En 1967 Jacques Derrida afirmó que el concepto de escritura formaba parte sustancial del paradigma de interpretación de lo real. En De la gramatología, su obra más citada, ofrece un par de ejemplos que sustentan su postura. Destacan el desarrollo de las teorías de la información que a la postre darían pie a la cibernética, en las que se hablaba de un principio de codificación y comunicación de la información en sistemas complejos, así como el descubrimiento de la base hereditaria del ADN, capaz de transmitir el código genético inscrito en una célula a otra. Aunque disímiles, estos campos basaban sus propuestas en conceptos como ‘código’, ‘inscripción’ y ‘programa’.2 El uso cada vez más extendido de este tipo de vocablos revelaba que, en efecto, estaba en pleno auge una “época de la escritura”.3
Casi cuatro décadas después, Catherine Malabou pone en entredicho la primacía de esta atmósfera escritural al afirmar que en pleno siglo XXI el concepto de plasticidad tiene un potencial mucho mayor para convertirse en “el motivo formal que domina la interpretación y en el instrumento exegético y heurístico más productivo de nuestro tiempo”.4 Prueba de ello, estipula, es la presencia del término en ámbitos como la biología, donde se habla de la plasticidad (fenotípica), entendida como la capacidad de los organismos vivos para modificar su forma en función de situaciones específicas; en las neurociencias, donde el número de investigaciones sobre el poder de adaptabilidad del sistema nervioso central, y del cerebro en particular —su neuroplasticidad—, es cada vez mayor; en la medicina reconstructiva y estética, campo en el que los métodos y alcances de la cirugía plástica no han dejado de multiplicarse; así como en las artes plásticas, donde asistimos a la incesante renovación de la expresión estética a partir de la modelación de la materia.5 Para Malabou estos ejemplos muestran que en la actualidad los motivos plásticos que apuntan hacia un régimen de constante transmutación de la forma -ya sea de constitución orgánica o inorgánica- tienden a sustituir a los motivos gráficos que imperaban durante la segunda mitad del siglo pasado. Así, situándose en lo que ella denomina como el “atardecer de la escritura”, defiende que si en su momento la presencia de referencias escriturales propició la creación de un esquema gramatológico, la situación actual demanda la construcción de un esquema plástico bajo el cual se aglutinen estas significaciones que hoy impregnan la cultura; un esquema capaz de discutir y desarrollar una epistemología crítica que piense el fenómeno de la transformación y deformación de la materia tanto en el nivel del dato empírico como en el de la pregunta filosófica.6
En este artículo analizo el desarrollo del concepto de plasticidad en el pensamiento de Malabou en un campo específico y recurrente en su corpus: el del encuentro de la filosofía y la ciencia, en particular la neurología. Un encuentro que es central en sus obras ¿Qué hacer con nuestro cerebro? (2004), Los nuevos heridos. De Freud a la neurología, pensar los traumatismos contemporáneos (2007) y Ontología del accidente. Ensayo sobre la plasticidad destructiva (2009).7 Tres trabajos que dan cuenta de su esfuerzo por elaborar, desde una novedosa orientación materialista, una propuesta filosófica capaz de ofrecer una resignificación radical del sujeto contemporáneo y, con ello, poner en circulación nuevas perspectivas capaces de efectuar un cambio político y social en nuestro contexto actual.
Un giro a la deconstrucción de la subjetividad
Malabou parte de una definición general y tripartita de la plasticidad, término heredero del griego Plassein (‘moldear’), que remite a: 1) la capacidad de un material de ser susceptible de cambiar su forma, como sucede con la cera, que es maleable; 2) la capacidad de dar forma a un material, como en el caso de la cirugía y las artes plásticas, en las que se moldea un cuerpo u objeto; y 3) aludiendo a los vocablos franceses plastiquage (‘hacer explotar’) y plastiquer (‘explotar’), a la sustancia creada a base de nitroglicerina, el compuesto de la dinamita, capaz de suscitar violentas detonaciones.8
Una de las particularidades del concepto de plasticidad de Malabou es que está sujeto al mismo régimen de mutabilidad que él representa y a través del cual se busca analizar lo real. Es decir, la plasticidad se concibe como una propiedad de la materia y, simultáneamente, como la naturaleza misma de la herramienta heurística a través de la cual busca aprehender esa materia. Se trata, pues, de una “plasticidad de la plasticidad”, como la llama Christopher Watkin, cuya marca distintiva frente al proyecto derridiano del que es heredera no se juega tan solo en la manera en que apunta hacia los procesos de constante transfromación, sino en su “autorreflexividad formal”: “[l]a plasticidad se plastifica a sí misma. La deconstrucción no se deconstruye a sí misma”.9 Esto le permite a Malabou viajar de la plasticidad de la dialéctica hegeliana a la del cambio en la filosofía de Heidegger, de la plasticidad del cerebro a la de la identidad, los afectos y el género, entre otras.10 Plasticidades varias que exigen pensar su concepto rector desde una mirada múltiple, plural, sujeta siempre a su propia mutación.
La contextualización del pensamiento de Malabou puede enriquecerse si se vincula no solo con la deconstrucción sino también con el movimiento contemporáneo de los “nuevo(s) materialismo(s)”, es decir, esa amplia variedad de estudios provenientes en su mayoría de cruces multidisciplinarios, interdisciplinarios y transdisciplinarios que han sentado las bases de un “nuevo pensamiento sobre la materia y los procesos de materialización”, cuyo objetivo es (re)valorar esta dimensión de lo real, históricamente colocada en un segundo plano frente a otros elementos de naturaleza abstracta, juzgados cruciales, tales como el espíritu, la razón o el lenguaje.11 Así pues, insistiendo en la necesidad de hacerle frente al pensamiento binario moderno que obstinadamente distingue entre naturaleza y cultura, sujeto y objeto, ser humano y cosa, este giro presente en las humanidades y las ciencias sociales invita a concederle a la materia un lugar propio desde el cual idear acciones capaces de responder a la crisis civilizatoria (social, política, ambiental, etc.) contemporánea. En Malabou, es precisamente la pregunta por la neuroplasticidad la que proporciona una vía de acceso a la comprensión de la subjetividad desde este enfoque. Se trata de un acercamiento que se inserta en la larga genealogía sobre el problema de la relación entre mente y cuerpo presente desde hace siglos en el pensamiento occidental tanto filosófico como científico. Específicamente, Malabou hace una reflexión ontológica acerca de lo que constituye las dimensiones de lo cerebral y lo mental o psíquico, y simultáneamente defiende la conceptualización sobre la subjetividad bajo el marco de un “materialismo dialéctico” capaz de reconocer la interdependencia de ambas esferas en una relación compleja y cambiante.12
Este acercamiento materialista permite darle un giro de tuerca al ejercicio de la deconstrucción de la subjetividad, pues establece un vínculo que no se había planteado anteriormente por motivos históricos, vinculado al desarrollo relativamente reciente de los descubrimientos neurocientíficos más significativos. De hecho, Watkin argumenta que para Malabou la posición de Derrida, así como la de otros contemporáneos suyos, como Michel Foucault, es limitada en este aspecto en tanto que muestra un cierto desprecio por las ciencias al considerarlas como gestos de control y normalización.13
Contraria a esta tendencia, Malabou, insiste en la relevancia del examen pormenorizado de las posibilidades emancipatorias así como de las limitaciones de la plasticidad neuronal. La filósofa lo sustenta partiendo de un principio biológico según el cual el cerebro no es, como antiguamente se llegó a defender, una máquina computacional previamente programada ni un rígido órgano genéticamente determinado, sino el sitio de confluencia de, por un lado, procesos biológicos dados sin intervención consciente humana y, por el otro, procesos moldeadores desencadenados en función del uso -o falta de este- de ciertas conexiones neuronales. Siguiendo los trabajos de Marc Jeannerod, en especial Le Cerveau Intime (El cerebro íntimo, 2005), Malabou explica que los avances científicos de las últimas décadas han demostrado que si bien hay una serie de acciones en las que el sujeto no tiene injerencia, hay también acciones que desencadenan un progresivo (auto)modelado de las redes neuronales que se origina con la experiencia del sujeto. En sus palabras:
Algunas estructuras anatómicas del cerebro están, por supuesto, programadas genéticamente, pero una parte importante de la organización neuronal está abierta a influencias externas y se desarrolla como consecuencia de estas influencias o interacciones. Esto significa que una parte importante de la estructura del cerebro depende de su forma de vida y de su experiencia. La historia está inscrita en lo biológico. Eso es lo que significa plástico aplicado al cerebro.14
Reconocer esta dimensión plástica de la vida cerebral es aceptar que existe el potencial de (auto)esculpir parte de la identidad del sujeto. Esto lleva a la autora a insistir en la necesidad de ejercitar una “conciencia del cerebro” que, como se verá más adelante, contemple que hay un margen de maniobra a través del cual reconocemos que somos capaces de cincelar parte de nuestra historia y con ello gestionar procesos de “desobediencia a toda forma constituida”, es decir, mecanismos de cuestionamiento y desaprendizaje de modelos preestablecidos que en última instancia permitan la conquista de una “nueva libertad”.15
Aunada a esta posibilidad emancipatoria, una de las contribuciones más significativas de su filosofía pasa por establecer que la transformación no se limita a cambios positivos, sino que también conlleva ciertas limitaciones y, de manera más precisa, ciertos procesos de destrucción de la materia. No en vano insiste en que el término plasticidad puede referir a la idea de dar o recibir forma, pero también de hacerla explotar. Esto implica una radicalización de la deconstrucción de la subjetividad pues demanda el reconocimiento de que la forma (cerebral y psíquica) puede ser destruida de manera abrupta, como en el caso de las personas que sufren lesiones cerebrales graves que afectan tanto la estructura material de su red neuronal como el desarrollo de su propia identidad. En palabras de Malabou: “Con la plasticidad intento mostrar […] que el concepto de forma pensado como coincidencia entre el surgimiento y la explosión de la presencia, abre la vía para un nuevo materialismo y para una nueva destitución del sujeto, iniciativas aún más radicales que la deconstrucción, de las que, sin embargo, son herederas”.16
La plasticidad, pues, ofrece un escenario donde es posible plantear un nuevo paradigma de la subjetividad contemporánea que admite tanto su capacidad de creación como de destrucción. Los siguientes apartados son un recorrido por estas dos vías de estudio en las que el pensamiento de la autora se ha especializado en los últimos años.
Agenciamiento cerebral y conciencia (neuro)política
“El cerebro es una obra, y no lo sabemos. Nosotros somos sus sujetos, autores y resultado a la vez, y no lo sabemos”.17 Con esta frase inicia ¿Qué hacer con nuestro cerebro?, un texto que reflexiona sobre el cambio revolucionario que ha significado desde el siglo pasado el descubrimiento de la estructura del cerebro que se plantea ya no como la de un órgano rígido genéticamente predeterminado y cuya forma permanece invariable a lo largo de una vida, sino como la de un ente plástico constantemente modelado; un órgano que modifica su arquitectura según las experiencias que lo impactan y que, por consiguiente, se convierte en sitio de inscripción de la identidad de cada persona. El problema, afirma Malabou, es que el descubrimiento de este peculiar obrar del cerebro que “compromete la aventura y la historia” de cada sujeto no ha logrado trascender el ámbito científico, dejándonos a quienes no pertenecemos al mismo en un sitio de extrañamiento de nuestra propia “intimidad”.18
Analicemos esta idea detenidamente. Es necesario comenzar por señalar que el motivo que permite sustituir la teoría del cerebro rígido e inmutable por la del órgano vivo que “narra” una historia es la plasticidad cerebral, una propiedad intrínseca del sistema nervioso, que nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, y que le permite a nuestro cerebro modificar su estructura como resultado de, al menos, tres tipos de actividad neuronal: de desarrollo, experiencia y reparación.
La actividad plástica neuronal de desarrollo tiene un carácter morfogenético, es decir, remite a un proceso de constitución elemental que comienza en el embrión con la creación de los axones y las dendritas, así como la subsecuente formación de sinapsis. Se trata de una actividad que puede caracterizarse como la más determinista, biológicamente hablando, ya que a nivel estructural es similar en todos los seres humanos. Haciendo eco de la postura de Jeannerod, Malabou afirma que esta primera actividad nos permite referir a la presencia de un diseño preestablecido que, tras el nacimiento y durante los primeros años de vida, pasa paulatinamente a un segundo plano. Ese plan cede su lugar a una segunda actividad neuronal, la de experiencia, que comienza a desarrollarse cuando la arquitectura del cerebro del recién nacido va adoptando una forma particular en función del contacto que tiene con el exterior. El encuentro con el mundo impacta directamente en el desarrollo tanto del número como del tipo de sus conexiones neuronales. Hay, como dice Malabou, una “maduración” de los circuitos neuronales “bajo el efecto del medio”, que sienta las bases del primer diseño de nuestra identidad.19
Con el tiempo, la plasticidad neuronal de la experiencia se erige como el proceso protagónico. Malabou vuelve a Jeannerod y la teoría de la eficacia sináptica para explicar su funcionamiento. Según esta teoría, si el vínculo entre dos neuronas se usa con frecuencia, el circuito crece en volumen y eficacia. Lo mismo sucede a la inversa, si una sinapsis se emplea poco, esta se debilita y se vuelve menos eficaz. Esto, dice Malabou, permite afirmar la existencia de un “modelado progresivo” que se da con la experiencia del sujeto y que da cuenta de un mecanismo de individuación radical, ya que, como sucede en el caso de las huellas dactilares, no hay dos cerebros iguales. Lo que está en juego aquí es “la identidad del individuo, el pasado, el medio, los encuentros, las prácticas, en una palabra, la aptitud que tiene nuestro cerebro, todo cerebro, de adaptarse, de integrar las modificaciones, de recibir impresiones y crear de nuevo a partir de esta recepción”.20 Cada cerebro narra su propia historia.
Ahora bien, profundizando en el cuestionamiento al que apunta el título de la obra, es necesario preguntar qué podemos hacer con nuestro cerebro o, dicho de otra manera, cómo podemos tener un papel activo en su constante transformación plástica. Solo ahí, reclamando un espacio de acción consciente, hay oportunidad de convertirse en agente y, por lo tanto, de conducir el cambio. La neurocientífica Nazareth Castellanos, a quien Malabou no menciona, pero que puede contribuir a enriquecer su propuesta, ofrece una respuesta: emprender una “reconciliación con el cuerpo desde fuera, desde las sensaciones que nos regala la piel, desde los gestos, y desde la postura corporal” nos permite darnos cuenta de que el “organismo esculpe al cerebro” y de que hay un margen de acción al que tenemos acceso.21 En su libro más reciente, Neurociencia del cuerpo, Castellanos remite a varios ejemplos de este (auto)modelado al que podemos acudir. Uno de ellos, quizá el más inmediato, es el de la respiración. Un fenómeno a primera vista simple pero que cuando se realiza de manera consciente y voluntaria, como en la meditación, “guía la plasticidad neuronal para esculpir o reorganizar la arquitectura cerebral” dejando así su “impronta en la atención, en la memoria, así como en la expresión de las emociones”.22 Otro ejemplo es el del ejercicio. Siguiendo los resultados de estudios recientes elaborados alrededor del mundo, Castellanos explica que actividades como el yoga o el taichi suponen beneficios neuronales que favorecen los “recursos cerebrales de la cognición, potenciando la plasticidad, la función vascular cerebral y disminuyendo la inflamación”.23
Si Castellanos describe estas actividades como actos de neurogénesis, Malabou habla de un “margen de improvisación” frente a la determinación genética.24 Atender a este margen es renunciar a la concepción del órgano rígido e inquirir por el tránsito en el que el organismo deja de ser un diseño preestablecido para convertirse en una escultura por modelar. Dicho en palabras del neurocientífico Antonio Damasio, uno de los referentes más importantes de Malabou, es preguntarse por el tránsito entre el “precedente biológico preconsciente” y el “yo”, entre el ser neuronal y el ser autobiográfico.25 Un tránsito que, en la lectura de la filósofa, no se da como una mera adherencia de una dimensión a otra, ni de una simple traducción de un dominio a otro, sino que conlleva una conflictividad, una tensión, una ruptura. En palabras de Malabou: “la hechura de uno mismo implica la elaboración de una forma, de un rostro, de una figura y, al mismo tiempo, la desaparición de otra forma, de otro rostro, de otra figura, que les preceden o son contemporáneas”.26 Es decir, en cada proceso de transmutación de la forma hay una cierta conflictividad entre estas dos dimensiones: “existe siempre la posibilidad de que tal huella no se convierta en imagen, que este o aquel acceso no se utilicen nunca, que determinada disposición neuronal no acceda a la conciencia”.27 Malabou interpreta esta tensión como una oportunidad para adquirir un posicionamiento político respecto de nuestro cerebro: precisamente porque tenemos margen de acción, porque existe la posibilidad de propiciar que ciertas conexiones neuronales se formen o no, es que no podemos ser indiferentes a la responsabilidad que este conocimiento conlleva. No se trata solamente de reconocer cierta libertad del cerebro, cierto margen de acción, sino reflexionar activamente sobre el fenómeno para comprender las posibilidades, alcances y límites de nuestra propia transformación.
Malabou cuestiona la idea de la toma de conciencia cerebral enfocándose en un asunto en particular: el de la peligrosa creencia en la (supuesta) plasticidad infinita y no conflictiva del cerebro, y el símil de esta con el “actual rostro del capitalismo”.28 La plasticidad, dice, hoy en día se suele confundir con uno de los principios rectores del capitalismo, el de la flexibilidad, que demanda la presencia de sujetos eternamente dóciles, adaptables a cualquier circunstancia, capaces de tolerar todo. Un principio que, como Marina Garcés apunta, sirve de sustento para la ola de mercadotecnia cognitiva que no deja de multiplicarse en redes sociales con todo tipo de propuestas para entrenar y mejorar las capacidades de nuestros cerebros. Capacidades que no necesariamente se traducen en una vida más empática, compasiva o consciente de la urgente necesidad de creación de esquemas de genuina vinculación comunitaria, sino en una vida cada vez más apta y eficiente para cumplir desde una visión individualista los mandatos del capitalismo.29
Bajo esta concepción, que confunde la flexibilidad con la plasticidad, operar un principio de identidad entre ambas teorías de la transformación que hace de la segunda un sinónimo de la infinita maleabilidad, accesibilidad y, en última instancia, sinónimo de una obediente sumisión.30 Lo cierto es que, como ya se mencionaba anteriormente, contrariamente a ese discurso, el paso de lo neuronal a lo mental “supone negación y resistencia”.31 Esa resistencia, dice Malabou, no solo no debe ser ignorada sino defendida. “La resistencia es lo que queremos. Resistencia a la flexibilidad, a esta norma ideológica transmitida, consciente o no, por el discurso reduccionista que modela y naturaliza el proceso neuronal a fin de legitimar un determinado funcionamiento social y político”.32 El sujeto neurocientíficamente informado, sabedor de lo que su cerebro puede hacer, es decir, de sus potencialidades plásticas y de los procesos de trasformación y tensión que estas conllevan, se hace dueño de una comprensión científica, filosófica y política de su propia identidad. Una comprensión emancipadora que le permite imaginar otras formas de constitución de su historia. Por ello, afirma Malabou, una vez que nos hemos hecho conscientes de los descubrimientos de las neurociencias, somos capaces de comenzar a desarticular las anquilosadas representaciones del cerebro rígido e inmutable, que son a la vez anquilosadas representaciones de nuestra subjetividad.33
Recapitulemos un poco. Anteriormente me referí a la plasticidad de desarrollo que sienta las bases del primer diseño neuronal. Luego analicé de manera más detallada la plasticidad de modulación, que es la que modifica, no sin cierta conflictividad, la forma del cerebro en función de la experiencia de cada sujeto. Ahora habría que agregar un tercer tipo de plasticidad que remite a la capacidad del cerebro de (auto)repararse. Aquí Malabou apunta hacia dos procesos: el de la renovación neuronal, que permite la creación de nuevas neuronas a lo largo de nuestra vida, y el de compensación neuronal, que se da en función de ciertos déficits frente a los cuales el cerebro despliega una capacidad de curación y resarcimiento. Pensemos en el caso de una persona diestra que, a causa de una lesión en la mano derecha, genera nuevos mapas neuronales que, a manera de una compensación, le permiten desarrollar nuevas habilidades motrices en la mano izquierda. Malabou, siguiendo a Jeannerod, habla de un remapeo, una (re)creación, de circuitos (neuronales, motrices y nerviosos) alternativos que en una situación normal no se habrían desarrollado por ser innecesarios. Esta reorganización hace patente la plasticidad (auto)reconstructora de las redes neuronales. En palabras de Malabou: “el arte plástico del cerebro alumbra una estatua susceptible de repararse a sí misma”.34
Ahora bien, aunque es cierto que el análisis de la capacidad de constante modificación cerebral que se da ya sea por motivos de desarrollo, experiencia o reparación, conlleva un acto que conduce a convertirse en agente y, por lo tanto, de creación de una conciencia (neuronal) emancipadora, también lo es preguntarse por los límites de esa misma capacidad. Es decir, el cuestionamiento acerca de la frontera de la plasticidad neuronal, especialmente en este último caso, el de (auto)reparación, es otra manera de ponerle freno a la ideología de la flexibilidad. No hacerlo sería dejar fuera del cuadro el hecho de que hay ciertas lesiones que son irreparables o incompensables. Malabou es enfática en esto cuando llama a enmarcar la plasticidad dentro de un esquema que reconozca el cambio constante, pero que se oponga al “exceso de poliformismo”, a la maleabilidad infinita.35 Reconocer la negatividad constitutiva de la plasticidad, es decir, hablar de la capacidad de dar y recibir forma, pero también de destruirla, de hacerla explotar, como bien indica el tercer sentido del término que la filósofa recupera, es dar cuenta del escenario completo. Este es el problema central del que se ocupa en Los nuevos heridos y en Ontología del accidente, los dos libros que le dan continuidad a su exploración materialista de la subjetividad a partir del diálogo entre la filosofía y la neurociencia.
La plasticidad destructiva o el teatro del absurdo
El binomio formado por Los nuevos heridos y Ontología del accidente es el viaje de regreso del argumento acerca del vínculo entre lo neuronal y lo mental recién planteado. Aquí, a diferencia de lo que sucede en ¿Qué hacer con nuestro cerebro?, el foco se pone en la capacidad destructiva de la plasticidad cerebral. Un fenómeno que, como Malabou insiste en diversos momentos, no suele ser problematizado. En sus palabras:
Abandonado por el psicoanálisis, ignorado por la filosofía y sin nombre propio en la neurología, el fenómeno de la plasticidad patológica, de una plasticidad que no repara, de una plasticidad sin compensación ni cicatriz, que corta el hilo de una vida en dos o en muchos segmentos que ya no se volverán a encontrar, tiene sin embargo su propia fenomenología, que exige ser descrita.36
Dicha fenomenología parte de la idea de que en el curso natural de una vida los cambios, tanto biológicos como biográficos, es decir, las modificaciones neuronales y mentales, dejan una impronta en la identidad del sujeto sin transformarla en su totalidad. No obstante, hay ocasiones en las que esta transformación es absoluta, “el camino se bifurca y un personaje nuevo, sin precedentes, cohabita con el antiguo y termina por tomar todo su lugar”.37 Como sucede con Gregorio Samsa, el personaje de Franz Kafka, al que la filósofa regresa en varias ocasiones en su corpus.38 Se trata de situaciones insólitas, impensables, desprovistas de vínculo con la historia pasada del sujeto en las que surge de manera simultánea una des/reorganización neuronal, así como una mutación de su identidad. Accidentes hermenéuticamente inaprehensibles que, como Malabou afirma siguiendo la postura de Damasio, trascienden la antigua distinción entre enfermedades del cerebro y enfermedades de la mente, e invitan a ampliar nuestros conceptos de lesión cerebral, sufrimiento psíquico y trauma.39
Comencemos por identificar a los que Malabou llama “nuevos heridos”. La filósofa ofrece tres categorías para pensar a las personas que pueden sufrir este tipo de accidentes: a) quienes han sido víctimas de una destrucción en su tejido cerebral a causa de lesiones orgánicas, tumores o enfermedades neurodegenerativas; b) quienes han sufrido violencia física externa brutal, como las víctimas de ataques terroristas o catástrofes naturales; y c) quienes han padecido violencia sociosimbólica, como en el caso de la exclusión social por motivos de raza, género o ideología. Slajov Žižek explica que todos estos sujetos han vivido un accidente doblemente traumático: por un lado, su causa es totalmente irracional, puesto que en sí mismo el acontecimiento carece de sentido con respecto a la historia de la víctima, es decir, no forma parte de su pasado, no se esconde en el interior de su biografía; por otro lado, su consecuencia es también insólita, ya que la lesión trae consigo la destrucción de “la textura simbólica de la identidad del sujeto”, conduciendo a una transformación completa y, en última instancia, a la destrucción de la personalidad de quien sufre.40 Malabou lo explica con los siguientes términos:
Una lesión cerebral, una catástrofe natural, un acontecimiento brutal, súbito y ciego no pueden, por definición, ser reintegrados a posteriori en una experiencia. Dichos acontecimientos son puras fuerzas de impacto, que desgarran y agujerean la continuidad subjetiva y que no permiten ninguna justificación ni repetición en el psiquismo. ¿Cómo interiorizar una lesión cerebral? ¿Cómo hablar del déficit emocional cuando las palabras para decirlo deben ser acarreadas por los afectos cuya ausencia constatamos aquí?41
Continuemos con las interrogantes, ¿qué es lo que permite crear una categoría de persona herida tan amplia? Malabou, siguiendo de cerca la teoría de Damasio sobre el cerebro como un locus simultáneamente racional y afectivo, explica que todos los accidentes anteriormente mencionados tienen un impacto que perturba a la vez la dimensión cerebral y psíquica del sujeto. Para ella, incluso en los casos en los que la herida es una lesión física, hay una reorganización neuronal que provoca transformaciones en el centro del “yo”.42 Todo traumatismo, insiste, tiene consecuencias en la cartografía del cerebro; en especial en los espacios vinculados a la emoción.43 Por eso, una de las características compartidas entre estas nuevas víctimas es el desarrollo de un déficit emocional, es decir, una pérdida de la vitalidad que se hace patente a través de una cierta frialdad, una marcada indiferencia o una exacerbada y en ocasiones ingenua actitud positiva que dan pie a un dislocamiento afectivo difícil de soslayar en la vida diaria.
Ahora bien, la capacidad de aniquilamiento inherente a la plasticidad le permite a Malabou, por un lado, proponer una ampliación del concepto tradicional de lesión cerebral que incluye acontecimientos psíquicos capaces de efectuar una reorganización neuronal, y, por el otro, ampliar también el concepto de trauma del psicoanálisis freudiano para incluir accidentes tanto materiales u orgánicos que no se vinculan con la vida pasada de la persona herida y que, sin embargo, crean un profundo sufrimiento. En este punto, Malabou llama a dar cuenta de una nueva forma de trauma que, a diferencia de lo que defiende Freud, no es un asunto reprimido, relegado u oculto. Se trata, sentencia, de “modos de ser sin genealogía”.44
Dos ejemplos ilustran su postura. El primero, el de Phineas Gage, un capataz ferrocarrilero que en 1848 sufrió una grave herida en la cabeza que le causó importantes lesiones en el córtex prefrontal, pero que en cuestión de meses logran resarcirse. El neurólogo John Martyn Harlow, uno de los primeros estudiosos del caso, acuña una de las oraciones más citadas en la literatura especializada que estipula que, a pesar de la enigmática recuperación física de Gage, su comportamiento social y afectivo se transformó por completo: “Gage ya no era Gage”.45 El capataz se convierte en otra persona. Para Malabou, el caso es paradigmático porque muestra que la lesión física, que es completamente azarosa, tiene fuertes secuelas psíquicas en la vida de la víctima; secuelas que no formaban parte de su historia, que rompen su antigua unidad narrativa para dar paso a una nueva genealogía personal. Se trata, como bien apunta Žižek, de violentas “intrusiones sin sentido de lo real”.46
El segundo caso analizado, que le da un tono entrañable al argumento, es el desarrollo de la enfermedad de Alzheimer en la abuela de Malabou. Una enfermedad que “opera” en ella hasta transformarla en una especie de “escultura” nueva, totalmente otra.47 Una escultura indiferente no solo a su entorno sino también a su propia enfermedad. Abonando a la fenomenología ya esbozada con el caso de Gage, aquí es patente otro elemento crucial, el de la frialdad y la ausencia afectiva. Gestos que, según Malabou, revelan el total sinsentido de las heridas para la propia víctima y muestran el imponente “poder metamórfico destructor” del accidente.48 Esta ausencia de sentido, esa extrañeza que la propia víctima tiene de su condición, es la que le permite insistir en la necesidad de ampliar el concepto de trauma del pensamiento freudiano que pueda constatar que aún en los casos devastadores en los que se dan estas “ausencias o suspensiones del sí”, hay todavía un psiquismo latente.49 A diferencia de las referencias de Freud provenientes de su labor clínica, el accidente al que Malabou se refiere, abre la posibilidad de reconocer a un nuevo sujeto sufriente que puede "sobrevivir a la ausencia de sentido de sus accidentes”. Por ello, la filósofa estipula que su presencia en el contexto contemporáneo demanda la construcción de un nuevo régimen etiológico, el de la cerebralidad.50
El término cerebralidad es un neologismo acuñado por Malabou que permite identificar dos economías o modos de representación de la psique. Una, la economía de la sexualidad, propia del régimen etiológico propuesto por Freud principalmente en Más allá del principio del placer, cuya forma de conceptualizar el trauma es dotarlo de una esencia histórica. De esta economía se deriva, por un lado, la idea de que el accidente siempre tiene una razón de ser y que esta está, además, vinculada a trastornos sexuales o “vicisitudes de la libido”, como las llama Žižek.51 Frente a esta economía está la de la cerebralidad, que no parte de un conflicto reprimido, sino que piensa el trauma en función de accidentes hermenéuticamente inaprehensibles que apuntan a la posibilidad que tiene la víctima de experimentar una ausencia de sentido del evento y, en última instancia, una ausencia de sí. Para Malabou, la identificación de este segundo régimen etiológico no supone la negación del primero, pero reconoce que actualmente hay una forma de destrucción psíquica distinta a la que el psicoanálisis freudiano concibió hace más de cien años, en la que los daños cerebrales causan deterioros emocionales y viceversa; donde el “daño cognitivo y el daño emocional… nunca existe[n] el uno sin el otro”.52
El ejercicio de ampliación conceptual capaz de entender las formas de sufrimiento contemporáneas no se queda ahí. Para Malabou, el reconocimiento de la dimensión negativa de la plasticidad suele ser escasamente tematizado también en la investigación neurológica. Al igual que en el caso de Freud, reconoce los esfuerzos llevados a cabo por figuras como Alexander Luria, Mark Solms y Oliver Sacks, reconocidos neurólogos que en su trabajo clínico recurrieron no solo a la investigación médica sino también a la narración de las vidas de sus pacientes.53 El texto icónico de esta tradición, que Malabou describe como el de las “novelas neurológicas”, es El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985), de Sacks. Un trabajo que describe diversos casos clínicos de pacientes con padecimientos como la agnosia visual (incapacidad para reconocer objetos y rostros), amnesia anterógrada (incapacidad para crear nuevos recuerdos) o la afasia (incapacidad para producir o comprender el lenguaje), entre otros. Con un estilo en el que se entrelaza tanto el análisis de la situación cerebral del paciente como el desarrollo de su cotidianidad, los textos de la tradición que personifica Sacks muestran cómo frente al sinsentido del accidente, la literatura parece ofrecer una salida. Jesús Ramírez-Bermúdez, quien, aunque no es citado por la filósofa, puede considerarse como continuador de este tipo de escritura en el contexto hispanoparlante, bien lo explica cuando afirma que la literatura se convierte en un intento de “organización cognitiva y emocional”, una forma de “simbolización del sufrimiento” que de alguna manera hace aprehensible aquello que se resiste a la interpretación; aquello que en términos coloquiales podríamos decir que no tiene razón de ser.54
Las obras de estos autores ofrecen un vocabulario y un acercamiento más comprensible para público no especializado a la fenomenología del accidente y el trauma que este produce. No obstante, Malabou critica esta literatura clínica por una cierta tendencia -que también identifica en Freud- de no poder resistir al deseo del sentido. “Pese a todo, existe en Sacks [por poner un ejemplo] una confianza en la enfermedad que sostiene, de manera paradójica pero lógica, la confianza en la medicina y en la terapia en sí”.55 A través de un fino análisis de diversos textos del neurólogo, Malabou da cuenta de la presencia de una inclinación a pensar en la capacidad de los nuevos heridos de lidiar con su herida, de crear una nueva vida tras el accidente.56 Sin embargo, este gesto, insiste, esquiva el núcleo del problema que ella toca, el de la existencia de una plasticidad negativa y destructora incapaz de repararse. En las novelas neurológicas, dice, “lo negativo no tiene suficiente presencia”.57
Hay heridas, como la del Alzheimer, que no ofrecen retorno alguno. ¿Qué hacer en estos casos? La filósofa permanece en el campo de la literatura, pero no en el del relato sobre el padecer sino en el teatro del absurdo propio de figuras como Samuel Beckett, Eugene Ionesco y Jean Genet. Un teatro en el que es habitual la ausencia de una trama, las transformaciones fortuitas de los personajes, la aparición de situaciones cíclicas y reiterativas, la sensación de completo extrañamiento por parte de quien mira el espectáculo —el famoso efecto alienatorio o de distanciamiento—. Se trata de piezas en las que el pensamiento racional es, como Martin Esslin apunta, simplemente inútil.58 Es ahí donde Malabou encuentra la “retórica más apropiada” para expresar el “dolor cerebral”.59
El teatro de la ausencia es la expresión privilegiada del aparato afectivo y de la metamorfosis destructora. Su retórica no es ni más ni menos que la de la interrupción, la pausa, la cesura, los blancos, aquello que se produce cuando la red de conexiones es destrozada, la circulación de la energía paralizada. Dicho teatro es el que Deleuze llama “teatro de la identidad agotada”. Esto es lo posible que nace tras el agotamiento de los posibles.60
El agotamiento y dolor al que Malabou refiere se captura en una pieza paradigmática del género, Los días felices (Happy Days, 1960) de Beckett, cuyo argumento versa sobre una mujer, Winnie, que se encuentra enterrada en un montículo de arena durante los dos actos en los que se desarrolla la obra. A pesar de su extraña y difícil situación, Winnie mantiene una actitud extremadamente alegre durante su monólogo, caracterizado por frases reiterativas e inconexas. Mientras habla, realiza actividades que se podrían juzgar comunes: dialoga con su esposo Willie, que está al lado del montículo, saca objetos de su bolsa, como un cepillo de dientes y un labial, entre otros. Objetos a los que luego se le suma una pistola que la protagonista no usa y de la que tampoco explica su razón de ser. Conforme la obra transcurre, Winnie da muestras de cierta desesperación, pero esta pronto se eclipsa frente a su incesante júbilo. Willie es quien, por el contrario, a través de gestos que evocan una cierta derrota, una cierta incapacidad de tocarla -en un sentido literal y también metafórico-, sugiere que quizá ese no sea “después de todo, otro día feliz”, como ella afirma.
El símil entre el personaje de Beckett y los nuevos heridos permite pensar en la existencia de sujetos cuya vida se ve progresivamente reducida a unas cuantas frases, cuyo margen de movimiento es también restringido, tal como lo evoca el montículo de la protagonista de Los días felices, y para quienes su dramática condición es y continuará siendo desconocida. Winnie personifica ese “dolor que se manifiesta como indiferencia al dolor, impasibilidad, olvido, pérdida de referentes simbólicos” que invita a pensar una plasticidad destructiva sin redención alguna.61
¿Qué queda, entonces, frente a ese escenario desolador? En primer lugar, reconocer que hay una nueva categoría de sujeto en nuestro contexto contemporáneo que no había sido del todo problematizada por la filosofía, la neurología o el psicoanálisis, en gran medida debido a los avances científicos que han permitido continuar con la exploración del cerebro, así como los cruces inter y transdisciplinarios entre estas áreas de estudio. En respuesta al ensanchamiento del campo es necesario pelear por la categoría de nuevos heridos en tanto que, en efecto, esta invita a reflexionar sobre el dolor cerebral. Pensar sobre esta condición, y no solo medicar a las víctimas, para así poder imaginar lo que Malabou denomina una “clínica por venir”.62 Una clínica que insista en la vulnerabilidad y fragilidad del cerebro desde la confluencia de distintos discursos. Una clínica que reconozca, sin caer perpetuamente en el sueño de la redención, la dimensión negativa de la plasticidad. Una clínica que dé cuenta de que hoy en día la frontera entre los traumatismos orgánicos y los sociopolíticos es endeble. No en vano Malabou afirma, con la asertividad característica de su estilo, que “la guerra social puede tener la misma fuerza de impacto que una lesión cerebral, y que la violencia de guerra puede golpear como una bala o una barra de hierro”.63 Hoy, cualquiera de nosotras, de nosotros, puede devenir en una nueva víctima. El accidente es una posibilidad latente.
Cuando no hay posibilidad de retorno porque el viaje de regreso a esa biografía conocida se ha borrado por la destrucción simultánea de la cartografía orgánica y la psíquica, lo que queda, dice Malabou, es la ternura. Esta se presenta como una forma de asistencia a la persona herida que experimenta, sin aprehenderlo del todo, su propia ausencia. Quizá también habría que agregar a la propuesta de Malabou, en un intento por ejercitar de manera compartida la “potencia de la dulzura” de la que habla Anne Dufourmantelle, que nos resta también la compasión para quien acompañamos a nuevas heridas. La ternura y la compasión serían, pues, una especie de nado a contracorriente de la frialdad y el “parálisis del tocar(nos)”, tan característico de nuestra época.64
Consideraciones finales
El cerebro es un ente plástico. Locus de constantes e incesantes transformaciones y deformaciones. La fascinación que en nuestro tiempo ha levantado su naturaleza cambiante quizá convierte, como Malabou lo sugiere, al término plasticidad en un paradigma de interpretación del mundo actual. Bajo este régimen de transmutación de la forma, la aventura de Malabou, intrépida al explorar terrenos que van más allá de la filosofía, ofrece elementos sugestivos para llevar a cabo una resignificación de la(s) idea(s) del sujeto contemporáneo. Una resignificación capaz de tomar en cuenta desde la intimidad del cerebro tanto las libertades que se abren cuando se adquiere conciencia de nuestro operar neuronal y psíquico, así como de los límites y riesgos latentes que las pueden coartar. La comprensión filosófica y científica de la vida neuronal que se dibuja, tanto al considerar la plasticidad positiva como su contraparte negativa, es innovadora al insistir en la postura política de nuestra subjetividad, que se halla en juego. Postura que invita a ser capaz de resistir tanto a las demandas del capitalismo como a la frialdad frente al sufrimiento de la otra, del otro, que caracterizan a nuestra época.
Hoy nos separan 20 años de la publicación en Francia de ¿Qué hacer con nuestro cerebro?, la primera incursión de Malabou en el diálogo entre filosofía y neurociencia. Veinte años que han dejado su impronta en ambos dominios y que hoy sugieren nuevas vías a través de las cuales seguir explorando los alcances y límites de la plasticidad. Destacan particularmente los trabajos que defienden epistemologías decoloniales para el caso de la filosofía, así como enfoques corporeizados para el caso de las neurociencias. Dos vías que, leídas en un cruce similar al realizado por Malabou entre los distintos discursos que constituyen su propuesta, pueden sugerir innovadoras vías de exploración de lo real.