El libro digital El arte de los reyes mayas, publicado por el Programa de Estudios e Investigación de la Colección del Museo Amparo, presenta una visión actualizada de diferentes aspectos de la cultura maya a través de una cuidadosa selección de piezas. Ambos autores son especialistas tanto en historia del arte como en epigrafía, por lo que no sólo describen cada obra y proponen un significado sino también ofrecen, de ser el caso, una lectura actualizada del contenido de sus textos jeroglíficos. No quisiera dejar de mencionar que el término “reyes” incluido en el título no resulta el más afortunado en el contexto de la cultura maya, dado que su organización social era diferente como se verá más adelante.

Difícil es, sin observar las excelentes imágenes, explicar lo que ellos transmiten, y puesto que el libro se encuentra en línea recomiendo al lector se acerque a él. Gracias a una cuidadosa descripción, el texto nos introduce a diversos conceptos de la cosmovisión maya del periodo Protoclásico y se cita a la serpiente como aquélla que abre distintos portales, por donde el Sol surge del inframundo y recorre los tres espacios cósmicos. Para el Clásico Tardío se muestra un cambio temático en el arte, son los gobernantes y la nobleza quienes recalcan su alto rango. Se encuentran figuras de escribas y sacerdotes, como el ajk’uhu’n llamado Te’ Bahlam; esta imagen da pie para citar otros cargos y comprender la organización política y social de la época. Así, leyendo los jeroglíficos, mencionan al baah kab’ o “príncipe de la tierra”, título exclusivo para los gobernantes que poseyeran los cargos más altos, o bien el de ajaw, “señor”, que aludía a los miembros de la nobleza; el de sajal, señor provincial, y el lakam, alto recaudador de tributo con funciones destacadas en la administración palaciega.

Sin duda alguna, la pieza más destacada es el conocido respaldo de un trono hermosamente esculpido de la región del Usumacinta, ornamentado con escenas mitológicas; se trata de dos personajes y uno más alado en el centro, un mensajero divino. Se detallan las cualidades estéticas de esta delicada obra de arte, su movimiento y se acentúan la relevancia que se le da al gobernante y la interacción de los personajes, en la búsqueda por exaltar su figura.

Otros elementos que resaltan del museo son las cabezas de estuco, que formaban parte de los edificios y que debieron tener color, al igual que ciertos detalles arquitectónicos como una jamba, un dintel y una tapa de bóveda; ésta última con la imagen de K’awiil, dios de la abundancia y de los linajes de los gobernantes, que porta un gran saco con granos de cacao, alimento altamente apreciado por la nobleza maya. Y quizá provenientes de tumbas de mercaderes se localizaron platos con la imagen de su patrón, el dios L con forma de ave. A través de la selección de algunas piezas de cerámica, se explica su estilo y las influencias entre diferentes culturas. De igual forma, con la descripción de estelas y dinteles se dilucida la relevancia de la guerra, la toma de cautivos, su humillación y su muerte posterior; a partir de este tema se aborda uno delicado, la disgregación de las diferentes entidades anímicas del cuerpo, a las que consideran sustancias físicas, pero de materia etérea. En breves párrafos exponen un tema poco estudiado entre los mayas, como las funciones afectivas de dichas entidades, las cognitivas e intelectuales, entre otras; se destaca un alma esencial, el o’hlis, el “corazón etéreo”, quizá el alma de la deidad del maíz, o bien los wahyis, que sólo poseían personajes con prestigio, con el que enviaban enfermedades o desgracias a los enemigos, y se duda que hayan tenido un aspecto benigno. En lo personal considero que, si lo tuvieron, su principal función no era atacar, sino defenderse de sus adversarios, proteger a sus comunidades. Otra fuerza vital fuer el k’hin, calor, potencia impersonal.

En la obra se narra un panorama general sobre la larga tradición de la cultura maya y los cambios que sufrió en su historia: su extensión, tipo de organización social y política, sus alcances culturales en diversos ámbitos, el gran desarrollo de su escritura, sus descubrimientos astronómicos, el manejo de una medicina y desde luego su propia exigencia ante los retos que les representaron las obras que aún se conservan, donde se refleja su exquisito gusto. En unos cuantos renglones se ofrecen las características de los diversos periodos históricos; del Clásico, por ejemplo, se destaca su organización social, con el ajaw en la cúspide, quien llegó a concebirse como un ser sagrado llamado k’uhul ajaw, “señor divino”. El eje de su organización era el culto a los ancestros y la formación de importantes linajes con dioses patronos que sostenían el poder de los señores. Este periodo se caracterizó por alianzas, matrimonios, guerras y quizá la sobrepoblación, y en consecuencia la deforestación, causas de la caída de los grandes gobernantes y en algunos sitios un regreso a la vida aldeana; esto sucede alrededor del 800 y 900 d.C., al iniciar el periodo Posclásico. Para este momento ya no había un solo líder, sino varios funcionarios que se apoyaban en un consejo de ancianos. Continúa la mención de la Conquista y en unos cuantos párrafos se aborda una revisión de los mayas hasta hoy en día.

En el primer capítulo, “Manos que crean: entre tradición e innovación”, se refiere la gran habilidad de los artistas, que tenían por mecenas a los gobernantes y que creían que, durante su trabajo, las divinidades invadían su corazón y por ello se acompañaban de rituales que permitían que sus obras fueran dotadas de alma. Se propone la existencia de talleres donde, desde pequeños, eran enseñados a dominar todas las técnicas, pero con tendencias diversas, por eso los estilos difieren entre las diversas ciudades, además de que marcaban su identidad política y regional. Las reflexiones sobre el arte maya y su significado resultan de gran interés pues permiten apreciar esas obras desde novedosas perspectivas. No se dejan de citar las técnicas de pintores, escultores, alfareros, y se subraya que cada expresión era única, sublime y exclusiva, y a su vez seguían las tendencias de época. Se incluyen los recursos visuales que emplearon los artistas, como aplicar el pigmento desigual para formar áreas de claro oscuro, y se sustenta cómo los nobles eran en muchas ocasiones los propios artistas; se enumeran las diversas temáticas de las vasijas, como puede ser incluir la imagen del fundador del linaje, los wahyis, o bien los mitos y motivos sagrados, se reflexiona sobre las diferentes formas de cerámica, cuencos, vasos, platones, zoomorfas, o bien, lo que quizá fue una innovación, la cerámica incisa procedente de la región de Chocholá.

En el segundo capítulo, “El gobernante y la corte: reyes, nobles y vasallos”, los autores refieren que, en los textos jeroglíficos de las estelas, se relataba la vida del gobernante, sus hazañas, cargos públicos, actos políticos, guerreros y religiosos, con la finalidad de que los conociera tanto el pueblo como sus posibles enemigos; sus imágenes contenían a su vez las entidades anímicas. En el Clásico Temprano elegían representarse de perfil, con una barra ceremonial diagonal y rígida, en tanto que para el Tardío, algunas de las representaciones eran frontales. Pero lo más común era el personaje de pie, con el cuerpo, las extremidades frontales y el rostro viendo hacia la derecha. A veces portaban barras ceremoniales, cetros, escudos o una pequeña figura divina, grandes tocados, elegantemente ataviados, de tal forma que no sólo impresionaran a quien viera la escultura, sino que identificaban al gobernante y sus acciones; ya en los siglos VII y VIII se labraron figuras retrato. Sus atavíos mostraban al soberano en su máximo esplendor; a su vez, por la lectura de los glifos se conocen los cargos y títulos de la nobleza. Los diferentes elementos que utilizaban los nobles reflejan no sólo su estatus, sino también las tendencias de la moda regionales.

Las vasijas decoradas con escenas de la corte revelan la fastuosidad de la vida de la nobleza y sus relaciones; con cada pieza del museo los autores ilustran multitud de aspectos de la cultura maya, por ejemplo, no dejan de citar los nombres mayas para tronos, bancos o andas portátiles, que pudieron considerarse como una extensión del gobernante.

Al destacar figuras femeninas, abordan el papel de la mujer en la sociedad maya; destacan lo que llaman la “hermosa maternidad”. Igual se acercan a figuras con malformaciones como los enanos, y su papel en la élite y en las cortes, quienes eran considerados seres sagrados y desempeñaban diferentes funciones; no se creía que fueran seres humanos, sino entidades del mundo sagrado. Al describir a un escultor o ajuxul, en la que un noble presenta una cara esculpida, les da pie para relatar el mito de los “Seis Primeros Hombres Brillantes” o Wak Yahx Lem Winik, creados por los dioses formadores y por lo tanto cada uno lleva al dios mismo en su interior.

En el tercer capítulo, La palabra visible y el sistema de escritura”, dilucidan sobre el sistema de escritura maya, que es logofonético y está compuesto por logogramas y fonogramas, así como la historia de su desciframiento en tiempos modernos; ya con recursos y métodos académicos, lo clasifican en cinco etapas y exponen los avances de la escritura a través del tiempo. Aclaran que los mayas no inventaron su escritura, sino que la adaptaron de sistemas anteriores, a su propia lengua y necesidades, lo que caracterizó a las tierras bajas y se modificó a lo largo de su historia. Siguiendo a Alfonso Lacadena, dividen las inscripciones y textos en el género histórico-mítico, que tuvo la función de garantizar el poder y futuro de cada señorío maya y que les permitía conocer la acción de las divinidades, y por otro lado, en el género ritual, que es el que más secretos guarda. Otros autores proponen el género posesivo-dedicatorio, tal vez subcategoría del anterior. Explican cómo funciona la escritura, los recursos escriturarios, el principio de rebus y la escritura redundante de logogramas homófonos, las reglas de composición de palabras y sus diferentes aspectos.

En el capítulo IV, “El arte de la violencia. Guerreros y cautivos”, se desarrolla una visión general de la guerra, lo cual se observa en la exhibición de prisioneros, las torturas a los enemigos, los paneles con cautivos semidesnudos, atados, arrodillados, como forma para atemorizar a sus posibles enemigos, y se sugiere que, con posterioridad a una guerra, el gobernante recreaba la batalla y la captura frente a sus súbditos, como una gran obra teatral que se desarrollaba en las plazas públicas; en estos sitios se humillaba, torturaba y sacrificaba a las víctimas como trofeos para que se reconociera la gloria del conquistador. En las estelas se plasmaba esta victoria con el jefe victorioso sobre la víctima derrotada. Los cautivos se exhibían con los antebrazos atados, el cabello largo y despeinado; cabía la posibilidad de decapitarlos y arrancarles la cabellera, una forma de mostrar el triunfo del vencedor, dado que en el cabello se concentraba una fuerza anímica, por ello la práctica de llevar el cabello largo. Se alude también a la forma de fabricar el armamento y su uso, por ejemplo, escudos excéntricos de obsidiana o pedernal que pudieron emplearse para el ataque, lanzas y otro tipo de armas que se utilizaron tanto para la defensa como para el ataque. El atavío de los guerreros consistía en un peto de algodón o placas de concha, y se resaltan frases localizadas en diferentes textos glíficos vinculadas con las batallas, como “los huesos y los cráneos se hicieron montaña”.

El quinto capítulo, “Dioses y seres etéreos. Entre lo mundano y lo sagrado”, menciona los cuatro códices mayas y se cita que el jeroglífico que acompaña a una divinidad es k’uh, “sustancia sagrada”, que permite distinguir a estos seres de materia etérea, ligera y sutil de otros, podríamos decir de menor categoría como los wahyis, winikil, poseedores del bosque. Los artistas aludían a la naturaleza sagrada de los seres sagrados con marcas como signos de brillo, que indicaban que eran seres de luz, o bien marcas de oscuridad o de kaban, tierra, que los vinculaba con otros aspectos del universo maya. Se propone aquí una clasificación de los dioses: a) dioses ancianos, como el N ó Itzam; b) dioses híbridos, con rostro antropomorfo y cuerpo humano, como Chaahk, o los dioses solares, ya sea el diurno o el Sol Jaguar del Inframundo, el ya citado K’awiil, que se presenta con una pierna de serpiente, conectando el mundo humano y el sagrado; dichas divinidades actúan en los diversos ámbitos del universo; y c) las deidades jóvenes, como el dios del maíz y la diosa lunar, quienes producen la germinación y por ende en ocasiones actúan junto con Chaahk.

El capítulo VI, “La magia ronda entre silbatos y marionetas”, refiere diferentes tipos de danzas acompañadas con sonidos con las que los mayas accedían a un trance sagrado; tocaban diferentes instrumentos, con los que tal vez al principio quisieron imitar los sonidos de la naturaleza, pero luego se llegó a producir sonidos artificiales que podían imitar la voz de los dioses y se acompañaban con autosacrificios, ayunos, meditaciones. En la misma colección museográfica existen idiófonos, como sonajas y maracas, y se propone que aquellos instrumentos con formas antropomorfas o zoomorfas pudieron formar “un conjunto de marionetas” con las que se recreaban los acontecimientos mitológicos y la tradición, a la vez que se producían sonidos, la cual sería una forma oral de transmitir el conocimiento. A su vez, se muestran ejemplos donde los personajes emplearon alucinógenos para un ritual y alcanzar un trance.

En el capítulo VII, “Remodelando el cuerpo. Piel, cabeza y ornamentos”, se reflexiona sobre los cánones guardados en las figurillas mesoamericanas, en los que se destaca la modelación cefálica artificial, el labrado del cuerpo y la decoración corporal. Se exponen los diseños por época y región, y se entiende que muchas de las representaciones tenían como finalidad acercarse a la sacralidad y distinguir a un miembro de un linaje de otro. La deformación tabular oblicua intentaba reducir la dimensión del occipucio y tuvo la intención de acercarse a la apariencia del dios del maíz, por ello la cara se ve casi plana, y para acentuarlo se colocaban un adorno entre la frente y la nariz, que se ilustra con algunas figurillas del museo. El uso de las modificaciones les permitía diferenciarse o bien transformarse en alguna deidad; los gobernantes se representaban siempre jóvenes, aunque en los textos epigráficos asentaran tener mucha edad, pues mientras más acumulaban más fuerza adquirían y estaban más capacitados para dirigir a su pueblo

En el último capítulo, el VIII, “Murió definitivamente: la disgregación del cuerpo”, se observan diferentes formas de representar a la muerte, como una calavera ornamentada y con huesos cruzados. Se detienen en los diferentes componentes del cuerpo humano, que son heterogéneos y formados de sustancias materiales, algunas densas y otras más ligeras, imperceptibles para los seres humanos en estados de vigilia, como luz, aire, humo, aroma, los mismos elementos que las deidades. Algunas entidades anímicas tenían voluntad, personalidad, y otras eran impersonales. Podían permanecer siempre dentro del cuerpo, en las imágenes o viajar al exterior de forma voluntaria o involuntaria. Entre los glifos que destacan vinculados con la muerte está ochbihaj, “el entró al camino”, es decir, al sendero de la muerte. Otros términos refieran la entrada a una montaña florida o al agua, ochha’aj, “él entró al agua”, y como destino final está una cueva, Yo’hl Ahk, “Corazón de la Tortuga”, espacio repleto de semillas, donde reside el espíritu del dios del maíz, las fuerzas de regeneración vegetal y de las esencias de los individuos que fallecieron; tal vez el destino final fuera el “Paraíso Florido” del dios solar.

A la muerte el cuerpo se cubría de cinabrio, mineral rojo que simbolizaba el renacimiento. Para el entierro, el difunto se acompañaba con los objetos de valor en su vida y los necesarios para el largo camino que emprenderían, incluyendo sus adornos y vestidos más fastuosos y los instrumentos de trabajo que habían usado en vida; podían perforar un plato que colocaban sobre el rostro del difunto, que funcionaba como un conducto del alma hacia el Otro Mundo. Los gobernantes se sepultaban generalmente en edificios que ellos mismos mandaban construir, depositados en tumbas, fosas, cistas, etc.; a veces se volvían a inhumar y los huesos se colocaban en una vasija. En los entierros secundarios se exhumaban los restos óseos, se limpiaban de la carne putrefacta restante con los excéntricos de pedernal, acto que se definió con la expresión glífica suhsaj, “fueron pelados”. Después de varios años del fallecimiento de un gobernante, sus descendientes podían entrar a la tumba con fuego, och’k’ahk’’, como un rito de renovación y transformación.

En resumen, el libro no deja de ser inspirador, los ejemplos elegidos del Museo Amparo resultan muy ilustrativos para el conocimiento de la antigua cultura maya y el texto, si bien está escrito con un gran rigor científico e ilustrado con excelentes imágenes, es accesible a un amplio público; asimismo, dada su actualización, será de gran utilidad para diferentes especialistas.

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