La metáfora del discurso cinematográfico

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Raúl Roydeen García Aguilar

Resumen

A través de su historia, las teorías y metodologías del análisis del audiovisual han recurrido a explicaciones metafóricas tomadas de disciplinas como la lingüística, la semiología y la narratología literaria, haciendo extensivo el uso de las nociones de éstas. El análisis del discurso audiovisual o cinematográfico se ha convertido en un tópico habitual. Con la finalidad de explorar los límites disciplinarios, metodológicos y conceptuales que permiten este uso, presento un recorrido que explicita los puntos de contacto de teorías específicas del discurso audiovisual y las metodologías de análisis que las sustentan. Finalmente, me remito a los aportes de Charles Sanders Peirce y Umberto Eco para pensar el audiovisual como un discurso retórico basado en la metáfora.

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Detalles del artículo

Cómo citar
García Aguilar, R. R. (2018). La metáfora del discurso cinematográfico. Interpretatio. Revista De hermenéutica, 3(2), 91-111. https://doi.org/10.19130/irh.3.2.2018.108
Sección
Dossier: Artículos
Biografía del autor/a

Raúl Roydeen García Aguilar, Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) Unidad Cuajimalpa

Doctor en Ciencias Políticas y Sociales y Maestro en Comunicación por la unam. Actualmente es Secretario Académico de la División de Ciencias de la Comunicación y Diseño de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Cuajimalpa. Miembro de la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación y miembro fundador de la Asociación Mexicana de Teoría y Análisis Cinematográfico. Actualmente adscrito al Departamento de Ciencias de la Comunicación de la uam Cuajimalpa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores en la categoría de Candidato 2018-2021. Principales artículos publicados: La cultura visual como sistema de significación, El análisis cinematográfico a partir del sistema epistemológico de Pierce y Los límites ideológicos de la representación realista cinematográfica en el cine digital. Su tesis doctoral, acerca de la semiosis del audiovisual digital, se publicará como libro en 2018. Sus líneas de investigación son el cine, la semiótica, el discurso y los medios digitales.

Citas

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A partir de las primeras aproximaciones semióticas, llamadas textualistas, durante las últimas décadas la expresión audiovisual en general y la cinematográfica en particular se han estudiado en términos de discurso, dadas sus cualidades como construcción articulada de sentido. Entre las perspectivas de análisis más socorridas se encuentran las formalistas, psicoanalíticas, estructurales y narratológicas. Con la finalidad de explorar los límites disciplinarios, metodológicos y conceptuales que permiten el análisis discursivo del cine, una primera sección de este artículo presenta un recorrido histórico1 de lo que se ha llamado discurso audiovisual, centrándose en el uso de los conceptos y procesos lingüísticos que proponen la interpretación fílmica a través del entendimiento de sus factores proposicionales2 y los mecanismos contextuales y relacionales (internos y externos) que funcionan como guías explícitas e implícitas del sentido de un filme. En la segunda sección, abordo el conocimiento previo del espectador como factor necesario para la interpretación del audiovisual como discurso; lo que me permite, en un tercer momento, retomar la definición de la metáfora propuesta por Charles Sanders Peirce como una guía interpretativa de la semiótica discursiva del cine. Las relaciones entre las tres secciones posibilitan pasar del uso habitual de la palabra discurso, como una metáfora del análisis lingüístico, a la afirmación de que el discurso audiovisual basa su funcionamiento en los mecanismos metafóricos descritos por Peirce y Eco.

1. El estudio del cine a partir de las bases del discurso lingüístico, un símil cuestionable pero fructífero

Como lo recuerda Jean Mitry (1990: 5), desde que se empezó a teorizar sobre el cine, se le trató como una especie de lenguaje capaz de transmitir ideas y sentimientos cuyo sentido dependía del montaje, de la naturaleza de los planos y de sus relaciones. Uno de los primeros autores en profundizar en un enfoque de esta naturaleza fue Christian Metz, quien centró su propuesta en el empleo que cada creador hace de las posibilidades combinatorias y de la sucesión y copresencia de las sustancias de la expresión fílmica: imagen y sonido. Para Metz, el sentido cinematográfico es muy próximo a lo expresado en relación con el discurso por Benveniste a partir de las definiciones del habla y la enunciación:

La enunciación es este poner a funcionar la lengua por un acto individual de utilización. El discurso -se dirá-, que es producido cada vez que se habla, esa manifestación de la enunciación, ¿no es sencillamente el “habla”? Hay que atender a la condición específica de la enunciación: es el acto mismo de producir un enunciado y no el texto del enunciado lo que es nuestro objeto. Este acto se debe al locutor que moviliza la lengua por su cuenta. La relación entre el locutor y la lengua determina los caracteres lingüísticos de la enunciación (Benveniste 1977: 83).

Christian Metz tituló una de sus obras centrales El cine, ¿lengua o lenguaje?, suscitando una discusión (2002: 51-59) motivada por la imposibilidad de cuantificar los signos fílmicos y tratando de reducir, en los inicios de sus reflexiones teóricas, las posibilidades expresivas de lo audiovisual en términos de sintagmas y paradigmas: articulaciones de sentido en contexto.

Mitry hace evidente su desacuerdo a la propuesta de Metz de una semiología lingüística del cine, manifestándose a favor de mantener el lenguaje como un elemento de comparación fundamental para el entendimiento del sentido cinematográfico como un sistema sin codificaciones a priori. Aun en el disentimiento de Mitry, es posible rastrear las pistas que permiten un abordaje de carácter discursivo, pues se decanta por una semiología abierta, basada en relaciones fortuitas y contingentes entre el fondo y la forma (Mitry 1990: 19). Esta significación en contingencia nos permite pensar al cine como una construcción interpretable a partir de contextos espacio-temporales, que ponen en relación al creador fílmico con los posibles espectadores de sus obras. Guardando las cualidades expresivas del audiovisual es posible seguir, en una nueva extrapolación teórica, los fenómenos discursivos del cine a partir de las teorías de la enunciación. Algunas de estas posturas se presentan a continuación.

Para hacer referencia al cine en términos de discurso, es importante recordar que la narración cinemática puede ser entendida como la actividad responsable de relatar los hechos o situaciones de la historia, teniendo las primeras aproximaciones como temas centrales el realismo y la autoría. El fenómeno ha sido enfocado desde la mencionada teoría lingüística, respecto de los marcadores discursivos o las huellas estilísticas en una película que señalan la presencia de un autor o una instancia narradora, como lo diría Prince (1987): las huellas en un discurso del acto de generar ese discurso. Partimos del supuesto de que, en el cine, la enunciación, o algún proceso que funcione como un símil, también es un mecanismo constitutivo de la subjetividad a través del lenguaje.

François Jost retomó las categorías de Gerard Genette sobre el análisis del relato literario, como los tipos de narrador, la focalización y el manejo del tiempo, y las adaptó a lo visual como guía primaria. El emplazamiento de la cámara y su intercambiabilidad con la mirada de los personajes instauran el orden relacional entre los sujetos, el tiempo, el espacio de la narración, pero, sobre todo, el punto del cual surge la narración, ya sea esta neutral o centrada en alguno de los personajes (Jost en Stam 1999: 110). Con esto, se pone en juego un deslizamiento más de la teoría lingüística del discurso y la enunciación: el hallazgo de marcas deícticas en la presencia e interacción de sujetos que generan la narración, sean personajes que hablan, que miran, que son aludidos por otros e, incluso, el ente responsable de la puesta en discurso a través del dispositivo que ve y registra todo: la cámara.

Francesco Casetti se aproxima al tema, pues desarrolla una tipología de tomas a partir de las categorías deícticas yo y tú; describiendo el espacio que se abre fuera del filme a cada espectador o su mirada. Así, la relación entre una mirada y una escena nos permite apreciar, al mismo tiempo, al enunciador y al destinatario, así como al discurso que ambos controlan, es decir, un grupo de elementos que corresponden respectivamente al gesto de actualización, gracias al que uno ve, el gesto de destinación dado por el hecho de ser visto y la cosa o el personaje que es visto.

De acuerdo con la síntesis que hace Buckland (2000), el modelo de Casetti se descompone en cuatro tipos: el primero, basado en el equilibrio entre los elementos, por lo que la atención se centra en el enunciador, y su tipo clásico es la toma objetiva que presupone la presencia del destinatario; el segundo estima la interpelación como medio de ruptura del equilibrio, al explicitar la presencia del enunciador y el enunciatario (por ejemplo, cuando un personaje de la acción mira a la cámara que presupone la mirada del espectador); el tercer tipo es la toma subjetiva, con el respectivo intercambio de posición de la mirada por la de los personajes; el cuarto hace evidente la extrañeza de lo presenciado (para hacer referencia al mismo texto) a través de los emplazamientos y angulaciones inusuales de la cámara.

En el mismo sentido, Stephen Heath (1981) emplea la noción de “posición” como una estructura en común entre la técnica cinemática, el discurso narrativo y las percepciones del espectador, y ubica esta noción en cuatro sentidos: la organización en perspectiva del plano individual, la organización espacial general de la película, la posición del narrador (su actitud o punto de vista) y las posiciones del sujeto puestas a disposición del espectador a través de las otras operaciones. Heath argumenta que la incursión de un discurso visible mediante una ruptura en la organización espacial o un punto de vista contradictorio fracturaría la posición de sujeto unificado del espectador.

Con las bases arriba expuestas, se han dado aproximaciones de carácter cognitivo al estudio de la narración en el cine centradas en el proceso de lectura, según Branigan:

en la narración [cinemática] no existe conciencia de un narrador que produce frases que después controlan el significado para un lector, sino exactamente al contrario: las restricciones sistemáticas percibidas por el lector dentro de un texto son simplemente descritas como narración con la finalidad de ser colocadas cuando sea necesario en el proceso lógico de la lectura (Branigan 1984: 19).

La postura de Branigan se contrapone a los traslados teóricos de la narratología, al centrarse en un sujeto particular: el espectador y su capacidad para abstraer el sentido de un filme a partir de la suma de la información visual y verbal, y las elecciones del creador para presentarlo.

En su última etapa teórica, ya al margen del encorsetamiento inicial del rigor lingüístico, Christian Metz nos invitará a pensar la enunciación sin que permanezcamos atados a estas estrictas definiciones. Para Metz, pensar la enunciación cinematográfica nos obliga a una importante reconversión: concebir un aparato enunciativo que no sea esencialmente deíctico (y, por tanto, relacionado con sujeto, espacio, tiempo, etcétera), ni personal (como los pronombres que se denominan así), y que no imite demasiado exactamente tal o cual dispositivo lingüístico, pues:

la inspiración lingüística se consigue mejor de lejos […] el film requiere concebir una enunciación que será de tipo impersonal y, paradójicamente, es la tercera persona la que vendrá a regular, en el espacio fílmico, una forma enunciativa irreductible a la intersubjetividad de un ‘yo’ y de un ‘tú’ inconstituibles (Gaudreault y Jost 1995: 66).

Una visión actual de cómo se estudia la enunciación en el cine es la de Warren Buckland, quien retoma elementos de diversos autores, confrontando en particular las ideas de Casetti y Metz, y afirma que no es posible centrarse en la tendencia lingüística-deíctica del primero, pero remite a la imposibilidad e inoperatividad de excluir estas nociones por completo. Este acercamiento forma parte de lo que se ha dado en llamar la “semiótica cognitiva del cine”, aproximación que rescata elementos analíticos, teóricos y metodológicos del estudio semiótico del cine, y de aquel fundado en las cualidades de creación y percepción del ser humano.

En su libro The Cognitive Semiotics of Film (2000), Buckland continúa el debate entre ambos autores para hacer notar que, por su parte, Metz indica que el espectador no necesita saber nada de las circunstancias de enunciación de la película para comprender sus relaciones espacio-temporales internas y, por lo tanto, no requiere conocer las condiciones deícticas de su producción para comprender sus relaciones espacio-temporales internas; Buckland propone una opción que considera las ideas tanto de Metz como de Casetti, basándose en la anáfora: suplementar la teoría de Metz con términos deícticos para convertirlos en una categoría cognitiva al no utilizarlos únicamente de forma lingüística, sino como un modo físico de orientación en función del entorno.

Así, podemos constatar que el estudio del audiovisual, como una forma de discurso, coincide con las posibilidades de todo análisis textual, ya que es preciso poner en juego los niveles temáticos, narrativos y formales de su construcción para posibilitar la aprehensión de sentido en el momento de ser interpretado. Por ello, con la finalidad de reflexionar sobre el entramado fílmico como una forma discursiva, a continuación presento algunas consideraciones en torno a las características de producción e interpretación necesarias para que un texto, en este caso audiovisual, se constituya como proceso comunicativo.

2. Peirce: el conocimiento compartido como base semiótica de la interpretación del audiovisual

Partimos de la idea de que la atribución de sentido de cualquier mensaje es un proceso compartido en el que un autor3 estructura un mensaje (texto, obra, producto comunicativo), en el contexto de normas de interpretación y con la finalidad de ser comprendido por una contraparte: espectador, público o intérprete, que a su vez posee múltiples elementos fruitivos, emocionales y cognoscitivos previos. La transacción que permite la fijación de sentido me lleva a la posibilidad de pensar en el audiovisual como discurso, tanto en la relación entre historia y relato, como en el entramado de relaciones que se establecen entre el autor y el espectador como sujetos, y en el debate interno del espectador para dirimir si su interpretación es adecuada, cuestión que el mismo Peirce manifestó:

Toda meditación deliberativa, o pensamiento, propiamente dicho, toma la forma de un diálogo. La persona se divide a sí misma en dos partes que pugnan por persuadirse mutuamente. Por estas y otras diversas y poderosas razones, se muestra que todo pensamiento cognitivo es de la naturaleza de un signo o comunicación de una mente emisiva a una mente interpretativa [MS 597, 1-2 (c. 1902) en Redondo 2006: 111].

En todo proceso de interpretación ocurre esta meditación deliberativa, pero se acentúa en los casos en que el receptor se enfrenta a la lectura de un texto al que dedica toda su atención, sin necesidad de una respuesta que vaya más allá del desarrollo de inferencias, como es el caso de la recepción cinematográfica o literaria en que un doble diálogo se lleva a cabo entre el espectador y el autor, por una parte, y el espectador y sus propios referentes, por otra.

Peirce, atendiendo su clasificación de los signos como un marco general que incluye todo tipo de representamina4 y no únicamente los relacionados con la lengua, extiende, también, a los signos de las semejanzas y las determinaciones de producción directa, la posibilidad de ser comprendidos como un proceso de enunciación en el marco de su comunicabilidad entre sujetos racionales que toman turnos para su participación:

[…] advertimos como altamente característico que los signos funcionan en su mayor parte entre dos mentes, o teatros de conciencia, de los que uno es el agente que emite el signo (ya sea acústicamente, ópticamente o de otra manera), mientras que el otro es la mente paciente que interpreta el signo […] antes de que el signo se enunciase, ya estaba virtualmente presente en la conciencia del hablante bajo la forma de un pensamiento (Peirce en Houser y Kloesel 2012: 487).

Este tipo de abordaje nos lleva a pensar en el conocimiento previo de aquello (el objeto) con lo cual se relacionan habitualmente los signos que han de interpretarse en una situación específica. Peirce, acercándose a las bases del funcionamiento discursivo, postuló la diferencia entre los signos explicadores de acuerdo con la mente en que se da su origen.

Están el interpretante Intencional, que es una representación de la mente del emisor [utterer]; el Interpretante Efectivo [Effectual], que es una determinación de la mente del intérprete; y el Interpretante Comunicativo, o digamos el Cominterpretante, que es una determinación de esa mente en que las mentes del emisor y del intérprete tienen que fusionarse para que exista cualquier comunicación.5 Esta mente puede denominarse commens. Consiste en todo lo que es, y debe ser, bien entendido entre el emisor y el intérprete, desde el principio, para que el signo en cuestión cumpla su función (Peirce en Houser y Kloesel 2012: 568).

Tenemos, entonces, también la posibilidad de pensar en funciones específicas de estos interpretantes, pues más allá de ser signos únicos y arbitrarios, dependen en gran medida de la presencia de conocimiento y el sentido otorgado individualmente, pero con la articulación necesaria para la comunicación. El cominterpretante se compone de aquellas cualidades que pueden adjudicarse al objeto, en tanto existente real o imaginario, dentro de un universo de sentido posible, pero que no le son inherentes, pues la representación se efectúa cuando esas cualidades cobran existencia virtual en tanto conocimiento compartido. Esto es lo que Peirce llama “el fundamento del signo”. A esto se refiere el lógico norteamericano, más que hablar de una mente intermedia que rebase los límites de la interioridad y exterioridad subjetivas.

En este sentido, la teoría de Peirce tiende a la comprensión de los signos complejos, intencionales y genéricamente normados para la organización de la información conocida. Comprensión que se crea gracias al diálogo interior del intérprete en su recorrido a través de los caminos que previamente, emisor o enunciador, ha construido en la narración a partir de todo tipo de signos, incluyendo los visuales y los audibles.

Una aproximación como esta es útil en dos sentidos, puesto que, en primer lugar, permite a la teoría cinematográfica salir de las aplicaciones translingüísticas tradicionales, considerando los signos de diversa naturaleza que se integran para la generación de un sentido articulado, que tiende a la unificación; y, en segundo lugar, porque contempla el conocimiento compartido de autor e intérprete como necesario para esta generación de sentido. Los saberes en común sobre la autoría, el género o las convenciones cinematográficas en general, apoyan las situaciones visuales, sonoras (incluyendo diálogos y palabras escritas) y sus relaciones sintácticas y semánticas en un filme específico.

Lo anterior puede interpretarse como una coincidencia con la definición aportada por Lotman del lenguaje cinematográfico, quien evadió claramente el deslizamiento del signo lingüístico para la comprensión del audiovisual: un sistema de elecciones en oposición a un sistema de esperas relacionadas con la experiencia (Lotman en Gaudreault y Jost 1995: 53). Más allá de que todo intercambio discursivo se establece en un sistema como el señalado por el teórico fundador de la Escuela de Tartu, es necesario hacer hincapié en que el sentido del audiovisual se construye, casi siempre, a través de la narración y que la interpretación se da en un momento muy posterior al proceso de su creación. Este desfase entre el tiempo de creación y el de interpretación es la principal causa por la que una película no puede estudiarse exactamente como un discurso fundado en el sistema de la lengua, a pesar de que existen los elementos del conocimiento previo compartido y la necesidad de un contexto de interpretación, compuesto tanto de los códigos como de los entornos sociohistóricos en los que una película se crea y se interpreta.

Es también prudente pensar, por lo tanto, en que más que afrontar el análisis de un producto audiovisual con sentido y carácter narrativo en términos de discurso, es posible abordarlo como un texto con dimensiones discursivas, recordando la distinción entre texto y discurso propuesta por Widdowson (1973), según la cual, un discurso es un enunciado caracterizable por ciertas propiedades textuales, pero, sobre todo, es también un acto que ocurre en una situación; el texto, por el contrario, es un objeto abstracto, resultante de la sustracción del contexto operante sobre el objeto concreto (discurso) (Adam 1990: 23).

En tanto entramado de sentido con características textuales y narrativas, construidas sobre referentes documentales o ficcionales; el audiovisual es un constructo en el que participan, a partir de sus distintas sustancias expresivas, los juegos de información entre narrador y narratario, el conocimiento en común de las convenciones, los posicionamientos y movimientos de la cámara que generan un punto de vista (ocularización) y la interacción de los personajes a través de la gestualidad, el movimiento y el uso del habla, además de la posibilidad de que exista una voz narrativa explícita y una ordenación del relato que no respete los tiempos de la historia. Todo ello obliga al intérprete a recomponer el sentido del filme, en concordancia con la postura de Branigan expuesta más arriba: el aparente sentido unificado del audiovisual únicamente se aprehende por un juego de restricciones sistemáticas, basadas en la concurrencia de sustancias expresivas, algunas de ellas con estrategias similares a las del discurso, particularmente las relativas a la enunciación.

Para la construcción de este sentido audiovisual unificado es indispensable que, quien interpreta, sepa quién dice qué, a quién, acerca de qué o quién, en qué momento y en dónde; pero basarnos en esta premisa para asimilar el audiovisual al discurso sería un reduccionismo ingenuo, al confundir las participaciones discursivas de los personajes con el funcionamiento semiótico de un filme que las engloba. El análisis del audiovisual, de acuerdo con sus objetivos, puede tomar en cuenta esos discursos englobados, pero una aproximación exhaustiva requiere, como fundamento, la comprensión de las formas visuales y audibles. Debe ser, más que una teoría de la sintaxis (siendo el montaje en linealidad el principal mecanismo de creación de sentido en el cine), un entramado teórico y metodológico capaz de explicar sus mecanismos de significación a partir de las particularidades de sus formas.

En consonancia con la escuela formalista rusa surgida en el primer tercio del siglo xx, que, más allá de ser los precursores de la narratología y asimilar las nociones de relato y discurso (Todorov 1970), buscaban las características inherentes a la expresión literaria, para distinguirla de la coloquial, justamente en sus particularidades formales (Jakobson 1973). Gran parte de las propuestas de estos teóricos se fundaban en un entendimiento novedoso de la retórica y la poética y giraban, más allá de sus posibilidades persuasivas, en los mecanismos paradigmáticos y sintagmáticos que dotan al lenguaje literario de una dimensión estética que lo distingue.

En el apartado siguiente retomo la peculiar forma del funcionamiento retórico descrita por Umberto Eco para abordar las posibilidades de expresión y significado del audiovisual a través de la metáfora peirceana, como signo icónico con una fuerte dimensión de terceridad.6

3. El audiovisual como discurso: Charles Sanders Peirce y la metáfora visual

Para intentar una descripción de la forma en que los espectadores aprehenden las posibilidades del sentido audiovisual, retomo las teorías de Peirce y su resonancia en La estructura ausente, de Umberto Eco (2005). Como punto de partida, y en concordancia con lo expuesto hasta ahora, debo reiterar que el abordaje del cine como discurso implica evitar los préstamos teóricos y metodológicos de origen lingüístico, dado que la sustancia de la expresión fílmica es principalmente percibida a través de la vista. Cabe preguntarnos entonces ¿qué es específico en el signo cinemático? Johannes Ehrat trata de responder esta pregunta desde la clasificación de los signos; para él

Lo específico del cine es una materialidad del signo no lingüística, una parte externa-real que es ineludiblemente temporal, con un espacio que eventualmente se vuelve temporal a través de la acción narrativa, y un significado que es principalmente no-proposicional e ineludiblemente estético-perceptual. Todo esto está conectado de una manera particular con la categoría de lo Primero: tiempo, representación de núcleo pragmático, procesos estéticos de invención de valor (Ehrat 2005: 137).

Así, la especificidad del cine no es reductible a una característica, sino a varias ligadas directamente con la primera categoría. Ehrat explicita esto a partir de la idea de potencialidad de los signos de la primeridad. En concordancia con esta idea, en el cine, las imágenes y sus componentes son potencialidades sígnicas: cualidades, sensaciones, texturas. Incluso en niveles más complejos, las formas del cine se refieren en primera instancia a sí mismas; el primer llamado de sentido es sobre la triada de signos que remite a su propia naturaleza: su existencia como cualidades, relaciones y convenciones.

En lo que respecta a la relación de los signos del cine con el interpretante, destaca también la primeridad. Umberto Eco (2005: 188), en una interpretación de la propuesta de Peirce para la explicación de la imagen, aborda las formas de significación de los códigos visuales, para lo cual, invoca y adapta las definiciones de la subdivisión de los signos peirceanos de acuerdo con su grado de relación con el interpretante:

Rhema: cualquier signo visual como término de un posible enunciado.

Dicent: dos signos visuales unidos de manera que se pueda deducir una relación.

Argument: un sintagma visual complejo que relaciona signos de distinto tipo.

Esta interpretación es útil para describir de manera genérica la articulación de los signos cinematográficos, en un proceso de complejidad creciente que profundiza su capacidad comunicativa gracias a la acumulación de signos que han de interpretarse a través de la síntesis lógica de sus potenciales relaciones de copresencia, cercanía, sucesión y yuxtaposición. Esta es una explicación básica de cómo la materia sígnica nos refiere al modo en que debemos interpretarla: la manera en que se nos presenta como signos. Sin embargo, la articulación de formas que cobran sentido gracias al montaje remite a la idea simplista del código propuesta por Metz, y su valor para explicar el cine como discurso es limitado, pues remite a posibilidades combinatorias más que a configuraciones particulares de sentido, y no deja de recordarnos las características proposicionales del sistema lingüístico.

Así, para abordar el cine como discurso es conveniente analizar cómo las relaciones (copresencia, cercanía, sucesión y yuxtaposición) entre los signos visuales se vuelven relevantes en función de la capacidad de representación, por lo que, en vista de la facultad que tiene el cine para referir a hechos, personas y cosas, y a su potencialidad narrativa, es preciso remitirnos también a la relación de los signos con su objeto.

En concordancia con lo mencionado anteriormente sobre la conexión preponderante de la significación de la visualidad cinematográfica con las potencialidades de la primeridad, es importante señalar que su funcionamiento semiótico (su interpretación, basada en su fundamento) es principalmente icónico: radica en la facultad que los intérpretes tienen para identificar relaciones de semejanza entre el signo y el objeto al que remite.

Fundamento del signo icónico (elaboración propia).

Figura 1.: Fundamento del signo icónico (elaboración propia).

Como se expresa en la figura 1, en el signo icónico hay una doble direccionalidad entre el interpretante y el objeto, y el interpretante y el representamen, con el fundamento del signo colocado entre las flechas que unen sus componentes y, emparejado con este, en línea con el interpretante, aparece un sujeto, encargado de percibir e interpretar la semejanza entre el objeto y su signo. Esto es así porque el fundamento está ligado con la idea de la semejanza necesaria para el proceso de representación, y esta idea está en las capacidades del intérprete, para quien el interpretante opera. La cualidad compartida que hace efectiva la interpretación de semejanza está en ambos ángulos de la triada (R y O), pero debe ser puesta en marcha por la idea de su existencia (I). Del mismo modo, cada unión es bidireccional a causa de que tanto el objeto como el representamen se le presentan al sujeto, con todas sus cualidades, pero es él quien interpreta la relación icónica y los enlaza.

Centrándose en las relaciones de los signos visuales con sus objetos, Peter Wollen sugirió, en su libro Signs and meaning in the cinema (1969) -al explicar de forma poco sistemática qué es un ícono, un índice y un símbolo-, que los filmes pueden analizarse con base en las relaciones de la imagen con el mundo representado, sean de semejanza o de producción directa. El principal acierto de Wollen es abordar el tema a partir de los escritos de André Bazin, con una interpretación muy adecuada de estos:

Bazin creía que los filmes deben ser hechos no de acuerdo con un método o plan a priori, sino como los de Rossellini, de “fragmentos de realidad cruda, múltiples y equívocos en sí mismos, cuyo significado solo puede emerger a posteriori gracias a otros hechos, entre los que la mente es capaz de ver relaciones” (Wollen 1969: 132).

De este modo, el cine tendría una gran capacidad para revelar -gracias a las relaciones que la mente infiere entre los fragmentos que una película presenta- significados potenciales. Para profundizar en las características de la significación icónica, y la gran coincidencia que existe en su definición con las ideas de Bazin, recurro a lo expresado por Peirce:

Un signo por Primeridad es una imagen de su objeto y, más estrictamente hablando, solo puede ser una idea, pues tiene que producir una idea Interpretante, y un objeto externo suscita una idea mediante una reacción sobre el cerebro […] un signo puede ser icónico, es decir, puede representar a su objeto principalmente por su similitud, sin importar su modo de ser. Si se requiere un sustantivo, un Representamen icónico7 puede denominarse hipoicono. Cualquier imagen material, como una pintura, es en gran parte convencional en su modo de representación, pero en sí misma, sin leyenda ni etiqueta, puede llamarse hipoicono. Los hipoiconos pueden dividirse en general de acuerdo con el modo de Primeridad de la que participan. Aquellos que participan de cualidades simples, o Primeras Primeridades, son imágenes; aquellos que representan las relaciones, principalmente diádicas, o consideradas así, de las partes de una cosa mediante relaciones análogas a sus propias partes, son diagramas; aquellos que representan el carácter representativo de un representamen al representar un paralelismo en alguna otra cosa, son metáforas (Pierce Gramática especulativa, en 2012: 341).

En este sentido, el funcionamiento semiótico del cine se basa en la iconicidad en diversos niveles: en su posibilidad de hacer presentes las cualidades de una imagen, en las relaciones sintagmáticas del montaje a manera de diagrama y, finalmente, el reconocimiento de la metáfora visual, que nos remite a un tercer sentido que adiciona, no solo las imágenes percibidas y la trama del filme particular, sino el conocimiento previo sobre las convenciones cinematográficas, las convenciones narrativas generales y las relaciones espaciales, temporales, temáticas y causales entre los sujetos y objetos de la narración. De este modo, el hipoicono metafórico, el paralelismo novedoso con algo distinto de las imágenes individuales de un filme, es la base de la semiosis fílmica, pues propicia la participación creativa del espectador, permitiéndole conjeturar sobre las derivas narrativas y las cualidades de las formas visuales, en un camino interpretativo personal que sigue las indicaciones del autor de una película para reconstruir un significado global de la obra apoyándose en todo tipo de signos (diálogo, sonido, música, intertítulos, etcétera). En esta reconstrucción, que lleva al espectador a una interpretación coincidente con la propuesta significante del creador del filme, podemos rastrear la idea del cominterpretante peirceano y, a su vez, algunos paralelismos con la noción tradicional del discurso audiovisual.

Los objetos fílmicos corresponden con lo que Eco llama “mensaje estético”, principalmente aquellos que se estructuran creativamente, atrayendo la atención sobre sus propias formas, ya sea como prioridad expresiva o como presencia de huellas discursivas que guían al espectador hacia una interpretación particular. En el plano narrativo, esta interpretación se posterga para mantener el interés del intérprete, gracias a la concatenación de ocurrencias coherentes y verosímiles al interior de la historia, y de elementos inesperados que mantengan abiertas nuevas potencialidades de culminación. En palabras de Eco:

La tensión informativa que permite conservar el interés del intérprete hasta alcanzar el punto extremo de la improbabilidad hace precisas unas bases de normalidad. Para que se manifieste con toda su fuerza de suspensión abierta, la información debe apoyarse en unas bandas de redundancia (Eco, 2005: 139).

Para Umberto Eco, los códigos retóricos “nacen de la convencionalización de las soluciones icónicas inéditas, asimiladas por el cuerpo social y convertidas en modelos o normas de comunicación” (Eco 2005: 234). La experiencia del intérprete permite que estas soluciones retóricas novedosas -aquellos componentes audiovisuales que no espera encontrar en contigüidad o copresencia con otros- se integren a su panorama de expectativas y, con el uso frecuente, se simbolicen.8

Consideraciones finales

A pesar de la utilidad de la apropiación de los conceptos y metodologías lingüísticos para la explicación de sistemas semióticos, cuyas sustancias expresivas son distintas de la lengua, o que incluyen un nivel lingüístico a través de su materialización en el diálogo y la posible presencia explícita de un narrador, es necesario continuar con la indagación que permita abordar el audiovisual a partir de sus elementos particulares de construcción de sentido. Para tal fin, es preciso el conocimiento de la evolución teórica en el campo de estudios, así como la conciencia de que la formalidad heterogénea de un sistema de comunicación, como el cine y las variantes audiovisuales que retoman sus convenciones, también ha tenido un proceso evolutivo de renovación.

El retorno a las posturas que ponen en juego las articulaciones y condicionamientos mutuos de las formas expresivas y el sentido que transmiten es, a todas luces, inevitable. Para que esto sea asequible es imperioso evitar la polarización histórica entre las disciplinas encargadas del estudio del sentido, eludiendo tanto el translingüismo semiológico como el extremo mentalista de la semiótica de Peirce, sin obviar la utilidad explicativa de sus avances y el uso analógico, muchas veces necesario, de sus nociones primigenias.

El audiovisual únicamente puede estudiarse desde esta confluencia donde lo metafórico ocupa un lugar, al menos por ahora, inamovible. En el juego referencial de las imágenes y los sonidos; sus cualidades narrativas; sus relaciones de contigüidad y copresencia; el carácter textual de un filme; sus posibilidades para crear y representar mundos de sentido; sus posibilidades temáticas, estilísticas y estéticas; así como el conocimiento compartido, interno y contextual, permiten fácilmente suponer la presencia de estrategias de carácter discursivo en sus procesos de creación e interpretación. Sin embargo, más que un análisis del discurso audiovisual o cinematográfico, resulta útil pensar en una semiótica discursiva capaz de integrar todo elemento significativo no verbal, y describir las relaciones que se establecen entre signos de naturalezas diversas.

La frase “la metáfora del discurso cinematográfico” permite una interpretación amplia en concordancia con el propósito del presente texto, pues más allá de la apropiación de las metodologías encargadas de estudiar la lengua, el habla y el discurso, fundadas en las relativas similitudes del lenguaje verbal y del audiovisual, es necesario hacer énfasis en que el cine puede explicarse como discurso a través de las soluciones formales novedosas, capaces de integrar elementos cuya interacción no forma parte de las convenciones expresivas de cualquier lenguaje, sino que responde a las lógicas propias de los entramados audiovisuales que propician la evocación, la síntesis lógica y la creatividad conjetural de los espectadores para la interpretación del sentido global de una película, suscitando los paralelismos propios de la iconicidad metafórica como principal estrategia interpretativa.

El tratamiento que se ha hecho del discurso audiovisual partiendo de los aportes de Peirce y Eco, es un esfuerzo que busca evadir el translingüismo, dada la complejidad de la materialidad significante del cine, y busca llamar la atención a los mecanismos de sentido de las imágenes como signos, con base en sus potencialidades expresivas y relacionales. Creo que la lógica peirceana es, gracias a la diversidad y amplitud de sus concepciones, la propuesta analítica más adecuada para el abordaje de la semiótica fílmica.

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Este recorrido pretende presentar las principales aproximaciones a la cuestión y justificar las consideraciones posteriores.
Es ingenuo pensar que el lenguaje audiovisual tiene un funcionamiento proposicional. Me refiero, sobre todo, a los planteamientos que establecen los principios internos de verdad y validez tanto a nivel anecdótico (el nivel temático de la historia de una película), como de la formalidad visual (la película da por sentado la existencia de seres, personajes y sucesos a partir de su expresión en imágenes).
De forma amplia, el sujeto o instancia creadora de una obra o mensaje, en este caso audiovisual, sin ignorar la multiplicidad de teorías existentes acerca de la autoría. También podríamos hablar de emisor o enunciador, por ejemplo.
Recordemos que para Pierce la semiosis se trata de un proceso de significación en el que el objeto en cuestión (o), el signo que lo representa o representamen (r), y el signo-idea que explica la relación entre ambos o interpretante (i), entran en contacto con otros signos, gracias a que el interpretante es, a su vez, signo de otro objeto.
En el Cuaderno de Lógica (MS 339:531, 533, 541-544), el Interpretante Intencional es también llamado Interpretante Intencionado, Impresional o Inicial; el Interpretante Efectual es llamado también Interpretante Fáctico, Medio o Dinámico; y el Interpretante Comunicativo es llamado también Interpretante Normal, Habitual o Eventual. (Nota de la edición de Houser y Kloesel.)
Como lo recuerda Nathan Houser en su introducción al compendio de la obra de Pierce: “La filosofía de Peirce es totalmente sistemática —algunos dirán, quizá, que excesivamente sistemática—. Una idea central en su sistema es la de que ciertas concepciones son fundamentales con respecto a otras y esas a su vez con respecto a otras más, y así sucesivamente […] en una jerarquía de dependencia. En la cima de esas concepciones (o en la base, si es que imaginamos una escala de concepciones) encontramos un conjunto de categorías universales […]. Las categorías de Peirce son tres: primeridad, segundidad y terceridad. La primeridad es aquello que es lo que es, independientemente de cualquier otra cosa. La segundidad es aquello que es lo que es en relación con alguna otra cosa. La terceridad es aquello que es lo que es como intermedio entre otras dos cosas. En opinión de Peirce, todas las concepciones, en el nivel más fundamental, pueden reducirse a estas tres” (Houser 2012: 27). La primeridad coincide con las sensaciones; la segundidad es el dominio de las relaciones, que derivan en la distinción y asimilación de los componentes sensibles situados, y donde se puede crear sentido; y la terceridad es el campo del conocimiento simbólico, capaz de hacer generalizaciones sobre las relaciones de lo percibido y la suma de los saberes previos.
Se refiere a que, una vez establecida la relación de semejanza como un signo, se desvirtúa el carácter potencial de la primeridad, pues se cae en el campo de las relaciones aceptadas como hábitos y no en el de las potencialidades de los iconos puros, inaccesibles al entendimiento.
Peirce hace evidente la participación de distintos elementos en el proceso de fijación de significado y su aceptación en un tipo particular de signo: el símbolo. En primer lugar, encontramos el componente subjetivo, singular y colectivo, incluido en todos y cada uno de los modos generales de conducta y en todos los deseos (quien desea debe ser el intérprete o todos los intérpretes posibles del signo) y, por otro lado, todas las situaciones diferentes posibles. Comencemos, para comprender esto de mejor manera, por recordar qué es un símbolo para Peirce: “Un símbolo no puede indicar cosa particular alguna; denota una clase de cosas. No solo eso, sino que es en sí mismo una clase y no una cosa singular […]. Los símbolos crecen, llegan a desarrollarse a través de otros signos, en particular a partir de semejanzas o a partir de signos mixtos que comparten la naturaleza de las semejanzas y los símbolos. Pensamos solo en signos. Estos signos mentales son de naturaleza mixta; sus partes simbólicas se llaman conceptos […]. En todo razonamiento tenemos que usar una mezcla de semejanzas, índices y símbolos. No podemos prescindir de ninguno de ellos. La totalidad compleja puede llamarse un símbolo, pues es su carácter simbólico el que prevalece” (Peirce 2012: 59-60).