Introducción: de niños, narcos,reyes, charros y samuráis
Fiesta en la madriguera, publicada en 2010 bajo el sello de Anagrama, es la primera novela del mexicano Juan Pablo Villalobos. Es una novela de iniciación que nos presenta, en tres partes, la cotidianidad de un protagonista infantil, a través de un escenario ficcional, irónico y realista en el cual se entrecruzan -sin discontinuidad- la mitología romántica del narcotráfico, los valores estéticos de la violencia en el marco criminal, el imaginario social acerca de las prácticas evidentes de la masculinidad hegemónica. Ese escenario coincide con el subsuelo moral y privado que se ubica en la “madriguera” y tras las retinas de un niño-observador: desde el palacio-hogar fortificado, oponiendo sus filtros lingüísticos y emocionales, el pequeño Tochtli observa y categoriza la porción de mundo objeto de su cotidiano aprendizaje social. Como Segismundo en el cautiverio de su torre, el protagonista infantil encarna el pecado primigenio de haber nacido como descendiente directo de un poderoso y paranoico capo del narco mexicano: Yolcaut es el rey absoluto de la madriguera; no le gusta que su hijo le diga papá y dispensa caricias con “dedos llenos de anillos de oro y diamantes” (Villalobos: 12). A su vez, el protagonista infantil parece apalabrar un destino que lo quiere heredero de ese mismo poder y le asigna un lugar central en la madriguera (y en su sistema cerrado y autárquico de relaciones sociales): Tochtli (“conejo”, en náhuatl) es apenas un niño en los márgenes de un refugio familiar, en un palacio tan grande que “no hay manera de mantenerlo pulcro” (21), pero pronto será llamado a ocupar un espacio concreto en el mundo como hombre adulto (Connell 2003). En la corporeidad vulnerable de su frágil presencia, guarda el privilegio (masculino, patriarcal y de clase) de hijo del rey, así como las expectativas heteronormativas de su entorno. También personifica, a partir de esa misma vulnerabilidad y de sus disonancias emocionales, una identidad en construcción que duda respecto a la coherencia de sus referentes, más allá de su mera designación biológica.
La muerte temprana de la madre adscribe de forma simbólica a Tochtli a un mundo eminentemente masculino, allá donde la presencia femenina es reducida y cualitativamente subordinada. Su socialización primaria se limita al perímetro de las bardas electrificadas que definen su hogar y su espacio existencial, en relación con otras masculinidades y en contraposición con la feminidad subalterna de las empleadas domésticas o de las amantes de paso. En este sentido, la aprehensión del niño se va ajustando a su entorno y a las peculiaridades de su futuro oficio. Su identidad en construcción se cruza con la otredad significativa de masculinidades que le anteceden y representan los mandatos hegemónicos de un “ser” hombre agresivo y dominante, violento y no emotivo. También se cruza con la epifanía de cuerpos que se limitan a transitar por la madriguera, sin adquirir la calidad de sujetos o actantes, es decir, sin sumarse a la aritmética existencial del niño, dado que su llegada apenas antecede su convertirse en cadáveres:
El otro día vino a nuestro palacio un señor que yo no conocía y Yolcaut quería saber si yo era macho o si no era macho. El señor tenía la cara manchada de sangre y, la verdad, daba un poquito de miedo verlo. Pero yo no dije nada, porque ser macho quiere decir que no tienes miedo y si tienes miedo eres de los maricas. Me quedé muy serio mientras Miztli y Chichikuali, que son los vigilantes de nuestro palacio, le daban golpes fulminantes. El señor resultó ser de los maricas pues se puso a chillar y gritaba: ¡No me maten! ¡no me maten! Hasta que se orinó en los pantalones. Lo bueno fue que yo resulté ser macho y Yolcaut me dejó ir antes de que convirtieran en cadáver al marica (Villalobos: 20).
De esta forma, los diferentes fragmentos de cotidianidad configuran, para el pequeño Tochtli, una serie de “rituales del dolor” (Frausto 2021), como ritos de paso hacia aquella masculinidad que la madriguera fija como pauta, mientras se opone persistentemente al descontrol “afeminado” de las emociones. En este horizonte machista, el paroxismo de las emociones frente a la tortura y a la muerte inminente exhibe dichos cuerpos a la “contaminación” de lo femenino (Bonino Méndez: 17), hasta asignarles el estigma de los “maricas” y una otredad “abyecta” (Fuller: 124) que merece ser castigada por su manifiesta falta de virilidad, en el nombre de su traición a la dignidad masculina (Connell 2003). Es así como las contraposiciones binarias orientan el niño hacia las prácticas de género abiertamente aceptadas y hacia la represión de todas las demás: “Lo que sí soy seguro es un macho. Por ejemplo: no me la paso llorando por no tener mamá. Se supone que si no tienes mamá debes llorar mucho, litros de lágrimas, diez o doce al día. Pero yo no lloro, porque los que lloran son de los maricas” (Villalobos: 12).
No obstante, no se trata de la recepción pasiva de estos modelos. Por esta razón, en su estrecho círculo social, la niñez de Tochtli es definida como “adelantada” y “curiosa”, debido a la búsqueda, constante a lo largo de la narración, de esos calificativos axiológicos -sórdido, nefasto, pulcro, patético y fulminante- que le permiten encasillar lo observable y los episodios de sus vivencias cotidianas. Sin embargo, ese mismo filtro lingüístico lo lleva a “reflexionar sobre la verdad o falsedad de las creencias” de su propio entorno (MacIntyre: 53) y, asimismo, a poner en tela de juicio, desde su ingenuidad ontológica, los elementos disonantes en los referentes culturales o en los semejantes de carne y hueso de su pandilla. Como dejan entender sus palabras, para Tochtli -explorador de su propio mundo tras la lupa del diccionario- la definición de “hombre” debería pasar, en primer lugar, por la abolición de toda emoción no viril. Con todo esto, en su diálogo interior, él mismo reconoce faltar a esta propiedad básica: a veces, se le escapan lágrimas, sobre todo cuando sufre los retortijones, esos dolores psicosomáticos de la panza debidos a la ausencia traumática de la madre, que el padre pretende curar con tés de manzanilla. Todo esto -admite el niño narrador- vuelve su vida “un poquito sórdida. O patética” (Villalobos: 14). Y la contención viril se desmorona, aún más, frente al triste desenlace del viaje safari en tierra africana, cuando el último (e improbable) capricho del sujeto infantil resulta en un fracaso. A pesar de la promesa paterna, Tochtli no logrará sumar los dos raros hipopótamos de Liberia al zoológico familiar. En cambio, presencia directamente el sacrificio de los animales enfermos, lo que lo sumerge en una experiencia dolorosa y corporal de impotencia frente al sufrimiento ajeno: “Cuando me calmé, sentí una cosa muy rara en el pecho. Era caliente y no dolía, pero me hacía pensar que yo era la persona más patética del universo” (75).
Al mismo tiempo, en los modelos mediáticos del cine y de la música popular, el protagonista detecta facetas patéticas que inciden en su negociación relacional del género. En este sentido, el niño internaliza fenomenológicamente también estos modelos simbólicos (a veces como validación de sus vivencias personales, otras veces como germen de un posible cuestionamiento). Es así que el sujeto sustenta la aprehensión emocional en un contexto marcado por la ausencia de un intercambio y de una socialización con el exterior: los reyes, los charros y los samuráis complementan la construcción de su identidad. En efecto, en el aprendizaje de Tochtli, dichos modelos mediáticos producen significados que adquieren coherencia para el receptor infantil en el contexto de la narcocultura, aunque tengan su origen afuera de ella. En la novela de Juan Pablo Villalobos, esta sugestiva intertextualidad aparece como la huella “irónica” (Eco 2002) de una cultura de masas que supone una masculinidad deseable y respetable (Connell 2003) y, sobre todo, la aspiración a una autosuficiencia prestigiosa (Bonino Méndez 2002). Estas significaciones surgen de los estímulos que el protagonista recibe de su entorno familiar y pasan -dado su estratégico extrañamiento y su papel cooperativo de receptor (Eco 2006)- por un proceso de resignificación. Lo anterior ocurre gracias a las reflexiones subjetivas del niño y a sus actos corporales no siempre alineados (y, a veces, inclusive excéntricos).
En el presente ensayo, a partir de la perspectiva cualitativa de los Estudios culturales, se revisa cómo la novela de Juan Pablo Villalobos traduce, en formas narrativas y ficcionales, la negociación cotidiana de la identidad de género de un sujeto infantil cuyas circunstancias de enunciación se definen por el contexto violento y machista del narcotráfico. En particular, el análisis pone énfasis en la estrategia intertextual de la novela, es decir, en la relación de “copresencia” (Genette 1989) que el autor mexicano construye entre diferentes textos (fílmicos y musicales), en forma de citas explícitas, alusiones, glosas y, en especial, a través de referencias “apócrifas” (Zavala 1999). En este sentido, la novela entreteje una red de significación que no es meramente accesoria: conforma un elemento diegético central en el aprendizaje cotidiano del pequeño protagonista. Al mismo tiempo, en el nivel de la narración, estas referencias mediáticas a películas y canciones populares se incorporan al texto principal como “ironía intertextual” (Eco 2002) para mostrar un rol activo en la validación de la idea hegemónica de la masculinidad (y sus “deber” ser).
Tochtli y el rey: paternidad, distinción y prestigio masculino
En su aprendizaje, el pequeño protagonista recurre con frecuencia a la metáfora del rey como pieza simbólica de su significación de la realidad cotidiana (y de las relativas relaciones de poder). Desde su perspectiva situada en un palacio ostentoso y fortificado a través de la solidaridad de la pandilla, el valor del rey reside en el privilegio de clase que el poder adquisitivo del dinero instaura (especialmente en billetes estadounidenses):
Yolcaut y yo somos dueños de un palacio, y eso que no somos reyes. Lo que pasa es que tenemos mucho dinero. Muchísimo. Tenemos pesos, que es la moneda de México. También tenemos dólares, que es la moneda del país Estados Unidos. Y también tenemos euros, que es la moneda de los países y reinos de Europa. Me parece que tenemos miles de millones de los tres tipos, aunque los que más nos gustan son los billetes de cien mil dólares (Villalobos: 19).
El capital económico define la madriguera (y sus alrededores) como el reino de Yolcaut, patriarca, jefe paranoico de la pandilla y encarnación del arquetipo junguiano (tanto que, inclusive en los reportajes televisivos, éste es denominado “El Rey”). A los ojos del niño, la soberanía del padre es simbólica, pero también factual. Además, encuentra una presencia si anecdótica en una corona africana de metales y diamantes que algún día se sumaría a su colección distintiva y variada de cubrecabezas. Ubica al padre en la cumbre de una verticalidad que legitima su poder respecto a otras masculinidades también “dignas” y “respetables”, pero inevitablemente dependientes. Como enuncian las palabras de Tochtli, esta jerarquía requiere de procesos violentos que eliminen cualquier posible duda o disputa: “Es como una competencia: el que lleva la corona es el que ha acumulado más cadáveres” (29). De aquí que el protagonista aprende a interpretar algunos comentarios ambiguos del padre como la admisión implícita de una responsabilidad directa en los hechos sangrientos que las crónicas reportan. Esto, a su vez, implica el atribuirle un plusvalor personal de restos humanos, torturas y cabezas en cajas de brandy añejo.
Para Tochtli, la del rey es la distinción de los “pulcros” que señala la separación de “los don nadies”. Es, además, una distinción que debe ser confirmada de manera performativa a través de actos y palabras viriles, hasta demostrar sus cualidades y defenderlas (Bonino Méndez 2002). Como cuando -con desdén y autoridad- Yolcaut acalla al Gobernador y le tira a la cara fajos de billetes, dilucidando el vasallaje del otro: “-Cállate, pinche gober, ¿tú qué chingados sabes?” (Villalobos: 27). La palabra del rey es ley y avala su omnipotencia profana.
Por otro lado, para el niño heredero, la paternidad se vuelve el principal “círculo especular” a través del cual el sujeto puede espejearse y aprender a ser hombre (Parrini: 75). Sin embargo, la construcción identitaria del niño, de acuerdo con el “proyecto de género” que su padre y el entorno establecen (Connell: 110), fija también la idea de que “rey” corresponde a una acepción prestigiosa de varón cuando este término se contrapone a lo subalterno de los cuerpos femeninos y a su “coeficiente simbólico negativo” (Bourdieu: 68). En la novela, este aprendizaje se afianza con la síntesis que la clásica canción ranchera de José Alfredo Jiménez aporta. Tochtli declara conocerla de memoria desde chiquito, debido a la facilidad de sus rimas. Entonces, la letra de la canción se manifiesta en la narración como primer ejemplo de intertextualidad, con el fin de visibilizar cómo el sujeto infantil se apropia de mandatos masculinos que le preexisten y se le presentan como verdades culturales “evidentes” al estar “cristalizadas” en el imaginario social (Bonino Méndez: 14):
En el rey me gusta esa parte donde dice que no tengo trono ni reina, ni nadie que me mantenga, pero sigo siendo el rey. Ahí explica muy bien las cosas que necesitas para ser rey: tener un trono, una reina y alguien que te mantenga. Aunque cuando cantas la canción no tienes nada de eso, ni siquiera dinero, y eres rey, porque tu palabra es la ley. Es que la canción se trata en realidad de ser macho. A veces los machos no tienen miedo y por eso son machos. Pero también a veces los machos no tienen nada y siguen siendo reyes, porque son machos (Villalobos: 28-29).
La intertextualidad es explícita, aunque sin comillas y en forma de glosa. El héroe titánico de la pieza musical se vale -a pesar de la ausencia de un prestigio económico- de la autosuficiencia distintiva que está inscrita en la aparente naturaleza de hombre (o, más bien, de “macho”, como afirma el niño). A partir de la conjunción adversativa (es decir, del “pero” de la canción), Tochtli puede internalizar la oposición identitaria hacia lo femenino como una premisa del prestigio social y como el primer paso hacia la propia definición de “varón logrado” (Fuller: 118). En esta oposición, lo masculino es llamado a destacar no sólo por su virilidad física (esa virilidad que el niño puede reconocer en el poder predatorio de Yolcaut frente a amantes intercambiables y, en su extensión, en el potencial agresivo de su arsenal de armas). También destaca por la palabra asertiva y viril (Bourdieu 2000) que impera y descalifica a lo no masculino. La palabra femenina es excluida al estar afuera de esa ley y por su supuesta emocionalidad irreflexiva: como Quecholli, la amante del padre, a quien el niño cree muda porque jamás dice palabra alguna y es rebajada a una presencia física (instrumental a la satisfacción sexual del jefe). En este sentido, en el contexto machista de la madriguera, como en la pieza de José Alfredo Jiménez, la “reina” subsiste sólo en el fondo, en calidad de significante innecesario y tácito, y como amenaza latente de sentimientos irracionales.
De aquí que, en las mismas palabras del protagonista, vuelve a aparecer el veto emocional como estigma adicional de lo femenino: “A veces los machos no tienen miedo y por eso son machos” (Villalobos: 29). De las demás masculinidades (hegemónicas) presentes en la madriguera y de la música que consume, Tochtli aprendió que no es legítimo llorar, ni expresar miedo u otras emociones no varoniles. En caso de hacerlo, a pesar de su privilegio, podría perder su lugar personal en la jerarquía del poder y sería tachado de “marica”. De manera que, en la sincronía de un evento, cuando una emoción brota, el sujeto infantil deberá encubrirla para cumplir con las expectativas del entorno y seguir exhibiendo el orgullo del “rey”, a imitación del héroe de la canción: es decir, a través de esa “defensa maníaca de omnipotencia, que pretende ocultar la angustia” (Arechabala Fernández: 186). No obstante, el niño experimentará cómo la emoción no puede desaparecer y el coro sentimental de la misma canción (“llorar y llorar”) reaparece como una vivencia íntima en el momento de una crisis que parece quebrantar el equilibrio social de la madriguera (y desafiar la adhesión a sus valores viriles). Dicha crisis sobreviene cuando Tochtli, con su sombrero de detective, descubre que una de las habitaciones aparentemente vacías del palacio es, en realidad, el cuarto de las armas. En ese momento, el protagonista se siente traicionado por la mentira del padre y su fe se derrumba.
A partir de lo anterior, el niño elige situarse momentáneamente afuera de los privilegios del rey y de la solidaridad masculina de la pandilla, encerrándose en su mutismo. Pero su inconformidad irá más allá, dado que el mutismo no resulta suficiente frente a las preguntas insistentes de los adultos y a los intentos de hacer que regrese a la normalidad anterior. En su oscilación identitaria, decide intensificar su incomunicabilidad añadiendo el juego de una sordera selectiva: “Para quedarte sordo lo que hay que hacer es recordar un pedazo de una canción y repetírtelo dentro de la cabeza sin parar. Yo escogí un pedacito del rey, donde dice lloraaar y lloraaar, lloraaar y lloraaar, lloraaar y lloraaar, lloraaar y lloraaar” (Villalobos: 50).
En los márgenes discretos de la soledad, la emoción encuentra su autorización en la intimidad del sujeto infantil y se encarna finalmente en el ritmo patético de los versos que enuncian el llanto como declaración secreta de una potencial divergencia.
Usagi y los samuráis: honor viril y agresividad masculina
Tras la expedición familiar en tierra africana para cumplir con el excéntrico deseo de conseguir un raro hipopótamo de Liberia, la tercera y última parte de la novela se abre con la enunciación, por parte del protagonista narrador, de una primera persona plural que lo adscribe a la alteridad exótica de un “nosotros” oriental: “Los japoneses cortamos las cabezas con los sables”; “Los samuráis en las películas hacemos combates por el honor y la fidelidad. Preferimos la muerte que ser maricas” (Villalobos: 79). A través de esta identificación, Tochtli se distancia simbólicamente de la pandilla paterna al tomar conciencia de su exclusión de los secretos familiares. En consecuencia, asume el nombre de Usagi (adaptación japonesa de su nombre) y, vestido con una bata de cuadritos, asume el papel de un samurái mudo en espera de su sable. También, a imitación de esos mismos guerreros del Japón imperial que pueblan los relatos de su maestro y de las películas, elige la vía del mutismo. Es este un juego de roles que levanta el reclamo misógino del padre: “Yolcaut no entiende nada, ni siquiera se ha dado cuenta de que soy un samurái. Quiere que me quite la bata y dice que no puedo andar todo el día vestido así, que parezco un señorito” (81). Así, como en la metáfora dramatúrgica de Goffman, su mutismo es un papel que lo lleva a actuar en contra de su propio bando (Zalpa 2019), y lo hace en el nombre de una hermandad ideal, igualmente masculina y hegemónica (alejada de cualquier posible contaminación de los “maricas”), pero sobre todo caracterizada por su código de honor. Al mismo tiempo, a los ojos del sujeto infantil, los diferentes elementos que enfatizan el privilegio de una masculinidad honorable se condensan en las figuras míticas de los samuráis. Éstos encabezan las películas japonesas que el niño se sabe de memoria, y conforman un modelo mediático que es resignificado en el escenario vivencial de la madriguera.
La misma elección del mutismo, como deserción performativa del protagonista frente a las expectativas del entorno, retoma la enseñanza estoica de una de las supuestas películas, El crepúsculo del samurái: “se trata de un samurái viejo que le enseña a un niño las cosas de los samuráis. En una parte lo obliga a quedarse quieto y mudo por un montón de días. Le dice: ‘El guardián es sigiloso y sabe esperar. La paciencia es su mejor arma, como la grulla que no conoce la desesperación. Los débiles se conocen en el movimiento. Los fuertes en la inmovilidad’” (Villalobos: 15).
No es casual que el relato (apócrifo) del argumento se enfoque en la relación de crianza y cuidado de un maestro adulto autoritario y de su pequeño discípulo. Al experimentar la mentira excluyente del padre, el sujeto infantil ha comprendido que el privilegio de sus actos de habla pierde fuerza -y, por lo tanto, debe ser pospuesto- frente a la mayor jerarquía del adulto y del jefe. Su silencio se vuelve un aliado, y configura una espera inocente, pero también conflictiva y desafiante: en el futuro, cuando llegue el momento de la sucesión en la madriguera, el niño conocerá el poder de su superioridad, sin condiciones, sobre los demás hombres. De esta forma, en la calma del samurái, Tochtli celebra su relativa inmovilidad, renunciando a usar su propio cuerpo como “instrumento de conjuro” (Sartre: 82), a imitación de la disciplina del guerrero sobre toda emoción desalentadora. En la referencia ficticia, el viejo sabio profesa el valor de la paciencia. De igual manera, promueve el mandato hegemónico de una necesaria “belicosidad heroica” (Bonino Méndez: 19) del sujeto viril y digno como trampa hobbesiana de cuerpos en constante competencia y conflicto. La esencia violenta de dicho mandato patriarcal aparece manifiesta en la pedagogía firme empleada por el maestro, quien obliga al joven aprendiz a permanecer callado e inactivo por un período prolongado de tiempo, y aún más en la normalización de estas prácticas por parte del niño-receptor.
Entonces, discursivamente, la quietud y el dominio de sí del guerrero se contraponen a la desesperación. Ésta, de forma implícita, connota el estigma de lo femenino, como en el caso de los charros que el niño identifica como modelo masculino defectuoso por su abierta y pública ostentación de las emociones: “siempre terminan cantando muy contentos. Y muy maricas” (Villalobos: 80), aclara Tochtli. En cambio, el del samurái es considerado un modelo mediático positivo porque -de acuerdo con los principios del Bushido y a su idealización retórica- confirma y valida la demanda de un autocontrol viril sobre las pasiones. Al asumir el papel cotidiano del samurái, este control se traduce para el niño en la negación hostil del diálogo con el otro, con la misma determinación “fulminante” de la espada del guerrero. Sin embargo, no se limita a esto: Tochtli aprende sobre el poder de vulnerar como atributo de una masculinidad independiente, fuerte y competitiva (Fuller: 2012). Por esta razón, aunque sea un ícono nacional y encarne muchos de los atributos viriles del modelo hegemónico, la masculinidad de los charros resulta “absurda” y “patética” desde la perspectiva del niño, ya que las tradicionales comedias rancheras muestran una resolución no violenta de sus conflictos, a través de duelos musicales (y sin balazos).
Afuera de la pantalla, ese poder de vulnerar halla una red de significados coherentes en el contexto de enunciación que se entreteje entre las crónicas de la televisión, los relatos históricos, la dimensión doméstica de las torturas y el escenario lúdico de los juegos compartidos con el padre. En este sentido, el sujeto infantil “disfruta de la violencia como discurso, como simulacro” (Adriaensen 2012: 166). Al mismo tiempo, detrás de la pantalla, ese mismo discurso encuentra una estética pulp que contrapesa el espectáculo de la sangre, en las películas de samuráis, con el distanciamiento irónico y la mímesis infantil: “En el camino del samurái que era fugitivo se van cruzando sus enemigos que quieren matarlo. Y el samurái que era fugitivo los va haciendo cachitos a todos con su sable. A unos nomás les corta un brazo o una pierna. A otros les corta la cabeza. Y a muchos los corta por la mitad. Toda la nieve va quedando manchada con la sangre de los enemigos, como si fuera un raspado de grosella o de fresa” (Villalobos: 80).
El samurái fugitivo, héroe de la segunda referencia cinematográfica, dirige su espada hacia la masa sin rostro de sus enemigos y la reduce a la metonimia de fragmentos deshumanizados (“cachitos”). En la mirada del niño mexicano, la diligencia homicida del guerrero puede fácilmente evocar un escenario más nacional y cotidiano, es decir, esos “crímenes de autor” (Reguillo, cit. en Matusiak 50) que exhiben cuerpos desmembrados como morfemas de un lenguaje de poder bárbaro, pero ya ordinario (como unos corrientes raspados de grosella). La agresividad del samurái aparece, además, plenamente legitimada en el contexto familiar de la pandilla, ya que se sustenta en la restauración del honor a través de la venganza y, aún más, en la lealtad hacia el amigo cercano. No obstante, fuera de este marco relacional, las corporalidades ajenas carecen de cualquier interés y no son objetos de empatía: como diría Tochtli, desde su limitada socialización primaria, “los muertos no cuentan, porque los muertos no son personas, los muertos son cadáveres” (Villalobos: 20).
La siguiente y última referencia se ubica en el desenlace de la novela, y coincide con la reintegración del niño en la solidaridad masculina de la pandilla y, asimismo, con su alejamiento de la alteridad silenciosa del samurái. La posibilidad de este cambio se concreta a partir de la incorporación doméstica de Alotl (la nueva y afable amante del padre), cuya presencia parece modificar la anterior configuración afectiva y homosocial de la madriguera. Las inesperadas atenciones de la mujer proyectan la promesa de un renovado núcleo de cuidado familiar, y la resolución del niño vacila: tras la visión compartida de una vieja película, Tochtli deberá admitir que las vestimentas de los samuráis no tienen nada en común con su bata de “señorito”. Se trata de una película desconocida por el protagonista; es una referencia probablemente ficticia que, de todas formas, funciona como déjà vu al traer a la memoria un momento emblemático del cine de samuráis: el seppoku, la muerte ritual en la que una persona de confianza decapita al sujeto para poner fin a su agonía y preservar su honor. En realidad, en la vivencia personal de Tochtli, el ritual presenta una críptica enseñanza por parte del padre y el presagio de una violenta sucesión de poder: “Antes de que me fuera a dormir Yolcaut me preguntó si había puesto atención a la película de los samuráis y si había entendido bien el final. Yo le contesté que sí. Entonces me dijo la cosa más enigmática y misteriosa que me ha dicho nunca. Me dijo: -Tú un día vas a tener que hacer lo mismo por mí” (Villalobos: 103). Las palabras del padre instauran un “pacto de herencia” (Parrini: 75) con el niño, al mismo tiempo que confirman el éxito de un proyecto de género. En el proceso de su aprendizaje, Tochtli ha tenido dudas frente a las disonancias “patéticas” del contexto y de sus referentes culturales. Sin embargo, el hábitat de la madriguera se confirma “inescapable” (Lander, 46) para él, y parece circunscribir su destino: no solamente por los mandatos violentos inscritos en las lógicas del narcotráfico, sino también por las relaciones sociales que fijan una forma determinada y autorizada de ser hombre. En este sentido, a lo largo de la narración, no se observa una evolución por parte del protagonista: solo su iniciación, ritual tras ritual.
En todos sus monólogos, Tochtli se identifica como “macho” y manifiesta su aspiración a una masculinidad dominante. En otras palabras, ni siquiera el maestro Mazatzin representa para él un ejemplo alternativo de identidad masculina: aunque sea el maestro quien lo inicia en el culto heroico del Japón feudal y le asigna el seudónimo de Usagi, éste puede representar sólo una alternativa sobre un plano ético (izquierdista, anticapitalista e intelectual), y no implica una revisión pedagógica del género. Al igual que los charros enamorados y patéticos de las películas rancheras, el maestro muestra una forma “subordinada” de ser varón (Vásquez Mejías: 22), por lo que no se presenta como un modelo significativo.
Finalmente, Tochtli es un cuerpo vulnerable y, en su animalidad dependiente, “forma parte de un conjunto de relaciones sociales que lo definen y que no son en absoluto obra suya” (MacIntyre: 92). Su identidad sigue en construcción, pero sus acciones se orientan necesariamente hacia la búsqueda de un deseado cuidado afectivo entre los límites de sus coordinadas existenciales (aunque ni un verdadero “macho” ni un guerrero jamás podría admitirlo). Entonces, tras la reconciliación con el padre, el sujeto infantil anuncia una fiesta y una coronación que restaurarán el anterior sentimiento de solidaridad y el orden social. El festejo es la puesta en escena que sancionará, por parte del niño, el abandono de sus reclamos identitarios. En efecto, como recordaba Octavio Paz, la fiesta es precisamente el momento en cual “nos abrimos” y “lo hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos” (69). El rey-padre y el heredero-samurái, presente y futuro de la madriguera, recomponen su vínculo y la jerarquía en una fiesta que carece de la tradicional piñata, pero que cuenta con coronas y piedras preciosas para adornar las cabezas disecadas de los dos hipopótamos de Liberia. Estos animales fueron, en su momento, un capricho extravagante del niño, y ahora, colgados en la sala, se convierten en un ostentoso símbolo de la arbitrariedad y del privilegio del poder masculino.
Conclusiones
En su observación e imitación del mundo adulto, Tochtli aprehende patrones de conducta y mandatos de género (el valor de la independencia, el dominio de las emociones, el rechazo de la empatía y la subordinación de lo femenino). Estos patrones encuentran validación en los múltiples referentes culturales que consume en la madriguera, desde su alteridad ontológica, como receptor ingenuo, pero no “pasivo” (Zavala: 27). No obstante, es evidente que la recepción de Tochtli no puede apartarse de sus circunstancias de enunciación. De aquí se puede afirmar, en un sentido sociológico que, al pasar por el filtro de su imaginación lúdica, las figuras estereotípicas del rey, del charro y del samurái son recuperadas como “hipótesis para obtener información nueva” y buscar “una comprensión más compleja del mundo social” (Padilla: 154). Sin embargo, el éxito de estos modelos se debe a su socialización en un entorno radicalmente machista. Durante este proceso, el niño puede activar esquemas de clasificación y formas de nombrar al mundo (Freixas Farré 2012), pero siempre sin alejarse de la masculinidad respetable que la pandilla y las enseñanzas paternas establecen como norma. A partir de esta premisa, los modelos mediáticos refuerzan las expectativas ya culturalmente internalizadas sobre el rol masculino porque no afectan a la aparente neutralidad de la visión androcéntrica vigente (Bourdieu 2000). Además, la representación de la violencia se refleja en las vivencias cotidianas del niño frente a los otros actores masculinos. Es una violencia que se manifiesta de manera discursiva, como en el caso del “rey” de la canción ranchera, o de manera física, como en el caso de los samuráis: estas representaciones no sólo establecen normas identitarias, sino que también presumen el uso continuo de la fuerza como una transacción entre hombres y como una estrategia conservativa para los negocios criminales.
A partir de este contexto, observamos al protagonista infantil negociar la construcción de un yo como collage identitario. No obstante, el protagonista no puede desanclarse de un horizonte experiencial que es evidentemente orientado hacia el marco hegemónico de la masculinidad. Por lo tanto, como confirma la reconciliación final, el hijo del “rey” no duda y se alinea al “machismo primigenio” (Vásquez Mejías: 24): este machismo encuentra su proyección tanto en el ejemplo palpable de los miembros de la pandilla, como en el ejemplo cultural del rey y los samuráis. En otras palabras, el malestar que Tochtli, en ocasiones, expresa no es el síntoma que pone de manifiesto el fracaso de las expectativas heteronormativas de su entorno. Por el contrario, es sólo la respuesta emotiva transitoria de un individuo en proceso de construcción: el niño jamás duda en autodefinirse como “macho” (en una reiterada y violenta oposición a los “maricas” y a las mujeres). Finalmente, ni los dolores psicosomáticos del niño, ni el provisional derrumbarse de la barrera emocional ante el triste sacrificio de la pareja de hipopótamos enfermos, sugieren la emancipación de los mandatos de la masculinidad tradicional. Estas conductas solamente connotan etapas en la construcción identitaria del sujeto protagonista y el lugar temporal que ocupan en sus particulares relaciones de género.
En la propuesta del autor mexicano, dicho proceso subjetivo se ve reforzado por el diálogo con una cultura de masas que está impregnada de un evidente machismo. De hecho, la novela de Villalobos muestra su apertura hacia otros textos extraliterarios, a través de citas y códigos que reproducen y validan la cultura androcéntrica y las prácticas homosociales: tanto que el lector no tiene razones aparentes para dudar de la autenticidad de las referencias musicales y cinematográficas. Sin embargo, no se trata de un simple divertissement narrativo, sino de un compromiso estético y reflexivo que se suma a la ironía del texto, y revela intersecciones significativas a través de la naturaleza intertextual de la narración. En este sentido, la “estrategia citacionista” de la novela sugiere un segundo nivel de lectura e invita a un lector modelo de segundo nivel (Eco 2002) a ser parte de un juego semiótico que destaca contenidos y aspectos intertextuales relacionados con los mandatos culturales de la masculinidad. Estos contenidos se entrelazan en el sujeto infantil hasta llevar a cabo prácticas simbólicas y performativas que, a veces, confirman los mandatos de una masculinidad heroica e independiente, y, en otras ocasiones, son el cuestionamiento provisional de la coherencia de esos mismos mandatos (en particular, a través del mutismo y del acto desobediente de vestir una bata). De aquí que la imaginación lúdica del niño y su vulnerabilidad parecen configurar una subjetividad que no se conforma con ser una “víctima subrepticia” y pasiva de la cultura dominante (Bourdieu: 38): al fijarse en las disonancias de su realidad, Tochtli, niño “adelantado”, entra en un conflicto potencial con la influencia del mundo adulto, y juega también el papel de la crítica y de la inconformidad, pero jamás termina ubicándose afuera del marco hegemónico de la masculinidad.
La intertextualidad, ya sea efectiva o ficticia, aparece como parte significativa de la intención del texto, como han señalado algunas lecturas críticas previas. En la novela de Villalobos, se ha identificado una intertextualidad implícita con Trabajos del reino de Yuri Herrera, al compartir la metáfora que describe el mundo del narcotráfico como una corte organizada alrededor de un poderoso líder rey (Serrato Córdova 2012). Asimismo, a partir de la característica mirada infantil sobre la violencia, se han detectado conexiones con la narrativa revolucionaria de Nellie Campobello en Cartucho(Adriaensen 2017) y de Rafael F. Muñoz en Se llevaron el cañón para Bachimba(Sánchez Becerril 2016). Sin embargo, más allá de estas posibles coincidencias (que podrían ser infinitas según la enciclopedia de cada lector), el juego intertextual se hace explícito en la novela para declarar cómo esas referencias mediáticas participan en el proceso de construcción de la masculinidad del protagonista infantil. De esta manera, los charros, los reyes y los samuráis vuelven manifiesta la “normalización” de las representaciones estereotípicas (Sánchez Becerril 2016), e integran el mundo de palabras que el sujeto infantil habita: un mundo de palabras ajenas (escuchadas y compartidas en el subsuelo de la pandilla), de palabras institucionalizadas (en las consultas de su amado diccionario), pero también palabras mediatizadas (gracias a los discursos virtuales de otros cuerpos significantes).
Es así que, en el proceder de la narración, cada vez que un evento llama su atención, el niño actualiza -como receptor- las significaciones que los referentes mediáticos aportan: decide si validar o cuestionar las propiedades semánticas de los textos y asienta su propia isotopía >(Eco 2006). Entonces, el contenido intertextual es recuperado de los diferentes textos culturales para negociar y comprender la verdad narrativa de sus proposiciones desde la experiencia situada de sus vivencias familiares: Tochtli construye y reconstruye esos discursos, hasta actualizar de forma performativa dichos referentes, y nos invita -confiemos o no en el juego autoral de las referencias- a ser parte de la misma fiesta literaria.