Misericordia: apuntes filosóficos para una intrahistoria de la piedad a partir de textos de Miguel de Unamuno (1864-1936) y de María Zambrano (1904-1991)

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Alcira Beatriz Bonilla

Resumen

Con la palabra Misericordia, título de una de las últimas novelas de Benito Pérez Galdós, se indica el carácter de meditación filosófica otorgado a esta exposición. Esta palabra, emblemática de aquello que Unamuno y Zambrano designaron con el término “piedad”, clave de su pensamiento, y personajes galdosianos, como Benina y Almudena, anacrónicos ejemplos de la “intrahistoria”, proporcionan una atmósfera propicia para engarzar la obra de ambos pensadores. Con gran dominio de la tradición filosófica y literaria española, hispanoamericana y occidental, así como de la lengua castellana, tanto Unamuno como Zambrano volcaron en muchos textos difíciles de leer actualmente, su pasión compartida por encontrar en las honduras del “misterio” humano la raíz de una posible, aunque difícil (agónica) convivialidad. En este trabajo nos asomamos a ellos.

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Bonilla, A. B. . (2024). Misericordia: apuntes filosóficos para una intrahistoria de la piedad a partir de textos de Miguel de Unamuno (1864-1936) y de María Zambrano (1904-1991). Interpretatio. Revista De hermenéutica, 9(1), 15-27. https://doi.org/10.19130/iifl.irh.2024.1/29W00XS022
Sección
Artículos
Biografía del autor/a

Alcira Beatriz Bonilla, Universidad de Buenos Aires - Instituto de Filosofía

Doctora en Filosofía y Letras (Universidad Complutense, 1985). Profesora titular consultora del Departamento de Filosofía y directora de la Sección de Ética, Antropología Filosófica y Filosofía Intercultural del Instituto de Filosofía (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). Investigadora Principal del Conicet. Libros y artículos publicados desde 1981 sobre filosofía de la migración y el exilio, filosofía intercultural, fenomenología, filosofía de la liberación, autores españoles y latinoamericanos, perspectivas ético-políticas de los derechos humanos y la ciudadanía, ética ambiental, bioética, antropología filosófica, filosofía de la cultura, etc. Recientemente, con J. R. Rosero Morales y R. Fornet-Betancourt, Desafíos para una Filosofía Intercultural Nuestroamericana (Popayán, 2021).

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Misericordia. ¿Por qué comenzar este artículo con el título de la novela que Benito Pérez Galdós publicó en 1891? Parecería poco adecuado hacer memoria de un autor que Unamuno critica, aún después de haberlo releído en su destierro canario de 1924, como bien recuerda Yolanda Arencibia.1 En este trabajo me propongo matizar el sesgo negativo unamuniano con la lúcida y admirada interpretación que dedicó Zambrano a las novelas galdosianas, no solo para justificar la pertinencia del título, sino para centrar en este la intrahistoria de la piedad que Unamuno y Zambrano ofrecen a nuestra afligida consideración contemporánea. A mi entender, es la palabra latina misericordia, incorporada al castellano como cultismo en el siglo XIII, y en el modo como la emplea Galdós, encarnándola en las obras y palabras de su personaje Nina (Benigna, Benina), quien sintetiza de modo pleno el núcleo íntimo de la producción de estos pensadores que con toda justicia se inscriben en la tradición cordial de la filosofía española2 y universal, tradición en la que el pensar, el sentir y el padecer resultan inescindibles. Respecto del recurso a los personajes de ficción, debe señalarse que tanto Unamuno como Zambrano convierten a algunos de ellos en verdaderos “‘seres reales’ con voluntad de ‘ser’”, según señala Armando Savignano.3 La propia Zambrano afirma la idea de que una creación puede convertirse en lugar privilegiado de revelación, subrayando: “Tal parece ser la condición de la novela Misericordia”.4

Ante todo, se esboza una mínima ubicación epocal. Si bien distantes en el tiempo por nacimiento, los tres autores nombrados, cada uno a su modo, formaron parte de la constelación que hizo de 1898, para emplear esa fecha emblemática, un problema existencial e histórico: Benito Pérez Galdós nació en 1843, en Palmas de Gran Canaria, y falleció en Madrid, en 1920; Miguel de Unamuno nació en 1864, en Bilbao, y murió en Salamanca en 1936, y María Zambrano nació en Vélez-Málaga en 1904 y falleció en Madrid, en 1991. El destierro y las circunstancias mantuvieron a Unamuno fuera de España entre 1924 y 1930, aunque siempre muy conectado con las circunstancias de su país, en tanto que Zambrano marcha al exilio con la derrota republicana de 1939, fecha que se imanta en su conciencia, y regresa hasta 1974. Las diferencias más notables: Pérez Galdós no llega a ver el triunfo de la Segunda República; Unamuno muere desesperado, preso en su casa y denostando contra los “hunos” y los “hotros”,5 un triste 31 de diciembre; Zambrano, mucho más joven, deja sueños y patria durante 35 años. A pesar de estas diferencias, y de varias más, una atmósfera noventaiochista en sentido lato, que también excede los límites de España, tal como la definió Pedro Cerezo Galán, parece envolver al trío mencionado:

La crisis política de la Restauración era tan solo el catalizador de una crisis cultural más profunda, que hermanaba a la generación del 98 con otras generaciones trágicas europeas. Sintió realmente el mal de España, pero, sobre todo, sufrió el mal del siglo, la experiencia del vacío o la oquedad de un mundo desencantado y, conjuntamente, la exigencia de afrontarlo desde la fe, la utopía, la aventura o la ensoñación.6

Es esta atmósfera, que en Zambrano retorna y se agrava durante el exilio, ya perdida la posibilidad de la Segunda República, la que propicia el desarrollo de un filosofar cordial, humilde, que hunde sus raíces en las entrañas, lo íntimo, el dolor, los sueños y la intrahistoria o historia cotidiana de los pueblos. Tanto Unamuno como Zambrano se refirieron repetidamente a las “entrañas” y dieron a estas un lugar privilegiado en su método de pensamiento, de escritura y de vida. La malagueña reconoce explícitamente la paternidad unamuniana del término en “La religión poética de Unamuno”7 y hace de ellas, en particular del corazón, parte inescindible del método de la razón poética, como lo evidencian sus “delirios” y numerosas referencias en Claros del bosque y De la aurora.8 De modo latente o explícito María Zambrano también retomó en diversos escritos las nociones de “intrahistoria”, que Unamuno profesa y que despliega poéticamente con la conocida metáfora marina que figura en En torno al casticismo, y de “intratiempo”, encontrada por Antonio Machado.9 Este filosofar cordial tendrá ribetes de tragedia en Unamuno, que repetidamente se hace novela (“nivola”) y también teatro y poesía, y será filosofar como esperanza contra toda esperanza, según sostiene una y otra vez Zambrano en los momentos sucesivos de su razón poética y hasta el fin de sus días en “Las raíces de la esperanza”.10

Disponemos de varios escritos de María Zambrano sobre Unamuno, “presencia avasalladora” para ella como figura central de la cultura y la política española desde su infancia y adolescencia segoviana, época en la que recibió la impronta perdurable de su padre, Blas Zambrano, y de Antonio Machado. El pensamiento de este último, junto con el de Unamuno, fue considerado por Zambrano como precursor del de Martín Heidegger, ya en 1928. Es de justicia señalar, además, como lo hace Juana Sánchez-Gey, que las filosofías de Unamuno y de Zambrano son filosofías de salvación, propias de épocas críticas y, sobre todo, “una filosofía personal que propone la piedad como conocimiento”.11 No trabajaré en este artículo el pormenor de estos textos que fueron jalonándose durante más de medio siglo, desde el referido anterior a 1928 hasta “La presencia de don Miguel”, el rememorante y último de 1986. Baste con decir que durante los años de formación que precedieron al exilio, las palabras de Machado y de Unamuno, de modo quizá más profundo que la influencia del magisterio universitario de José Ortega y Gasset, serán el humus nativo en el que irá madurando la razón poética zambraniana, que hizo su eclosión en los años de plena madurez de la autora durante el exilio. Con esta afirmación no se desdeña la influencia del pensamiento orteguiano sobre la filósofa, reconocida por ella; empero, ha sido tan estudiada que no resulta posible hacer referencia exhaustiva a la vasta bibliografía sobre el tema. Tal como consigna en su autobiografía parcial, escrita a mediados del siglo XX, Zambrano recibió su formación literaria y leyó textos filosóficos en Segovia, bajo la tutela de Blas Zambrano y de Antonio Machado, hizo sus primeros años de universidad como estudiante libre y se incorporó más tarde a los cursos regulares.12 Si bien Francisco José Martín indica que la expresión “razón poética” hace su aparición inaugural en el epílogo que Zambrano escribe en Chile para la antología poética Madre España,13 meses más tarde, a propósito de La Guerra de Antonio Machado, que reseña, hace explícita su deuda con el poeta,14 aunque su desarrollo pleno comience durante el exilio, según señala Jesús Moreno Sanz.15

En la primera parte del exilio, transcurrida principalmente entre México, Cuba y Puerto Rico, y que se prolonga hasta 1953, Zambrano dedica especial atención a Unamuno, a punto tal que puede fecharse entre 1940 y 1942 la redacción del libro Unamuno y su obra, cuya primera versión permaneció inédita como conjunto hasta que fue editada por Mercedes Gómez Blesa en 2003. Además de fragmentos del manuscrito en forma de artículos, publica “Las dos metáforas del corazón”, donde escribe sobre Unamuno y san Juan de la Cruz y “De Unamuno a Ortega y Gasset”, en 1949. Durante la década de 1960, ya en la segunda parte del exilio —europeo—, sale “La religión poética de Unamuno” de 1961, al que hay añadir el inédito publicado por Gómez Blesa “Unamuno en su centenario” de 1964, el ya citado homenaje de 1986 y, obviamente, múltiples referencias que aparecen en sus escritos.

Para ir abordando el tema de la intrahistoria y la piedad, me detengo en un pasaje del primer y más elaborado capítulo del libro sobre Unamuno de Zambrano, “Unamuno y su tiempo”. Rechaza ella la idea corriente de la pertenencia de Unamuno a la Generación del 98 e intenta una difícil ubicación del bilbaíno como precursor de esta, como aquel que les “iba abriendo horizonte”, “que les hacía posibles”,16 que “quiso ante todo despertar el ansia de vivir, la voluntad de existir, la fe en la resurrección”,17 al tiempo que señala las formas de su inserción en Europa y en la vida española, y “la coyuntura que hizo posible a un Unamuno en nuestra vida”.18 La España de Galdós, retratada por este en su “inhibición suicida”, en su resignación y en los sentires que recorren su intrahistoria, es la inmediatamente anterior. Por eso, sostiene Zambrano, “[…] desde el mundo galdosiano inmediatamente anterior a la existencia de don Miguel se adivina un hueco; está como prefigurado”, para afirmar más adelante:

Y don Miguel de Unamuno fue quien llenó ese hueco visible en la hermética España de Galdós, ese hueco antes de él sin figura y que ya definitivamente llevará su figura y su nombre. Lo que va a hacer es sencillamente hablar, gritar a veces, descubrir en palabras lo escondido en el silencio, expresar el alma acallada y, a fuer de tan callada, adormecida: irrumpir con una especie de cristianismo entre dos seculares tradiciones españolas no cristianas […], que son para nuestra cultura nihilismo o nadismo y estoicismo.19

Según esta admirada Zambrano, no resulta así Unamuno solamente una voz necesaria para la cultura española, sino para la europea misma: “¿No parece abrirse paso la sospecha de que Unamuno haya sido en realidad tan necesario a la cultura europea como a la específicamente nuestra, […] y que sea una figura limítrofe, más que de tierra adentro, que parece presagiar, y aún llamar a otra revelación más entrañable?”20

Cuál sea a nuestro entender esta revelación entrañable, también la de Zambrano, habremos de descubrirla al hilo de otros textos de Zambrano y del propio Unamuno. ¿Será la revelación de la piedad y la de la piedad por la palabra, inseparable de la intelección de la verdadera historia de los pueblos como intrahistoria?

Volvamos al mundo preunamuniano, al mundo de Galdós, en el fresco magnífico que de este ha ofrecido María Zambrano, quien lo “descubrió”, o leyó en soledad por primera vez hacia 1933, y relataba enamorada en Delirio y destino:

El caso es que leía a Galdós por primera vez; y se dio cuenta de que leía a España por dentro, de que era la manera de entrar desde su aislamiento en la triste realidad española, de que se ponía en presencia de aquella triste España que habían olvidado los jóvenes nacidos ya en la nueva; de que se reintegraba también a la de siempre, a la sustantiva y eterna, si algo eterno hay en la historia, al hontanar fresco y puro de donde nace el ensueño de la historia, que las minorías llevan a cabo cuando lo llevan. Hontanar y sustancia íntima de la historia, de toda historia, su razón primera: el hambre y la esperanza.21

Zambrano escribió varios trabajos sobre Galdós; publica el primero, “Misericordia”, en Hora de España en 1938 y, 50 años después, el prólogo al catálogo de la exposición “Madrid en Galdós, Galdós en Madrid” realizada en 1988. A entender de la filósofa, Misericordia, “centro de la inmensa obra galdosiana”,22 constituye un lugar privilegiado de visibilidad de la vida misma del español anónimo en toda su complejidad, tragedia y profundidad que, sin embargo, deja entrever la esperanza; en esta y otras novelas, haciendo la crónica del infierno madrileño y, por extensión, español, que arranca hacia fines del siglo XVII y llega hasta sus días, Galdós parece, empero, empujado por una fe última. A la historia de los políticos y los hechos militares, concebidos como “trascendentes”, a la irrealidad en que transcurre la mayor parte de esa sociedad asfixiante, opone Galdós el cimiento de lo histórico, vale decir, el mundo doméstico de quienes son los sujetos reales de la historia, los que conforman el pueblo. De la “tradición”, la corriente viva que generan, proviene la fuerza de pervivencia, de las resoluciones decisivas cuando parece haber sonado la hora de la aniquilación. Zambrano explica esta alquimia:

Pues así como en el instante más anodino de la vida de una persona está la huella de todo su ayer con todos sus instantes, asimismo en los personajes de Galdós y en sus complejas relaciones está la huella viva, prolija y multiforme de nuestro multiforme pasado. El protoplasma hispánico impreso de mil huellas, hirviente también de nuevos gérmenes, es el sujeto único, el personaje de innumerables caras de la novela galdosiana. El tiempo real y concreto en que lo histórico y lo innominado se traban, reflejándose mutuamente. El tiempo con ritmo imperceptible en que transcurre lo doméstico agitado todavía por lo histórico, el tiempo real de la vida de un pueblo que en verdad lo sea, es el tiempo de la novela de Galdós.23

Zambrano se pregunta por la forma de conocimiento que hizo posible esta alquimia de la novela galdosiana, normalmente calificada de “realismo”, e induce la sospecha de que tal “realismo español” implique una forma de conocimiento especial, ajena tanto al orgulloso racionalismo griego como al soberbio moderno, operada por una razón humilde y compasiva:

Será la actuación continua y humilde de una razón que no ha comenzado por nombrarse a sí misma. Una razón o manera de conocimiento que se ha extendido humildemente por seres y cosas, sin delimitarse previamente a sí misma; que ha actuado sin definirse ni separarse, mezclándose, inclusive, con la razón al uso, su enemiga, la razón racionalista. Y es que la característica de tal género de saber —de razón, al fin— sería la de no tomar represalias contra lo que la domina, el no tomarlas más que en el terreno de la creación: rebasando, superando, trascendiendo. Razón esencialmente antipolémica: humilde, dispersa, misericordiosa.24

No otra es la “razón mediadora”, razón maternal, atada a la vida, propia de las épocas de crisis, cuyos rasgos estudiaba Zambrano en El pensamiento vivo de Séneca,25 publicado por Losada en 1944, uno de los hitos hacia la “razón poética” que había anunciado tempranamente en 1937.

Será esta razón misericordiosa, cordial, en definitiva, la que permita comprender el rasgo más sobresaliente de la figura de Nina y, con Galdós, elevarlo a gesto de salvación de lo humano: su disponibilidad misericordiosa que hace posible la manifestación de la “fuerza misteriosa de la creación”. En abono de la interpretación zambraniana podríamos citar varios pasajes de la novela, pero sintetizo todos ellos en esta conclusión de Zambrano: “Como los pájaros, vive en la luz, y con su esfuerzo sin fatiga crea la libertad. Desasida y apegada a un tiempo a las cosas, libre de la realidad y apegada a ella a la vez; invulnerable y al alcance de la mano; dueña de todo y sirvienta de cada uno. Nina, en verdad, es misericordia”.26

Hasta aquí Zambrano sobre Galdós. Habiendo hecho de la novela poesía, el lenguaje y las tramas galdosianas transparentan un infierno en el cual se intuyen la intrahistoria, el realismo español, la razón cordial, humilde y mediadora, la piedad / la misericordia. ¿Cuál es ese vacío que debe llenar Unamuno? ¿Poner en conceptos e ideas de cuño filosófico las “descripciones” galdosianas y completar teóricamente las cuestiones abiertas por ellas, misión que la crisis de 1897 revela imposible? ¿O desplegar poéticamente la experiencia pática de incompletud, el terror a la muerte de la conciencia y de la carne, y el hambre de una inmortalidad activa y constante, en un voluntarismo trágico de la esperanza, que consiste en esperar, apostando contra toda esperanza, recuperar el sentimiento de Dios (la piedad) y obrar creativamente en consecuencia?

Si bien la hermenéutica zambraniana de los cuarenta ofrece algunas respuestas abiertas a tales interrogantes, tal vez las más originales, y cercanas, además, a posiciones de la filósofa, se encuentren en “La religión poética de Unamuno”, publicado en el volumen de homenaje que dedica la revista La Torre de Puerto Rico en 1961 en conmemoración de los 25 años de su muerte.

Perspicaz lectora de las dos obras mayores de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo, Zambrano intuyó que la cuestión fundamental para Unamuno no fue la del conocimiento, sino una sed interminable y agónica. Por ello distingue entre “sed de vida” y “sed de vivir”. Vinculado con la primera, el sentimiento la experimenta, o bien activamente, y, entonces, el ser humano se aboca a “hacerla pasar”, o bien, desde la pasividad se la deja pasar. “Sed de vivir”, en cambio, proviene del corazón de un ser humano concreto de carne y hueso que no descansa y que desea ser vivificado, vale decir, “ser convertido en viviente del todo y de verdad”.27 Es esta sed inagotable la que, a entender de Zambrano, condujo a Unamuno tanto a “darse” una religión que no cabe en los moldes de la católica de sus orígenes, pero tampoco es la filosófica, así como a explorar hasta el límite de sus fuerzas las posibilidades de la fe. Por ello Zambrano leyó la crisis finisecular del bilbaíno como aceptación, antes que como conversión: “No se trató de una conversión, ni de la irrupción violenta de la gracia, ni de un cambio de convicciones filosóficas, sino de una apertura de su conciencia a su alma, de su corazón y aun de sus entrañas —palabra que hizo tan propia— a su conciencia”.28 Y casi como una acotación que va de suyo, agrega que “a partir de ahí se fue liberando en él la palabra”, razón por la cual el ensayista fue dando paso a otros géneros literarios acordes con esa búsqueda.

En relación con el tema de la intrahistoria y la tradición, observa Zambrano en Unamuno el cuidado piadoso de una religiosidad tradicional, de raigambre campesina y recia, que también comprende la totalidad del ser:

En la piedad, la religión del corazón y de las entrañas que se derrama, y aún más, que abraza, que envuelve al pueblo, a los pueblos, en su existencia concreta entre cielo y tierra. El paisaje mismo está sostenido, creado por ella. Pues en Unamuno la naturaleza no existe por sí misma, la naturaleza al modo clásico, pagano, o la naturaleza de los románticos. Las nubes, el viento, la lluvia y el sol son lugares del alma; signo de la auténtica y total piedad.

Y por el alma, en el alma, la vida se desliza lenta y mansa como lluvia sobre el lago, como nieve que se deshace blanca, que se funde silenciosa sin chocar con la tierra; como nube que recoge la cruda luz solar y diseña enigmáticas figuras de la inasible vida. Y por inasible, imperecedera vida: sueño en la cuna de la tradición.29

¿Religión popular, según Unamuno, y, por lo mismo, forma de la piedad? Zambrano no lo pregunta, pero deja una posible respuesta en suspenso. Todo conduce a pensar que Zambrano mientras escribía tenía en mente a esa gran figura de la piedad unamuniana San Manuel Bueno, mártir, novela escrita cuando el pensador está finalizando La agonía del cristianismo. No es momento de discutir la difícil figura del personaje de Unamuno. De modo provisorio, prefiero atenerme a las conclusiones a que arriba en su trabajo Pedro Cerezo Galán, que encuentra las claves hermenéuticas del texto en las palabras que pone en boca de Ángela: “Creo que Don Manuel Bueno, que mi San Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada”.30 Comenta Cerezo:

Estas últimas palabras, “desolación activa y resignada”, son el signo inequívoco de la noche oscura. Pero también señalan el espíritu del pesimismo trascendente: la santa resignación de la acción (cf. cap. 6, § 2). Misticismo y tragicismo concuerdan entre sí, cuando el primero experimenta el abandono de Dios, estando a su búsqueda, y el segundo resiste y persevera en la creación del valor en medio de la noche del nihilismo. La agonía del alma a la que Dios se oculta, dejándola sumida en la atracción del vacío es, en el fondo, gemela a la agonía trágica del que lucha contra la nada por el porvenir del sentido. […] Podría decirse que la tragedia es un misticismo negativo, o bien que la noche oscura del alma es la disposición religiosa de lo trágico. En uno y otro caso, se sufre la falta de Dios, la falta de un Dios necesario pero imposible. Pero lo que de veras cuenta es la actitud del que busca o del que resiste. […] Si se recuerda que Unamuno entiende la historia como sueño de Dios, es posible advertir en este más allá de la historia, de la divina novela, la permanencia de la Conciencia universal en la intrahistoria creyente de las almas sencillas. Esto es lo que queda, o al menos, lo que merece quedarse, per-durar, como lo siempre vivo.31

La discusión interminablemente agónica de Unamuno por encontrar una forma de religiosidad que dé satisfacción a la sed de vivir con dimensiones infinitas que le embarga, no puede ser entendida de modo individualista o egoísta, como bien dan prueba de ello densos capítulos de Del sentimiento trágico de la vida (VII-IX y XI): “Y el Cristo que se dio todo a sus hermanos en Humanidad, sin reservarse nada, es el modelo de acción”.32

Ante las dificultades de la búsqueda emprendida, aun en el estilo ensayístico que fue el propio de gran parte de los trabajos de Unamuno, sobre todo hasta 1930, Zambrano señala las limitaciones de la filosofía y su fracaso: “se trata de una crítica de la filosofía entendida como conocimiento, como pretensión más bien de conocimiento racional y objetivo, a la luz, a la parpadeante, agónica luz del vivir personal y concreto”,33 para conjeturar más adelante: “Es como si respondiera a una crisis, a un momento especialmente crítico en que el escritor de ensayos […] se viera abocado; en que se le aparecería, como algo a trascender, la crítica que forma la trama de todo ensayo, por poético que sea”.34 Así, según la filósofa, la crisis del hombre Miguel de Unamuno redundó en crisis del filósofo escritor de ensayos y culminó en su entrega total a la piedad, al ejercicio de la piedad por la palabra poética, no filosófica, palabra que en su origen es “inspirada, recibida, pasiva todavía”35 con su carga de aceptación, sacrificio y ofrenda.

La malagueña interpretó así la obra novelística, dramática y poética del Unamuno posterior en la clave de su obra mayor de 1955, El hombre y lo divino, como conversión a la máxima obra de piedad que estaba a su disposición y alcance, y esto en dos niveles diferentes: el individual y el colectivo en tanto voz y conciencia del pueblo, y la piedad que no es otra cosa que la respuesta humana al Cristo clavado en la cruz, máxima expresión de la misericordia: “Tú hiciste a Dios, Señor, para nosotros”.36 En efecto, estos hallazgos zambranianos de la intrahistoria de la piedad en los escritos de Galdós y Unamuno cuajaron en el proyecto “La historia de la Piedad” de 1947, primer esbozo de El hombre y lo divino.37 En una reelaboración tardía de 1989 queda reflejada de modo pleno esta acción misericordiosa de la piedad, absolutamente necesaria para superar los límites impuestos por el racionalismo moderno y su modo de entender la justicia. Si, según Zambrano, piedad “[…] es saber tratar con lo diferente, con lo que es radicalmente otro que nosotros”,38 la piedad “[…] es saber tratar con el misterio”, “en el que nos vivimos y nos movemos”, añade. “La guía para no perdernos en él es la Piedad”.39

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