el cual se presenta la simplicidad del alma como muestra de su incorruptibilidad. Pues, a diferencia del “ser tal” revelado en las cosas, nuestro pensamiento considerado intencionalmente no nos transforma completamente en “tal”, sino que se mantiene “en sí”, como Platón mismo dice,57 lo cual, en un esquema platónico, no podría hacer ningún ente sensible y corpóreo. Ambos argumentos se volverían, entonces, vías complementarias para mostrar que el alma humana —y, aparentemente, solamente la humana—, gracias a su capacidad para “unirse” a la dimensión inteligible del ser (Perl destaca que esta unión entre cognoscente intelectual y conocido es una συνουσία unión de realidad, un literal “ser juntos”),58 es, en sí, semejante a las formas en su incorporeidad y, por ende, resistente a la disolución del cuerpo.

Este retrato de la relación entre la anámnesis y la inmortalidad acerca destacablemente el segundo y el tercer argumento del Fedón a los presentados por Aristóteles sobre el mismo tema. Pues son, para el estagirita, precisamente la aprehensión del “ser tal”, la simplicidad del intelecto y su capacidad para “volver sobre sí” algunas de las características que muestran que el alma humana, por lo menos en su “parte” intelectual, es incorpórea y, por ende, capaz de sobrevivir la disolución del cuerpo.59 Mas no es este el único vínculo con la obra aristotélica que conviene mencionar.

Un segundo punto de muy interesante convergencia entre Platón y su discípulo resultaría ser, dada la interpretación de la anámnesis arriba presentada, que el “ser tal” universal como dimensión inteligible del ser “se contiene”, siempre, en nuestra experiencia de cada ente particular. Como se ha argüido arriba, la anámnesis muestra que, desde nuestra primera revelación de un ser como “un algo”, tenemos, aunque de manera vaga, una primera intuición de su “ser tal”, pues, de otro modo, cobraría fuerza el argumento de Menón, y aprender sería imposible. Aristóteles repite este argumento platónico, en la interpretación propuesta en este artículo, de manera breve, pero sumamente elocuente, en la parte final de los Analíticos segundos. Al explicar cómo se adquiere conocimiento de los principios y elementos de la demostración, el estagirita afirma: “cuando se detiene en el alma alguna de las cosas indiferenciadas, <se da> por primera vez lo universal en el alma (pues, aun cuando se siente lo singular, la sensación lo es de lo universal, v.g.: del hombre, pero no del hombre Calias)”,60 obra en la cual el universal se describe como “lo uno [en que] cabe la pluralidad, que, como uno, se halla idéntico en todas aquellas cosas”.61

Basta con notar, aquí, que esta puede ser una razón por la cual Aristóteles cita el Menón frecuentemente en sus Analíticos segundos, y nunca critica allí a la anámnesis como una respuesta al real problema que se presenta en el diálogo. Podría, incluso, sugerirse que la anámnesis, siguiendo la interpretación aquí presentada, está tan presente en la obra aristotélica como en la platónica. Para fines de este trabajo, no es conveniente destacar otros acercamientos posibles entre la filosofía platónica y aristotélica que la presente interpretación de la anámnesis podría implicar; hubiese sido, sin embargo, inadecuado omitir el tema.

Consideraciones finales

La cuestión sobre la anámnesis en la filosofía platónica, según se ha tratado en esta investigación, inicia con la inusual afirmación en el Menón, el Fedro y el Fedón de que todo aprender es “recordar”. Pero, al considerar una primera interpretación posible, la cual sigue cronológicamente la preexistencia del alma y su primitiva contemplación de las formas separadas, se presentan grandes problemas, textuales y filosóficos, que sugieren su insuficiencia. Esta insuficiencia inicial ha llevado a considerar algunas presuposiciones necesarias para siquiera formular verosímilmente la cuestión de la anámnesis: la naturaleza de las formas contempladas, cómo es que se relacionan con nuestra comprensión y qué es aquello que les “permite” mostrarse y recordarse. Para trazar las líneas de este “todo” en el cual debe insertarse la cuestión de la anámnesis, fue conveniente recurrir a los retratos de la filosofía platónica hechos por Perl y Gadamer —quienes, a pesar de no citarse mutuamente, y proceder por vías diversas, convergen en los puntos relevantes para esta interpretación—.62 A partir de los muchos argumentos de ambos autores, fue posible fijar un lugar a la anámnesis dentro de la interpretación de Platón.

La anámnesis se reveló, entonces, como una certera descripción de nuestro proceso de aprendizaje más fundamental, aquí y ahora, así como el “medio” por el cual nos ponemos en relación con el ser, siempre ya revelado como inteligible y expresado por la palabra. Se trata de “recordar” lo eterno, la dimensión inteligible del ser, es decir las formas en las cosas, su “ser tal” al cual se “asciende” por las muchas sensaciones, y que está siempre presente desde el inicio. Se trata de un proceso en el cual pasamos de habitar en un mundo de “cosas” indeterminadas a “seres tales”, el cual no podría ocurrir si no se nos revelase, desde el primer momento, un ente como “cosa” inteligible. Este “recordar” es aquello que nuestros diálogos, con otros y con nosotros mismos,63 buscan al discutir, mediante el nombre, sobre “qué es esto o aquello”. Se trata de una anámnesis que no solo los argumentos, sino la estructura misma de varios diálogos socráticos muestra.

Tras realizar esta presentación del “ser tal” de la anámnesis, fue conveniente mostrar cómo encajaba con otros importantes aspectos de la filosofía platónica, para probar su coherencia con el corpus platónico como un todo; notablemente, con el lugar de la Forma del Bien como “sol” inteligible, la importancia sobre los nombres como signos de las formas, y la inmortalidad del alma humana. Tales vínculos sugirieron similitudes entre argumentos platónicos y aristotélicos sobre la inmortalidad del alma humana o el aprendizaje de principios que, a mi parecer, no se han explorado todavía satisfactoriamente, y que pueden contarse como evidencia de una tradición “platónico-aristotélica” como la que han propuesto, entre otros, Perl, Gerson y Gadamer.64 Tradición que, sobre el punto de la anámnesis, podría incluir a otros autores generalmente considerados como distantes, ya a Platón, ya a Aristóteles, como santo Tomás de Aquino y san Agustín de Hipona.65 Esta relectura de la anámnesis también ha esclarecido puntos de similitud no evidentes entre los argumentos platónicos y la hermenéutica filosófica de Gadamer, notablemente sobre la necesidad de la palabra como “medio” por el cual se nos revela el mundo inteligiblemente y la centralidad del diálogo como ejercicio de “reminiscencia”.

Sobre aquellos vínculos y las posibles preguntas que la reinterpretación de la anámnesis motiva. ¿Cómo entender, sin la presencia de las almas, la transmigración? O ¿qué hacer de las cosas post mortem de las almas en la obra platónica?; por ejemplo, esta investigación no puede considerarse sino como una primera palabra. Para esclarecer lo que ahora solamente se vislumbra, será necesario volver una y otra vez a estas preguntas, como corresponde a cualquier aprendizaje humano.

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Fedón, 72e.
Fedro, 250c.
En este artículo se utilizará el término formas para referirse a las ideas; esto se justifica, principalmente, como un medio para evitar posibles confusiones con tradiciones filosóficas idealistas modernas.
En el resto del trabajo se utilizará la transliteración del término al español.
Menón, 81a-b. Los poetas, incluso los divinamente inspirados, no son nunca muy confiables en los diálogos socráticos.
Menón, 86b.
Me refiero, aquí, a autores como Lloyd. P. Gerson, Hans-Georg Gadamer y Eric D. Perl, cuyos puntos de vista se citarán abajo.
J. A. Stewart, The Myths of Plato (London: Macmillan and Co., 1905), 336-395.
Menón, 72a-c.
Menón, 80d-e.
Hans-Georg Gadamer, The Idea of the Good in Platonic-Aristotelian Philosophy, trad. P. Christopher Smith (Binghamton: Yale University Press, 1986), 104-125; Eric D. Perl, Thinking Being: Introduction to Metaphysics in the Classical Tradition (Leiden y Boston: Brill, 2014), 38-46.
Gadamer, The Idea of the Good in Platonic-Aristotelian Philosophy, 101, 116-117; Perl, Thinking Being, 22-34. Debe destacarse que los autores proponen una lectura fenomenológica del pensamiento platónico, en el sentido en el cual Heidegger define el término en el séptimo parágrafo de El ser y el tiempo (Martin Heidegger, El ser y el tiempo, trad. José Gaos [México: FCE, 1993], 37-49) Este artículo seguirá esta línea interpretativa y utilizará las referencias a la fenomenología, o términos derivados, con este particular significado.
Menón, 74b-75d.
Gadamer, The Idea of the Good in Platonic-Aristotelian Philosophy, 113 (la traducción es mía). Esta lectura sobre las formas en las cosas también se encuentra en Donald Davidson, “Gadamer and Plato’s Philebus”, en su libro Truth Language and History (Oxford: Oxford University Press, 2005), 261-275. Siguiendo a Gadamer, y a diferencia de Davidson, en este artículo se presenta una interpretación de las formas en las cosas como una constante en el pensamiento platónico, en lugar de una propuesta socrática abandonada por Platón en los diálogos medios, y recuperada en el Filebo.
Fedón, 65d-e. Las cursivas son mías.
Menón, 74d-e.
Menón, 71b; esta interpretación de la obra platónica, acerca la propuesta del filósofo ateniense destacablemente a la pregunta básica de la hermenéutica inspirada por los argumentos de Heidegger (Heidegger, El ser y el tiempo, 46).
Gadamer, The Idea of the Good in Platonic-Aristotelian Philosophy, 16; Perl, Thinking Being, 44-46.
República, 509d-510a; Crátilo, 389a-c.
Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, trads. Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito (Salamanca: Sígueme, 1999), vol. 1, 284-285, 323-324.
Eric D. Perl, “The Togetherness of Thought and Being: A Phenomenological Reading of Plotinus’ Doctrine ‘That the Intelligibles are Not Outside the Intellect’”, Proceedings of the Boston Area Colloquium in Ancient Philosophy 22, núm. 1 (2007): 1-40; Hans-Georg Gadamer, “Heraclitus Studies”, en su libro The Beginning of Knowledge, trad. Rod Coltman (New York: Continuum, 2002), 34-37.
Crátilo, 439a-440e.
Un discípulo de Heidegger propuso este punto de manera excepcionalmente clara: Josef Pieper, “The Philosophical Act”, en Leisure the Basis of Culture, trad. Alexander Dru (Carmel: Liberty Fund, 1992), 83-89.
Gadamer se refiere directamente a la anámnesis en su gran obra, Verdad y método, donde nota que esta es la vía por la cual se busca la verdad en los logoi; sin embargo, no se trata cómo es así, ni de qué manera debe entenderse la anámnesis (Gadamer, Verdad y método, vol. 1, 158-159).
Fedro, 249b.
Fedro, 249c. Las cursivas son mías.
Fedro, 246e-248a.
Esto se debe a que cada experiencia sensorial es experiencia de cierto “ser tal” particular.
Fedro, 246e.
Gadamer, The Idea of the Good in Platonic-Aristotelian Philosophy, 116; Perl, Thinking Being, 38-40.
Fedro, 249b.
Fedro, 246c.
Supra, nota 32. Distinción que corresponde a la diferencia entre razonamiento discursivo e intelección simple.
La anámnesis corresponde al alma humana, por su naturaleza (ἀνθρώπου ψυχὴ φύσει) (Fedro, 249e).
Lloyd P. Gerson, Knowing Persons: A Study in Plato (Oxford: University Press, 2003), 65-88.
Gadamer, The Idea of the Good in Platonic-Aristotelian Philosophy, 89-90, 115-125; Perl, Thinking Being, 58-60.
República, 517b-c.
Esto da un tono claramente tradicionalista a la filosofía platónica, pues sugiere, por lo menos, que “los antiguos” habían alcanzado un develamiento superior del ser, significado por sus nombres.
Hans-Georg Gadamer, “The Universality of the Hermeneutical Problem (1966)”, en su libro Philosophical Hermeneutics, trad. David E. Linge (Berkeley: University of California Press, 1977), 3-17; Hans-Georg Gadamer, “On the Scope and Function of Hermeneutical Reflection (1967)”, trads. G. B. Hess y R. E. Palmer, en Philosophical Hermeneutics, 22-26.
Robert J. Dostal, “Gadamer’s Platonism: His Recovery of Mimesis and Anámnesis”, en Jeff Malpas y Santiago Zabala (eds.), Consequences of Hermeneutics: Fifty Years after Gadamer’s Truth and Method (Evanston: Northwestern University Press, 2010), 45-65; Gadamer, “On the Scope and Function of Hermeneutical Reflection (1967)”, 25.
Perl, Thinking Being, 43-44.
Fedón, 67d-68a, 80d-e.
Menón, 81a-e; Fedro, 247c-248d.
Fedón, 79d, 80b. Las cursivas son mías.
Dorter ha reconocido de manera destacablemente clara la relación entre la anámnesis y la purificación del alma, mediante la cual se revela a sí misma como “invisible y eterna” (Kenneth Dorter, “Equality, Recollection, and Purification”, Phronesis 17, núm. 3 [1972]: 198-218).
Véase supra, 25.
Perl, Thinking Being, 46-54.
Ibíd., 100a.
En efecto, Gadamer descarta a los neoplatónicos como guías interpretativas, mientras que Perl se apoya casi exclusivamente en ellos. Sería digno de investigación analizar con detalle esta convergencia, nolens volens.
P. Lloyd Gerson, Aristotle and Other Platonists (Ithaca: Cornell University Press, 2005); Eric D. Perl, Thinking Being, 73-106; Gadamer, The Idea of the Good, 126-178.
Ya se ha citado evidencia de esta posible continuidad en el caso de san Agustín y Aristóteles. En tanto se refiere a santo Tomás de Aquino, puede mencionarse su Comentario a los Analíticos segundos, lectio 20.