La palabra sagrada. Violencia y lenguaje en Balún-Canán

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Raquel Mosqueda Rivera

Resumen

El presente trabajo indaga en el itinerario seguido en Balún-Canán, novela emblemática de la narradora mexicana Rosario Castellanos, por dos elementos en apariencia contrarios: la violencia y el lenguaje. Dicho recorrido atraviesa por varios “momentos” en los cuales se ponen en evidencia una serie de desencuentros entre la palabra escrita y la palabra oral, así como las distintas dimensiones que los protagonistas de esta novela otorgan, por un lado al “uso de la palabra”, y, en el otro extremo, a una de las formas más representativas de la violencia: “el uso del silencio”. Por tanto, el lenguaje no constituye únicamente una forma de dominio, sino una dimensión espaciotemporal donde callar adquiere múltiples sentidos.

Detalles del artículo

Cómo citar
Mosqueda Rivera, R. (2019). La palabra sagrada. Violencia y lenguaje en Balún-Canán. Literatura Mexicana, 30(1), 43-66. https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.30.1.2019.1158
Sección
Artículos
Biografía del autor/a

Raquel Mosqueda Rivera, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas

Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas. Maestra en Literatura Iberoamericana. Doctora en Letras Iberoamericanas por la Universidad Nacional autónoma de México. Investigadora titular A. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son la literatura mexicana contemporánea, literatura latinoamericana contemporánea y edición anotada de textos. Sus proyectos son: “Postmodernismo, algunos de sus signos narrativos. Humor, erotismo y violencia en cuentistas mexicanos nacidos entre 1940-1959” y es corresponsable en el Proyecto PAPIIT “Rescate y edición crítica de la obra ensayística de Luis G. Urbina”. 

Citas

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Blanchot, Maurice. El diálogo inconcluso, 2a. ed. Trad. de Pierre de Place. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1996.

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Habría de volver [...] al hecho de que el lenguaje es el misterio que define al hombre, de que en éste su identidad y su presencia histórica se hacen explícitas de manera única.

George Steiner

En Balún-Canán, una de las obras más importantes de la escritora mexicana Rosario Castellanos (1924-1974), dos fuerzas, si bien de carácter distinto y, en apariencia contrarias, se enfrentan constantemente: el lenguaje y la violencia. Puede decirse que mientras el primero busca cohesionar, dar sentido y legitimidad al mundo, la segunda, conforme a su naturaleza, irrumpe en toda su magnitud para generar el caos y la confusión. En principio, tal apreciación parece correcta, pero únicamente en principio, pues basta con adentrarnos un tanto en este universo narrativo para darnos cuenta de que ambas potencias (lenguaje y violencia) no sólo intercambian propósitos, sino que culminan por confundirse en un único impulso que avasalla todo cuanto encuentra a su paso.

La hipótesis que el presente trabajo intentará demostrar es cómo, por medio de un proceso de encuentros y desencuentros entre la palabra oral y la palabra escrita,1 el lenguaje poco a poco se transforma en una suerte de círculo cerrado, en una presencia sagrada y terrible de la cual únicamente se puede escapar ejerciendo una violencia sin medida; es decir, para quebrantar este círculo emblemático, resulta necesario “violentar” su centro mismo, a través de la que, probablemente, sea su expresión más cruda: el silencio. Sin embargo, no me referiré a éste sólo en cuanto forma intrínseca de dominio, sino como una dimensión espacio-temporal donde “callar” adquiere múltiples sentidos.

La aproximación a las diversas expresiones del silencio presentes en la novela nos permitirá establecer lo que José L. Ramírez González llama “la conducta del lenguaje”, así como el modo en que ésta se transforma en un sistema, cuya piedra de toque es la violencia:

Lenguaje y conducta están tan perfectamente conectados que su separación es imposible. El lenguaje como una forma de obrar, como un sistema de signos que construimos para desarrollar nuestra conducta y para suplirla. El ámbito del lenguaje aumenta constantemente en relación con las otras formas de conducta. Toda forma de interacción humana tiende, más y más [...] a transformar las formas de violencia física en acción de lenguaje (37).

I. Tiempo de silencio

¿Qué voces callan en esta novela? Sin duda, es a los indios a quienes primero se les “priva” de la palabra: “—Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria” (Castellanos 1989: 19). Tal es el relato de la nana con que da inicio la historia; cabe preguntarse: ¿a qué palabra se refiere esta mujer que habla “castilla”, pero no sabe leer ni escribir? Ciertamente, no puede sino aludir a la tradición oral, aquella práctica a través de la cual, durante siglos, los indios transmitieron a sus descendientes la historia del origen, de los mitos, que sustentan el mundo indígena. Dicho con mayor claridad, la nana no habla de la quema de códices por parte de los blancos; no, lo que les arrebataron fue la palabra auténtica, ésa que, aun musitada -como lo sugiere el epígrafe de la obra- es capaz de dotar de existencia real a todo un pueblo. El cuento de la nana denota que gran parte de la “desgracia” de los indios surge de la imposición, no del silencio, sino de lo que esto implica como consecuencia: callar a los indios es obligarlos a olvidar.

Al contar esta historia, la nana parece querer recuperar un poco la memoria, la palabra que les fue arrebatada; empero, para hacerlo, elige la lengua de los ladinos, un idioma “ineficaz” para traducir un universo diametralmente opuesto al de los blancos. Al respecto, debe tomarse en cuenta lo que, en un ensayo dedicado a José María Arguedas, la propia Castellanos señaló sobre esta traducción del mundo indígena: “Porque no puede transmitirse ese pacto que el hombre ha hecho con el mundo para habilitarlo, para dominarlo, para transformarlo, para reducirlo a conceptos, a imágenes, a figuras, en el cauce lingüístico que ha creado otro pueblo que se ha colocado ante el mundo en una actitud diferente y que ha pactado con él en términos radicalmente diferentes también” (1998a: 862). El párrafo anterior advierte que el conflicto principal entre el indio y el ladino radica en la diferencia de “cauces lingüísticos” (el tzeltal y el castellano), pero, sobre todo, en la imposibilidad de expresar mundos distintos mediante una misma lengua.2

Esta contradicción es perceptible ya en el diverso valor que ambos grupos (indios y ladinos) otorgan al lenguaje. Para los primeros, las palabras adquieren una categoría moral, un “destino” que va más allá incluso de su interlocutor. Les conceden características casi humanas: “—Qué es baldillito, tío David? / —Es la palabra chiquita para decir baldío” (1989: 30). Les otorgan alcances profundos: “Él iba adelante, [el dzulum] bello y poderoso, con su nombre que significa ansia de morir” (28). Cifran en ellas la facultad de dar vida, de alimentar: “—Mira que con lo que he rezado es como si hubiera yo vuelto, otra vez, a amamantarte” (58). Las jerarquizan, pues hay palabras que no todos deben pronunciar:

—¿Quiénes son los nueve guardianes?

—Niña, no seas curiosa. Los mayores lo saben y por eso dan a esta región el nombre de Balún-Canán. La llaman así cuando conversan entre ellos. Pero nosotros, la gente menuda, más vale que nos callemos (31).

Es decir, conocen el poder de cada palabra, el peligro que conlleva el emplearlas sin reserva; saben del daño que provoca “la lengua”: “Apiádate de su lengua. Que no suelte amenazas como suelta chispas el cuchillo cuando su filo choca contra otro filo” (58).

Una última potestad les confieren los indios: la de convertirse en maldición, en medio de venganza y muerte:

—¿Por qué lo decís vos, lengua maldita?

—¿Cómo lo voy a decir yo, hablando contra mis entrañas? Lo dijeron otros que tienen sabiduría y poder. Los ancianos de la tribu de Chactajal se reunieron en deliberación. Pues cada uno había escuchado, en el secreto de su sueño, una voz que decía: “que no prosperen, que no se perpetúen. Que el puente que tendieron para pasar a los días futuros se rompa”. Eso les aconsejaba una voz como de animal. Y así condenaron a Mario (183).

La niña narradora de la primera y tercera partes de la novela, cuyo cuidado corre por completo a cargo de la nana india, comparte esta actitud de respeto y temor ante las palabras: “Todavía no es suficiente lo que ha dicho, todavía no alcanzo a comprenderlo. Pero ya aprendí a no impacientarme y me acurruco junto a la nana y aguardo. A su tiempo son pronunciadas las palabras” (33; las cursivas son mías). Es ella también quien se percata de la dimensión espacial que el lenguaje tiene para los indios: “Hablan [los indios y la nana] y es como si cerraran un círculo a su alrededor. Yo lo rompo angustiada” (24). Asimismo, reconoce en éstas un poder oculto que, si bien todavía no es capaz de descifrar del todo, le permite elegirlas, hacerlas suyas:

Cuando no, me siento frente a la señorita Silvina en un pupitre cuadrado y bajo. La escucho hablar. Su voz es como la de las maquinitas que sacan punta a los lápices: molesta pero útil. Habla sin distingos, desplegando ante nosotras el catálogo de sus conocimientos. Permite que cada una escoja los que mejor le convengan. Yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo (22; las cursivas son mías).

Concordamos con Joseph Sommers en cuanto a que la tragedia en Balún-Canán se engendra

al contraponer dos concepciones del tiempo. Conforme con la mentalidad occidental, la novela entraña un determinado ambiente histórico, el periodo de Cárdenas y los años siguientes -la maduración de la Revolución y la reforma agraria. Pero para el tzotzil, el tiempo y la historia que registra su paso, se miden según otro fenómeno: la transformación, dentro de la conciencia colectiva indígena, de realidad en mito. Este proceso mental capacita al indio para vivir de acuerdo con creencias mágicas y sobrenaturales, heredadas y elaboradas a través de siglos, interpretando presente y futuro a la luz turbia de un pasado de misterio y terror (139).

De acuerdo con lo anterior, resulta factible afirmar que la materialización de tal enfrentamiento se encuentra en el lenguaje. Si bien en ambas culturas la palabra funciona a manera de “principio creador”, capaz de dotar de vida aquello que señala, con la llegada de los blancos arriba también todo un mundo insólito, una serie de objetos que necesitan ser designados. Asimismo, que los ladinos den nombres nuevos y extraños a las cosas, significa la fundación de un ámbito en el que los indios no pueden reconocerse; de esta forma, “renombrar” revela una connotación semejante a la de construir templos sobre pirámides: “Los que vinieron después bautizaron las cosas de otro modo. Nuestra Señora de la Salud. Éste era el nombre de los días de fiesta que los indios no sabían pronunciar. Les era ajeno. Como la casa grande. Como la ermita. Como el trapiche” (Castellanos 1989: 154).

Paradójicamente, ante el embate de la lengua extranjera, el silencio representa una vía para preservar la memoria, la palabra: “He aquí que el cashlán difundió por todas partes el resplandor que brota de su tez. Helo aquí, hábil para exigir tributo, poderoso para castigar, amurallado en su idioma como nosotros en el silencio, reinando” (55; las cursivas son mías). De este modo, el silencio representa una amenaza, ya que como anota Ramírez González: “El que manda quiere leer en los que obedecen como en un libro abierto, y quiere estar en posesión del código secreto que le permite descifrar lo más hondo y subversivo de sus intenciones” (31). El silencio adquiere verdaderos matices de presagio, señales que los blancos no son capaces de percibir:

Fue un momento de quietud perfecta. El caballo, con la cabeza inclinada, abatía perezosamente los párpados. En los potreros se enroscaban las reses a rumiar la abundancia de su alimento. En la punta de un árbol plegó su amenaza el gavilán.

Y el silencio también. Un silencio como de muchas cigarras ebrias de su canto. Como de remotos pastizales mecidos por la brisa. Como de un balido, uno solo, de recental en busca de su madre (Castellanos 1989: 155; las cursivas son mías).

Si, como afirma Derrida, “el lenguaje debe dar el mundo al otro” (201), “amurallados” en el silencio, los indios se resisten a esta entrega, a la dimisión de su mundo. Dicha resistencia conlleva el riesgo de que también ellos terminen por perder la memoria; de que, al callar, olviden la voz antigua con la que se comunicaban con sus dioses y, así, clausuren de forma definitiva el tiempo del mito.

Sin embargo, es evidente que, la mayoría de las veces, los indios callan por miedo o por rencor: “El silencio utilizado como instrumento de poder es el significante del miedo, de la inseguridad y de la desconfianza, el signo de lo imprevisible y difícil de interpretar, a un tiempo significado de significante inaprehensible y significante de esotérico y fluctuante significado, una especie de fantasma al revés en el cual el sudario es invisible pero el ánima palpable” (Ramírez González: 30). Varios son los pasajes del libro que nos muestran esta faz del silencio:

Nadie sabía cómo aplacar las potencias enemigas. Visitaban las cuevas oscuras, cargados de presentes, en las épocas calamitosas. Masticaban hojas amargas antes de decir sus oraciones y, ya desesperados, una vez escogieron al mejor de entre ellos para crucificarlo. Porque los blancos tienen así a su Dios, clavado de pies y manos para impedir que su cólera se desencadene. Pero los indios habían visto pudrirse el cuerpo martirizado que quisieron erguir contra la desgracia. Entonces se quedaron quietos y todavía más: mudos (Castellanos 1989: 90; las cursivas son mías).

Para Juana, esposa de Felipe, el único entre los indios que sabe leer y escribir, el silencio la venga del oprobio de no tener hijos; basta un acto simbólico en el que callar dice más que cualquier palabra:

—Tú como no tienes hijos, no puedes saber lo que es esto.

Juana le dio la espalda. Y, siempre silenciosa, empezó a moverse en el jacal buscando algo. Adonde fuera, iban siguiéndola las palabras de María. [...]

Por fin Juana había encontrado lo que buscaba. Una escoba de ramas, ya inservible, pero que no había querido tirar hasta no sustituirla por otra. Arrastrándola ostensiblemente, Juana atravesó todo el jacal hasta ir a poner la escoba detrás de la puerta.

María, que había seguido con atención todos los movimientos de Juana, se puso de pie, lívida de cólera. No entendía el motivo de aquel gesto. Pero sabía lo que significaba. Sin despedirse salió del jacal y el niño salió corriendo detrás de ella (143).

Pronto, las palabras buscan abrirse paso en este dédalo de silencios. Intentan de nuevo convocar, reunir al pueblo en torno a ellas, ser ellas las que señalen una nueva ruta, una verdadera opción, tal es la creencia del indio Felipe Carranza Pech.

II. Romper el silencio. Escritura y poder

El lenguaje, o mejor dicho, la conducta del lenguaje da un giro significativo cuando dos realidades distintas se enfrentan. Paulatinamente, la imbricación de ambos mundos se pone de manifiesto a través de las palabras. Si bien no puede alegarse que estemos ante un sincretismo pleno, entendido como la fusión de prácticas religiosas pertenecientes a diversas culturas, es patente ya que el idioma y la cultura de los ladinos han encontrado cabida en la conciencia profunda de los indios. Prueba de lo anterior lo constituye el capítulo VIII de la segunda parte, donde éstos, so pretexto de la celebración de Nuestra Señora de la Salud, llevan a cabo una serie de ritos mezcla de usos cristianos y paganos que se extiende hacia el lenguaje:

Y luego las mujeres volvían el rostro humilde ante el nicho que aprisionaba la belleza de Nuestra Señora de la Salud. Las suplicantes desnudaban su miseria, sus sufrimientos, ante aquellos ojos esmaltados, inmóviles. Y su voz era entonces la del perro apaleado, la de la res separada brutalmente de su cría. En su dialecto, frecuentemente entreverado de palabras españolas, se quejaban del hambre, de la enfermedad, de las asechanzas armadas por los brujos (105; las cursivas son mías).

Sobra añadir que, en el momento en que se ubica la historia, no existe una concepción “pura” del mundo en ninguno de los dos grupos. Las costumbres, hábitos, creencias e incluso supersticiones del universo indígena se han “filtrado” al espacio de los blancos y viceversa. Por una parte, lo que este pasaje revela es precisamente el enfrentamiento, la tensión entre dos culturas cuyos principios se resisten a fundirse; por la otra, el juicio que el narrador emite sobre tal ceremonia permite observar hasta qué punto la miseria, la explotación y el tiempo mismo, han alejado a los indios del “mundo mítico” de sus antepasados: “Pero ahora, en el recinto de la ermita, los indios, momentáneamente libres de la tutela del amo, alzaban su oración bárbara, cumplían un rito ingenuo, mermada herencia de la paganía” (106).

Asimismo, dado que no se encuentran “integrados” de manera acabada en ninguna de las dos tradiciones culturales que permean la historia, queda al descubierto la terrible ambigüedad en que se debaten los indios. Esto es, en Balún-Canán se percibe con claridad el referente “mítico-poético” tan frecuentemente analizado por la crítica; no así en los personajes-indios de esta narración, los cuales, sin duda, intentan mantener “el contacto” con su antigua cultura, con una cosmovisión sagrada; sin embargo, la influencia del mundo blanco, que tampoco les permite participar de su modo de vida (la prueba más fehaciente es que se les prohíbe hablar español) se deja sentir con toda su fuerza, situándolos en una suerte de “orfandad cultural”. Orfandad que dará por resultado la fundación de una “tercera vía”; opción que, en muchos aspectos, podría ser calificada también como “equívoca”.3

¿Qué camino entonces deben tomar los indios para hacerse oír por un mundo que les ha dado la espalda? Para Felipe, indio que además de hablar español sabe leer y escribir, la única opción es romper el silencio. Para lograrlo, decide echar mano de aquel instrumento que, casi tanto como el color de la piel, distingue a los ladinos: la escritura.4

El poder que Felipe confiere a la escritura es paralelo a la autoridad que él mismo alcanza entre su gente debido a que, como ya se dijo, sabe leer y escribir: “Cuando Felipe les habló alzaron los hombros con un gesto de indiferencia. ¿Quién le dio autoridad a éste?, se decían. Otros hablan español, igual que él. Otros han ido lejos y han regresado, igual que él. Pero Felipe era el único de entre ellos que sabía leer y escribir. Porque aprendió en Tapachula, después de conocer a Cárdenas” (90).

Con esta prerrogativa, Felipe se presenta ante César Argüello, cacique de Chactajal, con una demanda precisa: que se cumpla la ley. “Se aprobó la ley según la cual los dueños de fincas, con más de cinco familias de indios a su servicio, tienen la obligación de proporcionarles medios de enseñanza, estableciendo una escuela y pagando de su peculio un maestro rural” (45). Para Felipe, la construcción de la escuela se convierte en una obsesión que lo lleva a dejar de lado su propio sustento, a incitar a los otros e, incluso, a enfrentar al despótico César Argüello. ¿Por qué resulta tan apremiante, tan inaplazable el que los indios, que llevan siglos sumidos en la ignorancia, aprendan a leer y a escribir? Varios son los propósitos del empeño de Felipe. Uno de ellos es evitar el engaño y la burla de los ladinos:

—Mi hijo sabrá leer y escribir. Hablará castilla cuando esté entre los ladinos.

—Se sabrá defender. No lo engañarán fácilmente.

—A mí me vendieron una vez un zapato porque no tenía yo paga suficiente para comprar el par. Cuando me lo puse los keremitos de Comitán se reían de mí. Felipe se aproximó y tocó el hombro del que había hablado.

—De tu hijo ya no podrán burlarse. Te lo prometo (145).

Empero, la principal razón del afán de Felipe la constituye una especie de fe absoluta en el poder de la escritura; es decir, para este indio que conoció a Cárdenas y que estrechó su mano, escribir, plasmar en papel las palabras significa tener la facultad de crear leyes que deben ser cumplidas, no sólo por la justicia que representan, sino por el hecho mismo de estar escritas:

—En Tapachula fue donde me dieron a leer el papel que habla. Y entendí lo que dice: que nosotros somos iguales a los blancos [...]

Los cobardes se desenmascararon.

—No demos oídos a Felipe. Nos está tendiendo una trampa.

—Si seguimos sus consejos el patrón nos azotará.

—¡Nadie necesita una escuela!

Se apiñaron en la sombra como queriendo protegerse, como queriendo huir. Porque las palabras de Felipe los acorralaban igual que los ladridos del perro pastor acorrala al novillo desmandado.

—No soy yo el que pide que se construya la escuela. Es la ley. Y hay un castigo para el que no la cumpla (87-88; las cursivas son mías).

Tal pareciera que la igualdad entre indios y blancos no es posible per se, sino que “emana” de la escritura, de comprender por fin lo que dice “el papel que habla”. Como si esta ley existiera desde el inicio de los tiempos y, para ser cumplida, hubiera esperado sólo a que el indio Felipe aprendiera a leer. De tal forma, escribir se convierte en sinónimo de poder; la palabra escrita por sí sola parece capaz de invocar, a manera de sortilegio, un mundo un poco más justo.

Otro propósito impulsa los actos de Felipe. También para él, como para la nana, persiste el deseo de recuperar la palabra que les fue arrebatada. A diferencia de ésta, que busca conseguirlo por medio de la tradición oral, Felipe se vale de la escritura:

“Esta es nuestra casa. Aquí la memoria que perdimos vendrá a ser como la doncella rescatada a la turbulencia de los ríos. Y se sentará entre nosotros para adoctrinarnos. Y la escucharemos con reverencia. Y nuestros rostros resplandecerán como cuando da en ellos el alba.” De esta manera Felipe escribió, para los que vendrían, la construcción de la escuela (104; las cursivas son mías).

El párrafo anterior supone una contradicción notoria, pues si bien Felipe escribe como medio para preservar la memoria, sabe muy bien que sólo escuchando conseguirá tal propósito. En este sentido, es válido afirmar que, mientras los relatos de la nana encuentran en la niña unos oídos atentos y una memoria ávida; en cambio, ante la fundación de una escuela inútil donde los keremitos (niños) no aprenderán a leer, las palabras de Felipe devienen intento estéril, escritura para nadie que, por tanto, no logra otorgar la justicia prometida.

César Argüello advierte también que enseñar a leer y a escribir a los indios constituye un peligro, no porque con esto los indios puedan reclamar una situación digna, sino porque lo considera “tiempo perdido para el trabajo”: “No van a aguantar el trote mucho tiempo. Ahora van porque en realidad no es época de quehacer. Pero los indios necesitan a sus hijos para que los ayuden. Cuando llegue el tiempo de las cosechas no se van a dar abasto solos. Y entonces qué escuela ni qué nada. Lo primero es lo primero” (119).

La tensión creciente entre los indios y los blancos es manifiesta; si bien César Argüello no lo ignora, tampoco le confiere la importancia debida. Por el contrario, Zoraida, su esposa, alcanza a avizorar la manera en que gradualmente los indios “recuperan la voz”.

Pero ahora, en el recinto de la ermita, los indios momentáneamente libres de la tutela del amo, alzaban su oración bárbara, cumplían un rito ingenuo, mermada herencia de la paganía [...]

Zoraida se paseaba, impaciente, por el corredor de la casa grande. De pronto se detuvo encarándose con César.

—¿Esos indios van a estar aullando como batzes todo el santo día? César tardó, deliberadamente, unos minutos antes de desviar los ojos de la página del periódico que estaba leyendo por enésima vez. Respondió:

—Es la costumbre.

—No. ¿Ya no te acuerdas? Los otros años se iban al monte, donde no los oyéramos, lejos. Pero ahora ya no nos respetan. Y tú tan tranquilo (106; las cursivas son mías).

Todo el resentimiento, la furia, el deseo de venganza que los indios sienten por los ladinos parece concentrarse en un solo hecho: la escuela y la exigencia de traer un nuevo maestro, uno que de verdad enseñe a los niños. De nuevo, la voluntad de César Argüello se ve contrariada; ante su negativa de cumplir lo que piden los indios, surge aquello que se ha intuido como inevitable desde el inicio mismo del texto: la violencia.

César no esperaba esta resistencia y se aprestó a desbaratarla. Impulsivamente llevó la mano al revólver, pero logró recuperar el control de sus movimientos antes de desenfundar el arma.

—Ponte en razón Felipe. Éste no es asunto que se resuelve así, ligeramente. Considera que tengo que ir a Comitán yo mismo. Hablar con uno y con otro hasta que yo encuentre la persona más indicada. Y luego falta que esa persona acepte venir. El trámite lleva tiempo.

—Sí, don César.

Felipe repetía la frase mecánicamente, sin convicción, como quien escucha a un embustero.

—Y si ustedes no me ayudan, nos dilataremos más todavía. Vuelvan a su trabajo. Nos conviene a todos.

—No, don César. [...]

Pensó que bastaría con su voz para urgirlos, para acicatearlos. Pero los indios no dieron la menor muestra de haberse inclinado a obedecer. Entonces César desenfundó la pistola.

—No estoy jugando. Al que no se levante lo clareo aquí mismo a balazos. [...]

—Si es como yo te decía -dijo después Zoraida-. Con ellos no se puede usar más que el rigor (152-153).

Por todo lo expuesto anteriormente, resulta hasta cierto punto lógico, pero no por ello menos significativo, que no sean el abuso ni la miseria o la explotación, sino el conjunto de todos estos hechos resumidos en la negativa de César de “cumplir la ley”, lo que provoca la sublevación de los indios.

Justo en este punto, en el quiebre entre la promesa de justicia que Felipe advierte en la escritura y en la imposibilidad de entablar un diálogo con el poder despótico ejercido por César, la violencia reemplaza al lenguaje convirtiéndose así en una suerte de lenguaje-otro, un medio paradójico de reclamar el cumplimiento de la palabra empeñada por el señor presidente en “el papel que habla”. De acuerdo con David R. Olson y Nancy Torrance, la importancia de la escritura estriba en “lo que la gente hace con la escritura, y no lo que la escritura le hace a la gente [...] La escritura es importante por lo que permite hacer a la gente: alcanzar sus objetivos o vislumbrar nuevos” (13). Quizá la confrontación surja no sólo ante la injusticia y el abuso, sino como resultado de la inversión que de los términos de este enunciado lleva a cabo Felipe. A sus ojos, de algún modo, saber leer y escribir implica un cierto “cambio de piel”, una manera de semejarse un tanto a los ladinos. Así, el reclamo parece dirigido tanto hacia César Argüello y todo lo que éste representa, como también hacia la propia escritura y su “falsa promesa” de liberación.

De tal manera, el enfrentamiento entre indio y ladino se desplaza hacia la pugna entre la palabra escrita y la tradición oral. La primera apuesta a su capacidad de trascender “intacta” a través del tiempo; la segunda, en cambio, se recrea, se transforma en “otra” a cada momento. Sin embargo, corre el riesgo de perderse, de desaparecer. Resta preguntarse, ¿en cuál de estas expresiones se manifiesta con mayor contundencia el carácter divino, el sentido mítico-mágico del mundo indígena?

Felipe no es el único que siente esta fascinación ante el prestigio de la escritura. También los niños que comienzan clases ante un furioso y confundido Ernesto se dejan seducir, aunque sea por unos instantes, por el poder de la palabra escrita.

III. El diálogo imposible

Para Maurice Blanchot todo lenguaje entraña una violencia:

Cuando hablo, siempre estoy ejerciendo una relación de poder, pertenezco, sépalo o no, a una red de poderes que utilizo, luchando contra el poder que se afirma contra mí. Toda palabra es violencia, violencia mucho más temible por secreta y por el centro secreto de la violencia, violencia que desde ya se ejerce sobre lo que nombra la palabra y sólo puede nombrar retirándoles la presencia [...] El lenguaje es la empresa por la cual la violencia acepta no ser abierta, sino secreta, renunciando a gastarse en una acción brutal para reservarse a los fines de un dominio más poderoso, con lo cual, entonces, ya no se afirma, sino que permanece en el centro de toda afirmación (86-87).

Este presupuesto encuentra puntual cabida en la relación que entabla César Argüello con Ernesto, su hijo ilegítimo. A pesar de que ambos hablan el mismo idioma, el diálogo entre ellos es casi tan improbable como entre César y los indios. La situación de Ernesto es igualmente trágica. Reclutado por César para, en contra de su voluntad, servir de maestro a los niños indios, intenta por todos los medios pertenecer al mundo de “los que mandan”; no obstante, pronto se percata de que tal ambición es inútil. El hálito fatal que envuelve a este personaje se intuye desde el momento mismo en que, por agradar al “amo”, mata a un venado:

¿En qué momento empezamos a oír ese ruido de hojarasca pisada? Como entre sueños vimos aparecer ante nosotros un cervato. Venía perseguido por quién sabe qué peligro mayor y se detuvo al borde del mantel, trémulo de sorpresa y de miedo [...] Quiso volverse, huir, pero ya Ernesto había desenfundado su pistola y disparó sobre la frente del animal, en medio de donde brotaba, apenas, la cornamenta. Quedó tendido, con los cascos llenos de lodo de su carrera funesta, con la piel reluciente del último sudor. —Vino a buscar su muerte (Castellanos 1989: 62).

Al igual que el venado, Ernesto parece perseguido por el miedo y la confusión, su estado de ánimo fluctúa entre el enojo y la perplejidad. En repetidas ocasiones trata de rebelarse ante un César Argüello incapaz de escucharlo:

—Ya se lo advertí en Comitán. No voy a dar clases. No quiero, no sé. Y usted no puede obligarme. [...]

—Aquí no eres tú quien va a disponer nada, sino yo. Y si yo mando que desquites tu comida dando clases, las darás (85).

Es el propio Ernesto quien comprende la imposibilidad de dialogar con quien no lo considera un igual, con quien hace uso del lenguaje únicamente para imponer su voluntad:

—Parece que te comió la lengua el loro.

Ernesto sonrió forzadamente, pero no se sintió inclinado a hablar. En el tiempo que llevaba junto a César había aprendido que el diálogo era imposible. César no sabía conversar con quienes no consideraba sus iguales. Cualquier frase en sus labios tomaba el aspecto de un mandato o de una reprimenda. Sus bromas parecían burlas. Y además, elegía siempre el peor momento para preguntar (117; las cursivas son mías).

Si los indios perciben la escritura como una manera de parecerse a los blancos, Ernesto intenta esto mismo a través del acatamiento de la voluntad de César Argüello: “Y se entregó de nuevo, plenamente, a la fascinación que este modo de ser ejercía sobre su persona. Sentía que obedecer a César era la única forma de semejársele” (166). Sin embargo, tampoco él consigue hacerse oír. De alguna manera, ante la sordera y desprecio de “los patrones”, Ernesto termina -aun cuando ignora su lengua-, por considerarse igual a los indios, por, inclusive, asumirse como tal:

—Estamos perdiendo el tiempo en una forma miserable, camaradas. ¿De qué nos sirve juntarnos aquí todos los días? Yo no entiendo ni jota de la maldita lengua de ustedes y ustedes no saben ni papa de español. Pero aunque yo fuera un maestro de esos que enseñan a sus alumnos la tabla de multiplicar y toda la cosa, ¿de qué nos serviría? No va a cambiar nuestra situación. Indio naciste, indio te quedás. Igual yo (130; las cursivas son mías).

La muerte de Ernesto, en claro símil con la del venado -precedida de una larga ensoñación donde Ernesto consigue por fin “hacerse escuchar” y, por tanto, ser tratado como un Argüello, como un blanco-, sólo confirma la absoluta incapacidad de “los que mandan” para reconocer las señales del desastre.

Otras voces comparten la indiferencia y el desdén con que el poder cierra los oídos al diálogo, entre éstas la de la Zoraida. De hecho, su reconcentrado odio hacia los indios en mucho se aviva porque, hasta cierto punto, César Argüello provoca en ella los mismos sentimientos de temor y desconfianza:

Me sequé de vivir con un señor tan reconcentrado y tan serio que parece un santo entierro. Como es mayor que yo, me impone. Hasta me dan ganas de tratarlo de usted [...] Yo hubiera querido tener muchos hijos. Alegran la casa. César dice que para qué queremos más. Pero yo sé que si no fuera por los dos que tenemos ya me habría dejado. Se aburre conmigo porque no sé platicar. Como él se educó en el extranjero. Cuando éramos novios me llegaba a visitar de leva traslapada. Y me quería explicar lo de las fases de la luna. Nunca lo entendí. Ahora casi no habla conmigo (79; las cursivas son mías).

Su oposición a que los indios reciban enseñanza es tan feroz, tan vehemente, que bien puede interpretarse, no tanto como un mero atentado en contra de sus intereses (tal y como lo observa el mismo César), sino como una afrenta personal, como una negativa a parecérseles aún más, a acortar la distancia que, según Zoraida, la separa de los indios: “—Ellos son tan rudos que no son capaces de aprender a hablar español. La primera vez que vine a Chactajal quise enseñarle a hablar a la cargadora de la niña. Y ni atrás ni adelante. Nunca pudo pronunciar la f. Y todavía hay quienes digan que son iguales a nosotros” (82).

Es Zoraida quien advierte cómo, ante la “reconquista” de la voz por parte de los indios, la otra voz, la del amo, comienza a opacarse, a disminuirse:

Espera, espera el premio, pensó irónicamente Zoraida. Sacrifícate por él si todavía crees que vale la pena. Todavía no has acabado de entender que los Argüello ya no son los de antes. Daba gusto servirles cuando tenían poder, cuando tenían voz [...] Nos arrimamos a un mal árbol, Ernesto, a un árbol que no da sombra (119; las cursivas son mías).

IV. Voz y poder

César Argüello es el único personaje que, a primera vista, hace uso de la voz, digo a primera vista pues como mencioné antes, también para él ha llegado el tiempo del silencio. De acuerdo con la propia Rosario Castellanos:

El sentido de la palabra es su destinatario: el otro que escucha, que entiende y que, cuando responde, convierte a su interlocutor en el que escucha y el que entiende, estableciendo así la relación del diálogo que sólo es posible entre quienes se consideran y se tratan como iguales y que sólo es fructífero entre quienes se quieren libres (1998b: 980).

¿Cuál es entonces el sentido, el destinatario de las palabras de César Argüello? Palabras dirigidas a nadie, a un ser sin rostro y sin voz. Con todo, este hombre acostumbrado a mandar, a hacer cumplir su voluntad, sabe a ciencia cierta del poder de las palabras. A diferencia de la mayoría de los ladinos que aparecen en la novela, César Argüello sí habla tzeltal y aprovecha este conocimiento para ratificar una vez más su dominio:

Entretiene a los indios, como a niños menores, con el relato de sus viajes. Las cosas que había visto en las grandes ciudades; los adelantos de una civilización que ellos no comprenden y cuyos beneficios no han disfrutado jamás. Los indios reciben estas noticias ávidamente, atentos, maravillados. Pero nada de lo que escuchan tiene para ellos una realidad más verdadera que la de una fábula. El mundo evocado en los relatos de César era hermoso, ciertamente. Pero no hubieran movido una mano para apoderarse de él. Habría sido como un sacrilegio (Castellanos 1989: 82).

Empero, la oralidad en César ocupa un plano secundario; él, al igual que Felipe, confía en el poder de la palabra escrita de tal manera que llega a fundamentar su derecho de propiedad sobre Chactajal en los papeles escritos por un indio:

Cuando Míster Peshpen vio que no iba yo a cejar estuvo dale y dale, pidiéndome unos papeles que tengo en la casa de Comitán y que escribió un indio.

—¿Que los escribió un indio?

—Y en español para más lujo. Mi padre mandó que los escribiera para probar la antigüedad de nuestras propiedades y su tamaño. Estando como están las cosas tú comprenderás que yo no iba a soltar un documento así por interesante y raro que fuera (72).

Varias inquietudes surgen de este pasaje; ¿por qué mandar que sea un indio y no uno de los propios Argüello el encargado de redactar tan importante documento? Quizá este acto represente la necesidad de que el reconocimiento del poder provenga directamente de “los vencidos”. Ahora bien, no obstante estar escrito en español, el relato en cuestión conserva gran parte del “carácter”, de la naturaleza indígena permeada de presagios y de leyendas. Otro aspecto sugestivo es el que César Argüello no perciba el peligro para sus intereses representado por tales papeles, pues éstos constituyen un recuento de los agravios, de las humillaciones y del abuso que han sufrido los indios por parte de los blancos: “‘Vino primero el que llamaban Abelardo Argüello. Ése nos hizo poner los cimientos de la casa grande y suspender la bóveda de la ermita. En sus días, una gran desolación cubrió nuestra faz. Y el recién nacido amanecía aplastado por el cuerpo de la madre. Pues ya no queríamos llevar más allá nuestro sufrimiento’” (55).

Tampoco puede pasarse por alto el hecho de que dichos documentos, vitales tanto para César como para Zoraida -puesto que son la herencia del varón-, en realidad no signifiquen sino una “mera curiosidad” para un gringo. Algo similar ocurre en el terreno de las leyes, pues mientras el indio Felipe les profesa una veneración y respeto absoluto, César Argüello busca todos los medios para burlarla, para demostrar que su poder se encuentra por encima de cualquier ley:

—Vaya, Jaime, casi lograste asustarme. Cuando te vi llegar con esa cara de enterrador pensé que de veras había sucedido una catástrofe. Pero esto no tiene importancia. ¿Te acuerdas cuando impusieron el salario mínimo? A todos se les fue el alma a los pies. Era el desastre. ¿Y qué pasó? Que somos lagartos mañosos y no se nos pesca fácilmente. Hemos encontrado la manera de no pagarlo (45).

Sin embargo, cuando César se da cuenta de que su voz “ya no basta” para sujetar a los indios, busca también el amparo de la justicia:

Pero en vez de obedecer por la buena se me sentaron como mulas caprichudas. Y es que creen que estoy solo, que no tengo quién me apoye. Y ellos sí, su Gonzalo Utrilla. Yo también tengo mis valedores. Para no ir más lejos ahí está el Presidente Municipal de Ocosingo que es mi compadre [...] Porque lo que es yo no me voy a quedar chiflando en la loma del sosiego después de que se quemó el cañaveral. Se tiene que hacer una averiguación y el responsable será castigado. No se pierden así nomás miles de pesos (162).

Pese al incendio del trapiche, César Argüello no se da por vencido; en un intento desesperado por reprimir la sublevación de los indios, recurre a la escritura y traslada a ella el tono de una voz acostumbrada a hacerse obedecer:

Allí, en ese trozo de papel, César había descargado toda su furia acusando a los indios, urgiendo al Presidente Municipal de Ocosingo para que acudiera en su ayuda, recordándole, con una calculada brutalidad, los favores que le debía, y señalando esta hora como la más propicia para pagárselos. [...] [Ernesto] quedó admirado ante la energía de aquel hombre no doblegada por las circunstancias, ante su innato don de mando y su manera de dirigirse a los demás, como si naturalmente fueran sus subordinados o sus inferiores (165-166).

Finalmente, esta carta es destruida por la misma mano que mata a Ernesto. En resumen, tanto el testimonio que prueba la antigüedad de las propiedades de los Argüello, como la misiva pidiendo ayuda fracasan en el intento de cumplir con su “cometido”. César Argüello, dueño y señor de Chactajal, tiene ahora que sentir en carne propia la ofensa, la humillación de “no ser escuchado”; así lo expresa en la epístola que desde Tuxtla escribe a Zoraida:

“Hasta ahora no nos ha sido posible conseguir una audiencia con el gobernador. Jaime y yo hemos ido todos los días a Palacio. Nos sientan a esperar en una sala estrecha y sofocante donde hay docenas de personas, venidas desde todos los puntos del estado para arreglar sus asuntos. No nos llaman según el turno que nos corresponde, sino según la importancia de lo que queremos tratar [...] Tú no sabes cómo me avergüenza recurrir a estos medios, pero no tenemos otros a nuestra disposición. Yo no pienso detenerme ante nada para lograr lo que me he propuesto. Y te juro que no regresaré a Comitán sin llevar todos los papeles que me garanticen que podemos vivir de nuevo en la finca” (184-185).

Así, la violencia de los indios, manifestada a través del incendio de la finca y del asesinato de Ernesto, toma el lugar de una voz que siempre fue sofocada por los gritos del amo. Un nuevo lenguaje, una nueva palabra ha sido instaurada.

V. La palabra sagrada. Memoria, silencio y escritura

Una de las conclusiones que se desprenden del recorrido hasta aquí planteado es la noción de un lenguaje profundamente “ineficaz”, en casi total desencuentro con la realidad que intenta designar. Un espacio en el cual nadie parece dispuesto a escuchar ninguna otra voz que no sea la propia, donde las palabras no adquieren su significado preciso. Sin embargo, en medio de ambos grupos, se destaca el personaje quien, al acoger la palabra y también el silencio, consigue finalmente la conciliación entre memoria y escritura; hablo por supuesto de la niña narradora de la primera y tercera partes de la novela.

Este personaje, cuyo nombre no conocemos nunca, comparte de manera intensa los elementos significativos de uno y otro mundo (el indígena y el de los ladinos). Aunque el amor que siente por la nana india es indudable, sabe también que ella pertenece al bando de los “que mandan” y que ostenta, entre muchos privilegios, “hablar español”: “Porque hay reglas. El español es privilegio nuestro. Y lo usamos hablando de usted a los superiores; de tú a los iguales; de vos a los indios” (41). De los indios, la niña aprende, por medio de la nana, a quien trata de tú, como a un igual, sus mitos, varias de sus creencias, algunos de sus miedos, pero, sobre todo, aprende a escuchar:

Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y ésta la compañía de todas mis horas. Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. [...] Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande. [...]

Empieza a oscurecer. Es hora de regresar a Comitán. Apenas llegamos a la casa busco a mi nana para comunicarle la noticia. —¿Sabes? Hoy he conocido al viento (29).

El trato que la niña da a la nana denota que, en gran medida, se encuentra mucho más cerca de los indios que de su propia gente. De esta forma comparte también con ellos la ambigüedad que ya he mencionado antes, pues si bien quiere e intenta proteger a su nana, también es cierto que teme “volverse india” del todo.

Todas las tardes, a las cinco, pasa haciendo sonar su esquila de estaño una vaca suiza [...] El dueño la lleva atada a un cordelito, y en las esquinas se detiene y la ordeña. Las criadas salen de las casas y compran un vaso. Y los niños malcriados, como yo, hacemos muecas y la tiramos sobre el mantel.

—Te va a castigar Dios por el desperdicio -afirma la nana.

—Quiero tomar café. Como tú. Como todos.

—Te vas a volver india.

Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará (20).

Del lado de los blancos, la figura de la niña es casi fantasmal, se diría que su existencia sirve sólo para ratificar aquélla otra que en verdad importa: la de Mario, el varón. Durante toda la novela, sus padres, César Argüello y Zoraida, nunca se refieren a ella, mucho menos promueven una conversación. De hecho, la niña únicamente habla con su nana. Es ésta quien con naturalidad responde sus dudas, quien poco a poco consigue instaurar en su conciencia y en su memoria el espacio y el tiempo del mito:

Los señores despertaron al escuchar su nombre entre las alabanzas. Y miraron lo que había sucedido en la tierra durante su sueño. Y lo aprobaron. Y desde entonces llaman rico al hombre de oro y pobres a los hombres de carne. Y dispusieron que el rico cuidara y amparara al pobre por cuanto que de él había recibido beneficios. Y ordenaron que el pobre respondería por el rico ante la cara de la verdad. Por eso dice nuestra ley que ningún rico puede entrar al cielo si un pobre no lo lleva de la mano.

La nana guarda silencio. Dobla cuidadosamente la ropa que acaba de remendar, recoge el tol con los hilos de colores y se pone en pie para marcharse. Pero antes de que avance el primer paso que nos alejará, le pregunto:

—¿Quién es mi pobre, nana? Ella se detiene y mientras me ayuda a levantarme dice:

—Todavía no lo sabes. Pero si miras con atención, cuando tengas más edad y mayor entendimiento lo reconocerás (35).

Así, mientras de su nana la niña aprende la facultad de escuchar -logra inclusive percibir las voces de los nueve guardianes de su pueblo- y, por tanto, de atesorar las palabras en su memoria; de los ladinos contrariamente, por su edad y género, recibe indiferencia y rechazo, a tal punto que a su madre no le importa gritar frente a ella que prefiere su muerte a la del varón:

El desfallecimiento de mi madre había sido pasajero. Se recobró y estaba nuevamente de pie. Con mal disimulado reproche, con la decepción enroscada en la garganta, reclamó:

—¿Eso es todo lo que puede usted decirme, padre?

—Ten fe. Y confórmate con la voluntad de Dios.

—Si Dios quiere cebarse en mis hijos... ¡Pero no en varón! ¡No en el varón!

—¡Zoraida!

Amalia se abalanzó a mi madre como para arrebatar de sus manos un arma con la que estaba hiriendo a ciegas.

—¡No en el varón! ¡No en el varón! (198; las cursivas son mías).

El arma con que hiere Zoraida es sin duda el lenguaje. Un lenguaje pleno de violencia que no hace sino arrancar a la niña del regazo de su nana para arrojarla al mundo del pecado y de la culpa.

El itinerario de esta figura es muy similar al recorrido hasta aquí, estudiado en el lenguaje. En un inicial momento, como ya se mencionó, en contacto con la conciencia indígena de su nana, la niña aprende a escuchar, a respetar a las palabras. Por el contrario, sus padres le imponen el silencio, la confinan al papel de testigo mudo; junto a ellos conoce el ansia de huir, la violencia que encierran las palabras no dichas. Tras la muerte de Mario, la conducta y los pensamientos de la niña cobran una gran significación: primero, deja la llave en el cementerio no sin antes pedir a los otros muertos que “sean buenos con Mario. Que lo cuiden, que jueguen con él, que le hagan compañía. Porque ahora que ya conozco el sabor de la soledad no quiero que lo pruebe” (226). Después, confunde a otra india con su nana ya que al fin y al cabo “todos los indios tienen la misma cara” (227). Por último, corre a escribir el nombre de Mario como una especie de conjuro. Así, estos tres actos cierran el círculo que ha impuesto la conducta del lenguaje. Un círculo de palabras que nadie sabe decir, de palabras olvidadas, inciertas; un lenguaje cifrado de silencios donde las acciones toman el lugar de la palabra.

Un único vocablo queda por pronunciar, un signo que rompe el silencio, convoca a la memoria y se convierte en escritura: “Cuando llegué a la casa busqué un lápiz. Y con mi letra inhábil, torpe, fui escribiendo el nombre de Mario. Mario, en los ladrillos del jardín. Mario en las paredes del corredor. Mario en las páginas de mis cuadernos. Porque Mario está lejos. Y yo quisiera pedirle perdón” (228).

Rosario Castellanos otorga los matices, el tono exacto a cada una de las voces presentes en la novela. Logro más esencial aún, dota a las palabras, al silencio mismo de fuerza profunda, de una intencionalidad que trasciende el espacio de la página y que conmueve por su honestidad pero, también, por su violencia. Más allá de rasgos autobiográficos, en muchos sentidos Castellanos comparte la actitud de la niña ante las palabras. Como ella, sabe escuchar; asimismo, recurre a la escritura como un medio de afirmación. Coincidimos con lo expuesto por María Inés Lagos Pope: “La novela se abre con la pérdida de la palabra como ‘arca de la memoria’, con el despojo del lenguaje, y se cierra con la apropiación del lenguaje por parte del individuo, con la escritura y la afirmación del yo individual” (92). Es tal vez en dicha afirmación que conjuga la palabra y el silencio, que se vale de la escritura para recuperar mucho del mundo oral indígena, donde radica la revelación poética señalada por Blanchot: “¿Qué es lo que la poesía anuncia al mundo?: que es lenguaje esencial que abarca toda la extensión del término, que es tanto la ausencia de palabras como el habla, que serle fiel es conciliar voluntad de hablar y silencio. La poesía es silencio porque es lenguaje puro, punto esencial de la certeza poética” (1977: 157-158), certeza que en cada página de Balún-Canán, a 60 años de su publicación, se confirma plenamente.

Bibliografía

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Aunque no me valgo de la misma terminología, me sumo a la visión de Eric Havelock, quien advierte el indisoluble vínculo entre ambas expresiones: “Ambas, la oralidad y la cultura escrita, han sido enfrentadas y contrapuestas una con la otra, pero se puede ver que siguen estando entrelazadas en nuestra sociedad. Desde luego, es un error considerarlas mutuamente excluyentes. Entre ellas hay una relación de tensión creativa recíproca, que tiene a la vez una dimensión histórica, por cuanto las sociedades con cultura escrita han surgido de tradición oral, y una dimensión contemporánea, por cuanto buscamos una comprensión más profunda de lo que podría significar para nosotros la cultura escrita en tanto superpuesta a una oralidad en la que nacimos y que aún gobierna gran parte de las interacciones normales de la vida cotidiana” (25). A esta “tensión creativa” aludo en el presente trabajo.
La bibliografía respecto al estudio de la corriente indigenista es amplia, baste mencionar los trabajos fundacionales de Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina (1982) y de Antonio Cornejo Polar, La novela indigenista. Literatura y sociedad en el Perú (1980). Para el caso específico de México, véase César Rodríguez Chicharro, La novela mexicana indigenista (1988).
Creo que tal ambigüedad se percibe con mayor exactitud en la figura de la nana, ya que ésta representa al indio que de alguna manera intenta preservar sus tradiciones; sin embargo, su cercanía con los blancos la convierte en víctima del desprecio de su raza. Por último, el maltrato de Zoraida le lleva a “reconocer” sus orígenes.
Para un acucioso análisis respecto a los documentos insertos en la novela, véase Edith Negrín, “Voces y documentos en Balún-Canán”, en Literatura Mexicana, XIX-2 (2008): 57-75.